jueves, abril 21, 2011

Doble mirada: Una esposa de fiar, Robert Goolrick

Trad. Santiago del Rey. Salamandra, Barcelona, 2011. 283 páginas. 17 € *

Care Santos

Hay una diferencia entre expiar y redimir las culpas y esta novela trata de ambas cosas: de cómo la culpa puede lastrar una existencia hasta el extremo de hacerla insufrible y de cómo el camino hacia la paz interior es tortuoso, largo y, hasta cierto punto, inútil, puesto que buscar culpables es tan absurdo como creer que hay que pagar por lo hecho (o por lo que nunca se hizo).
La biografía del artífice de esta novela reserva la primera sorpresa: estadounidense, lo bastante maduro como para que su año de nacimiento no figure en ninguna parte (no, desde luego, en la ficha de la solapa, aunque por la foto se le pueden estimar unos 60 mal llevados o unos estupendos 70), pintor, actor, establecido en Nueva York pero nacido en Virginia y autor de un único libro de memorias llamado The End of The World as We Know It (El fin del mundo como lo conocimos), en el que relata su infancia sureña y que apareció en Estados Unidos en 2007. Con motivo de la publicación de esta, su primera novela, dijo: "Me gusta contar historias de vidas normales. Pienso que la simplicidad y la ternura de las vidas normales tienen algo de sagrado".
Puede que esa intención, contar vidas "normales" fuera la intención principal de esta novela, pero a mi juicio poco tiene que ver con el resultado. Los personajes de esta historia no son en absoluto normales, si entendemos por ello lo que el Diccionario nos dice: "que sirve de norma o regla". Todo lo contrario: sus personajes son tan extraordinarios que por sí mismos justifican una lectura. Y, de todos, uno solo deja al lector maravillado desde el primer momento: su protagonista femenina, la nada simple, embustera, tierna y muy humana Catherine Land. No se nos puede escapar que "Land", en inglés, significa "tierra", "reino", "país". "No era una mujer, era un mundo", dice el narrador, bien avanzada la historia, cuando el rendido lector ya sólo puede darle la razón.
Desde el primer capítulo, la historia causa el efecto de un mazazo. Un viudo rico, que habita una gran mansión en una tierra inhóspita y helada del estado de Michigan, acude a la estación a recibir a su nueva esposa, una "buena chica" con la que ha contactado por correspondencia. Ya en estas primeras páginas entrevemos el carácter atormentado del protagonista masculino, su tristeza antigua e incurable, su severidad que parece a prueba de cualquier ternura y de cualquier bondad que la vida pueda depararle. El segundo capítulo es portentoso por los pocos medios de que se vale el autor para trazar el retrato de Catherine y dejar al lector encandilado, lleno de expectativas que en ningún momento se verán defraudadas. Luego, enseguida, todo sale mal. La novela nos regala la primera sorpresa, el primer giro argumental, y ya no dejará de hacerlo hasta el final. Junto a esos retruécanos narrativos puestos al servicio del suspense mejor entendido, Goolrick nos va sirviendo unos personajes profundos, cargados de contradicciones, que llevan a cuestas su memoria como quien arrastra una pesada piedra por una cuesta.
No hay aquí verdades absolutas: ninguno de las protagonistas las tiene, ni lo pretende. Todo lo contrario, hay almas atormentadas por la duda y la culpa, hay convicciones firmes que se ven alteradas por las circunstancias y hay marchas atrás. Como en la vida misma, nadie tiene aquí un rol predefinido, sino que cada cual debe encontrar el suyo como buenamente sepa. Y la expiación es posible, pero sólo porque lo quiere el destino. O porque el sacramento de la ternura que acaba por imponerse redime a todos de sus pecados.
Mención aparte merece la ambientación. Pariente lejano de la Charlotte Bronte de Cumbres Borrascosas, pero también de la Jane Austen de Orgullo y Prejuicio, las dos mansiones que son escenario de tantas cosas adquieren en el relato una personalidad propia. Son decadentemente góticas, pero también extrañas como un palacio de la Atlántida y remotas como ese paisaje helado en el que la primavera se aguarda como un advenimiento.
Hacía mucho tiempo que no leía una novela con tanto arrebato. Lo hice en una sola tarde, en un hotel de una ciudad que apenas conozco, excusándome en el trabajo, rendida de emoción y placer, maldiciendo cada página que pasaba, saboreando la estupenda traducción de Santiago del Rey, preguntándome en qué andará ahora el tal señor Goolrick y cuánto tiempo pasará antes de que pueda volver a leerle. De vez en cuando, me detenía a contemplar el rostro imperturbable, de rictus ligeramente británico del autor. En verdad, este señor tiene aspecto de haber escrito un libro sobre su infancia en Virginia. Sin embargo, no parece el profundo conocedor del alma humana que aflora en estas páginas, ni un novelista capaz de deleitarse en una sensualidad tan desbordante y tan alejada de tópicos como la que aparece en cada uno de los capítulos de este libro. Está claro que la foto miente, y no la novela. Al fin y al cabo, la verdad siempre está en la ficción, todos los que escribimos lo sabemos.
Y también, acaso, en las páginas de reseñismo literario. He aquí una verdad: Necesitan leer esta novela.


Ángeles Escudero

Una novela sorprendente como esta merece, cuanto menos, una reseña entusiasta. Y digo sorprendente, no por los golpes de efecto, por las personas y las situaciones que, casi nunca son lo que parecen, sino por el sobresalto que produce en esa delgada línea que separa (o une) la emoción del reconocimiento del genio creativo.
Hay claves importantes de la novela que la definen desde el mismo arranque: no hay personajes planos. Ni siquiera los transeúntes o alguien que parece estar de atrezzo esperando el tren -al tiempo que el protagonista, Ralph Truitt- en el andén de la estación. Todo significa algo, todo se lee en los gestos, se interpreta. Pero es en el comienzo donde aprendes que esta historia no te dará tregua. Esperas un inicio que parece obvio pero, a la vez, intuyes que, ni quien espera ni quien llega te van a dejar indiferente. “¡Despierta!” sentí que me decían desde dentro de la propia trama, "no creas que todo va a ser tan fácil".
Quizás por esto que señalo, por la profundidad y la enjundia de cada personaje el autor consigue mantenerse alejado del maniqueísmo en su sentido más tópico. Nos sería muy difícil hacer una lista de dos columnas atendiendo a la siguiente cuestión: ¿Quién es bueno y quién es malo? ¿El personaje principal que busca una esposa sencilla, una "esposa de fiar", tal y como reza el título, una esposa para ocupar junto a él una posición en la sociedad de una remota población de Wisconsin? ¿O la mujer que acepta una proposición de matrimonio tomada de la sección de anuncios de un periódico a principios del siglo XX y que, además de unas intenciones que aún no conocemos, tiene un pasado que nos deja a la expectativa? ¿Unos padres que lo dan todo a unos hijos aún a sabiendas de que lo están dilapidando? ¿Un hombre capaz de amar hasta la extenuación pero capaz de volcar sobre su hijo todo el peso de su frustración? No creáis que son muchas preguntas. Son puertas abiertas, y todas, todas habrán de cerrarse. Lo bueno y lo malo van a depender de muchos factores: de la posición emocional del personaje que actúa, que siente o padece (que es lo más normal en esta novela) el sentimiento. No es difícil ver aquí una expresión del perspectivismo orteguiano, de su doctrina del punto de vista. Nadie va a tener la verdad en sentido absoluto. Cada uno de ellos capta sólo una parte de la realidad, una parte de la verdad, que, en definitiva no es mentira, pero es sólo eso: una parte.
Otra clave importante de la novela es el papel central que ocupa la sexualidad. Subyace en cada página, en cada arista del comportamiento de estos personajes atormentados y tan bien dibujados por la forma de describir y de narrar del autor que los reconoceríamos si los tuviésemos delante. Aparece como inhibidora de los pensamientos recurrentes, como terapia, al fin y al cabo; la sexualidad en grado superlativo como búsqueda, como sofisticación de la inteligencia al servicio de los sentidos; incluso la sexualidad como sustento. Pero, de forma muy especial, aparece como prohibición. Robert Goolrick nos introduce con la sutileza que sólo puede dar la maestría en el sórdido y eclipsante universo de la sexualidad como tabú. La lujuria como pecado, que merece el castigo mental y físico, merece la tortura incluso cuando se es niño. “Una novela sombría y sensual, en la que la complejidad de los sentimientos femeninos y la efervescencia del deseo masculino aparecen evocados con una rara delicadeza”. No son vacías, ni de relleno, estas palabras de la contraportada del libro.
La penúltima clave que aporta inquietud y desasosiego a la historia, es la locura. El propio autor nos cuenta que la ambientación de la novela, el clima que logra crear en ella, es deudora del libro de Michael Lesy: Wisconsin Death Trip. Lesy logra, en palabras de Goolrick, fotografiar el alma oscura y devastada de la América rural que se creía adormecida en una insulsa inocencia. La locura aparece como telón de fondo de una depravación moral desconocida para muchos. Y ese desvarío es el que utiliza para dar aún más fuerza a la trama de novela. La incrusta en cada esquina de estas tres vidas que se entrecruzan hasta converger en un mismo espacio y en un mismo tiempo. Hay muchos ejemplos en el libro. Oímos el llanto de un bebé que no intuye siquiera que nadie acudirá a consolarlo porque su joven madre viuda se ha colgado, por desamor, de la misma viga en que lo hizo el hombre que la dejó sola. Hay quien se traga un diccionario entero y muere; o quien se automutila cortándose la mano con un hacha mientras la sombra del diablo más pertinaz planea sobre el escenario. Otros huyen hacia ninguna parte, escondiendo oscuros secretos que no son sino la cara o cruz de nuestra naturaleza. Qué fácil parece hacer que alguien se sienta malo, perverso, inculcarle un sentimiento de culpa tan pesado que no se puede cargar sobre nuestra, a veces, débil condición humana.
Al hilo de esto último que he expuesto, os propongo la última clave que analizo en esta subyugante novela a la que no estorba en absoluto la impecable traducción de Santiago del Rey: la reflexión sobre la culpa. Todos los personajes, desde el primero al último, llevan sobre su espalda alguna. Intentan liberarse de ella como pueden. Unos, amando cuando no pensaban amar; hiriendo o dejándose herir. Y, la mayoría huyendo hacia delante en una búsqueda perpetua de la tranquilidad que se antoja imposible en una tela de araña con tantos hilos como sentimientos encontrados; con tantos habitantes dentro como pasados inciertos y tormentos; con un presente que baila en la cuerda floja coqueteando con el abismo.
Y en este ir de venir de páginas que quieres leer y no leer, porque no se soporta la idea de llegar al final, nos vuelve a sorprender la habilidad con la que Goolrich construye la actitud en alguno de sus personajes: su sinceridad aplastante. Esa a la que ni en la vida cotidiana estamos acostumbrados. Es difícil soportar la certeza expuesta en toda su crudeza. Los propios protagonistas desvelan a sus interlocutores lo que nosotros creemos que serán misterios definitivos. Verbalizan sus miedos, cuentan su historia sin omitir una coma, se desnudan para dejar al descubierto sus intenciones últimas, y sabemos de su pasado por sus propias confesiones. Pero, sin embargo, no hay lamentaciones, aunque tampoco abandono, son cosas que pasan. Es el vitalismo nietzscheano, la vida es lo que es, y no es fácil aceptarlo. La vida efímera pero intensa, drama, aceptación de nuestra condición humana biológica y racional a un tiempo, la vida como pasión y lucha, la vida como enfermedad: existir, ser, vivir, no importa que el precio seamos nosotros mismos.

* Existe edición en catalán: Una dona de fiar, Edicions 62. Traducción de Rosa Borràs.

4 comentarios:

Angela dijo...

Absolutamente predecible, aún así lo he leído hasta el final.

Perkins dijo...

Me han gustado mucho las dos reseñas. El libro me pareció sublime, lo disfruté mucho. Saludos!

Anónimo dijo...

No lo he visto predecible, pero siempre están...las escritoras de guiones que se saben el final.
Yo tambien lo disfruté

Anónimo dijo...

Cumbres borrascoses es de Emily Brontë no de Charlotte. Charlotte Brontë escribió Jane Eyre.