martes, diciembre 10, 2013

De la A a la Z de un pianista. Un libro para amantes del piano, Alfred Brendel

Trad. Jorge Seca. Ilust. Gottfried Wiegand. Acantilado, Barcelona, 2013. 146 pp. 12 €

Nabor Raposo

A mediados de 2012, la revista australiana Limelight (especializada en artes y música clásica) realizó una votación entre jóvenes y consagrados pianistas de todo el mundo para dirimir la lista de los diez mejores de la historia. Pese a que la crítica rigurosa suele mostrar su más enérgico rechazo a las acciones de esta índole, sabedoras de que, por norma general, poco o nada aportan a la disciplina –mas allá de generar la controversia necesaria para rellenar revistas y venderlas mejor–, lo cierto es que la clasificación resultante tras el muestreo parece que es, a juicio de los propios músicos, bastante atinada. Hay, cómo no, reproches más o menos justificados a la lista (casi todos están ya muertos, no hay ninguna mujer; por otro lado, hay compositores de piano como Liszt o Chopin, o virtuosos como Clara Schumann, que no dejaron grabaciones), pero lo cierto es que todos los que figuran en el escalafón son artistas completos y alcanzaron la celebridad. En la octava posición figura Brendel.
De vocación tardía y prácticamente autodidacta, Alfred Brendel (1931) tomó clases en su juventud con Edwin Fischer. Más tarde sería el primer intérprete en completar la grabación de los solos para piano de Beethoven, incluyendo sus famosas 32 sonatas. Retirado de los escenarios desde 2008, compaginó durante años su faceta de concertista con la de docente para dedicarse finalmente a la Literatura y las conferencias, donde hoy hace gala de un proverbial sentido del humor. Desde hace cuarenta años vive en Londres, aquejado de una sordera que avanza paulatinamente y empaña irónicamente su gloriosa senectud.
Quien busque en De la A a la Z de un pianista una especie de diccionario técnico sobre piano, tiene en sus manos el manual equivocado. “Este libro destila lo que, a mi avanzada edad, tengo que decir sobre la música, los músicos y los asuntos de mi oficio”, apunta el autor en las primeras líneas del Prefacio. Y, aunque casi con toda seguridad, sea imposible recopilar en un volumen todo lo que éste tenga que decir sobre la música, los músicos y otros asuntos, lo cierto es que el libro recoge unas cuantas claves para interpretar el universo pianístico de toda una institución como Brendel, bajo un prisma muy original y casi siempre acertado.
Este particular vademécum aborda, en resumen, una exposición crítica tanto del arte de la interpretación (que considera como «una especie de sala de espejos deformantes») en su conjunto, como de algunos aspectos puntuales de la misma («tocar las octavas con la mano izquierda es un error muy habitual»). Sin abrazar del todo aquel academicismo estricto propio de las lecciones de piano, Brendel se desliza con una elegancia sublime hacia el consejo y la sugerencia como lo haría un maestro del zen («Los acordes pueden iluminarse desde dentro»; «el piano puede cantar siempre que el pianista así lo desee y sepa cómo hacerlo»; «una apropiación mutua que puede llegar tan lejos que la pieza interprete al intérprete»). Sin embargo, no le resultará fácil al neófito comprender ciertos detalles técnicos, muy complicados de seguir para los no iniciados, en algunos pasajes puntuales de la obra (cuando explica, por ejemplo, que el tempo blanca = 138 para el primer movimiento de la Sonata Hammerklavier de Beethoven es precipitado, en alusión a las indicaciones de metrónomo de algunos compositores). No obstante, el lector también podrá emplear estas páginas como una inmejorable herramienta para complementar o acceder a una deliciosa cultura musical. El libro está plagado de referencias a los más grandes compositores de música clásica de la Historia y sus obras más importantes; no en vano, y salvo Chopin –como bien apunta Brendel–, ninguno de ellos canalizó el conjunto de su obra como una serie de escrituras exclusivas para piano. Si bien el autor nunca pierde de vista las aportaciones que los grandes genios hicieron a su instrumento, se deshace en elogios hacia los Bach («el gran maestro de la música en todos los instrumentos de teclado»), los Mozart, los Beethoven, Liszt («un soberano romántico, él –y sólo él– abre el horizonte de todo lo que puede ofrecer el piano»), Schumann (cuya Fantasía en do mayor constituye «el símbolo del alma del piano») o el propio Chopin y sus Veinticuatro preludios, «una cumbre absoluta de la música para piano». Será responsabilidad última del lector detenerse en el mera lectura del programa o, por el contrario, explorar el territorio musical que tan desinteresadamente se le despliega para cultivar un buen porcentaje de excelente crianza.
Al margen de todo lo anterior, tal vez sea necesario apuntar una circunstancia que en ningún caso puede atribuirse al descuido. A pesar de que, entre todas las palabras que se desgranan a modo de diccionario, podemos en efecto encontrar una buena nómina de compositores, se echa en falta, quizá, la presencia de algún intérprete en la lista. Cierto es que se cita a Fischer, Kempff, Schnabel o Cortot, pero únicamente para señalar las grabaciones de referencia que existen sobre las obras canónicas escritas para piano. [Nota importante: los cuatro pianistas mencionados forman parte de la lista de Limelight. No hay rastro, en el presente volumen, de quienes ocupan las tres primeras posiciones: Rachmaninov, Horowitz y Richter. Brendel votó por Cortot.]
Por último, cabe señalar que, como no podría ser de otra forma, también hay espacio en el libro para las reivindicaciones personales (el papel fundamental del humor: «a la música se le concede el suspiro, pero no la risa»); sus gustos, sus vicios, las filias y las fobias: entre éstas últimas, el lector descubrirá su manifiesto disgusto hacia los intérpretes que toman “las obras maestras como materia prima para sus propias divagaciones” o la situación de algunos pianistas jóvenes, que sólo llegarán «a alcanzar su nivel óptimo entre los cuarenta y los sesenta [años]», y cuyo peligro «consiste en una arrogancia que no se corresponde con la responsabilidad musical». Quien conozca medianamente la trayectoria del maestro, no tendrá dificultades para personalizar con nombres propios algunas de estas aversiones y antipatías.

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