viernes, diciembre 27, 2013

Relatos de Sevastópol, Lev N. Tolstói

Trad. Marta Sánchez-Nieves. Alba, Barcelona, 2013. 216 pp. 16 €

Fernando Sánchez Calvo

Tres relatos que son reportajes. Tres semblanzas donde la trama (necesaria) se diluye a favor de la doliente perspectiva (imprescindible). Tres piezas que dejan de ser hermosas leyendas históricas y pasan a ser hechos. Tres caras de la misma moneda que no son literatura, que también, sino periodismo, aunque el autor no lo supiera.
De corte autobiográfico y basados en las experiencias que el autor padeció en la Guerra de Crimea a mediados del siglo XIX, cada uno de los tres relatos que componen este volumen tienen un función clara dentro de él. El primero, "Sevastópol en el mes de diciembre", funciona a modo de prólogo y nos invita a nosotros, lectores, a entrar en ese gran museo que es la guerra. Como si de una cámara cinematográfica se tratase, el narrador nos lleva de la mano por el campamento ruso (tiendas, barracones y demás) que, ingenuamente impaciente, cree que va poder ganar esta batalla contra la alianza que turcos, franceses e ingleses han formado. «No hay que pensar mucho: si no piensas, no pasa nada. Todo lo demás sucede porque lo piensa el hombre» y otras perlas expulsadas por las bocas de unos soldados aún excitados por la orgía de la sangre preconizan, por oposición a la ingenuidad, lo que los otros dos relatos, más ricos y perfilados, confirmarán poco después.
Es el caso de "Sevastópol en el mes de mayo". En dicha pieza, la cámara, el ojo, se centra en el esnobismo, la soberbia y las puras poses de los mandos del ejército ruso. Mientras los soldados rasos luchan por retrasar una derrota más que anunciada, el objetivo del capitán, la milenaria ambición de los oficiales, no es otra que codearse en las escasísimas treguas que otorga el enemigo con el mando que inmediatamente va por encima de ellos en la jerarquía militar. El análisis de cucañistas, lameculos o trepadores es preciso, mordaz y divertidísimo de pura absurda que es la existencia del mando que quiere ser más mando aún, del pobre diablo que si sale alguna vez al campo de batalla es para ver si con suerte lo hieren en combate y así poder ganar una condecoración, del alférez que no llega nada contento al campamento base porque el capitán ayudante también ha regresado y, con ello, le ha privado del placer de contar que ha sido el único oficial que ha quedado en la compañía. Por no hablar del cobarde que se tiró al suelo al estallar una bomba y al levantarse agradeció que no hubiera al lado un soldado para presenciar dicho acto. Por no hablar de las palabras más que dichas y de los hechos poco demostrados. Tolstói se ensaña especialmente como Goya en sus grabados contra la jerarquía militar que a priori debería abanderar valores como el honor o la valentía.
Valores que se defienden curiosamente por un joven entusiasta que llega a Sevastópol en el mes de agosto de 1855. Volodia, ingenuo y temerario como todo buen soldado decimonónico que quiere morir por su patria, desea seguir los pasos de su hermano mayor y para ello se enrola también en el ejército ruso cuando Crimea es ya prácticamente de los aliados. A pesar de la negativa de su hermano y de los consejos de los veteranos, Volodia está dispuesto a entrar en soledad en la batalla. La experiencia no es grata: muertos, sangre, fragmentos de compañeros, miedo a morir y el miedo a que el siguiente de verdad sea uno mismo son los hechos con los que Volodia madura a fuerza de desencantos y de comprobar que la muerte, tantas veces nombrada, es única para uno mismo cuando te encuentras delante de ella. Para el imberbe niño que a veces no supo diferenciar las bombas de las estrellas no le espera otro final que el que ya conoce el lector: por injusticia poética, por caprichos de Tólstoi y porque cuando has vivido la vida de un hombre de sesenta años en veinte, no tiene sentido (real ni literario) seguir viviendo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

¡Ah, Goya, Tolstoi y la guerra! A veces me gusta imaginar que, a modo de homenaje y de discípulo, Tolstoi se inspiró en el grabado del autorretrato de Goya con sombrero de copa para enviar a su personaje de Pierre, como testigo, a la batalla de Borodino en "Guerra y paz"... También, como en "Los desastres", Pierre puede decir: "Yo lo vi". En este tema, no hay diferencias entre los dos genios. Me ha alegrado conocer la publicación de este libro de "Sevastópol", que ignoraba, y el comentario de FSC, que invita a leerlo. Os doy las gracias.