lunes, febrero 18, 2013

El niño que robó el caballo de Atila, Iván Repila

Libros del Silencio, Barcelona, 2013. 130 pp.12 €

Nere Basabe

Corren buenos tiempos para las narraciones posapocalípticas y los manuales de supervivencia. Si algo hemos de agradecer a los zarpazos cada vez más fieros de la realidad es que despiertan voces de insumisión cada día más firmes y plenas. Y El niño que robó el caballo de Atila probablemente sea de las mejores entre las habidas hasta el momento, demostrando por qué la literatura tiene más sentido que nunca.
No ha contado el lanzamiento de esta breve novela con el ruido mediático de Intemperie, el fenómeno literario de la temporada, y sin embargo, con pasos más discretos, va concitando el interés de los críticos que la comparan precisamente con aquélla. Un punto de partida similar, con la descripción de una infancia oculta o atrapada en un agujero en la tierra, se presta a ello; lo que viene después —y lo que la separa rotundamente de la de Jesús Carrasco— constituye una lección de buena literatura, aquélla que es capaz de escapar de los espacios angostos y levantar el vuelo a lo más alto. «−Parece imposible salir, dice. Y también: pero saldremos»: con semejante promesa Iván Repila inaugura su relato, la paradoja es su apuesta ganadora, y de eso va este libro, de ser realistas y pedir lo imposible.
Porque esta historia sólo sencilla en apariencia, que nos narra las vicisitudes de dos niños hermanos (ni siquiera conocemos sus nombres) atrapados en el fondo de un pozo luchando por sobrevivir y escapar, es en verdad una alegoría, donde el pozo sirve de sinécdoque para señalar un confinamiento más abstracto y los esfuerzos de los niños expresan una rebeldía más universal; tiene pues algo de relato filosófico, cuajado de asedios y prohibiciones innombradas, como la de esa bolsa repleta de comida que los acompaña pero que no se puede tocar y que tanto nos recuerda a Godot. A medio camino entre el cuento infantil y la novela política (“símbolo de la insurrección”, dice el propio autor en la última página; o en la llamada a la revolución de este diálogo entre los dos hermanos: «−Cuando estemos arriba, haremos una fiesta. −¿Una fiesta? –Sí. –¿De las de globos y luces y pasteles? –No. De las de piedras, antorchas y cadalsos»), el relato se desarrolla como un pulso con la realidad en el que la imaginación sale finalmente victoriosa.
Es de hecho en el despliegue imaginativo, después de transitar primero por la crónica detallada de la vida cotidiana en el estrecho agujero y tras un desvío que amenaza con abocar a los excesos de la locura y en el que casi naufraga, donde El niño que robó el caballo de Atila alcanza su apoteosis, como ocurre por ejemplo en el capítulo en el que los dos niños juegan a las adivinanzas y el autor aprovecha con ello para mostrarnos la contraposición de caracteres, la superioridad ontológica de lo imaginado («para el Pequeño hay presencias que superan en certeza a lo que puede tocarse») así como la madurez de su escritura. La prosa de Iván Repila, por lo demás, de estilo tremendamente lírico, y aunque tal vez haría bien en contener ciertos alardes metafóricos en algún momento, llena este libro y acierta de pleno con las repeticiones estructurales, con giros y añadidos que crean resonancias y ecos en el fondo de ese pozo, la desintegración del lenguaje que acompaña el debilitamiento físico de los propios personajes y especialmente con los breves diálogos entre los dos hermanos, donde destila a la perfección toda una suerte de sentimientos complejos que van del odio a la compasión, el sacrificio y la solidaridad, y la crueldad veteada de ternura que se ejerce en las relaciones fraternales y que tan bien ha sabido plasmar: «El amor como un pacto de silencio donde se administran violencias propias de un reptil, de un cocodrilo viejo. −¿Tú me quieres?, pregunta el Pequeño. –Lloverá». Así es como consigue Repila, con oficio, alcanzarnos en lo más hondo, conmovernos y causarnos heridas que tardarán en cicatrizar: «Es la idea de que mueras tú lo que hace tan pequeño el mundo».
Si además se compara con su anterior novela, el gamberro debut que supuso Una comedia canalla, el cambio de registro operado y el salto al vacío que supone, hemos de concluir que este espectáculo circense, por dialogar con una de las comparaciones que aparecen en el libro, sí termina con aplauso. Y ovación.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Muy bien vistas las resonancias y los ecos, esas repeticiones que hacen que el texto progrese de una manera hipnótica. Un pedazo de novela, sin duda alguna, importantísima pese a sus pocas páginas.