viernes, abril 29, 2011

Los sinsabores del verdadero policía, Roberto Bolaño

Anagrama, Barcelona, 2011. 328 pp. 19,50 €

Fernando Sánchez Calvo

A veces uno detiene la frenética actividad literaria a la que él mismo se somete durante todo el año, se da un mísero segundo donde colocar algo de serenidad, reflexión o lucidez y descubre que de los últimos quince libros que ha leído, sólo recuerda el contenido de cinco, los personajes de dos y, eso sí, el título de todos ellos. Después de un mes, o de dos (depende de la memoria de cada uno) lo que nos queda del libro que leímos es el título. Eso es lo que somos muchas veces como lectores: un título que recomendar al amigo o internauta más cercano que todavía no lo conoce, un título que archivar en nuestra carpeta de reseñas del disco duro para que, si nos preguntan dentro de un par de años, podamos asegurar que sí estuvimos en esa novela, que sí descansamos en ese poemario. Creo que por ello muchos de nosotros optamos por el mal menor y un día cualquiera empezamos a escribir reseñas para que nos regalen libros y para que entre el tiempo que dista de la lectura de una obra a la crítica que se redacta sobre ella por lo menos el libro en cuestión tenga cierta esperanza de ser revivido por el mismo lector dos veces, amén de encontrar un sitio fijo en la web.
Más rabia te da no obstante, si la historia que olvidas en ese mes es Los sinsabores del verdadero policía, de Roberto Bolaño, un magnífico enfermo de la literatura del que no hace falta citar nombres como Los detectives salvajes, Estrella distante, Putas asesinas, Llamadas telefónicas, entre otras, pero que vamos a citar porque ya hemos dicho antes que lo único que recordamos al final de todo, incluso de los grandes enfermos de la literatura como Roberto Bolaño, son los títulos. Con carácter autónomo pero englobado dentro de la obra total que persiguió siempre el chileno, Los sinsabores del verdadero policía es posiblemente el libro más rayuélico del poeta y narrador, la obra más desgajada adrede por el autor para que nosotros, sus seguidores, los verdaderos policías de esta novela, juguemos a ordenarla, aunque nunca a completarla. Dividida en cinco partes, el mundo de las grandes novelas de Bolaño vuelve a repetirse aquí por edición (que no por escritura, pues la redacción de la obra es anterior a clásicos como 2666): Amalfitano, Archimboldi, la literatura, la subliteratura y los ya míticos y mitificados desiertos de Sonora, o lo que es lo mismo: Santa Teresa, o lo que es lo mismo: Ciudad Juárez, o lo que es lo mismo: Roberto Bolaño, son constantes que vuelven a aparecer pero formando una nueva historia. Una vez más, los personajes y los espacios son los mismos o parecidos. Una vez más, la desgracia nos resulta familiar, pero lo suficientemente distinta para compadecernos de unos nuevos miserables, aunque compartan el mismo nombre e identidad.
Concretamente, Amalfitano, profesor de literatura que bota de universidad en universidad por problemas digamos que sentimentales y profesionales hasta caer en México, y Padilla (pérfido amante de Amalfitano, escritor infrarrealista de novelas inconclusas) son los protagonistas de esta póstuma joya que se abre con una clasificación no nueva de la literatura castellana y universal, la cual divide a los poetas en dos grandes grupos: maricas y maricones. Por supuesto, Góngora y Quevedo pertenecen a los primeros; Fray Luis y San Juan a los segundos. Después, los vaivenes del profesor, sus relaciones con la élite cultural catalana, el recuerdo de la muerte de su mujer y la oscura y vacía relación con su hija Rosa, quien acusa a su padre de haberla convertido en una errante apátrida y en una hablante española sin acento, “tipo Naciones Unidas”, van construyendo un esqueleto formado a ratos por la violencia, el cinismo, la insolidaridad (“En la raíz de todos mis males, se encuentra mi admiración por los delincuentes, las putas, los perturbados mentales, se decía Amalfitano con amargura”) y a ratos por emociones en estado puro (“¿Y qué fue lo que aprendieron los alumnos de Amalfitano? Que lo más importante del mundo era leer y viajar, tal vez la misma cosa, sin detenerse nunca. Que no era más cómodo leer que escribir. Que leyendo se aprendía a dudar y a recordar. Que la memoria era el amor.”). Entre medias, la eterna y no suficientemente contada desventura de México y su frontera, de México y toda la mierda que sobre ella echa Estados Unidos pero que México no devuelve.
Hace como cosa de un año vi un documental en Imprescindibles, de RTVE. En él Vargas Llosa venía a decir que para ser lector de Bolaño hace falta una gran concentración y un alto nivel cultural para el que no todo el mundo está preparado. Yo creo que además, hace falta un gran estómago y un gran corazón que sean capaces de soportar tanto desarraigo, tanta soledad y tanta incomunicación como la que vive el bueno, miserable y desgraciado de Amalfitano, quien a diferencia de los salvajes Arturo Belano y Ulyses Lima, ni siquiera se puede dar el lujo de vivir tal y como aconseja Mario Santiago, alter ego del segundo: “Si he de vivir, que sea sin timón y en el delirio”. Son versos demasiado grandes para Amalfitano. Por eso acabaremos olvidando a este personaje, por su desgraciada esencia y porque, como he dicho al principio, uno, al final de las novelas, acaba recordando sólo el título.

jueves, abril 28, 2011

Némesis, Philip Roth

Trad. de Jordi Fibla. Mondadori, Barcelona, 2011. 214 pp. 21,90 €

Juan Marqués

Pocas veces sucede que, inmediatamente después de leer la última palabra de una novela, uno sienta ganas de volver directamente a la primera para comenzar de nuevo a recorrerla. Philip Roth lo ha vuelto a conseguir, como ya sucedió con la generalmente infravalorada La conjura contra América (2004) o, aún más recientemente, con Indignación(2008), que se convirtió de golpe en una de las mejores “novelas de campus” escritas nunca.
Némesis es, ahora, otra obra maestra escrita en permanente estado de gracia, con la ventaja de que, por sencilla, se diría que no se nota. Carece de cualquier tipo de trampas, artificios, complicaciones e incluso sorpresas, pero (en buena alianza con Jordi Fibla, el traductor más tenaz de Roth) consigue ser una narración trepidante, pulcra, ordenada, sin cabos sueltos ni tramas secundarias, sin apenas golpes de efecto (y el principal de éstos, que implica a la voz narrativa, constituye un gran acierto) ni voluntad de abrumar en ningún sentido. Su grandeza está en el modo en el que aborda un tema que a otro novelista aparentemente más ambicioso le habría llevado a una novela mucho más gruesa, poliédrica y generalista: una mortífera epidemia de poliomielitis en 1944 es un tema muy jugoso para contar muchas cosas, recorrer muchas ciudades e insinuar audaces correspondencias con lo que estaba sucediendo por entonces en las trincheras de Europa y en los campos de exterminio. Roth, en cambio, consigue todo eso de una forma más eficaz y elegante al focalizar muy particularmente, en la primera parte, lo que sucede en el barrio judío de Newark, tan bien conocido por él y tan frecuentado en sus narraciones, y centrándose en muy pocos personajes, principalmente en uno, el honrado profesor de gimnasia Bucky Cantor, a quien la narración disecciona magistral e inolvidablemente en cada una de las líneas de Némesis. En la segunda parte la acción se traslada a un campamento de verano de Indian Hill, y la narración, como el propio escenario, se hace más oxigenada y serena, menos asfixiante, pero durante muy pocas páginas de tregua... La tercera parte, ya epilogal, nos devuelve a Newark: ha pasado el tiempo y la conversación en la que allí se nos invita a entrometernos eleva definitivamente la novela, pero huyendo de ese moralismo que tanto ha repugnado siempre al autor.
Philip Roth, en general, da lo mejor de sí mismo en sus novelas digamos “históricas” y no tanto en las que se asoman a conflictos privados, pero no porque aquellas traten temas en principio más graves y trascendentales, sino por el modo de hacerlo, porque esa épica de lo pequeño que guía a Roth es más conmovedora cuando el telón de fondo, el paisaje temporal, el contexto... es más importante desde un punto de vista colectivo. La conjura contra América, por ejemplo, partía de una idea muy atractiva (la posibilidad de un presidente pronazi en la Casa Blanca) que daba para ensayar escenas de tremenda seriedad diplomática, recurrir a sucesos espectaculares o fantasear panorámicamente sobre las distintas reacciones universales ante ellos..., y en cierto modo lo hacía, pero logrando a la vez que las páginas más impresionantes fuesen aquellas en las que un niño judío queda encerrado durante unos pocos minutos en el cuarto de baño de su casa.
En Némesis lo alegórico también funciona de un modo tan tácito y pudoroso como potente. Tanto como sus últimas líneas, que rematan una novela gloriosa.

miércoles, abril 27, 2011

Caligrafía de los sueños, Juan Marsé

Lumen, Barcelona, 2011. 440 pp. 22,90 €

Fernando Sánchez Calvo

Ringo es un adolescente que, sin saberlo, siempre lleva las de perder. Por iluso, por obligación narrativa y porque de entre todos los personajes de la última novela de Juan Marsé, es el único que no crece o que se niega a crecer, el único que no se entera de nada, el protagonista de todo, el núcleo en el que confluyen todas las venas argumentales. En definitiva: el centro que no se sabe centro.
Vuelve con este último título el novelista de raza que es el autor catalán, el que, con un narrador omnisciente poderoso pero a la vez compasivo, rinde tributo una vez más a la herencia cervantina que unta pequeñas dosis de ficción (las que se permiten) a la cruda realidad de la Barcelona de posguerra. Volvemos con ello a un tema recurrente en el Premio Cervantes, ya tratado en El embrujo de Shanghai, Últimas tardes con Teresa o La oscura historia de mi prima Montse, por citar sólo algunas de sus obras más famosas: el del adolescente que a fuerza de desengaños (principalmente proporcionados por el lado paterno) se convierte en adulto, el del adulto que a fuerza de engaños se cree un adolescente, el de los tristes desgraciados que aspiran sin mucha ilusión a colorear, aunque sea con tragedia y no con risas, la infumable burbuja en la que los ha aislado el triunfante régimen franquista. Sumado a esto, tintes autobiográficos: el Marsé niño que empezaba a escribir, las calles y lugares más emblemáticos de la Ciudad Condal, entre otros.
La escandalosa enajenación que sufre la Señora Mir, curandera y romántica trasnochada que espera la vuelta de su amante, su héroe local, sobre las vías de un tren que ya no pasa por allí, abre la trama de una historia que aguanta bien el suspense y el erotismo (otro de los motivos recurrentes de Marsé), aunque en ocasiones se vea perjudicada por el ritmo narrativo, un tanto moroso. Esta pequeña tara, no obstante, queda contrarrestada con los ágiles diálogos de amigos que juegan, de taberneros que escuchan, de fanfarrones que cuentan: la oralidad, lo que se cuenta, lo que se dice, lo que se rumorea, tiene mucho más peso por lo tanto que lo que de verdad está pasando histórica y socialmente en esos momentos.
Sin aportar nada nuevo a la narrativa del autor (son ya muchas novelas estirando el mismo leitmotiv), Caligrafía de los sueños deja perlas como las siguientes: “¿Adónde van a parar los dedos muertos de los pianistas?, ¿cómo es que me duele el dedo que no tengo?”, pregunta el iluso y soñador Ringo a su madre después de sufrir un accidente en el trabajo. A pesar de los pesares, de los sueños frustrados, de los amores mal tramitados y otras mediocridades, Ringo insiste y escucha, insiste y observa, insiste y escribe todo lo que no escucha ni observa para ver si, con un nuevo tipo de caligrafía o letra, otra Barcelona, como aquella a la que se aludía en los doblajes de El zorro, sustituye a la oficial. A ver si con un poco de suerte, la forma trae al contenido. No hay motivos ni precedentes para hacerse ilusiones pero, como bien apunta el compasivo y cervantino narrador en uno de los capítulos centrales, Ringo “cree que solamente en ese territorio ignoto y abrupto de la escritura y sus resonancias encontrará el tránsito luminoso que va de las palabras a los hechos, un lugar propicio para repeler el entorno hostil y reinventarse a sí mismo”.

martes, abril 26, 2011

Habitaciones cerradas, Care Santos

Planeta, Barcelona, 2011. 496 pp. 20,90 €

Victoria R. Gil

Hace casi dos años, el escritor Félix J. Palma, quien parece manejarse con lo sobrenatural con la misma soltura que Care Santos, predecía que la escritora catalana publicaría en el año 2011 "una novela magistral que la convertirá en la autora más famosa del mundo". Por lo pronto, Habitaciones Cerradas va por su segunda edición y ha entrado en la lista de los más vendidos en catalán y castellano, transcurrido únicamente un mes desde su lanzamiento. Además, ha sido uno de los libros más buscados durante la reciente edición de Sant Jordi y sus derechos se han vendido ya a varios países para su traducción.
Asegura Care Santos que todos sus obras, se vistan con ropajes fantásticos o realistas, y vayan dirigidas a un público adulto o juvenil, surgen siempre del mismo germen inspirador: la dificultad de relacionarse con quienes tenemos más cerca. Habitaciones cerradas no escapa a esa intimidad esquinada y exhibe todo tipo de mentiras, traiciones, celos y crímenes que fluyen como turbias corrientes por varias generaciones de una misma familia de la burguesía industrial catalana.
Si un libro es un camino que conduce a todas partes, éste se recorre desde la encrucijada de la recreación histórica, la crónica social, el folletín, la intriga y hasta la narración gótica, a través del esplendor y la decadencia de los Lax, el hilo conductor del que se sirve la escritora para hablar de la Barcelona modernista que cabalga entre dos siglos y que empieza a convertirse en la ciudad que conocemos hoy.
El lugar en que se nace no depende más que del azar. Luego, con suerte, uno se enamora. Y en Habitaciones cerradas, Care Santos se rinde de amor a Barcelona, dotándola de la intensidad y la verosimilitud que terminarán por convertirla en un personaje más de la historia, tan protagonista la ciudad, sus costumbres, su arte y su urbanismo, como la familia cuyos secretos se esconden agazapados tras demasiados muros. Unos muros en los que, sin embargo, se adentra la novela para mostrarnos el lado más oscuro e íntimo de sus habitantes, en torno a los que la autora hace circular el aire para que tanto piedras como personas afloren desde el pasado.
Que a Santos no le gustan las cosas fáciles resulta obvio. En la mayoría de sus obras huye siempre de la narración lineal y del narrador único, y en ésta ilumina más de cien años en la vida de los Lax valiéndose de continuos saltos en el tiempo y, entre otras piezas, de cartas, noticias de prensa, correos electrónicos, atestados policiales y descripciones de cuadros, con las que compone un mecano de sólida estructura que no se tambalea nunca. Pero si remata con habilidad los múltiples hilos que ha manejado a lo largo de la novela, mayor es el acierto con que cede al lector la resolución de algunos de ellos, sutiles y entreverados en sus páginas, que nos perseguirán, aun después de cerrado el libro: un tren en miniatura que quizás fuera manipulado… una pistola que tal vez llegó a ser disparada por su dueño... Un accidente que acaso no lo fuera…
En Habitaciones cerradas vamos a reencontrarnos con el talento fabulador de Care Santos y con esa capacidad tan suya para encajar la realidad en la ficción que ya nos regaló momentos jocosos en Crypta, por citar una de sus novelas más recientes, donde tras el AVE que amenaza con derruir la Sagrada Familia se oculta, en realidad, un diablo tan encantador como maléfico. Aquí, no duda en valerse de hechos reales y de personajes históricos para acompasarlos al ritmo de la familia Lax, y lo mismo convoca una sesión de escritura automática con Francesc Canals i Ambrós, el Santet, que organiza un improvisado aperitivo para el rey Alfonso XIII. Algo que no puede sorprendernos de quien ya sirviera un impresionante banquete al mismísimo emperador Octavio Augusto en La muerte de Venus.
Casi 500 páginas de pasiones, intrigas y misterios que, te das cuenta de pronto, si hubieran sido el doble las habrías leído con igual disfrute y sin el menor empacho. Porque la decisión de no agotar las vidas de Violeta, Modesto, Valérie, Fiorella y Silvana no consigue sino hacerte desear saber más de cada uno de ellos. Y confiar que, en su lucha contra la desmemoria que provoca el paso del tiempo, Care Santos no se rinda a su avance y encuentre el modo de desvelar los muchos secretos que aún guarda la familia Lax.

lunes, abril 25, 2011

La voz de Nueva York, O’Henry (William Sidney Porter)

Trad. Mª Teresa Sánchez Montesinos. Editorial Traspiés, Granada, 2011. 120 pp. 14 €

Ángeles Prieto

En esa larga tradición del relato breve norteamericano, que desde estas latitudes podemos iniciar con Washington Irving o Edgard Allan Poe, y que ahora nos llevaría a los determinantes y decisivos Raymond Carver o P. J. O’Rourke, la obra de O’Henry (pseudónimo de William Sidney Porter) destaca por su estilo directo, sus despliegues sentimentales y sus finales sorpresa, casi siempre alegres, en feliz comunión con el lector. Un clásico enérgico que no se puede pasar por alto, so pena de perdernos la transmisión, epicúrea y vigorosa, de lo que fue la ciudad de Nueva York a inicios de siglo, una urbe en constante transformación, la tierra de todas las oportunidades.
Una ciudad que nos fue descrita con pasión y entusiasmo por un autor prolífico y a la vez genial, pleno de talento, circunstancia venturosa que acontece cuando el narrador en cuestión logra tomar la medida a esa cajita de música perfecta que todo buen cuento constituye. No sólo en la forma o tamaño, también por esa conmoción emocional, esa epifanía sentimental que el relato corto debe transmitirnos para que lo sintamos nuestro. Fertilidad que también consiguieron en nuestro país autoras como Emilia Pardo Bazán, o como la que disfruta actualmente Joyce Carol Oates, posiblemente la mejor narradora viva del Planeta, en una comparación que podría parecer chocante ante narrador tan descaradamente viril como lo fue O’Henry, pero viene a cuento porque nada tiene que ver productividad o sexo del autor, con el talento narrativo.
Así, de las aproximadamente doscientas setenta historias que el talento de O’Henry nos legara, aquellas que escribió frenéticamente sobrepasada ya la mitad de una vida aventurera, apurada y azarosa, con cárcel incluida, una existencia en la que ejerció más de una decena de oficios antes de dar con la escritura, la editorial Traspiés, muy acertadamente, ha decidido seleccionar sólo doce.
Porque precisamente estos doce relatos, deliciosos y magistrales, traducidos con la agilidad y el acierto necesarios para este maestro del slam de su época, responden al propósito del libro: conseguir La voz de Nueva York, título de uno de los relatos, y a la vez crónica periodística, con la que O’Henry nos fotografió el bullicio de la urbe más aclamada del mundo. Pues en este libro se nos despliegan las diferencias sociales (“El asesino de tontos”, “Mientras el auto espera”), las nuevas costumbres y aficiones (“Una comedia elástica”, “Extraditada de Bohemia”), la necesaria ley y orden (“El toque de corneta”), pero también el anuncio del fin para otra forma de vida más sana (“La derrota de la ciudad”).
Y sobre todo, muy estruendosa, ruge La voz de Nueva York, tanto en el guiño silencioso que O’Henry nos efectúa en el primer relato, como en la maravillosa “Vida completa de John Hopkins” donde la ciudad en la que te puedes sentir tan inconmensurablemente grande, como infinitamente pequeño, se despliega con todos sus poderes: “Te dispones a pisar la hierba para arrancar una clavelina en el parque… y… ¡zas!, te atacan unos bandidos, te llevan en ambulancia al hospital, te casas con la enfermera, te divorcias; te metes en jaleos por si echabas de menos los altibajos, te arruinas, te casas con una heredera, recoges tu colada y pagas tus deudas en el club, todo en un abrir y cerrar de ojos”. Y te quedas sin aliento. Porque este párrafo del maestro O’Henry, sin exageraciones y con exactitud, es justo lo que supone la Gran Manzana para nosotros, un inmenso abanico abierto de posibilidades, tanto en el siglo pasado como en éste. Y quien la mordió, lo sabe.
Como cuando a veces, en una mesa de novedades editoriales, repleta de gruesos tomos con colores llamativos y chirriantes, de grandes nombres y mejor marketing, te encuentras mareado o perdido y de repente tropiezas con esta pequeña y delicada joyita para la alegría, con lo que ya sólo nos queda desear que la ya prolífica editorial Traspiés, al igual que Nueva York nunca duerma, y siga regalándonos exquisitas lecciones de literatura como ésta.

viernes, abril 22, 2011

Solo con invitación: El cuarteto de Whitechapel, Daniel Sánchez Pardos

Ediciones del Viento, A Coruña, 2010. 389 pp. 20 €

José Gutiérrez Román

Ikatz Santaella, el protagonista de esta novela, es uno de esos muchos jóvenes que deciden irse a vivir a Londres buscando nuevas experiencias y, al mismo tiempo, salir de su hábitat natural (en este caso, de la burguesía barcelonesa a la que pertenece). Su nueva vida londinense está marcada por varios factores: uno es su trabajo como Guía del Terror para grupos de turistas españoles, el cual consiste en recorrer los lugares del barrio de Whitechapel donde aparecieron los cadáveres de las siete prostitutas que hicieron famoso a Jack el Destripador a finales del siglo XIX. También está su novia, Paula, una argentina que cursa bellas artes en una prestigiosa academia y cuya obsesión es abrirse camino en el mundo del arte contemporáneo. Y como tercera pata de la silla está el fantasma de Borges, cedido de algún modo por su suegro, un tipo que dice haber escrito una novela que le dictó el propio Borges en vida. Este fantasma, que se pasea de vez en cuando por la casa e incluso habla con Ikatz, aporta una de las mayores singularidades de la historia. Este sería el lado más personal de la novela, el que se adentra en el mundo interior de Ikatz y su novia, con sus secretos y mentiras, sus complejidades, sus miedos y pulsiones, y que se va entremezclando con la doble trama de intriga que atraviesa la narración: por un lado la proliferación de suicidios en directo de artistas en diferentes cadenas de televisión de todo el mundo; y por otro, la aparición de bolsas con restos humanos en determinados lugares de Whitechapel. Daniel Sánchez Pardos nos adentra en un viaje inquietante por el lado más sórdido del mundo actual y del arte de vanguardia, donde acciones artísticas y acciones terroristas como las del 11-S se confunden, y donde el ansia de información de nuestra sociedad acaba por convertirse en una adicción humana más. En un pasaje del libro, Paula reflexiona sobre el mundo «posthumano» que, según ella, habrá de venir, y dice: «Nuestra información seguirá circulando eternamente por Internet. Hemos creado una realidad que ya no necesita de nosotros para mantenerse en pie». Sin embargo, el gran atractivo de esta novela no solo está en lo que nos cuenta, sino también en lo que deja en suspenso, en todo ese mundo y submundo que se mueve alrededor del protagonista, donde cualquier evidencia es un mero espejismo.
Escrita con una prosa ágil, salpicada de ironía, y con unos personajes perfectamente definidos, El cuarteto de Whitechapel pertenece a ese tipo de novelas que nos atrapan sin remedio. En su elaboración se aprecia la pericia de un relojero que logra que cada pieza ajuste con precisión en el engranaje final de la obra. Especial mención merecen sus últimas cien páginas, muy sorprendentes, y que se leen a un ritmo vertiginoso. Se me ocurren muchas razones para recomendar El cuarteto de Whitechapel: es turbadora, divertida a veces, vibrante, demoledora y lúcida. Pero sobre todas estas razones se impone otra de más peso: es una NOVELA (con mayúsculas).


Daniel Sánchez Pardos: "Somos espectadores a tiempo completo de una exhibición continua de atrocidades"


Borges es una presencia fantasmal en la novela y a la vez muy humana, pues aparece despojado en parte de su halo de gran figura literaria. ¿Qué tiene Borges que le haga tan atractivo incluso como personaje de ficción?
—Como buen fantasma doméstico, el Borges que aparece en El cuarteto de Whitechapel es un ser triste y entrañable. Su presencia en el libro es, en cierto modo, un accidente: uno de esos accidentes felices que en ocasiones se producen en el acto de la creación. El fantasma de Borges no formaba parte del plan inicial de la obra, pero un buen día apareció en un rincón de la casa del protagonista y allí se quedó hasta el final.


Para leer la entrevista completa, haz click AQUÍ.

jueves, abril 21, 2011

Doble mirada: Una esposa de fiar, Robert Goolrick

Trad. Santiago del Rey. Salamandra, Barcelona, 2011. 283 páginas. 17 € *

Care Santos

Hay una diferencia entre expiar y redimir las culpas y esta novela trata de ambas cosas: de cómo la culpa puede lastrar una existencia hasta el extremo de hacerla insufrible y de cómo el camino hacia la paz interior es tortuoso, largo y, hasta cierto punto, inútil, puesto que buscar culpables es tan absurdo como creer que hay que pagar por lo hecho (o por lo que nunca se hizo).
La biografía del artífice de esta novela reserva la primera sorpresa: estadounidense, lo bastante maduro como para que su año de nacimiento no figure en ninguna parte (no, desde luego, en la ficha de la solapa, aunque por la foto se le pueden estimar unos 60 mal llevados o unos estupendos 70), pintor, actor, establecido en Nueva York pero nacido en Virginia y autor de un único libro de memorias llamado The End of The World as We Know It (El fin del mundo como lo conocimos), en el que relata su infancia sureña y que apareció en Estados Unidos en 2007. Con motivo de la publicación de esta, su primera novela, dijo: "Me gusta contar historias de vidas normales. Pienso que la simplicidad y la ternura de las vidas normales tienen algo de sagrado".
Puede que esa intención, contar vidas "normales" fuera la intención principal de esta novela, pero a mi juicio poco tiene que ver con el resultado. Los personajes de esta historia no son en absoluto normales, si entendemos por ello lo que el Diccionario nos dice: "que sirve de norma o regla". Todo lo contrario: sus personajes son tan extraordinarios que por sí mismos justifican una lectura. Y, de todos, uno solo deja al lector maravillado desde el primer momento: su protagonista femenina, la nada simple, embustera, tierna y muy humana Catherine Land. No se nos puede escapar que "Land", en inglés, significa "tierra", "reino", "país". "No era una mujer, era un mundo", dice el narrador, bien avanzada la historia, cuando el rendido lector ya sólo puede darle la razón.
Desde el primer capítulo, la historia causa el efecto de un mazazo. Un viudo rico, que habita una gran mansión en una tierra inhóspita y helada del estado de Michigan, acude a la estación a recibir a su nueva esposa, una "buena chica" con la que ha contactado por correspondencia. Ya en estas primeras páginas entrevemos el carácter atormentado del protagonista masculino, su tristeza antigua e incurable, su severidad que parece a prueba de cualquier ternura y de cualquier bondad que la vida pueda depararle. El segundo capítulo es portentoso por los pocos medios de que se vale el autor para trazar el retrato de Catherine y dejar al lector encandilado, lleno de expectativas que en ningún momento se verán defraudadas. Luego, enseguida, todo sale mal. La novela nos regala la primera sorpresa, el primer giro argumental, y ya no dejará de hacerlo hasta el final. Junto a esos retruécanos narrativos puestos al servicio del suspense mejor entendido, Goolrick nos va sirviendo unos personajes profundos, cargados de contradicciones, que llevan a cuestas su memoria como quien arrastra una pesada piedra por una cuesta.
No hay aquí verdades absolutas: ninguno de las protagonistas las tiene, ni lo pretende. Todo lo contrario, hay almas atormentadas por la duda y la culpa, hay convicciones firmes que se ven alteradas por las circunstancias y hay marchas atrás. Como en la vida misma, nadie tiene aquí un rol predefinido, sino que cada cual debe encontrar el suyo como buenamente sepa. Y la expiación es posible, pero sólo porque lo quiere el destino. O porque el sacramento de la ternura que acaba por imponerse redime a todos de sus pecados.
Mención aparte merece la ambientación. Pariente lejano de la Charlotte Bronte de Cumbres Borrascosas, pero también de la Jane Austen de Orgullo y Prejuicio, las dos mansiones que son escenario de tantas cosas adquieren en el relato una personalidad propia. Son decadentemente góticas, pero también extrañas como un palacio de la Atlántida y remotas como ese paisaje helado en el que la primavera se aguarda como un advenimiento.
Hacía mucho tiempo que no leía una novela con tanto arrebato. Lo hice en una sola tarde, en un hotel de una ciudad que apenas conozco, excusándome en el trabajo, rendida de emoción y placer, maldiciendo cada página que pasaba, saboreando la estupenda traducción de Santiago del Rey, preguntándome en qué andará ahora el tal señor Goolrick y cuánto tiempo pasará antes de que pueda volver a leerle. De vez en cuando, me detenía a contemplar el rostro imperturbable, de rictus ligeramente británico del autor. En verdad, este señor tiene aspecto de haber escrito un libro sobre su infancia en Virginia. Sin embargo, no parece el profundo conocedor del alma humana que aflora en estas páginas, ni un novelista capaz de deleitarse en una sensualidad tan desbordante y tan alejada de tópicos como la que aparece en cada uno de los capítulos de este libro. Está claro que la foto miente, y no la novela. Al fin y al cabo, la verdad siempre está en la ficción, todos los que escribimos lo sabemos.
Y también, acaso, en las páginas de reseñismo literario. He aquí una verdad: Necesitan leer esta novela.


Ángeles Escudero

Una novela sorprendente como esta merece, cuanto menos, una reseña entusiasta. Y digo sorprendente, no por los golpes de efecto, por las personas y las situaciones que, casi nunca son lo que parecen, sino por el sobresalto que produce en esa delgada línea que separa (o une) la emoción del reconocimiento del genio creativo.
Hay claves importantes de la novela que la definen desde el mismo arranque: no hay personajes planos. Ni siquiera los transeúntes o alguien que parece estar de atrezzo esperando el tren -al tiempo que el protagonista, Ralph Truitt- en el andén de la estación. Todo significa algo, todo se lee en los gestos, se interpreta. Pero es en el comienzo donde aprendes que esta historia no te dará tregua. Esperas un inicio que parece obvio pero, a la vez, intuyes que, ni quien espera ni quien llega te van a dejar indiferente. “¡Despierta!” sentí que me decían desde dentro de la propia trama, "no creas que todo va a ser tan fácil".
Quizás por esto que señalo, por la profundidad y la enjundia de cada personaje el autor consigue mantenerse alejado del maniqueísmo en su sentido más tópico. Nos sería muy difícil hacer una lista de dos columnas atendiendo a la siguiente cuestión: ¿Quién es bueno y quién es malo? ¿El personaje principal que busca una esposa sencilla, una "esposa de fiar", tal y como reza el título, una esposa para ocupar junto a él una posición en la sociedad de una remota población de Wisconsin? ¿O la mujer que acepta una proposición de matrimonio tomada de la sección de anuncios de un periódico a principios del siglo XX y que, además de unas intenciones que aún no conocemos, tiene un pasado que nos deja a la expectativa? ¿Unos padres que lo dan todo a unos hijos aún a sabiendas de que lo están dilapidando? ¿Un hombre capaz de amar hasta la extenuación pero capaz de volcar sobre su hijo todo el peso de su frustración? No creáis que son muchas preguntas. Son puertas abiertas, y todas, todas habrán de cerrarse. Lo bueno y lo malo van a depender de muchos factores: de la posición emocional del personaje que actúa, que siente o padece (que es lo más normal en esta novela) el sentimiento. No es difícil ver aquí una expresión del perspectivismo orteguiano, de su doctrina del punto de vista. Nadie va a tener la verdad en sentido absoluto. Cada uno de ellos capta sólo una parte de la realidad, una parte de la verdad, que, en definitiva no es mentira, pero es sólo eso: una parte.
Otra clave importante de la novela es el papel central que ocupa la sexualidad. Subyace en cada página, en cada arista del comportamiento de estos personajes atormentados y tan bien dibujados por la forma de describir y de narrar del autor que los reconoceríamos si los tuviésemos delante. Aparece como inhibidora de los pensamientos recurrentes, como terapia, al fin y al cabo; la sexualidad en grado superlativo como búsqueda, como sofisticación de la inteligencia al servicio de los sentidos; incluso la sexualidad como sustento. Pero, de forma muy especial, aparece como prohibición. Robert Goolrick nos introduce con la sutileza que sólo puede dar la maestría en el sórdido y eclipsante universo de la sexualidad como tabú. La lujuria como pecado, que merece el castigo mental y físico, merece la tortura incluso cuando se es niño. “Una novela sombría y sensual, en la que la complejidad de los sentimientos femeninos y la efervescencia del deseo masculino aparecen evocados con una rara delicadeza”. No son vacías, ni de relleno, estas palabras de la contraportada del libro.
La penúltima clave que aporta inquietud y desasosiego a la historia, es la locura. El propio autor nos cuenta que la ambientación de la novela, el clima que logra crear en ella, es deudora del libro de Michael Lesy: Wisconsin Death Trip. Lesy logra, en palabras de Goolrick, fotografiar el alma oscura y devastada de la América rural que se creía adormecida en una insulsa inocencia. La locura aparece como telón de fondo de una depravación moral desconocida para muchos. Y ese desvarío es el que utiliza para dar aún más fuerza a la trama de novela. La incrusta en cada esquina de estas tres vidas que se entrecruzan hasta converger en un mismo espacio y en un mismo tiempo. Hay muchos ejemplos en el libro. Oímos el llanto de un bebé que no intuye siquiera que nadie acudirá a consolarlo porque su joven madre viuda se ha colgado, por desamor, de la misma viga en que lo hizo el hombre que la dejó sola. Hay quien se traga un diccionario entero y muere; o quien se automutila cortándose la mano con un hacha mientras la sombra del diablo más pertinaz planea sobre el escenario. Otros huyen hacia ninguna parte, escondiendo oscuros secretos que no son sino la cara o cruz de nuestra naturaleza. Qué fácil parece hacer que alguien se sienta malo, perverso, inculcarle un sentimiento de culpa tan pesado que no se puede cargar sobre nuestra, a veces, débil condición humana.
Al hilo de esto último que he expuesto, os propongo la última clave que analizo en esta subyugante novela a la que no estorba en absoluto la impecable traducción de Santiago del Rey: la reflexión sobre la culpa. Todos los personajes, desde el primero al último, llevan sobre su espalda alguna. Intentan liberarse de ella como pueden. Unos, amando cuando no pensaban amar; hiriendo o dejándose herir. Y, la mayoría huyendo hacia delante en una búsqueda perpetua de la tranquilidad que se antoja imposible en una tela de araña con tantos hilos como sentimientos encontrados; con tantos habitantes dentro como pasados inciertos y tormentos; con un presente que baila en la cuerda floja coqueteando con el abismo.
Y en este ir de venir de páginas que quieres leer y no leer, porque no se soporta la idea de llegar al final, nos vuelve a sorprender la habilidad con la que Goolrich construye la actitud en alguno de sus personajes: su sinceridad aplastante. Esa a la que ni en la vida cotidiana estamos acostumbrados. Es difícil soportar la certeza expuesta en toda su crudeza. Los propios protagonistas desvelan a sus interlocutores lo que nosotros creemos que serán misterios definitivos. Verbalizan sus miedos, cuentan su historia sin omitir una coma, se desnudan para dejar al descubierto sus intenciones últimas, y sabemos de su pasado por sus propias confesiones. Pero, sin embargo, no hay lamentaciones, aunque tampoco abandono, son cosas que pasan. Es el vitalismo nietzscheano, la vida es lo que es, y no es fácil aceptarlo. La vida efímera pero intensa, drama, aceptación de nuestra condición humana biológica y racional a un tiempo, la vida como pasión y lucha, la vida como enfermedad: existir, ser, vivir, no importa que el precio seamos nosotros mismos.

* Existe edición en catalán: Una dona de fiar, Edicions 62. Traducción de Rosa Borràs.

miércoles, abril 20, 2011

El prisionero de la Avenida Lexington, Gonzalo Calcedo

Menoscuarto, Palencia, 2010. 204 pp. 15,50 €

Ignacio Sanz

Parece innegable, a estas alturas, que Calcedo, escritor periférico, se ha convertido en uno de los más sólidos cultivadores del relato en España. Su nombre destaca junto al de otros grandes escritores como el de Hipólito G. Navarro o el Carlos Castán, dedicados en exclusiva al género. Con constancia. Una sola novela en su vasta producción literaria que abarca catorce libros de relatos. Y la novela, se lo tengo leído, se trataba en realidad de un amaño sobre un conjunto de relatos. El amaño realizado por presión del editor de turno que no acaba de aceptar que el género es soberano.
Cuenta Calcedo con una facilidad extraordinaria para interiorizar paisajes ajenos. Los relatos de este libro acontecen en Estados Unidos y más concretamente en Nueva York, donde el escritor pasó una temporada. En algunos casos parece que los relatos fueran trasunto de una adaptación temporal a un nuevo espacio, apartamentos de alquiler, traslados, rupturas, o la obsesión por el devenir de un árbol plantado en el jardín de una casa en la que el protagonista pasó un breve periodo. La vida inestable como telón de fondo. Con estos ingredientes Calcedo crea un universo absolutamente personal. Cheever o Carver planean sobre el espíritu de estos relatos, con su visión esquinada, tirando a veces de un hecho menor, apenas una anécdota, hasta convertirlo en parte central del relato.
Me asombra el desparpajo narrativo, su aparente naturalidad, y esos giros de noventa o de ciento ochenta grados que da sobre la marcha, trasladando el interés del hilo narrativo a un punto inesperado. De modo que la sorpresa nos espera detrás de cada página. Así se avivan los relatos. Y la facilidad para retratar a través de los personajes las costumbres de nuestro tiempo, la vida precaria de esas adolescentes norteamericanas de lengua desatada que presumen de sus follinas ditirámbicas ante las compañeras de instituto; o ese caradura profesional que se cuela en la fiesta a la que no ha sido invitado y que cuando está a punto de recibir su merecido es salvado por la hija excéntrica del anfitrión que acaba resultando el contrapunto perfecto para redondear la historia; o esa madre que con la disculpa de regar unas plantas y dar de comer al gato de los vecinos, saca a relucir, para asombro del hijo pequeño que la acompaña, ciertas filias sexuales para las que el lector convencional no se había preparado. O la mujer del narrador que se marcha del apartamento recién alquilado, huyendo de la sordidez dominante y cuando llega por sorpresa un tiempo después, se encuentra al marido que ansiaba su regreso, en una situación equívoca que determina el desenlace... Gentes que, pese a su aparente normalidad, caminan al borde de un precipicio y nos hacen partícipes del vértigo de la vida.
Calcedo es un maestro en retratar personajes que, escudados tras el convencionalismo, esconden un mundo esquinado, un pasado turbio o unas inclinaciones esperpénticas.
Lo singular de este libro es que los diez relatos no se desarrollan en un entorno más o menos cercano, sino que traslada al lector a los Estados Unidos, a los mismos paisajes, rurales o urbanos, por el que sus maestros han movido a sus personajes. Lo demás, es decir, la calidad, el ritmo, la capacidad de sugestión, la sorpresa, en la línea a la que Calcedo ya nos tiene acostumbrados.

martes, abril 19, 2011

Un general confederado de Big Sur, Richard Brautigan

Trad. Damià Alou. Blackie Books, Barcelona, 2010. 178 pp. 19 €

Cristina Consuegra

En abril de 2010, la editorial Blackie Books publica La pesca de la trucha en América, del autor norteamericano Richard Brautigan, iniciando, de este modo, la biblioteca que lleva el nombre del escritor nacido en Tacoma, uno de los mayores iconoclastas de la historia de la literatura que mejor supo abrir en canal el canon occidental. Meses después, esta misma editorial nos ofrece el segundo título de la colección, Un general confederado de Big Sur, libro objeto de este texto, desvelos varios y delirios literarios que pensaba perdidos por siempre.
Escrito en 1964, Un general confederado de Big Sur, supuso el primer gran fracaso del autor; aunque fue esta su primera novela publicada, La pesca de la trucha en América fue escrita con anterioridad y con su publicación, en 1967, Richard Brautigan obtuvo cierta relevancia que le hizo trazar, directa o indirectamente, la trayectoria que lo llevaría al collar de desastres que fue su vida. Ese éxito precipitado y deseado con angustia desacertada, mal asimilado, lo llevó a erigirse como una especie de gurú decadente, de borrachera en borrachera y de cama en cama; además, este éxito gaseoso lo arrastró, de la mano de una crítica que no supo cómo enfrentarse a la mente de este gran esquizoide literario, a lugares equivocados que podemos etiquetar como contracultura o literatura beatnik; lugares que él se ocupó de incendiar como gran emperador visionario, como ese gran alquimista literario obsesionado por experimentar con todo aquello que tenía a su alcance y acontecía en su imaginación.
Y es que la historia de la literatura norteamericana está llena de grandes y brillantes fracasos, desde el intento de Henry James por ser comprendido y adorado dentro de una sociedad todavía adormecida, hasta el culto póstumo a John Fante. Autores que se empeñan en vivir la literatura, en derruirla para poder edificar espacios que la dignifiquen y permitan su evolución. Y en este empeño por fracasar, derruir y dignificar ese extraño nombre que llamamos literatura, aparece, entre la masificación de títulos posibles, Un general confederado de Big Sur, tras cuyas páginas se refugia la sensación de haber asistido a algo grande, como si nunca hubieras leído libro alguno; como si Brautigan te enseñara a leer —vivir, mirar— por primera vez.
En este debut subversivo, tenemos la inmensa fortuna de encontrar en Un general confederado de Big Sur todos aquellos elementos que hicieron grande la narrativa de su autor, elementos que fue perfeccionando a lo largo de un corpus de nueve novelas, nueve poemarios y una colección de cuentos; es, en este título, donde esa ficción experimental o confusa aparece como armazón para un estilo que se debate entre la sencillez y concesión, y el lirismo más obsesivo; un estilo que esconde, entre las ramas de la superficialidad, una amalgama de ideas capaz de azotar hasta la mente más virginal: la realidad se presenta como algo extraño e inexacto, de cualidad múltiple y no exclusiva; sus personajes, que se debaten entre el corte valleinclaniano y el perfil del antihéroe norteamericano, se responsabilizan de funciones estilísticas poco habituales en esa época narrativa.
Sin embargo, si debo quedarme con alguno de esos elementos, elijo sin duda la obsesión por destrozar la realidad, por desfigurarla a través de los personajes, primero, y por el peso de las acciones narrativas, después. Cuestionar, con sentido del humor, ese exterior que impone conductas sociales, comportamientos sexuales y destinos que no guardan relación con la condición de ser humano o la libertad. Y en este cuestionamiento perpetuo, ya sea con una estructura narrativa original o con la multiplicidad de finales, Richard Brautigan nos cuenta una historia de seres libres que deciden inventar lugares y reformar la historia tal como se la han contado, vivir por derecho propio. Y gracias a esto, Brautigan ofrece al lector una profunda visión escéptica del mundo que nos rodea; porque cuando este autor decide romper con la estructura formal para dar paso a esa literatura confusa no solo permitió que la disciplina diese un paso adelante, sino que a nosotros, los lectores, nos hizo un poco más felices. Por ello, tras la figura triste de Augustus Mellon, de su nieto Lee; de Jesse, trasunto del propio autor, y de tantos otros personajes que habitan en Un general confederado de Big Sur existe esa ficción insatisfecha que llamamos felicidad.

lunes, abril 18, 2011

Si tú me dices ven lo dejo todo... pero dime ven, Albert Espinosa

Grijalbo, Barcelona, 2011. 208 pp. 15,90 €

Santiago Pajares

¿Por qué leer este libro dentro de la enorme oferta de libros en el mercado? Trataré de dar una respuesta general, pero antes, daré mi respuesta particular. Leí este libro por dos razones: La primera es la recomendación de un amigo (que como todos sabemos, es la mejor forma de llegar a algo), y la segunda, el título. Si tú me dices ven, lo dejo todo... pero dime ven. Me impresionó tanto que pasé un par de días con el título en la cabeza, pensando en toda la información que presentaba con tan pocas palabras. Alguien dispuesto a dejarlo todo por una persona que tan solo espera una palabra, y esta no llega. Había que leerlo.
El autor, Albert Espinosa, es además de novelista, autor teatral, guionista, director de cine y creador de series. Un fiera, vamos. Reconozco que existía un cierto componente de morbo para ver cómo se desenvolvía en el mundo literario puro y duro, aunque este no era siquiera su primer libro. Antes había publicado dos, uno de no-ficción (El mundo amarillo) y otro ya de ficción (Todo lo que podríamos haber sido tú y yo si no fuéramos tú y yo). No me digáis que no sabe escribir títulos llamativos. Los dos habían tenido bastante éxito y habían sido traducidos a varios idiomas.
Por problemas de salud el autor permaneció en el hospital hasta los 24 años (según la wikipedia, al menos), pero parece que lo que hizo fue acumular energías para cuando saliera. Y así parece que ha sido. Parece ser que al final, algo o alguien le dijo “ven”.
Esta es una novela escrita al revés. Empieza por el final de la novela, cuando alguien, no se sabe aún quién, le hace al protagonista tres preguntas: “¿Quieres o no quieres controlar tu vida” “¿Quieres o no quieres ser el dueño de todos tus momentos?” “¿Quieres?” Y a esto el protagonista responde “Sí”, la afirmación más alta y potente de sus cuarenta años de vida. Y había sido tan fuerte porque hacía poco había recibido un enorme “No”. Entonces pasa a contar ese no.
Poco a poco, paso a paso, caminando hacia atrás sin que veamos bien qué es lo que va a ocurrir, nos traza la infancia de un niño desgarrado por la tragedia de la vida, un niño que quiere desesperadamente escapar, pero no sabe donde. Y es en esa escapada donde se encuentra con dos personajes que, aunque conoce por poco tiempo, marcan profundamente su vida, dos de los cuatro diamantes que según el autor (y sus personajes) te enseñarán a parar el mundo.
La trama es una mera excusa para relatar la interacción de estos dos personajes en dos momentos de la vida del protagonista, cuando tenía diez y trece años. Nada importa más que lo que ya ha pasado, porque hasta que no comprendamos lo que ha ocurrido no podremos vaticinar lo que va a ocurrir, y nunca estaremos preparados. Porque puedes huir hasta el otro lado del mar, puedes huir hasta Capri, pero siempre cargarás con todo lo que has visto, oído, olido, sentido y sobre todo, amado.
Porque es el amor de las personas lo que detiene el mundo, y no podrás crecer hasta que lo comprendas.

viernes, abril 15, 2011

Sunset Park, Paul Auster

Trad. Benito Gómez Ibáñez. Anagrama, Barcelona, 2010. 288 pp. 18,5 €

Santiago Pajares

Paul Auster es, como escritor, el equivalente geogáfico de Woody Allen. Mientras que Mr. Allen ha capturado con su cámara las calles, los puentes y buena parte de los anocheceres de Nueva York a lo largo de toda su filmografía, Paul Auster las ha recorrido con sus personajes, nombrándolas, etiquetándolas, describiéndolas y sobre, todo, viviéndolas. Es por esto que no nos debiera extrañar que su última novela transcurra precisamente a un barrio de Brooklyn, Sunset Park, que da título a esta novela.
Mr. Auster comparte también la particularidad con Woody Allen de estrenar cada año, generalmente en otoño. Como lector, a veces puedes tener la impresión de que sería aconsejable (e incluso necesario) hacer una pausa después de cada novela para cargar las pilas y volver a tener ganas de escribir; pero Paul Auster no parece desde luego que sea de esos que escriben sin ganas (que los hay, o lo parece). Casi todas sus novelas (salvo alguna excepción como Un hombre en la oscuridad) rayan a una gran altura, o al menos la suficiente para mantener activos y expectantes a sus millones de fans. Si tras la citada Un hombre en la oscuridad surgieron algunas dudas, estas debieron quedar zanjadas con su siguiente obra, Invisible, y si no fue así, aquí está Sunset Park para echar el resto. Una novela que nos habla de la crisis, tanto mundial como personal, tanto económica como de valores.
La trama gira alrededor el protagonista, Milles Heller, un joven talentoso e inteligente que acuciado por una precaria economía y un pasado tormentoso, se gana la vida limpiando pisos de familias desahuciadas por los bancos. Tras un acontecimiento dramático debe abandonar a su novia hasta que esta sea mayor de edad y refugiarse con un amigo en una casa abandonada frente a un cementerio, en Sunset Park, Broolyn, Nueva York. Cómo no. El resto de los personajes de la novela (su padre, su madre, su novia, sus amigos y nuevos compañeros de piso) giran alrededor suyo, aunque tendrán sus propios capítulos para contar cada uno se propia historia y visión de la vida. Con la certeza de que serán desocupados de su residencia, sólo les queda esperar. ¿Pero esperar qué? Y sobre todo, ¿esperar cómo?
En esta novela están todos los ingredientes de Auster: Nueva York, el béisbol, escritores que no existen, las relaciones paterno-filiares, la pobreza y la supervivencia en esa pobreza. Ya se sabe que Paul Auster llegó a pasar verdaderas penurias económicas y se nota que le marcaron (es lo que tiene el hambre). El propio escritor llegó, como el protagonista, a desempeñar una buena cantidad de oficios de lo que podríamos denominar “bajo calado”, que si bien es de lo mejor que le puede pasar a un escritor en sus comienzos para adquirir mundo y saber plantar los pies, también dejan lacras. Cuando un escritor se va acercando a las treinta novelas ya ha experimentado y sabe qué temas le gustan más y funcionan mejor. Los lectores, las ventas, todo eso puede llegar a ser secundario, porque cuando un escritor se sienta en su mesa de trabajo se encuentra como casi todos los personajes de Auster, solo y desamparado.
He de reconocer, sin embargo, que en algunos libros (quizá bastantes), Paul Auster no siempre encuentra un final a la altura de sus principios y, aunque muchas veces sabe hacer de eso una ventaja (como en La noche de oráculo donde llega a elevar esa falta a la categoría de arte), en Sunset Park quizá no llega a cotas tan altas. Pero mientras pasamos sus páginas, sabemos que Mr. Auster, como Mr. Allen, están ocupados con su siguiente proyecto.

jueves, abril 14, 2011

El juramento de la pista de frontón, John Ashbery

Trad./ Intr. Julio Mas Alcaraz. Epílogo de Jordi Doce. Calambur, Madrid, 2010. 360 pp. 22 €

José Luis Gómez Toré

John Ashbery (Nueva York, 1927) es sin duda una de las figuras centrales de la poesía norteamericana. Su escritura ha tenido, por otra parte, un inesperado eco en nuestro país, en la poesía más joven, donde encontramos, como suele ser habitual, junto a autores que aprovechan esa herencia para elaborar una visión personal, otros que se empeñan en ser clones de Ashbery, con los resultados que uno puede esperar. Sin embargo, no cabe achacar al estadounidense la falta de originalidad de sus epígonos, sino agradecerle en todo caso los caminos que ha abierto para resituar la herencia de las vanguardias, que son un fenómeno estrictamente moderno, en el nuevo horizonte de la posmodernidad. Un cambio de escenario que el poeta asume desde una conciencia irónica y a medias desencantada, pero también desde una visión que quiere ser democrática tanto en su mirada como en su lenguaje.
Nos encontramos probablemente con la obra más rupturista de Ashbery, y, aunque mucho ha llovido desde 1962, año de su publicación, quizá no dejará de causar cierto estupor, incluso entre los que conozcan algunos de sus títulos más representativos como Autorretrato en un espejo convexo o Tres poemas. Por ello, no parece estar de más las notas que Mas Alcaraz incluye al final de su esmerada traducción, notas de las que el lector puede prescindir, si así lo quiere, pero que también pueden servirle de guía para textos que parecen combinar de una manera sorprendente hermetismo y transparencia. Tampoco sobran el prólogo del traductor ni el inteligente epílogo de Jordi Doce, que aciertan a enmarcar la obra en un contexto que, pese a las peculiaridades de la trayectoria personal de Ashbery y de la literatura norteamericana, en buena medida, sigue siendo el nuestro.
El constante recurso al “collage” y otras técnicas vanguardistas, dan lugar a lo que es ante todo una peculiar experiencia lingüística, la de una sociedad contemporánea que padece una incurable verborrea, alimentada por un exceso de códigos y tradiciones, información y lenguajes. Pocos autores como Ashbery son capaces de transmitirnos la belleza inesperada que surge de la colisión de los mensajes procedentes de los más variados orígenes (conversaciones cotidianas, medios de comunicación de masas, literatura popular…) al mismo tiempo que el hartazgo ante las dosis insoportables de trivialidad y de represión que dejan entrever dichos mensajes. En este libro, el poeta norteamericano recurre a un ritmo cortante, nervioso, casi de “bebop”, que contrasta con el fraseo de su poesía posterior, no menos dada a las elipsis y a las yuxtaposiciones ásperas, pero en la que las rupturas parecen sostenerse en una ilusión de continuidad más musical que argumental. Aquí, por el contrario, como apreciamos en poemas como “Idaho” o “Europa” la escritura se vuelve casi anónima a base de acoger múltiples voces, se quiebra en breves destellos de realidad, como si la velocidad (que ya Benjamin consideraba un elemento revolucionario en nuestra forma de mirar el mundo) convirtiera cada esquirla del discurso en una invitación al viaje, en una suerte de “road movie” que pareciera conducir a ninguna parte. Lo explica mejor que nadie el propio poeta en la cita incluida en este volumen, que se refiere a uno de los poemas más famosos del libro, “Saliendo de la estación de Atocha”: “Creo que los fragmentos dislocados, incoherentes que crean el movimiento del poema se parecen probablemente a la sensación que uno tiene cuando el tren sale de una estación desconocida. El ruido, la suciedad, ese marchar deslizándose, todo parece ser un movimiento dentro del poema. Probablemente, el poema trataba de expresar eso, no por sí mismo sino como un compendio de algo experimentado; creo que es de eso de lo que tratan mis poemas”.

miércoles, abril 13, 2011

El ladrón de morfina, Mario Cuenca Sandoval

451 Editores, Madrid, 2010. 244 pp. 17,70 €

Ariadna G. García

En el año 2006 la editorial Berenice, que tiene el gusto y el acierto de apostar por autores, a su vez, arriesgados, periféricos e innovadores, publicaba la primera novela de un narrador nato, de un amante de la literatura que escoge, con delicadeza e intuición, las mejores imágenes de su productiva cosecha para ofrecernos libros evocadores, reflexivos y de gran belleza plástica. Mario Cuenca Sandoval se estrenaba en el arte de la prosa con Boxeo sobre hielo, una novela a trazos, a golpes de escritura que impactan en el cuerpo de la historia de sus protagonistas dejando moratones en las páginas, es decir, pequeñas extensiones de amargura, frustración y desencanto. Ya en aquel libro, Cuenca trataba algunas obsesiones que aparecen en su última obra: la violencia, el uso de narcóticos, la pederastia, el sueño; y nos mostraba una forma distinta de relatar, variando las voces, las perspectivas, ramificando las tramas, simultaneando las coordenadas del espacio-tiempo, en la estela, entre otros volúmenes, de Señas de identidad, de Juan Goytisolo. La novela, que narra a ganchos, a directos, la vida de Miguel, El Loco, Larretxi (un violento y laureado boxeador de los años 60), de su esposa (una famosa y anárquica pianista) y del hijo de ambos, obtuvo el Premio Andalucía Joven de Narrativa, compuesto por Javier Hernández, Eduardo Jordá e Hipólito G. Navarro.
En Boxeo sobre hielo los distintos narradores dan musculatura discursiva a personajes fronterizos, complejos, hundidos o encumbrados por la dura relatividad de una mirada, de su lente plana, cóncava o convexa. Llama la atención, también, el cuidadoso empleo de las imágenes, que, como boyas en el mar, iluminan la obra, son como fogonazos que nos alertan de un motivo que requiere meditación y análisis: “Nuestro explorador estaba persuadido de la existencia de primitivas vías abiertas en los mares. Pero el agua arrasa siempre los surcos que los hombres dibujan. A diferencia del recorrido terrestre, la navegación no deja huellas. La espuma oceánica se las lleva a una forma suprema del olvido que se agazapa en el fondo de las aguas” (pág. 45).
En el espléndido Ladrón de morfina, Mario Cuenca Sandoval endulza este lenguaje poético, en violento contraste con el trasfondo bélico del libro. No en vano, el autor es, además, un distinguido poeta galardonado con premios: el Surcos, por Todos los miedos (2005); y el Vicente Nuñez, por El libro de los hundidos (2006). Valga como ejemplo cuando el narrador, a propósito de la obsesión por la caducidad y por las excepciones en la naturaleza que padece Wilson A. Bantley, soldado raso del ejército de los EEUU durante la Guerra de Corea, escribe sobre la nieve: “Le duele tanta belleza desperdiciada […] No es el primer hombre que se ha sentido así, perplejo ante la fugacidad de las cosas, perplejo ante el carácter único y evanescente de cada uno de esos copos de nieve […] Dios debe de invertir buena parte de la eternidad en el diseño de estos minúsculos regalos silenciosos […] Todos tienen la forma de una estrella de seis puntas. Incluso Dios se pliega a un patrón, porque la ley natural les ordena a todos ser iguales y ser distintos al mismo tiempo” (Págs. 170-172). Las novelas de Cuenca Sandoval, como esos cristales de frío, son en parte gemelas y en parte diferentes.
El Ladrón de morfina, al igual que El Quijote, remota el tópico literario del manuscrito encontrado. La autoría de la obra se atribuye a Samuel Kurt Kaplan, veterano de la guerra coreana. El libro se estructura en función de sus personajes protagonistas (el Flaco Bantley, el matrimonio Goh, Wilson Reyes y el teniente Caplan) y tiene cinco partes que no son, sin embargo, compartimentos estancos, sino que están trenzadas. El libro, en ocasiones, establece un diálogo meta-literario con algunos relatos de Edgar Allan Poe, en concreto, con dos: El extraño caso del Señor Valdemar y El entierro prematuro. Cuenca establece un par de niveles de conciencia en la mente de sus criaturas: la conciencia normal y la vigilia, ya sea inducida por el uso de drogas (marihuana, opio, morfina, alcohol) o por una patología de las que produce la guerra (estupor, terror, fiebre). Esta fascinación por el buceo introspectivo permite a Mario Cuenca acceder a la pulpa del inconsciente humano, a los recovecos de la personalidad, al límite acuoso entre la vida y la muerte. En cierto sentido, el Ladrón de morfina no dista demasiado de la película Cisne negro.
Escrito con una prosa ágil y de alta capacidad evocadora, el libro recoge la experiencia militar de varios soldados, todos ellos singulares, extraños invitados a una guerra que habrá de confundirlos, de enajenarlos, hasta olvidar sus nombres; y de una humilde y compasiva familia coreana, a la que el napalm no ha arrasado la grandeza de corazón ni la caridad.
Mario Cuenca Sandoval ha escrito un impecable libro de acción bélica, rasgado por una fina aguja de lirismo. La edición de 451 es preciosa e incluye varias ilustraciones impactantes. Esperemos que Mario finalice pronto su tercera novela. Hasta entonces habrá que conformarse con releer fragmentos, pero qué fragmentos: “Había que detener la hemorragia. Había que detener el derrame del ángel. Había que rasgarse el pantalón y usarlo como venda. La vida era líquida. La vida goteaba sobre la nieve. Vio su vida goteando sobre la nieve y pensó que no era suya, que no podía serlo” (Pág. 72).

martes, abril 12, 2011

La casa de los mil pasillos, Diana Wynne Jones

Trad. Gema Moraleda. Nocturna Ediciones, Madrid, 2011. 324 pp. 15 €

Sofía Rhei

Sus últimas fotos nos traen la imagen de la bruja más enigmática, maravillosa y llena de sorpresas que uno pueda encontrarse en un relato de fantasía. Cuando aparece en el relato no se sabe si es bondadosa o malvada, pero en realidad no importa: resulta fascinante en su propia excepcionalidad. Podría ser capaz de cualquier cosa.
Y es completamente cierto que Diana Wynne Jones, fallecida hace unos días, fue capaz de conseguir cosas maravillosas. Autora de más de cuarenta novelas de fantasía para adultos, adolescentes y niños, es uno de los referentes fundamentales en el país donde la fantasía se toma más en serio.
Uno de sus últimos libros es La casa de los mil pasillos, perteneciente al mundo de El castillo ambulante (libro en el que se inspiró la bellísima cinta de animación de Miyazaki, cuyos grandes textos de referencia suelen proceder de mujeres, lo que en arte explica el interés de sus protagonistas femeninas) y El castillo en el aire. Todos los libros pueden leerse por separado, pero los tres mantienen una unidad de estilo, ambientación, tipo de descripción psicológica de los personajes, y tramas sorpresivas que, como la arbitraria y adjetiva arquitectura de sus edificios mágicos, atrapa al lector en un fabuloso caos de apariciones (y desapariciones) inesperadas.
El libro empieza como una fantasía amabilísima y sin grandes conflictos. La protagonista es una chica con ideas propias y muchas ganas de descubrir cómo es el mundo que se extiende más allá de su propia casa. La oportunidad de hacerlo le llega cuando el tío abuelo de su madre, el importantísimo mago Norland, contrae una misteriosa enfermedad y tiene que retirarse a una clínica de cuidados élficos. En su ausencia, Charmain es la encargada de cuidar de la casa.
Lo malo es que la casa no se acaba nunca. Muchas de sus puertas son distintas según en qué dirección se abran, o conducen a lugares diferentes simplemente dependiendo de un pequeño giro. Algunas puertas conducen a lugares donde viven seres no humanos, y otras llevan al pasado. Una de ellas conduce al palacio real, donde a Charmain le gustaría ser bibliotecaria.
Casi al mismo tiempo que ella llega a la casa Peter, que fue contratado como aprendiz por el mago antes de enfermar. Peter y Charmain tienen caracteres ligeramente incompatibles, y los esfuerzos de cada uno por sobrevivir al caos doméstico son vistos por el otro como tentativas ridículas. La vida misma, vamos.
A partir de entonces la trama se complica. Empiezan a aparecer personajes y criaturas de lo más variado, y según avanza el libro, el ritmo y las sorpresas se multiplican (y resulta emocionante ver aparecer, casi como secundarios de lujo, a los protagonistas de los libros anteriores), convirtiendo una historia fantasiosa y alocada, donde lo más importante en qué armario se guarda cada cosa si se desea volver a verla, o cómo cocinar cosas sin utilizar la magia, en una persecución trepidante y enloquecida.
El reparto de criaturas mágicas (nada de duendes convencionales, sino criaturas originales y aterradoramente verosímiles, con nombres maravillosos que la traductora ha tenido el acierto de mantener) resulta espectacular. El lector las va descubriendo con la misma perplejidad que Charmain, la protagonista, a quien el esnobismo y clasismo de su madre han mantenido alejada de toda forma de magia a pesar de que su padre, un famoso cocinero, la utiliza con mucha frecuencia en sus recetas.
Tanto los personajes humanos como los que no los son exactamente están retratados de una forma soberbia con cuatro o cinco pincelas de gran capacidad descriptiva. Un gesto, un matiz acerca del tono de voz o de un detalle del vestuario. En este sentido, Wynne Jones hace gala de una gozosa lucidez en la observación de las reacciones no evidentes y de los signos no verbales de la comunicación humana.
El catálogo de figuras que desfilan por el pequeño teatro de este libro podría pertenecer a una peculiar comedia del arte, por abarcar todos los estamentos de la sociedad y todas las edades y tipos psicológicos: el rey despistado, la princesa terca, el mago caprichoso, el falso niño, el demonio de fuego, etc (seguiría enumerando, pero me doy cuenta de que chafaría bastantes sorpresas). En muchos casos se trata de personajes redondos y memorables, con los que es más que posible emocionarse.
Lo más admirable de esta "trilogía" es la unidad de estilo y de imaginario que poseen los tres libros, manteniendo cada uno su capacidad de lectura independiente. Esta cualidad es muy reveladora del talento de Wynne Jones para controlar diferentes registros a su antojo, ya que las tres partes fueron escritas con bastantes años de diferencia (1986, 1990, 2008).
Gracias, Nocturna, por traernos estos libros en ediciones tan cuidadas en todos los aspectos, desde la traducción hasta la elección del papel. La muerte de la autora nos deja pensativos, soñando con los libros que aún podría haber escrito si los elfos hubieran podido cuidar de ella como del mago Norland, pero tenemos la gran suerte de conocerla: hay que dar las gracias por el hecho de que nos queden por leer tantos libros de Diana Wynne Jones.

lunes, abril 11, 2011

La abadía de los crímenes, Antonio Gómez Rufo

Planeta, Barcelona, 2011. 400 pp. 21,50 €

Jorge Díaz

¿Quién no quiere asomarse al interior de un convento femenino? Probablemente sea un lugar en el que los rezos y el trabajo hacen que los días transcurran monótonos, pero la aparente falta de emociones no conseguirá evitar que entre las monjas haya rivalidades, enemistades, celos, envidias… ¿Asesinatos? Quién sabe… Es lo que ha ideado Antonio Gómez Rufo (El rey cautivo, La leyenda del falso traidor o Las lágrimas de Henan entre otras muchas novelas) para el imaginario convento ilerdense de San Benito.
Corre el siglo XIII y la política española es, como siempre, convulsa; el rey Jaime I el conquistador maneja con mano firme los asuntos de la corona de Aragón, la siempre difícil convivencia entre aragoneses y catalanes, la próxima conquista de Mallorca, las relaciones con los reinos moros que aún persisten en la península. En medio de ese ajetreado momento histórico, en el convento empiezan a aparecer monja muertas, tanta preocupación provocan sus asesinatos que la abadesa, doña Inés de Osona, solicita la ayuda del monarca para esclarecerlas.
Don Jaime se presenta en el convento, un lugar donde nunca entra un hombre, en compañía de su esposa, doña Leonor de Castilla, a la que sirven sus damas de honor, decidido a desvelar el misterio de las muertes. Ante la imposibilidad de ser acompañado por otro hombre, en la investigación le ayudará la hermana Constanza de Jesús, una monja navarra conocida por haber logrado anteriormente la resolución de otros misterios.
Gómez Rufo, un autor de reconocida y dilatada experiencia, es capaz, quizá gracias a ella, de mezclar los ingredientes de los que dispone: política, asesinatos, violaciones, vida cortesana, investigación de los asesinatos y amores para escribir una novela muy entretenida y variada.
La abadía de los crímenes es una novela histórica, pero no solo eso, también es una novela de intriga, pero una vez más hay que decir que no solo es eso. Gómez Rufo ha conseguido una combinación casi perfecta de los dos géneros.
Además de la entretenida peripecia de la hermana Constanza y el rey, una especie de Holmes y Watson del Medievo, y de las disquisiciones políticas sobre la creación de Cataluña, muchas veces polémicas, Gómez Rufo sabe retratar a la perfección un mundo pocas veces mostrado, el de las damas de la Corte: mujeres que deben llenar su tiempo, sin ninguna ocupación útil, con charlas, bordados, sueños, envidias y búsqueda de los favores de la reina. Logra mostrar la claustrofobia de sus vidas, esperando por la hora de la comida, la de la próxima oración, la del momento en que el rey las mandará llamar…
También maneja el autor con solvencia el misterio, no de quiénes son los culpables, algo que el lector sospecha desde el principio y no se oculta, sino de los motivos que han llevado a los sucesos.
En la parte formal, una interesante estructura: en apenas tres jornadas, sin tregua, se desarrolla toda la novela. Unas jornadas guiadas por las horas de rezos.
El lector se encontrará con asesinatos, descubrimientos sorprendentes, violaciones, abortos, venenos, violencia. Un amplio catálogo de giros de los que el autor se vale para asegurarse el interés.
Una novela, en definitiva, muy entretenida y fácil de leer.

viernes, abril 08, 2011

Un momento de descanso, Antonio Orejudo

Tusquets, Barcelona, 2011. 241 páginas. 17 €

Care Santos

«¿Nunca se ha parado a pensar por qué apenas se han escrito novelas de campus en español? Yo se lo voy a decir: porque es imposible escribir una novela sobtre la universidad española que sea elegante y además verosímil.» Son palabras que Antonio Orejudo pone en boca de uno de los personajes de su última novela, tan inteligente y original como ya lo fueron sus tres deslumbrantes libros anteriores –Fabulosas narraciones por historias, Ventajas de viajar en tren y Reconstrucción– y que no cuesta imaginar que habrán servido de inspiración a toda la trama.
Adoptando el disfraz de la autoficción, el autor madrileño arranca la trama con el encuentro con un viejo colega profesor mientras firma en la Feria del Libro de Madrid,. El amigo le plantea desenmascarar al maestro de ambos., de quien ha conocido su cercanía con la dictadura de Franco pero hacia quien siente también una personal inquina. Así, la excusa da pie a una novela de campus –rara avis en nuestras letras, mucho más extendida en el mundo anglosajón–, a ratos tan desternillante que evoca a la memorable Pnin de Vladimir Nabokov y su colección de profesores sonados. Entre los que pululan por estas páginas, destacan, por ejemplo, una autoridad mundial en José María Pemán, una profesora de contemporánea convencida de que la verdadera obra de los novelistas son las dedicatorias autógrafas que estampan en sus libros o un traumatizado docente que estudia la influencia de Juan Benet en la narrativa del siglo XX y tiene que dejarlo al no encontrar ninguna referencia. Mala baba, cinismo y mucho conocimiento del medio conviven en esta primera parte, que deslumbra por la profundidad del planteamiento, el humor omnipresente y la caricatura de los personajes y que termina con la denuncia hacia la mediocridad en la que el franquismo sumió la Universidad española.
La segunda parte sirve a Orejudo para explicar, con unas tintas que en ocasiones rozan la literatura del absurdo, sus orígenes como escritor. Es memorable el episodio, pretendidamente autoparódico, en que cuenta cómo contribuyó a borrar dos líneas del incunable del Cantar de Mío Cid conservado en la Bibioteca Nacional (páginas 112 a 115). Le sobran tal vez las fotografías, que despistan al lector y no aportan nada a un texto que no precisa ilustración alguna para ser redondo. La tercera y última parte, irónicamente detectivesca, sirve para cerrar la cuestión sembrando la duda acerca de las certezas del pasado y la justicia de la memoria. Como en el resto de libros del autor, queda la sensación de que un asunto dramático ha sido tratado de un modo muy poco serio. Aunque eso no hace más que confirmar lo que ya sospechábamos: este tipo, Orejudo, es uno de los grandes.


jueves, abril 07, 2011

Purga, Sofi Oksanen

Trad. Tuula Marjatta, Ahola Rissanen y Tomás Gónzalez Ahola. Salamandra, Madrid, 2011. 384 pp. 19 €

Cristina Consuegra

En la tercera novela de la autora finlandesa de origen estonio, Sofi Oksanen, Purga, realidad histórica y ficción se confunden para situar al lector ante una serie de acontecimientos cuya acción viene motivada por la crudeza de la condición humana, cuando ésta es oprimida y reducida a la mínima expresión posible; acontecimientos que sacudirán al lector, física y emocionalmente, con descripciones y un uso del lenguaje —siempre puesto al servicio de la ficción— que permiten a su autora estar a la altura del eco de las grandes tragedias literarias. Oksanen concibió originalmente esta historia como obra de teatro, pero el posterior desarrollo de sus personajes la llevó a edificar la obra que Salamandra, con gran acierto, publica en nuestro país.
Purga narra la historia, propia e impuesta, de Estonia, desde antes de la invasión soviética hasta la década de los noventa, ya convertida en república báltica; un recorrido de casi sesenta años que Oksanen transita con sumo cuidado gracias al diálogo inteligente que traza entre contexto histórico y narración; un recorrido ambicioso que habla sobre el poder devastador del miedo, sobre el peso de la mentira en los seres humanos, sobre la barbarie de la traición y la sinrazón del amor.
Estructurado en cuatro partes, cada una presentada a través de los versos del poeta estonio Paul-Eerik Rummo, símbolo de la resistencia en su país, Purga sitúa al lector ante una primera carta fechada en 1949, escrita por Hans Pekk —cartas que aparecen en otros instantes de la narración— para dar un primer salto en el tiempo, hasta el año 1992, donde espera una de sus protagonistas, Aliide Truu, viuda de edad avanzada que reside y resiste en la tierra que la vio nacer, la misma con la que mantiene una relación ancestral que la lleva a desempeñar tareas que se antojan eternas como el sentir pétreo y putrefacto de los secretos que inundan su persona. Esta espera minuciosa y rutinaria —sólo interrumpida por los actos vandálicos de un grupo de jóvenes que acosan a Aliide por su pasado comunista— se ve alterada cuando en su jardín aparece un bulto, Zara, una joven rusa en busca de la mentira más verdadera, la palabra capaz de atravesar a aquella anciana cuyo pasado es lo único que las puede salvar.
Desde este primer encuentro, la narración se sucede a través de un vaivén temporal que alterna pasado y presente, lo que permite a su autora manejar con maestría el ritmo de lo contado en función de quién sea la protagonista de los hechos. Estas variaciones, del tiempo interno, vienen acompañadas por cambios de lugar, así la narración nos lleva a Vladivostok, ciudad en la que Zara solía vivir con su madre y abuela estonia, quien, desde la cálida penumbra del tiempo dejado atrás, enseña palabras prohibidas a su nieta; al Berlín de los años noventa y la realidad vergonzosa de la trata de mujeres; a la Estonia libre, donde Aliide y su hermana Ingel trazan, sin pretenderlo, la estrategia que años después será la responsable de sus destinos; y a la República Socialista Soviética de Estonia, donde la dignidad se pierde en el sótano del Ayuntamiento y en las casas comunitarias.
Y es que éste es el gran logro de Purga, reflejar un país a través de la mirada de sus personajes, mostrar el conflicto identitario a través de la particularidad de sus protagonistas femeninas para llegar a la generalidad de un pueblo cuya existencia se vio invadida por los soviéticos. Sobre este escenario, Oksanen despliega historias crudas que paralizan el aliento y dejan la garganta intoxicada por un mar de humo tierra; historias o personas que se debaten entre la mentira, la traición y el miedo; entre el amor como refugio último… o su olvido.

miércoles, abril 06, 2011

Intervenciones, Michel Houllebecq

Trad. Encarna Gómez Castejón. Anagrama, Barcelona, 2011. 264 pp. 17,50 €

Amadeo Cobas

He de confesar que jamás había leído un artículo periodístico firmado por o una entrevista realizada a Michel Houllebecq. Eso sí, me he leído parte de su obra narrativa (Plataforma, Las partículas elementales, Lanzarote y La posibilidad de una isla), por lo que me imaginaba lo que me podría encontrar en esta compilación de opiniones suyas, vertidas a pluma suelta. ¿Y qué me he encontrado? Al Houllebecq provocador, cínico, delirante, agresivo, radical, ácido, ofensivo, burlón, ingenioso, políticamente incorrecto, maleducado, grosero, antiislamista (¿o no?), perspicaz, sexual (¿pornográfico?), hedonista (¿nihilista?), corrosivo…
Ya empieza el libro «haciendo amigos»: al poeta Jacques Prévert, cuya obra es estudiada en los colegios de Francia, le dedica epítetos clarificadores: «mediocre… mal poeta… imbécil». Otro artículo suyo principia con esta frase palmaria: «La literatura no sirve para nada». ¿Por qué? Porque su propósito es chinchar… Y a fe que lo consigue.
Aunque he de reconocer que sentencia máximas que llevan a reflexionar: «uno debería poder abrir una novela en cualquier página, y leerla con independencia del contexto. El contexto no existe. Es bueno desconfiar de la novela; no hay que dejarse atrapar por el argumento; ni por el tono, ni por el estilo»; casi nada lo que afirma… Y no cabe duda que estos alegatos tan suyos forman parte de su psique más profunda —no sé si atreverme a decir que disfruta erizando el vello a los lectores más susceptibles, o que le importa un bledo tener pleitos en su contra a raíz de la publicación de cada una de sus obras—, de sus ganas de provocar. ¿No se lo creen?: «…algunos seres con valores desviados siguen asociando la sexualidad y el amor»…
Este antisistema que profiere: «…lo único que realmente se puede hacer en Occidente es ganar dinero», desarrolla en esta compilación su faceta de crítico literario, de cine, arquitectónico, filosófico, musical…; ninguna modalidad artística, modo de vida, ningún tema es lo suficientemente espinoso como para no poder ser abordado por el intelecto de Houllebecq. Es impepinable que no hay temas tabú en sus opiniones, ni opiniones que pongan en riesgo su libre juicio: «el pedófilo me parece el chivo expiatorio ideal de una sociedad que organiza la exacerbación del deseo sin procurar los medios para satisfacerlo […] el hombre maduro quiere follar, pero ya no tiene posibilidad de hacerlo […] Así que no es tan sorprendente que la emprenda contra el único ser incapaz de ofrecer resistencia: el niño». De este modo comenzaba un artículo sobre la pedofilia publicado en 1997. Nadie se rasgue las vestiduras todavía, no olvidemos que estamos ante un provocador. ¿Otro ejemplo? «Personalmente, siempre he considerado a las feministas unas amables gilipollas, en principio inofensivas, pero a quienes, por desgracia, su desarmante falta de lucidez vuelve peligrosas», opinión suya plasmada en una obra que epilogó en 1998. Epílogo que no sé si haría mucha gracia a Valérie Solanas, la escritora, cuando gratifica dicha obra, ¡ejem!, con calificativos de este jaez: «Aunque las primeras páginas del SCUM Manifesto son deslumbrantes, hay que reconocer que por desgracia cae después en gilipolleces a la manera de Stirner, si no peores».
Es peligroso abrir un micrófono delante de una lengua voraz como la de Houllebecq
Este autor plantea cuestiones que a la fuerza dolerán a los afectados. Verbigracia, los jubilados alemanes, dado que huyen en cuanto pueden a vivir al sur, España principalmente, por lo que se pregunta: ¿aman a su país? Más: propuso que se exterminase a la pareja de osos que fue introducida en los Pirineos. ¿Por qué? Vaya usted a saber, por ser él mismo. Acaso porque a Houllebecq le ocurre lo que al escorpión de aquella fábula atribuida a Esopo (recogida por Anthony de Mello). ¿La saben? Pido disculpas por la reiteración, si tal sucede: un escorpión le pide ayuda a una rana para atravesar un río. Ésta le replica que si lo hace, una vez esté sobre su lomo le clavará el aguijón y la matará. El escorpión matiza que sería una locura por su parte, porque entonces la rana moriría envenenada, pero él perecería ahogado. Tras cavilar unos instantes, accede la rana. En mitad del río el escorpión pica a la rana, y ella le pregunta: ¿por qué lo has hecho?, ahora vamos a morir los dos. Y el escorpión se justifica: no he podido evitarlo es mi naturaleza…
A quien le guste una forma de escribir libre, directa y sin tapujos, la literatura punzante, la que conmueve (para bien o para mal), la que excita el pensamiento hasta enfebrecerlo que no deje de leer a este escritor, porque le garantizo que no quedará indiferente. Le encandilará o le escandalizará. Casi diría que pasará por ambos estados.
Puede que a la vez…