miércoles, enero 12, 2011

Sukkwan Island, David Vann

Trad. Daniel Gascón. Alfabia, Barcelona, 2010. 210 pp. 18 €

Sergi Bellver

El ser humano es en ocasiones una ciudad sitiada que anhela en secreto la conquista, recibir la invasión del otro, capitular ante una vida ajena que le salve de la propia. Del mismo modo, la literatura es a veces la única carta de rendición que es capaz de firmar el hombre para que esa redención se consume. Sukkwan Island pertenece a esa estirpe de libros sobre la derrota luminosa, sobre la vida que se abre paso entre cicatrices, esa genealogía literaria en la que la evocación de la pérdida deja de ser una deriva estética para convertirse en una verdadera ética del amor.
Se hace difícil hablar de un libro del que se han dicho ya tantas cosas, que ha recibido premios y elogios por doquier y que se ha confirmado como una de las mejores novelas publicadas a lo largo de 2010, no sólo por un sello español como Alfabia, sino en muchos otros países, tanto en Francia con el mismo formato como en las ediciones anglosajonas, donde el texto forma parte de un conjunto de relatos titulado Legend of a suicide. Parece pues inútil a estas alturas reducir cualquier reseña de Sukkwan Island a dar noticia de su argumento o de su estructura y, sobre todo, de la biografía de su autor, David Vann. Entre otras cosas porque el lector puede encontrar sin problema ese tipo de pistas en numerosos medios: el suicidio real del padre del escritor, la invitación no atendida por éste para pasar una temporada juntos en Alaska, la culpa y la vergüenza de los años siguientes, la reelaboración literaria del suceso en torno a un padre y un hijo que sí tienen una segunda oportunidad para encontrarse y convivir en una isla remota del paisaje boreal, o el contraste entre esos espacios abiertos y la cada vez más claustrofóbica relación entre los personajes. Todo ello, además de haber sido ampliamente referido en otras notas de lectura, puede incluso condicionar al lector que todavía no se haya acercado a Sukkwan Island, a quien sin duda cabe recomendarle una primera lectura desprovista del lastre de la demasiada información previa, ya que uno de los puntos fuertes de la novela es, precisamente, el modo en que cala y zarandea al lector conforme avanza la narración.
El personaje del padre en Sukkwan Island es, desde luego, una de esas ciudades sitiadas que le ofrece al hijo la oportunidad de la conquista, aunque lo hace de un modo artero, ya que en el fondo anhela otro tipo de manipulación, y con ella demanda una clase de atención inmisericorde y tramposa. Por el contrario, será el hijo quien termine por ofrecer en bandeja, en un magistral giro narrativo elaborado por David Vann, una rendición incondicional que, a su manera, salvará al padre de sí mismo para enfrentarle con un atisbo de la madurez para la que hasta el clímax de la novela se había mostrado del todo incapaz.
Alaska, el espacio de referencia en la trayectoria vital de David Vann, se convierte en esta novela en una Alaska ficticia, evocada y no reproducida, es decir, trabajada como auténtico material literario. Los personajes de Sukkwan Island se encuentran aislados en el mismo marco, ese bosque lluvioso septentrional, esa misma vastedad de un paisaje que no resulta del todo extraño en nuestro imaginario. Pero a la vez Vann se permite fabular con el entorno y no encorsetarlo con una actitud notarial ni costumbrista, sino trayendo ese marco inicial a un territorio más íntimo. Aunque sí existe en este libro la noción de Alaska como lugar de retiro o frontera, Sukkwan Island no muestra el indómito y mítico Norte de Jack London, ni exactamente un refugio del mundanal ruido al modo de Thoreau, ni por asomo la Alaska del exilio amable que llevó al Doctor Fleischman a su Northern Exposure. Tampoco se centra Vann en los guiños fáciles de este tipo de historias, y en ese aspecto va más allá de la anomalía en sentido exterior-interior que, por ejemplo, refleja John Boorman en su película Deliverance. En Sukkwan Island la perturbación no es sólo un medio hostil que condicione a los visitantes, sino que figura de entrada en su equipaje emocional. En cierto modo la novela sigue la vieja escuela de narraciones en las que el entorno inhóspito ayuda a revelar las miserias de la condición humana, pero aquí la lejanía de la civilización es un testigo ausente, un pretexto para que los personajes, liberados al fin de prejuicios por la presión del medio, exploren sus límites psicológicos. Todo ello propicia el viaje del padre a la locura y a la usurpación de otra vida, la del hijo convertido en un trasunto de “madre” abnegada y repentina del supuesto adulto, más extraviado si cabe en su propio derrumbe vital que el propio hijo ante la inquietante convivencia con el padre.
Se ha dicho que la prosa y la historia de David Vann son parientes de las de Hemingway o Cormac McCarthy, y en particular se las ha relacionado con La carretera, lo que, siendo cierto, ya comienza a parecer un lugar común a la hora de hablar de Sukkwan Island. Hay también en este libro algo del Salinger de los relatos breves en su manera de resolver ciertas escenas cruciales, mucho de la economía sabia de Tobias Wolff en el lenguaje y no poco de Coetzee en una suerte de itinerario moral que sigue la narración. Pero sin duda es William Faulkner uno de los referentes más claros de Sukkwan Island, en especial el Faulkner de Mientras agonizo, de la que la novela de Vann hereda de forma meritoria su tratamiento de la muerte, su peculiar cuestionamiento de la familia como forma de condena y su utilización del paisaje como marcador y referente de la temperatura ambiental en el conflictivo mundo interior de los personajes.
Apasionado por la navegación, dice de sí mismo David Vann que tiene una especial habilidad para hundir barcos, algo que demuestra también en su novela, con la que golpea como un afilado iceberg en la línea de flotación del lector. Hay que hundirse en la frialdad aparente de Sukkwan Island para apreciar todo su calado. Hombre encantador y humilde en el trato cercano, pero con un gran sentido crítico, Vann es un escritor consciente de la maravillosa incertidumbre del proceso creativo, que puede llevar al autor a derivas no previstas en su rumbo inicial. Y es también un autor paciente, que tras una década de asimilación pudo sublimar su vivencia personal en la escritura de Legend of a suicide y, tras ello, todavía tuvo que resistir años de negativas editoriales hasta alcanzar un éxito merecido, ante el cual, sin embargo, muestra un punto de sano escepticismo que le vendrá bien en el futuro. En 2011 la editorial Alfabia publicará por separado los otros relatos que, junto a Sukkwan Island, conformaron Legend of a suicide. Cabe destacar aquí la labor de este sello independiente que está construyendo un excelente catálogo, con textos de Pierre Michon, Yevgueni Zamiatin o Bernard Marie Koltès y que, junto a los de David Vann o los de jóvenes autores españoles como Sònia Hernández o Daniel Gascón (atinado traductor de Sukkwan Island, además), le ofrecen al lector en español una sólida propuesta editorial. Un envite, el de Alfabia, que se la juega por la literatura de carácter en un tiempo de tibieza general.
Somos en ocasiones ciudades sitiadas, y a veces las cosas no van bien, así es la vida, y la corriente nos lleva donde no esperábamos, como sucede en Sukkwan Island. David Vann empezó a escribir en una dirección, comenzó su libro para tratar de entender el suicidio de su padre, para acercarse a él y alejarse de la culpa, pero después la novela le llevó por otro camino, con unos matices insospechados. No fue consciente de ello hasta que no estuvo inmerso en la escritura y los planes iniciales hicieron aguas, hasta que perdió el control de la nave y del hundimiento surgió algo con más fuerza, más potente y certero. Porque al liberarse y dejarse ir en la escritura, al aceptar la fragilidad de cualquier armazón narrativo y permitir que se inunde su fortaleza, David Vann se ha acercado de manera más íntima a la raíz de las cosas. Sukkwan Island llega mejor al corazón de la historia justo al flotar en su corriente y evitar el tedio forense del exceso de pericia formal. En literatura, rendirse al caudal de la escritura es una forma brillante de triunfo, un modo de instaurar algo verdadero en las palabras. Es ése el paso más alto al escribir, mucho más que volcar lo verídico en algo verosímil: hacer de la vida y de la muerte una verdad entre las letras. Así funciona la mejor literatura y por eso duele leer esta novela como habrá dolido escribirla, por eso conquista y, en la derrota, el lector sale ganando.

1 comentario:

Cristina dijo...

Magnífica reseña, Sergi Bellver.