miércoles, mayo 31, 2017

El invisible, Ge Fei


Trad. Miguel Ángel Petrecca
Adriana Hidalgo Editora, Alcalá de Henares, 2017. 168 pp. 16,50 €

José Morella

El protagonista de esta novela, un hombre de 48 años llamado Cui, está a punto de caer en desgracia. No es un paria o un sin techo, pero todo eso empieza a parecerle posible. Su hermana le da un ultimátum para que deje el piso en el que hace unos años le deja vivir. Su mujer lo abandonó cuando encontró a alguien económicamente más estable. Cui no ha superado ese abandono ni de broma. Por otro lado, no se trata de un desgraciado cualquiera. Tiene acceso a otro mundo distinto del suyo: es uno de los pocos artesanos del sonido que quedan en Pekín. Tiene un talento especial para la electrónica. Se gana la vida -mal- reparando y montando aparatos de alta fidelidad a audiófilos o a esnobs millonarios que aspiran a ser audiófilos. Gente acostumbrada al lujo y a quienes les gusta presumir de sus fruslerías con otros aficionados al lujo. Cui conoce a gente de ese tipo. Chinos ricos de la nueva China. Altos funcionarios, empresarios, mafiosos.
Ge Fei ha explicado en una entrevista que le interesa mucho el contraste entre la China de los años ochenta y la actual. Según él, en aquella época primaba cierto sentido de la espiritualidad, que en la entrevista no necesariamente se traduce en religiosidad. Antes se despreciaba lo material. No era importante tener cosas caras, ni conocer gente rica, ni ser visto en tal o cual lugar. Ahora, según Ge Fei, el consumismo ha arrasado con todo. Se adora lo material. En cierto modo me recuerda a Junichiro Tanizaki, que veía la llegada de la luz eléctrica a Japón como la mayor de las desgracias porque estaba acabando de golpe con la totalidad de la estética tradicional japonesa, de la relación sagrada entre la luz y la sombra. Los dos suenan un pelín a reaccionarios, a cascarrabias antiprogreso, pero los dos lo tienen todo bastante clarito, me parece a mí. O andan bien encaminados o yo soy otro cascarrabias.
Cui está atrapado entre esas dos Chinas. No se ve capaz de vivir como se vive ahora. Es un cabezota. La novela, entre otras muchas cosas, va sobre lo excéntrico. Habla de los que siguen en sus trece, los que no se bajan del burro a pesar de que el camino de piedras ahora sea una autopista de peaje. Cui ni siquiera se lo plantea. Es un enamorado absoluto de la música clásica. De los amplificadores con válvulas, los vinilos, los altavoces Autograph -que ahora sé que son lo máximo- y de, entre otros muchos músicos, Erik Satie y Claude Debussy. Va a casas de millonarios que le pagan por que les repare equipos de audio valiosísimos, que para él son objetos de culto a los que trata casi con reverencia, y tiene que soportar -¡ultraje!- que sus dueños los usen para poner música pop. La obra es un homenaje por momentos delicioso a la música. Pero también es un réquiem por ella. China, y Asia en general, están invadidas por el pop. La gente -o eso parece deducirse de las palabras de Cui- ya sólo consume pop.
A cuentagotas y en medio de todo esto, Cui nos habla de su madre, de su mejor amigo, de su ex, de su hermana, y va dejando desperdigadas por el texto evidencias de una vulnerabilidad y una humanidad desgarradoras. A pesar de sus corazas emocionales, Cui es un diapasón del mundo. Un perdedor de manual.
Se considera un artesano: «...los artesanos de hoy en día están, más o menos, en el mismo peldaño de la escala social que los mendigos», dice. Es consciente de su estatus y de su pobreza. El tema de la pobreza, y en general todo aquello que tenga que ver con el dinero, suele amenazar nuestra identidad personal y política. Gran cantidad de lectores lo rehúyen cual enfermedad venérea, y otra gran cantidad -perdonadme la imprecisión- se ponen a vociferar opiniones políticas sobre Venezuela o sobre el el estado norteamericano de Arkansas, según el plumero político de cada cual. El país de Cui, curiosamente, es un engendro mixto al que algunos llaman (ehem) «economía socialista de mercado con rasgos chinos». Para un solitario resistente como él, la salida del laberinto es indisoluble de la vocación: si no haces lo que amas, no hagas nada, parece pensar. Quédate en la calle, muérete. Pero el mundo globalizado no admite excepciones. Cui no consigue, a pesar de su terquedad, dejar de formar parte de eso que el filósofo Byung-Chul Han llama sociedad del cansancio. Estamos todos quemados, y los que adoran lo que hacen también lo están. A Cui no le queda otra que compartir mundo con todos esos materialistas enloquecidos y de sensibilidad artística entumecida. Entra en un arriesgado y oscuro negocio con un terrorífico mafioso al que planea venderle su posesión más preciada -los altavoces Autograph que consiguió en una subasta- para poder seguir viviendo a su modo, fuera del sistema que tanto odia. Es difícil evitar el infierno sin negociar con el demonio.
Está todo el texto saturado de oposiciones: lo analógico contra lo digital, amor genuino contra amor interesado, consumismo contra espiritualidad. Esos contrarios no son cajones estancos: se pasa de uno a otro sin solución de continuidad. Llama la atención que, desde el punto de vista de muchos expertos en sonido, sea un mito que la música en analógico suene mejor que en digital. Cui vive en el territorio del mito, que es el único lugar underground que la China comunista-capitalista permite: tu propio onanismo mental, tu propia película. Eso se relaciona también con el aroma constante a nostalgia. No es una nostalgia reñida con la verdad: es convincente. Sobre la sociedad china actual corren historias para no dormir sobre contaminación, comida adulterada, racismo, censura, abusos policiales, condiciones laborales deplorables, alojamientos insalubres y ritmo de vida insoportable. Incluso la visión de Cui es más suave que todo eso.
Aparte de todo lo ya dicho, la novela es una gozada. Está llena de ideas sutiles e irreverentes y de personajes inolvidables. El talento de Ge Fei para la descripción de personajes es abrumador: el párrafo breve con el que despacha al padre del protagonista es magistral. Pero lo más valioso, en mi opinión, es la capacidad de hilar elementos. Va contando la historia -la bajada a los infiernos de Cui y su posterior y realista salida a la superficie para coger oxígeno- con una soltura que hace que las transiciones parezcan invisibles, como si los distintos pedazos del cuento se llamaran forzosamente los unos a los otros y la cosa no se pudiera explicar de otro modo. Qué más se le puede pedir a alguien que cuenta historias.

lunes, mayo 29, 2017

Un momento, señor verdugo, Francisco López Serrano


LIII Premios Literarios Kutxa
Sevilla, Algaida, 2017. 168 pp. 18 €

Pedro M. Domene

Nunca debemos olvidar que el microrrelato se traduce como un caprichoso juego estructural que provoca alteraciones en la situación inicial del propio texto, en el consiguiente conflicto, en la evolución de los hechos narrados, en el desenlace, e incluso en la misma situación final, puesto que el estricto carácter de su brevedad no permite o, si lo expresamos mejor, así se lo exige siempre; y aun cuando constatamos la lógica interna de la narración, y ese jocoso aire con que su autor dota al relato, se procura que esa degradación conceptual quede diluida, o que su espacio temporal no siga un orden cronológico establecido.
Francisco López Serrano (Épila, Zaragoza, 1960) domina el arte de la escritura en su faceta más variada y singular, tanto la lírica como la narrativa, el cuento y el microrrelato, porque es capaz de servirse de la digresión, de la observación atenta y de buena parte del artificio que rodea al texto en su sentido más estricto. Jamás olvida que la moraleja pertenece al pasado y se aleja del presente y, sobre todo, que sus lectores detectan la sutilidad tan característica en sus textos, o la libertad de elegir un espacio propio, en medio de un pasado o un presente reconocibles, aunque esos tiempos vengan suavizados por unas fantásticas apariencias, y solo importen aquellas que nos descubren las trivialidades de un mundo que, como en algunos de sus libros, tienen un carácter mágico, capaz de trasmutar las vidas descritas en otra realidad, incluso la posibilidad de inventarse una nueva que finalmente les satisfaga; y tan es así que López Serrano a través de un tono elegíaco, henchido de humor y de ironía, rozando lo iconoclasta, nos traslada desde situaciones cómicas a un trágico desenlace, como en el caso de Un momento, señor verdugo (2017), LIII Premio Literario Kutxa Ciudad de San Sebastián, una colección de relatos, en su mayoría muy breves, en los que ofrece un abanico de temas tan hilarantes como sugestivos, aunque en su mayoría, como el título alude, responden a la famosa petición que le hizo madame du Barry al verdugo antes de ser guillotinada; y así arranca todo un catálogo de breves, en ocasiones brevísimas situaciones o historias teñidas de un singular humor, o del mejor sarcasmo con que se pueda dotar a un texto, y aun añade una abundante variedad temática de cuentos: unos nos llevan a la vieja Rusia a degustar sus famosos prianiki, o en el otro extremo, a esa peculiar forma de matar vascos en Islandia, y muchos de ellos construyen vidas o las destruyen como “El genealogista”, que recorre la ascendencia del narrador hasta la Gran Explosión originaria, o la serie sobre el mundo, un homenaje al tema clásico de “El dinosaurio” de Monterroso desde una perspectiva tan jocosa como innovadora, “La demora”, “La pesadilla”, “Ante el espejo”, “El despertar”, incluso nos somete a un peculiar perfume que es resultado de cazar y destilar ángeles, léase, “Su perfume”; en “El cuento del Grial”, la actitud de la mujer reproduce los matices de lo que hoy consideraríamos un comportamiento machista, y en “El abismo” se describe la excursión montañesa de una pareja con un remate tan perturbador como brillante, y los aspectos de la relación amorosa en el brevísimo, “Diálogo de amantes” o el más desarrollado y descorazonador, “El plan”, ambos resumidos con absoluta maestría. No faltan historias diminutas que se concretan en un chiste, con toda la intensidad que provoca la angustia humana, y otras muchas son narraciones simbólicas: el poeta y su corazón, el abogado y su conciencia, o la voz de un Dios que influye de modo sorprendente en la realidad, ¿Té o café?, y donde se escruta la perspicacia del lector para la solución de tamaño enigma.
En este, Un momento, señor verdugo, como otros libros de López Serrano, el lector está obligado a poner todo de su parte para comprender en su totalidad el mensaje que el autor cifra en sus textos, y en esta ocasión, como seres inteligentes deberemos releer algunos de sus microrrelatos para percatarnos del giro final de muchos de ellos, tan sorpresivos a veces como esbozos de un pensamiento que cuando profundizamos alcanza la plena comprensión del mismo.

viernes, mayo 26, 2017

Me acuerdo, Georges Perec


Trad. Mercedes Cebrián
Impedimenta, Madrid, 2016. 176 pp. 17.95 €

José Miguel López-Astilleros

Me acuerdo de que cuando leí La vida instrucciones de uso, Un hombre que duerme, Lo infraordinario, Las cosas, Especies de espacios o La cámara oscura, tuve la impresión de que los libros de Georges Perec (1936-1982) eran semilleros literarios. No es de extrañar que goce de la máxima consideración entre escritores como Enrique Vila-Matas o Roberto Bolaño, entre otros muchos. En cambio, respecto a la obra que nos ocupa, no puede decirse que haya sido tan original como en las anteriormente citadas, puesto que la idea y el procedimiento los tomó de un libro del pintor estadounidense Joe BrainardI Remember (1970)—, del cual dijo Paul Auster «Es uno de los pocos libros enteramente originales que jamás haya leído». Su descubrimiento se lo debe al escritor, también norteamericano, Harry Mathew, amigo y compañero perteneciente como él al grupo de experimentación literaria Oulipo, quien le regaló un ejemplar que le sirvió para pergeñar su propio Me acuerdo, y a quien se lo dedica por este hecho. La diferencia fundamental entre ambos radica en que Brainard es más intimista e introspectivo que Perec, aquel incluye confesiones tan secretas como el recuerdo de sus erecciones escolares, algo impensable en el francés, cuyos “me acuerdo” pretenden sobre todo ser generacionales, aunque partiendo de evocaciones propias.
El libro contiene 480 textos muy breves de recuerdos, comprendidos entre los años 1946 a 1961, que siempre comienzan con las dos palabras del título, salvo uno. Fueron escritos entre 1973 a 1977, por tanto son remembranzas salidas de su memoria, a veces sugeridas por la contemplación de los vestigios físicos que el transcurso del tiempo ha dejado tras sí, fotografías, discos, periódicos e innumerables objetos varios, que le pueden haber ayudado a confeccionarlos. Lo autobiográfico suele estar muy presente en la obra de Perec, sobre todo en W o el recuerdo de la infancia, aunque esta última está más centrada en su infancia concreta, en la cual lo colectivo no tiene tanto peso como en Me acuerdo. La infancia y la juventud son uno de los núcleos temáticos más importantes, quizás porque la suya fue muy atribulada por pertenecer a una familia de judíos polacos emigrados a Francia, su padre murió en el frente de la Segunda Guerra Mundial hacia 1940 y su madre en el campo de exterminio de Auschwitz, cuando él contaba unos cinco años. Y quizás porque la existencia y la esencia del ser humano están ligadas indefectiblemente a la memoria, es necesario recordar, pero como el pasado no es algo estático, hay que tratar de detener su movimiento de vaivén dentro de nosotros, dejando constancia de ello, sobre todo de esos detalles cotidianos que suelen pasar desapercibidos y constituyen el grueso de lo que nos rodea en nuestras vivencias ordinarias. Por tal motivo estos “me acuerdo” deban entenderse como el yacimiento arqueológico de una generación, un tiempo y unos espacios determinados, a partir de los cuales cada uno pudiera reconstruirse a sí mismo. Recordemos que gustaba de hacer inventarios, clasificaciones y enumeraciones de lo nimio, con el propósito de fijar el tiempo, y como medio para luchar contra el olvido, contra los vacíos que va dejando la memoria cada vez que recordamos. Hay otros núcleos temáticos importantes como la música, la literatura, el cine, hechos y costumbres de aquella sociedad, así como sucesos históricos de todo tipo. Es importante señalar que los textos no están presentados cronológicamente, sino a la manera de un collage, aunque a veces pueden estar relacionados unos con otros, sugiriendo un particular crucigrama. El propio Perec nos ofrece unas claves interpretativas esenciales de su libro cuando escribe sobre el de Brainard en la edición francesa «Los Me acuerdo son pequeños pedazos de cotidianeidad que fueron vividos y compartidos y luego olvidados. Sin embargo, de repente regresan, por azar o porque han sido buscados entre amigos una noche: es algo que aprendimos en el colegio, un campeón, una canción, un cantante, un escándalo, un slogan, un traje o una costumbre, totalmente banal, que por un milagro es arrancada a su insignificancia y es reencontrada por unos instantes, provocando unos segundos de una impalpable y pequeña nostalgia.»
Tanto la obra de Brainard como esta de Perec dieron lugar a numerosos “me acuerdo” de distintos personajes y generaciones sucesivas, hasta desembocar en los que ahora se están escribiendo, porque cada grupo generacional e incluso cada uno de nosotros tenemos nuestros “me acuerdo”, de modo que podría decirse que la obra de los pioneros no sólo es la suya, sin todas las posteriores, de cuya paternidad participan, una obra que se proyecta hacia la eternidad con toda la carga de melancolía que lleva disuelta en sí la memoria. Esto es lo que hay implícito en el hecho de que, por deseo expreso de Perec, al final del libro se dejen varias páginas en blanco para que cada lector anote sus propios “me acuerdo”, que formarán parte de ese registro del devenir de la humanidad.
La primera edición y traducción al español de Me acuerdo data de 2006, que realizó magníficamente Yolanda Morató para Berenice, de la que esta nueva versión es deudora en algunos aspectos. Para los nuevos lectores, que ya no podrán acceder a aquella por estar agotada, esta de Impedimenta tiene el mérito de poner la obra a su alcance de nuevo.
Quien se acerque a este libro y no pertenezca a aquella generación, ni al entorno geográfico y cultural de entonces, se encontrará con un mundo extinto, que sólo conocerá parcialmente por la historia, el cine y la literatura en todo caso. De lo que sí estamos seguros al menos es de que su lectura constituirá el detonante para poner en marcha los recuerdos propios, en una espiral que no ha de cesar mientras haya un ser humano vivo en el universo.

miércoles, mayo 24, 2017

En la ciudad sumergida, José Carlos Llop


Alfaguara, Madrid, 2017. 344 pp. 18,90 €

Bruno Marcos

Pudiera parecer que quien no esté interesado especialmente en la ciudad de Palma de Mallorca no debería comprar este libro pero, aunque efectivamente es una historia de esa ciudad, lo que tenemos son unas memorias que están a medio camino entre la elegía y la interpretación del mundo. En las páginas dedicadas por Llop a su ciudad natal se presenta algo universal, se ve cómo el paso del tiempo se escribe en las urbes que habitamos, cómo, a medida que las conocemos y entendemos, estas van desapareciendo en parte, inmersas en un proceso de mutabilidad constante. La ciudad se comporta como un ser vivo en cuyo organismo desaparecen y aparecen lugares y personas y en cuya piel apenas es perceptible la firma de los autores que van dejando lo que permanece.
Llop en la primera parte de este libro narra su historia familiar y la historia de la isla encadenadas una a otra. Bien podría inscribirse su relato inicialmente en la tradición del Bildungsroman, pero enseguida aparece la sensación de pérdida, la añoranza de la casa de los abuelos que la familia vende al morir estos, el recuerdo positivo de los ancestros, la mirada al pasado cómo idílico y desprovisto de conflictos, para acercarnos más al género elegíaco. El modelo seguido por el autor ha sido claramente el de Estambul de Orham Pamuk, incluso en la presentación, que incluye fotografías pertenecientes a su archivo familiar. Como en la obra de Pamuk se escribe la historia de una ciudad a través de la mirada de su autor que, al final, es un autorretrato.
Más adelante el relato se vuelve más nítido concentrándose en personajes significativos que vivieron en la Isla. Espacialmente vivo es el capítulo dedicado al muy plástico antagonismo entre dos vecinos ilustres, el autor de Bearn o La sala de las muñecas, Llorenç Villalonga, y, el luego premio Nobel, Camilo José Cela. No sólo eran poseedores de caracteres diametralmente opuestos sino símbolos de actitudes muy diferentes frente a la literatura e, incluso, frente a la forma de abordar la vida. Llop pone en valor el trabajo de Cela del que asegura que en la literatura ponía lo mejor de él, aunque su vida cotidiana estuviera salpicada de actitudes o declaraciones groseras e interesadas. También ve muy positiva su labor en la revista Papeles de Son Armadans y resalta el hecho lamentable de que un Cela, que vivió desde los treinta y ocho años hasta los setenta y dos en la isla, no haya dejado más huella allí.
También resultan gratos de leer retratos como el de Robert Graves, realizado desde su mirada infantil, que paseaba con sombrero de indio navajo y pañuelo rojo anudado al cuello por el centro de Palma y a quien Llop veía como el jefe de una tribu de hombres que están más allá de las cosas porque habitan en el mismo corazón de esas cosas. Divertido es el capítulo de dedicado a Cristobal Serra que, aficionado al espiritismo, hablaba con casi todos los autores difuntos de la literatura hispánica, resultando especialmente sorprendente aquel que, dialogando con el espíritu de Ramón Gómez de la Serna, este le confiesa que está en el infierno.

lunes, mayo 22, 2017

Nuestra historia, Pedro Ugarte


Páginas de Espuma, Madrid, 2016. 168 pp. 15 €

Miguel Sanfeliu

En general nuestra historia, la de todos, está formada por pequeños acontecimientos, pequeñas variaciones que irrumpen en lo que llamamos normalidad para crear un punto de intriga, para ponernos cara a cara frente a lo incierto o, simplemente, para recordarnos, como ya hizo Sartre, que el infierno son los otros. Los cuentos reunidos en Nuestra historia, el último libro de Pedro Ugarte, están narrados con un ritmo implacable, con una garra que te atrapa desde la primera línea y ya no te suelta hasta llegar al final, a veces exhausto y otras pensativo, porque todos estos relatos consiguen involucrar al lector, sumergirlo en ese instante decisivo al que se enfrentan los personajes.
La fuerza de un relato reside, casi siempre, en la historia que nos narra, que sea capaz de traspasar esa coraza con la que todos nos defendemos de las agresiones emocionales que vemos a nuestro alrededor; y también en la potencia de sus personajes, seres en los que podemos reconocer nuestras debilidades, nuestros miedos o nuestro frágil concepto del mundo.
Estamos de suerte, porque nos encontramos sin duda ante un buen libro de cuentos, uno de los mejores de todo lo publicado en los últimos años, no en vano Pedro Ugarte es un consumado autor de relato corto, uno de los imprescindibles. Encontramos parejas que afrontan situaciones de crisis. "Días de mala suerte" nos habla de una familia que se enfrenta a una situación económica muy difícil y, pese a todo, el estricto plan de ahorro que se imponen les unirá y les enseñará a disfrutar de las pequeñas cosas, de los juegos, de la compañía mutua. Del mismo modo, la pareja de "Para no ser cobarde" también se enfrenta a un momento decisivo de sus vidas, a un cambio radical de residencia, abandonando la ciudad para instalarse en un pueblo con la única expectativa de que el hombre escriba una novela, y percibimos perfectamente el halo de desesperación de esa decisión, intuimos incluso que una sombra de desastre oscurece la relación de esa pareja.
Hay también personajes realmente curiosos, como la mujer experta en hacer regalos que protagoniza "Verónica y los dones" o esa especie de «conseguidor» con aspecto de triunfador del que nos habla el cuento "Voy a hacer una llamada".
Otros, por su parte, tienen un halo de misterio, un aire amenazador, como el excéntrico millonario de "Mi amigo Bohm-Bawerk" o el libertino artista de "Enanos en el jardín". En "La muerte del servicio" asistimos a un reencuentro en el que flota la figura de Feliciana, la mujer que trabajaba para la familia del anfitrión y cuya vida se vislumbra que ha debido ser muy diferente a la de ese grupo de viejos amigos.
También hay historias con una fuerte dosis de humor, como "Vida de mi padre", en la que un acontecimiento trivial se convierte en algo determinante en la vida del protagonista. O "El hombre del cartapacio", con ese empleado patético que se esfuerza tanto por hacer las cosas bien que lo único que consigue es ir, poco a poco, labrándose un particular descenso a los infiernos.
Y, por último, "Opiniones sobre la felicidad", el cuento que cierra el volumen y que consigue dejarnos con el corazón helado, con ese hombre que se somete a la presión familiar de su madre y sus hermanos, unos seres marginales, esperpénticos, que representan un pasado del que uno no puede huir del todo.
Las historias de Pedro Ugarte son de corte realista. Le basta con narrar unos hechos, describirnos a unos personajes que consiguen emocionarnos, y lo hace con un tono muy alejado de la solemnidad, ayudándose del desenfado, del humor, para ir avanzando con un estilo elegante y muy cuidado, de fraseo largo pero pausado, con esa sabiduría y dosificación de la información que nos mantiene pegados a las tramas.
En estas historias encontramos ideas sobre nuestras relaciones con los demás, bien con la pareja, con los padres, con los amigos o con desconocidos. Literatura grande sobre asuntos aparentemente nimios. Y esta tradición se emparenta directamente con una narrativa que merece la pena reivindicar, la de los escritores de la conocida como generación de los cincuenta, no en vano los tres primeros cuentos están dedicados a Medardo Fraile, a Esteban Padrós de Palacios y a Antonio Pereira, dedicatorias que parecen, en sí mismas, una declaración de intenciones.
También me atrevería a decir que en los personajes de Nuestra historia hay miedo, un miedo a perder la seguridad de lo conocido, a que las cosas cambien, a que sobrevenga la desgracia, la amenaza que puede suponer la irrupción de elementos desestabilizadores en nuestra vida.
En cualquier caso, este libro supone una lectura adictiva y sus historias se quedan en la mente del lector, haciéndole pensar. En algunos momentos nos pone una sonrisa en la cara pero en otros nos hiela el corazón, como la escena final de ese último relato, terrorífico, con el que se cierra este conjunto de cuentos que nos hablan, a fin de cuentas, de nosotros mismos, de nuestros miedos, de nuestra historia.

viernes, mayo 19, 2017

Amores imperfectos, Hiromi Kawakami


Trad. Mónica Bornas Montaña
Acantilado, Barcelona, 2016. 144 pp. 15,20 €

Santiago Pajares

Muchas historias de amor no tienen final. Se nos muestra una breve escena, un apunte, un detalle y se queda ahí, esperando que nosotros saquemos algún tipo de conclusión o aprendizaje. Pasa en los libros, en las canciones y en la vida. A veces vuelves la página y sólo encuentras ya la contraportada. La autora de Amores imperfectos comprendió esto hace mucho tiempo. Mi primer contacto con Hiromi Kawakami fue en la que por ahora sigue siendo, para mí, su mejor novela: El señor Nakano y las mujeres, una obra de extraordinaria delicadeza y ternura que acude a mi mente cada vez que abro un libro de literatura japonesa. Ahora la autora nos trae este pequeño volumen de relatos con esbozos de lo que podrían llegar a ser, en caso de eventual desarrollo, novelas completas. En todos los relatos, de una extensión mínima, a veces tres o cinco páginas, Hiromi Kawakami nos habla del amor romántico desde todas sus perspectivas: Amores juveniles, adúlteros (algo muy usual en la literatura japonesa, las relaciones largas como amante en un matrimonio), rupturas de relaciones y algo que me ha sorprendido, relaciones lésbicas tratadas con una especial delicadeza, casi dejando al lector que imagine todo. Pero todas ellas imperfectas, como nos dice el título de la obra. Todas protagonizadas por personajes femeninos y abocadas de alguna manera al fracaso antes de empezar.
Pero hay algo más, y es que Hiromi Kawamaki utiliza estos relatos (o nos sirven a nosotros) como un fiel reflejo de la vida diaria en el país nipón. Cada uno de los 23 relatos está ambientado en sus ciudades, en sus calles, sus trabajos, que les sirven de contexto y entorno para poder desarrollar estas historias fallidas de amor. Con el final de cada relato nos queda una sensación de vacío, de tristeza por lo que pudo ser y no acabo siendo. Nos convertimos así en protagonistas del propio libro. Quien sabe si era esa, y no otra, la intención de la propia Hiromi Kawakami. Como siempre especial atención para la cuidada edición de Acantilado.

miércoles, mayo 17, 2017

La partitura, Mónica Rodríguez


Edelvives, Zaragoza, 2017. 224 pp. 9,90 €

Ariadna G. García

En un primer momento, me llamó poderosamente la atención la cubierta del libro: su paisaje blanco, el tren de vapor prometiendo un viaje fabuloso por tierras ignotas. En un segundo instante, me cautivó su título, La partitura. En una época donde parece valorarse poco el tiempo dedicado a las composiciones de las obras, me interesó sumergirme en la ¿autobiografía? del protagonista del relato, en sus motivaciones creativas, en el tormento sentimental que lo llevó no sólo a componer sus sonatas y óperas, sino a modelar en la arcilla de sus manos la figura de la pianista más célebre de la Mongolia soviética: Sayá. La novela, premio Alandar de Literatura Juvenil 2016, aborda unos asuntos que, en principio, parecen alejados de la narrativa destinada al público adolescente. Aborda sin tapujos el complejo de Edipo, la pederastia, el sexo, la infidelidad o la complejidad de las relaciones amorosas. Está claro que si nuestros jóvenes conocen por otros canales (las series de televisión, las películas que consumen a solas en sus móviles o ipads) los sórdidos y atormentados vínculos que empujan a unos cuerpos hacia otros, los escritores deben ofrecerles una visión real, pero adaptada, de ese mundo que tanto les fascina. En ese sentido, La partitura me ha asombrado muchísimo. Hay que temas que parecen tabú en la literatura adolescente, y yo creo que es mejor abordarlos -graduando la temperatura, elaborando una obra de calidad artística, poética, sutil- que ignorarlos y lanzar a nuestros chicos hacia una narrativa de nulo o escaso valor literario.
La novela sigue el patrón de las antiguas colecciones árabes de relatos. Nos encontramos hasta tres historias ensartadas. La primera se ofrece a modo de marco. La narradora escribe un texto a su novio para revelarle un secreto que ha venido guardando y para formularle una pregunta. Al tiempo que recuerda los comienzos de su propia relación, los baches que sortearon hasta estabilizarse, relata una segunda historia: la de Gandalf, uno de los ancianos de la residencia donde trabaja como auxiliar de enfermería. Aquí, a su vez, el viejo pianista se convierte en paranarrador, al transcribir la joven el diario que aquel guardaba para no olvidarse de sí mismo, para justificarse, para que le entendieran, para conservar las emociones que le había suministrado tu agitada existencia, para recordar a su discípula: Sayá.
Quizás lo mejor del libro sea el concienzudo análisis de la psicología de un alma torturada, insatisfecha, que vive a la intemperie de su falta de arraigo, el alma de Gandalf: Daniel Faura Oygon. Nacido en España, de madre rusa a la que pierde siendo adolescente, Daniel tratará de dar un sentido a su vida refugiándose en la composición de partituras y en la tierra natal de su progenitora. Será en Mongolia donde el joven pianista descubra el talento innato para la música de una niña criada entre caballos y estepas nevadas, por la que sentirá un impulso erótico que tratará de frenar. Mónica Rodríguez reflexiona en su libro sobre los límites del amor, sobre la distinción entre amor y obsesión, sobre el anclaje del arte en el dolor humano, sobre la oscuridad de las pasiones, sobre el contraste entre vida y recuerdo, sobre la necesidad –o no– de dar a conocer al mundo obras maestras de las que se desentendieron sus autores, sobre la distinción entre amar a una persona o maltratarla.
Escrito con un prosa cuidada y lírica, La partitura es una novela no ya para un público adolescente, sino para cualquier lector al que le gusten las buenas historias.

lunes, mayo 15, 2017

La espina del gato, Yolanda Regidor


Berenice, Córdoba, 2017. 304 pp. 18,95 €

Pedro M. Domene

Una narradora anónima, ya en su ancianidad, hace recuento de su vida mientras, en una cafetería, espera reencontrarse con el hombre a quien ha amado en silencio y durante décadas, tras una obligada separación en los días posteriores al final de la guerra civil, cuando un inesperado suceso les llevó a tomar el rumbo equivocado y a una existencia sinsentido.
Yolanda Regidor (Cáceres, 1970) publica La espina del gato (2017), su tercera novela porque hasta el momento había entregado, La piel del camaleón (2012), una narración ambientada en la Salamanca de los 90, y cuyos protagonistas, alumnos de la universidad, viven entre esos espacios preferentes de ocio: discotecas y bares de tapas; en realidad, son jóvenes impulsados por un hedonismo visceral, desinteresados por su formación académica, aunque proclives a vivir en libertad todas las infracciones que les permite su edad: sexo, alcohol y drogas; en su mayoría jóvenes de provincias que al llegar a la ciudad deciden liberarse de un anticuado sistema de inhibiciones y prohibiciones; y una segunda entrega, Ego y yo (Premio Jaén de Novela, 2014), que cuenta una intensa historia de amistad entre dos personas de las que no llegamos a conocer sus nombres y, precisamente, por no estar identificadas, se convierten en el propio lector y su amigo, ese amigo especial que parece todos tenemos sin paliativo alguno; en ambas propuestas, textos tan prometedores como de una excelente factura narrativa.
Una foto, una imagen en blanco y negro, tres niños que posan y le sirven a la anciana-narradora para hilvanar los recuerdos que, de una forma natural y en una espléndida construcción narrativa, va recorriendo los sucesos de su infancia en los primeros días de julio en un Madrid del 36, espacio que muy pronto se convierte en un escenario tan extraño como convulso, cuando los pilares del gobierno de la República empiezan a temblar por el levantamiento militar que Franco y sus generales inician en el norte de África, o por las consecuencias posteriores con el asalto al Cuartel de la Montaña que, como a muchos otros madrileños, impulsará al padre de la niña a alistarse en las milicias, un hecho que se convierte para ella en la primera pérdida y las posteriores que irá sufriendo: la madre, los abuelos, los vecinos, o sus amigos, y termine el relato con el Desfile del Día de la Victoria, que marcará el final de la infancia de la niña.
Con su tercera entrega, La espina del gato, Yolanda Regidor ensaya un regreso al pasado, la narración cuenta desde un registro infantil aquellos años convulsos, sin duda uno de los aciertos de la narración, pues la perspectiva de la niña, llena de candor, ingenio y humor, nos obliga a los lectores a participar constantemente en la construcción para otorgarle el sentido completo de una adulta, o tal vez a reinterpretar los episodios o sucesos que la niña desde su perspectiva inocente no siempre interpreta acertadamente, pero que forman parte de la indiscutible historia negra reciente de nuestro pasado. Solo así La espina del gato se convierte en un capítulo de esa “historia privada” de una España donde el odio y la represión fueron constantes durante más de dos tercios de siglo pasado, y una vez más se confirma que las guerras las pierden siempre los mismos, los más desfavorecidos o aquellos que aspiran a sobrevivir en una paz asegurada.
Por encima del valor testimonial de la narración, localizada en un Madrid que resiste y con un relato muy documentado, sobresale la capacidad de Regidor para ofrecernos un texto de prosa madura, capaz de calcular la brutalidad y la truculencia de algunos pasajes con los matices más sutiles que una buena prosista pueda imaginar, calibrando la resistencia o las debilidades del relato, y solo utilizando el valor de una derrota en las escenas necesarias. Como nos suele tener acostumbrados, la extremeña le otorga a su historia un valor existencial que indaga en la condición humana pese a los avatares a que se verá sometida la niña, huérfana en mitad de las calles de un Madrid de horror y de destrucción, zarandeada por los acontecimientos que durante tres años supusieron la crónica bélica de la historia de nuestro pasado, muestra inequívoca de una insatisfacción que nunca cesa, esa otra visión de la “espina del gato”.

viernes, mayo 12, 2017

Tierra de campos, David Trueba


Anagrama, Barcelona, 2017. 408 pp. 20,90 €

Ignacio Sanz

Y ahora, ¿qué? Todo un fin de semana encerrado con una novela de 400 páginas. Encerrado y feliz, levitando a veces, como si viajara plácidamente en un globo. Un paseo hasta el río el sábado, apenas una hora; y una partida de frontenis el domingo. El resto del tiempo atrapado en la peripecia vital de Dani Mosca, un tipo de hace canciones, el narrador de esta novela que te arrastra página tras página hasta dejarte sin aliento. Ya me había ocurrido con Cuatro amigos y luego con Blitz. Tierra de Campos tenía para mí, de entrada, un sugerente título. Y más desde que leí Viajes de la cigüeña, un precioso libro de Gustavo Martín Garzo lleno de emociones ligado a esta comarca vastísima, prácticamente sin relieve, que se extiende por cuatro provincias, claro exponente de la España vacía y olvidada. Luego, metido en la lectura, descubrimos que la Tierra de Campos está presente en toda la novela dado que hacia allí se dirige el coche de la funeraria que conduce Jairo, un ecuatoriano, con Dani a su lado. Pero no deja de ser un recurso cinematográfico, una especie de flash back que con el que se va hilvanando la novela que nos llevará finalmente al desenlace en Garrafal de Campos, un desenlace que recuerda los guiones que Rafael Azcona escribió para Berlanga, muy cercanos al disparate coral.
Pero no, la novela, en realidad nos cuenta en primera persona la vida de un chico de barrio, en concreto del barrio madrileño de Estrecho, un chico que hasta los 15 años no conoce La Plaza de España, que lo más lejos que ha llegado es a la calle de los Artistas cerca de la glorieta de Cuatro Caminos, donde está la pensión de la tía de Gus, su compañero de colegio religioso y con el que, junto a Animal, otro compañero, formarán un grupo musical llamado Los Moscas. Si Gus es sofisticado y atrevido, Animal responde a las expectativas primarias de su nombre. Y, sin embargo, en medio de tales contrastes, el lector descubre el refinamiento intuitivo de Dani que, en los vaivenes de la adolescencia, va conformando su sensibilidad hasta que termina por ser un amante refinado y después un padre responsable y virtuoso con algún parecido incluso a su propio padre, del que tanto ha abominado, con el que ha tenido desencuentros continuos y cuyos restos, un año después de su muerte, siguiendo su mandato, está llevando a enterrar a su pueblo.
Hay pasajes de un humor descacharrante, así como escenas grotescas que recuerdan al eterno esperpento español, pero en general el libro está recorrido por una vena vitalista y hasta lírica en ciertos momentos, en medio del torrente imparable de un estilo arrollador que arrastra al lector hasta ese final berlanguiano en Garrafal de Campos. Además de Gus y Animal, los componente esenciales del grupo, hay dos personajes femeninos muy poderosos y atractivos. Oliva por un lado y Kei, la chelista japonesa que conoce en Tokio, donde acaba una gira por varios países en la que Dani, al lado de Animal, actúa como telonero de Joan Manuel Serrat. Kei, tras una peripecia teñida de cierta melancolía, acabará siendo la madre de sus dos hijos. Pero las cuatrocientas páginas dan mucho de sí, en realidad son una fiesta, un viaje lleno de contrastes en el que el ánimo del lector nunca desfallece.
En fin, preciosa novela, un magma, una fiesta narrativa, un torrente de escenas que van del esperpento costumbrista hasta ciertos momentos de lirismo y sutileza. Todo se entreteje, como trasunto de la propia vida dejando en el lector cierto poso de melancolía no solo por lo que ha vivido al lado de estos personajes con los que ha pasado dos días de plenitud. Lo malo es esa sensación de desahucio cuando acaba la fiesta; entonces el lector ya desalojado, se pregunta: y ahora, ¿qué?

miércoles, mayo 10, 2017

Obra completa 1. Poesía, Elizabeth Bishop


Traducción de Jeannette L. Clariond
Vaso Roto, Madrid, 2016. 592 pp. 29 €

Ariadna G. García

La obra poética de Elizabeth Bishop llama la atención por varias razones. La primera de ellas tiene que ver con el tempo de publicación de sus libros. La autora norteamericana publicó solamente cuatro libros en vida. Uno cada década. Se trata de un escritora meticulosa y detallista, ajena a las velocidades que alcanzaban otros, inmersa en su propia creación, sin mirar ni a un lado –la crítica– ni a otro –los lectores–. Su paso era lento, pero seguro. Un paso firme, siempre bien pensado. Tanto es así, que cada libro le reportó uno o varios premios de reconocido prestigio: Norte y Sur (1946), el Houghton Mifflin y el Pulitzer; Una fría primavera (1955), el National Book Award y el National Book Critics Circle Award; Cuestiones de viaje (1965), no cosechó ninguno; y Geografía III (1976), el Neustadt International Prize for Literature, que la consagraría a nivel mundial. Esta morosidad editorial la encuentro muy relacionada con su propia escritura. Elizabeth Bishop es una escritora de poema rocoso, de verso contundente, de lectura difícil. Cada texto exige un alto grado de concentración a sus lectores. Su lectura agota. También reconforta. Bishop es, ante todo, una estupenda descriptora de paisajes. Sus versos rinden homenaje a su tierra de adopción (Florida), pero también revelan el deterioro de los lugares de su infancia (La aldea de los pescadores) o tienen un valor simbólico de pérdida y/o esperanza (Cabo Bretón, donde la autora dibuja el paisaje desolado de Nueva Escocia: sus glaciares, nieblas y acantilados, sus escuelas cerradas, sus carreteras abandonadas, y donde de pronto, un padre que sostiene a un bebé se apea de un pequeño autobús y se adentra en su casa junto al mar). Además de estos lienzos verbales, enmarcados en la naturaleza, Elizabeth Bishop tiene una aguda mirada social de tipo urbano, caso del espléndido Estación de servicio (aquí la autora pinta a los hijos “grasientos”, “sucios” del propietario de la gasolinera; la familia vive en una construcción de cemento tras los surtidores, y cuando el panorama no puede ser más descorazonador, una serie de símbolos –una begonia, un mantel bordado– nos evocan una presencia femenina protectora, vigilante de la comodidad de la familia: “Alguien nos ama a todos”, concluye el texto). En otras ocasiones, la descripción de un entorno doméstico, de un espacio civil, plantea hondos dilemas a los protagonistas de los textos. Me refiero al poema En la sala de espera, donde la autora recuerda –a través de un monólogo interior– una experiencia de cuando apenas tenía siete años. El poema En la sala de espera nos descubre a la niña que fue leyendo un ejemplar del National Geographic y preguntándose sobre conceptos como los de identidad, raza o género. (Imposible no relacionar esta temprana conciencia de pertenencia a un grupo –“Tú eres uno de ellos”, “¿qué similitudes nos mantenían unidos a todos?–, con la novela Frankie y la boda, de Carson McCullers, donde la pequeña protagonista también se interroga sobre el concepto de comunidad humana: «Toda esa gente, y tú no tienes idea de qué es lo que les junta. Debe de haber alguna razón, alguna conexión, y sin embargo, no se me ocurre cómo nombrarla».) Elizabeth Bishop, que se crió con sus abuelos en Nueva Escocia, nos brinda algún poema-recordatorio de las viejas lecciones aprendidas de sus mayores (Modales: «Siempre ofrece subir al coche a todo el mundo;/no lo olvides cuando seas mayor»). Su obra, racional, hermética, no tiene concesiones emotivas; es puro granito, perfección formal. Y sin embargo, atrapa. Al menos, aquellos poemas más apegados a un recuerdo. Aquí humean los rescoldos de la emoción: «La vida y el recuerdo de ésta, ilegibles,/borrosos, pero cuán vivos, cuán entrañables, al detalle» (Poema). Sorprende, no obstante, el escaso número de textos amorosos, cuando la vida sentimental de la autora sufrió hondas decepciones y su relación con la arquitecta brasileña Lota de Macedo Soares acabó con el suicidio de ésta. Por otro lado, la traducción es muy buena. Exacta. Prescinde de las rimas en pos de la contundencia del mensaje. El volumen, bilingüe, incluye notas y un apéndice con manuscritos inéditos fotografiados. Quien lea este imprescindible libro debe hacerlo despacio. Debe saborearlo a sorbos. Exige paladares selectos. Bishop no es una Coca-cola, es un Domaine de la Romanée-Conti, un caldo de Borgoña.

lunes, mayo 08, 2017

Libros, secretos, Jacobo Siruela


Atalanta, Girona, 2016. 270 pp. 21€

Bruno Marcos

Las civilizaciones basadas en el libro, como la cristiana, la judía o la musulmana, conocen la capacidad que tiene la literatura para ascender a una categoría superior, la del texto sagrado, verdadero motor de las épocas. Este gran poder de la Biblia, la Torá o el Corán ha proporcionado al mundo de los libros un aura negra que, también, alcanza a todo el conocimiento del cual han venido siendo vehículo a lo largo de la Historia. Lo complejo o lo inteligente, la ética o la metafísica que residían en los libros han pasado de la gravedad a lo inquietante, a lo fascinante, y una sociedad como la nuestra, demasiado transparente, demasiado informada, ha visto en el mundo de los libros viejos y secretos una veta de misterio última, cuando la Modernidad ya había expulsado el misterio del mundo.
En Libros, secretos Jacobo Siruela hace un recorrido por varios de estos libros secretos, unos más que otros. Algunos de ellos totalmente herméticos como el manuscrito Voynich, que contiene enigmas criptográficos en una lengua ignota que han obrado el fracaso de varias generaciones de especialistas. De dicho libro se pueden ver en esta edición sus misteriosos dibujos indescifrables, que recomiendo contemplar con lupa ya que se trata de reproducciones de magnífica imprenta.
Otros de los que se ocupa son más populares, aunque se añaden datos nuevos, curiosos y reveladores, como el relato de Byron y los Shelley en la noche que dan a luz la historia de Frankenstein.
Especialmente interesante es el capítulo biográfico de Valentine Penrose, autora ligada al surrealismo y muy poco conocida, que escribió el libro sobre la vampiresa eslovaca del siglo XVI, la condesa Báthory, que es precedido por una genealogía exhaustiva del vampirismo presente en todas las culturas desde la Antigüedad.
Es este un libro con digresiones interesantes por todas partes, por ejemplo la que se hace sobre la Belleza y su crisis en la actualidad, que, además de añadir una crítica a las derivas estéticas presentes no escamotea un estudio de lo contemporáneo. En otra ocasión, por ejemplo, se resalta la llamativa presencia de la superstición en plena Ilustración, señalando que la retirada de la religión va dejando un hueco que es tomado de nuevo por lo irracional.
Este ensayo, como otros de este autor, va dirigido a un lector culto, con conocimientos en varios campos, la Historia, la Filosofía, la Psicología o la Literatura entre otros, eso es evidente, pero su lectura no es nunca farragosa sino muy asequible y amena. El autor explica todas las obras de las que habla como si el lector no las conociera y el que ya las conoce siempre encuentra algo nuevo. Este libro, que presenta otros secretos haciéndolos así menos secretos, escribe un fascinante capítulo de la historia de la fantasía humana.

viernes, mayo 05, 2017

La casa del álamo, Kazumi Yumoto


Trad. Rumi Sato
Nocturna, Madrid, 2017. 181 pp. 14,50 €

Santiago Pajares

Descubrí a Kazumi Yumoto con su preciosa primera novela Los amigos, publicada por Nocturna Ediciones hace dos años. Tras ella, al año siguiente, llegó la inquietante Viaje a la costa, también con Nocturna, una novela más oscura y con más carga psicológica. Cuando me llegó La casa del álamo, no podía dejar de preguntarme qué estilo habría seleccionado Kazumi Yumoto esta vez. La literatura japonesa es capaz, muchas veces, de tratar temas livianos y etéreos con una magistral sencillez. La muerte y el mundo de los espíritus, siempre entrelazada con la vida diaria de los personajes, nos da a entender que todos estamos aquí de paso, cambiando para ser otra cosa hasta al final convertirnos en nada. La casa del álamo nos habla de eso, de una niña que entabla una peculiar relación con la casera de su bloque de apartamentos, la anciana que entregaba cartas a los muertos. Una novela corta que puede ser leída tanto por adultos como por jóvenes, de ahí su gran poder, porque no hay mejor manera de tratar asuntos graves que con una voz clara y sencilla.
La historia está contada desde la voz de Chiaki, una enfermera en plena crisis existencial que es informada sobre la muerte de la casera del bloque de apartamentos donde vivió tres años de pequeña. Inesperadamente, y aunque hace décadas que no sabe nada de ella, decide ir a su funeral. En el viaje recordará todo lo que vivió allí, en la casa del álamo. Chiaki sólo tenía seis años cuando llegó allí por primera vez, sola con su madre y el recuerdo aún fresco de su padre fallecido. Pero la vida no se detiene, y la pequeña y su madre tienen que continuar con sus estudios y trabajos mientras tratan de asimilar la noticia. La ansiedad de lidiar con ello le trae a Chiaki unas fiebres tan grandes que tiene que ser hospitalizada y después guardar reposo en casa. Allí es donde conoce a la anciana, que la cuidará mientras su madre va a trabajar y le contará su gran secreto: Ella es una mensajera de los muertos. Los hombres y mujeres de la zona le escriben cartas a sus seres queridos fallecidos y ella las entregará en su ataúd al otro mundo cuando muera. Mientras, las va guardando en un cajón cada día más lleno. Cuando esté repleto, morirá. La pequeña Chiaki tiene entonces la oportunidad de escribir a su padre para contarle su día a día, y descubre lo que la anciana ya sabía, que escribir calma el espíritu y ayuda a comunicarse, más que con los muertos, con una misma a través de la letra impresa. Tras la novela Los amigos, Kazumi Yumoto vuelve a tratar los mismos temas con un nuevo enfoque. El paso de la infancia a la madurez, la relación de jóvenes y ancianos y la muerte siempre presente, como un calendario que nunca caduca.
La casa del álamo es una novela breve que se lee en dos tardes pero cuya esencia se va a quedar con nosotros mucho tiempo. Tanto como ese álamo, que con su pérdida y renacer de las hojas, nos marca las estaciones del año. También apuntar la preciosa edición de Nocturna Ediciones, que cuida tanto sus libros como a los autores que nos descubre. Quedamos a la espera de la siguiente novela de Kazumi Yumoto, una autora para apuntarse el nombre

miércoles, mayo 03, 2017

Los últimos días de Nueva París, China Miéville


Trad. Silvia Schettin Pérez
Ediciones B, Barcelona, 2017. 240 pp. 18 €

Pedro Pujante

China Miéville (Londres, 1972) es uno de los escritores de ciencia ficción y fantasía más originales y prometedores del panorama actual. Sus libros son pequeñas bombas, repletas de juegos y metáforas potentes. Cuando leí La ciudad y la ciudad me impresionó ese equilibrio perfecto entre argumento y tesis, en una ficción que rozaba lo fantástico, lo policial y lo alegórico, la construcción de una ciudad deslumbrante, el juego fronterizo de los géneros.
En Los últimos días de Nueva París vuelve a sumergirse en la construcción de arquitecturas espectrales para ambientar una ucronía bélica que va más allá de la propia realidad en un París onírico. De hecho, la historia es una explotación del universo surrealista, experimento que Miéville ha llevado hasta los límites.
Sitúa a sus personajes en dos historias paralelas, con dos cronologías que se intercalan: 1950 y 1941. Una supuesta ¿Segunda Guerra Mundial? en la que ha estallado la Bomba S. Este hecho ha desatado las fuerzas surrealistas, el imaginario de los artistas surrealistas ha traspasado las fronteras de la realidad y lo poético para materializarse en formas tangibles, terribles monstruos multiformes llamados “manifs”. Además, los nazis han abierto las puertas del infierno y han liberado fuerzas demoníacas. Los monstruos surrealistas e infernales pasean sus extrañas fisionomías por una París sombría.
La novela sería la narración de un combate bélico, entre militares y revolucionarios, si no fuese porque Miéville ha incorporado estas extrañas figuras que emergen de los versos de Éluard o Aragón, o las pinturas monstruosas de Dalí o Tanguy. La proliferación de imágenes es excesiva y recurrente. El autor ha incorporado al final de la novela, una lista con las referencias y sus debidas explicaciones.
Hay que reconocer la grandiosa imaginación de Miéville. El impacto visual, el correlato artístico de esta novela es abrumador. No obstante, el ritmo narrativo se ha descuidado, se ha abusado del fragmentarismo, haciendo que el excesivo conceptualismo lastre un argumento que a menudo se nos antoja hermético.
China Miéville ha trazado la hoja de ruta para un gran libro, pero le ha faltado desarrollo. Las ideas son geniales, la prosa del autor británico es más que solvente y su imaginación inigualable. No obstante, en esta novela echamos de menos que la masa narrativa no haya sido aglutinada, que las historias que la integran no se hayan soldado.

lunes, mayo 01, 2017

El libro de Jonás, Ramón Pernas


Espasa, Madrid, 2017. 288 pp. 19,90 €

Pedro M. Domene

Ramón Pernas (Vivero, Lugo, 1952) nos tiene acostumbrados a que uno o varios personajes de sus historias nos cuenten, desde la feliz época de la niñez o los complejos días de la adolescencia, buena parte de su existencia, esos años que incluyen determinados episodios, o algunas difíciles vicisitudes que en su devenir le han ocurrido hasta llegar a una madurez placentera pero que, de alguna manera, cierran ese ciclo final de todo un trayecto vital. Pernas parece que ensaya un ajuste de cuentas a la conciencia libre de quien vuelve la vista atrás tanto a los momentos felices, como a los amargos de su existencia pasada, y se enfrenta a sus recuerdos en una calculada y sostenida narración que alterna con las voces diversas de quienes compartieron episodios de su vida anterior. Es así como restituye vivencias propias con otros personajes de ficción entre los que destacan algunos de sus amigos de la infancia: Humberto Rey y, sobre todo, Justo Pastor Blanco, víctima de un accidente cuando siendo un vaquero el disparo de la varilla metálica de un paraguas se le clavó en el ojo; y todo queda envuelto la mágica visión de los juegos en las tardes de los jueves en la plaza que aún puede verse en la parte trasera de la iglesia de Santa María de Vilaponte; y nunca hay que olvidar que El libro de Jonás (2017) cuenta, también, la historia de las hermanas, Áurea, Argenta y Cobre.
El narrador gallego traza con El libro de Jonás un auténtico recorrido sentimental cargado de un finísimo lirismo que alude al paisaje de sus amores secretos, y así el lector asiste al relato de las innumerables vivencias que durante tantos años han dormido en la memoria de la infancia del protagonista; una historia que debemos ir descifrando porque goza en muchas de sus páginas de una auténtica atmósfera mística. A medida que avanzamos en su lectura tenemos la sensación de que el autor, guiado por los latidos de su escritura, nos invita a visitar esos rincones que frecuentó y a pasear entre esos paisajes que tanto amó. Capítulo a capítulo El libro de Jonás quiere presentarnos a todos esos amigos, a los libros leídos y a los lugares que dejaron una huella tan profunda en su vida, y quizá por eso la narración se ve impulsada por un acentuado afán de celebrar la vida, de recuperar ese territorio que es la infancia, a veces equivocadamente perdida, aunque sea una infancia que nos proporciona una visión del mundo privilegiada y, desde luego, bastante más agradable.
Ramón Pernas consigue con su libro trazar el sentido último de su propia historia, y pone en pie el valor de esos personajes secundarios envueltos en la magia gallega donde lo fantástico cobra un valor especial, caso de las mellizas guardianas del infierno o la joven Ada que reconocerá su futuro cuando rescate su soledad, y la fuerza vital de la pelirroja Argenta que duerme desnuda y sueña con conseguir ese anhelado deseo ya en su madurez; el secreto que esconde Humberto Rey, el propietario de Nemo —librería general del mar y los océanos— que durante mil y una noches lee a sus visitantes diez páginas de un libro; y, lo mejor, ese melancólico recuerdo del narrador al que un día el actor Orson Welles le regaló el talismán de medio dólar de plata y siempre que lo acaricia con sus dedos le devuelve el curioso episodio vivido en su niñez. Todas y cada una se convierten en esas voces que alternativamente aparecen en el relato, que evocan un pasado particular y no menos dramático, y que en el presente se muestran como esos espejos donde queda reflejado lo que oculta cada una de ellas. Al final de todo Pernas va encajando las piezas en el puzzle de una no menos compleja y bien estructurada historia que rezuma la magia de saber contar porque entre penumbras y silencios escuchamos en el fondo mismo del pasado de los días vividos en Vilaponte, y la fabulosa historia de ese mítico Jonás a quien un día una ballena albergó en su inmenso vientre, y lo hizo para salvarlo durante tres días y tres noches.