viernes, abril 30, 2010

Poemas a la muerte, Emily Dickinson

Sel. y trad. Rubén Martín. Bartleby, Madrid, 2010. 207 pp. 17 €

José Luis Gómez Toré

Claudio Rodríguez ya advirtió en su día sobre los peligros de la poesía temática y recientemente Carlos Jiménez Arribas ha señalado con oportuna ironía que los temas son para las redacciones de colegio, no para los poemas. En efecto, el tema en un poema es, como mucho, un punto de partida, una dirección que quizá sólo cobra sentido en su propia disolución. De ahí el riesgo de toda antología temática: resulta difícil evitar el capricho en la selección de los poemas, que a menudo sólo tocan el supuesto tema del texto de manera tangencial, y es más difícil aún no caer en la superficialidad de la propuesta, como si la poesía se justificara por los temas que toca y no por la tonalidad de una voz irreductible a toda clasificación temática. La antología de Rubén Martín, sin embargo, constituye un acierto y ello probablemente por dos razones. La primera es que, en modo alguno, la elección de la muerte como núcleo irradiador de la obra de Emily Dickinson (Amherst, Massachusetts, EEUU, 1830-1886) resulta arbitraria: pocas veces he tenido la impresión de que una antología tan focalizada en determinados motivos amplia, en lugar de reducir, el horizonte de lectura de la obra. La segunda razón, dependiente de la anterior, es que el antólogo ha sabido ver que la muerte no es en la gran poeta norteamericana tanto un tema como un interlocutor privilegiado, y aún más un ámbito: ese espacio vacío sin el cual la palabra poética no puede desenvolverse. En estos magistrales poemas comparecen prácticamente todas las actitudes frente a la muerte: la muerte como llegada a la casa natal del Padre y la muerte como nada, la muerte como enemigo hostil y como vieja compañera, cuando no inconfesado e inconfesable amante... Los poemas de Dickinson, pionera en este sentido de buena parte de la poesía del siglo XX, parecen caminar de un silencio a otro silencio, una precariedad esencial que aparece bajo una nueva luz desde la mirada enigmática de la muerte.
Si la selección de los poemas convierte esta antología en una excelente introducción a la lectura de una de las voces fundamentales de la poesía de los últimos siglos, lo mismo puede decirse de la labor de traducción que lleva a cabo Rubén Martín: la escritura de Emily Dickinson resulta tan desestabilizadora para los usos cotidianos del lenguaje que el traductor se ve abocado con facilidad o bien a renunciar a toda labor interpretativa, o bien a domesticar una voz que, pese a su aparente discreción, es siempre audaz. En cambio, las traducciones que recoge este libro se inscriben en ese difícil equilibrio entre el esfuerzo de comprensión y el respeto a la extrañeza de una escritura que sigue siendo radicalmente contemporánea. «No es el Apocalipsis –lo que- espera,/ sino nuestros deshabitados ojos».

jueves, abril 29, 2010

Retrato de un hombre inmaduro, Luis Landero

Tusquets, Barcelona, 2009. 234 pp. 17,00 €

Rubén Castillo Gallego

«Mi vida es el cuento de los que nada tienen que contar. Y es que a mí me han ocurrido muchas cosas, sí, pero ninguna de importancia, y por eso sólo puedo contar episodios nimios y dispersos. ¿Le he dicho ya que mi vida, como tantas otras, carece de argumento?». Quien así habla entre las páginas 182 y 183 del libro, desde la cama de un hospital, es un hombre que realiza el balance de su existencia ante una mujer innominada, a la que se dirige con voluntad de narrador irónico, humilde y desconcertado. Sabe que no hay un solo episodio trascendente en su haber, que no ha merecido ingresar en los libros de Historia, que apenas quedará constancia de su nombre cuando abandone el mundo; pero, al mismo tiempo, intuye que sus años son irrepetibles, y que son irrepetibles también las personas a las que conoció, las frases que le fue dado escuchar, los episodios infinitesimales en los que se vio embarcado. Durante toda la noche (el amanecer comienza a llegar en la página 175), nos hablará de un grupo de personajes curiosos con los que terminó manteniendo algún tipo de relación personal o profesional: Micaela (la vecina más bien pelandusca, a la que prestaba dinero y de la que obtenía favores sexuales), Óskar (un paralítico en silla de ruedas al que auxilió durante una manifestación relacionada con la guerra de Irak), el señor Tur (un sedentario obligado a la trashumancia), don Máximo Pérez (campanudo catedrático de la banalidad), el estricto y humilde Gisbert (escritor que vende su obra por encargo o firmándola con el seudónimo de ‘Doctor Linch’), el desconcertante Sampedro (un compañero de trabajo que lo sometió a una persecución tan estúpida como desasosegante), el inefable Aquilino Lobo (peluquero, taxidermista, decorador, conferenciante y callista, que está convencido de que Su Majestad lo apoya en su intento de poner ascensor en el edificio donde vive)... El elenco de personajes es tan disparatado y tan surrealista como la vida misma. Pero es que quizá ahí resida una de las posibles lecturas de esta obra. Anotemos aquí una cita que Luis Landero redacta entre las páginas 105 y 106 («No entiendo ese afán de conocerse uno a sí mismo y andar hurgando y como hozando en las entrañas inmundas de la identidad, a veces incluso con ayuda de profesionales. ¿Qué espera uno encontrar en ese estercolero? ¿Se imagina un epitafio que diga “Aquí yace uno que logró conocerse a sí mismo”? No, a mí lo que me parece interesante es el mundo, el asistir gratis al espectáculo de los demás»)... Pero, durante las 234 páginas de la obra, el narrador se dedica a contarnos quiénes son los que lo rodearon durante su vida, los episodios que vivió, las frases que le impactaron. Es decir, corrobora que somos seres de circunstancias, de lateralidades, de expansiones e influjos magnéticos. Y por eso en sus líneas presta especial atención a los extrarradios del yo. Apenas puede saberse nada de alguien si no es en función (orteguiana) de sus circunstancias, de la gente que lo rodea: de ahí que Retrato de un hombre inmaduro sea una historia cuántica y radial. Conocerse es conocer lo que nos rodea (circum stantia) y por tanto nos modula. La vida no es una novela, sino un puzle; y lo que hace nuestro anónimo narrador es poner todas las teselas en el oído de su interlocutora, para intentar que sea ella quien arme el mosaico. Y para que el lector de la obra haga lo mismo. Luis Landero, novelista de valor incontestable, nos regala en este volumen una historia seductora, donde el humor y la sencillez se dan la mano para construir un edificio meritorio. Recomendaría a los lectores que le prestaran especial atención a la pesadez gelatinosa de don Aquilino Lobo (que urde una tela de araña en torno al pobre protagonista, con una finalidad que sólo más tarde llegará a descubrir), a la disparatada escena en la que el narrador finge conocer a un obrero que ha muerto tras caerse de un andamio (tan surrealista como coherente) y a la bellísima, dulce, emotiva descripción de la muerte de don Obvio. El gran Luis Landero, admirable por tantos motivos, vuelve a convencernos con sus páginas.

miércoles, abril 28, 2010

Las Teorías Salvajes, Pola Oloixarac

Alpha Decay, Barcelona, 2010. 275 pp. 19 €

Nere Basabe

La “teoría salvaje” lo es todo en este libro: es el objeto y es el sujeto de la novela, su hipótesis metodológica tanto como la cuestión a analizar, en una apuesta que no es confusión epistemológica sino coherencia, porque la teoría salvaje (que, por lo demás, no se nombra en la novela) se pretende holista y omnicomprensiva. Estilo, argumento y perspectiva narrativa constituyen así los vectores (“vectores” en sentido biológico, como “portador o huésped intermedio de un parásito o virus que transmite el germen de una enfermedad a otro huésped”, tanto como en su sentido filosófico de “acción proyectiva de intensidad variable”) de esta propuesta radical.
En mi opinión, no se trata tanto de una novela como tal (entendida según postulados que venimos arrastrando pese a las más o menos protestas que cada tanto la cercan), coloreada de extensas divagaciones reflexivas, sino de un verdadero tratado de filosofía que asimila la forma narrativa para sí: Oloixarac lleva, con este experimento, ese retorno de la narratividad que aspira a conquistar algunas ramas de nuestras ciencias sociales contemporáneas (en busca de la comprensión más allá de la explicación), a sus últimas consecuencias y posibilidades. La “teoría salvaje” se nos presenta como una ficción, y ésa no es su máscara, sino su mayor acierto. Así ocurre por ejemplo en el magnífico diálogo entre los dos discípulos del profesor Johan van Vliet, que discuten (y se distancian) acerca de la vía a seguir por esos Escritos sin luna de su maestro, mientras el pavo se asa en el horno. El bíos de la propia teoría es inseparable de su doctrina, y la experiencia de ésta hace de sus agentes (seguidores, detractores) meros instrumentos de la teoría –un libro inteligente y un sistema filosófico coherente, cabal y estimulante como esta lectora no se había cruzado en mucho tiempo.
Nada parece haber de casual o no-premeditado en esta novela, pese a los múltiples puntos de fuga: todos los recursos de la escritura posmoderna concurren en sus páginas sin excepción, desde luego (aviso para navegantes poco inclinados a las aventuras técnicas). Pero esos elementos (fragmentariedad y no-linealidad, poliperspectivismo, intertextualidad o recurrencia a iconos de la cultura pop, de la televisión a los videojuegos, de las marcas comerciales a las estrofas de canciones en inglés), convertidos ya en la tradición -más que la novedad- de una receta manida, se justifican aquí rigurosamente como plasmaciones discursivas de una teoría socio-antropológica que está buscando encarnarse. Lo mismo podría decirse si pretendemos achacarle algunas debilidades: lo deslavazado del personaje principal en primera persona frente a otros personajes secundarios, su empeño en explicar, juzgar, más allá del simple “mostrar” velado, el exceso de carne cruda, de drogas psicodélicas, de lo aberrante y la agresividad. Y es que la teoría salvaje, mediante su mecanismo de las transmisiones yoicas en las que se disuelve la subjetividad del individuo, nos propone una realidad formada por infinitos puntos de vista simultáneos del pasado, presente y futuro, marcados todos ellos por la experiencia original de la violencia hobbesiana y la identificación ancestral entre la presa y el cazador (y para lo que sirven de muestra tanto las relaciones sexuales como las etimologías del lenguaje que nos envuelve). Síntoma de la barbarie colectiva, este libro también es su diagnóstico, y su explicación arqueológica-genealógica, hasta disolver el mismo estatuto de historicidad, pues comienza equiparando ritos de tribus primitivas a usos sociales contemporáneos, para acabar sustituyendo las coordenadas temporales por una superposición espacial manipulada. Por último, la teoría salvaje (las “teorías salvajes”, por esa pluralidad fragmentada ineludible) no se limita a su carácter de episteme, sino que se erige sobre todo (como no podía ser de otra manera) como una praxis, una guía para la acción: la intervención cibernética, la contaminación viral y el sabotaje serán sus maneras de obrar en el mundo, entre la ironía y la crueldad; y esta escritura, su testigo y su mayor prueba empírica.
El conflicto no se resuelve en la trama, porque es inherente a su premisa ontológica. La expectativa de la debacle nos acompañará siempre, más intensamente aún después de leer este libro (no sólo recomendable, sino imprescindible). Tal y como indica su solapa, Las teorías salvajes es la primera novela de Pola Oloixarac, y una se pregunta si acaso no será la última, porque poco más puede quedar por añadir. Esperemos que no sea así.

martes, abril 27, 2010

La historia de mi mujer, Milán Füst

Trad. Teresa Ruiz Rosas. Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2009. 460 pp. 22.90 €

Luis Manuel Ruiz

La gloria literaria, igual que el triunfo en los casinos, tiene menos que ver con el talento que con la conjunción de buena suerte y amistades adecuadas. Inquieta reparar, al echar un vistazo a cualquier listado de obras imprescindibles del siglo XX, que la gran mayoría de ellas se limitan al idioma inglés, al francés o al castellano, y que sin excepción sus autores habitaron en algún momento de sus biografías en París o Nueva York, esquivando por instinto rincones menos decorativos del mapa. La pregunta inevitable que surge es cuántas obras maestras permanecen secretas, escondidas, en el anaquel; a cuántas no tenemos acceso porque sus creadores no las acuñaron en las cuatro o cinco lenguas ecuménicas, cuántas han quedado en el anonimato porque la persona responsable no se paseó por la ribera del Sena sino por un río de aguas menos caudalosas. Este pensamiento se vuelve insistente y casi doloroso cuando uno tropieza con novelas como esta Historia de mi mujer, del húngaro Milán Füst, que sin duda, de haber sido redactada con ayuda de otro diccionario u otra página del atlas, habría sido reconocida desde el momento de su aparición como una indiscutible obra cumbre contemporánea. Pero que, igual que las Memorias de una enana de Walter de la Mare o De noche, bajo el puente de piedra, de Leo Perutz, ha de conformarse con el rango de curiosidad exótica.
Torrencial, excesiva, devastadora, estos adjetivos acuden con facilidad a las mientes a la hora de definir una obra tan difícil de atrapar. Publicada por vez primera en 1942 y dotada de un título envidiable, La historia de mi mujer podría ser definida, por exclusión, como un intento de estudio psicológico. Estudio, en primer lugar, del protagonista y narrador en primera persona, un lamentable capitán de barco llamado Jakab Störr agobiado por sus complejos y su incapacidad para relacionarse con las mujeres. Estudio, luego, del gran personaje de la trama, su esposa, la pizpireta, histérica y adorable (tal vez) Lizzy, llevada de acá para allá por caprichos sin cuento, que permanece junto a un hombre sin saber por qué mientras fuma un cigarrillo tras otro y le engaña con individuos salidos del arroyo. Y estudio, sobre todo, del gigantesco carnaval que rodea a la pareja y asiste a las vicisitudes de su vida matrimonial, jugando a veces en ella papeles poco honrosos: la galería incluye lo más granado del submundo de arribistas, exiliados y crápulas de la Europa de entreguerras, herederos despojados de su fortuna, candidatos a artistas que no mueven un pincel, jóvenes millonarias que aman entregarse a desconocidos en cuartos de pensión, vecinos rijosos, contrabandistas y prostitutas, el censo es largo. El conjunto transmite una inevitable familiaridad con otros productos mejor conocidos (por esos juegos de la ruleta de que hemos hablado más arriba), como Auto de fe, de Elías Canetti, o, sobre todo, el Viaje al fin de la noche de Louis-Férdinand Céline. La mordacidad, la frase rápida y la contundencia en la imagen la aproximan más que nada a este último ejemplo, aunque con las salvedades de un estilo más amable y una cierta compasión por el destino final de los individuos, que no tienen culpa de vivir en el gran albañal que les ha tocado en la tómbola.
Galaxia Gutenberg nos ofrece su cuidada presentación de costumbre, a la que añade en esta ocasión un mérito más. La traducción, debida a Teresa Ruiz Rosas, y subvencionada, según leo, por la Magyar Könyv Alapítvány, abunda en aciertos y frases brillantes; lo cual, en una novela cargada de tantos giros coloquiales y expresiones de doble sentido, no deja de ser una victoria sobre el descuido o la vulgaridad. Para ser buen traductor, a diferencia de lo que sucede con los buenos amantes, no siempre hay que sacrificar la exactitud.

lunes, abril 26, 2010

Mujeres, Lola Roig / Toni Martínez (ilustraciones).

Thule Ediciones, Madrid, 2010. 66 pp. 12 €

Ángeles Escudero

Es un prejuicio extendido que todo lo que suena a universo femenino creado por una mujer y dirigido a mujeres chirría a muchos (y a muchas), hace que piten los oídos de unos cuantos o, directamente, produce urticaria.
Desde el minuto cero se puede discutir este argumento con razones que, yo misma, me adelanto a exponer.
¿Por qué pensamos que es para mujeres? Una pista nos la ofrece la dedicatoria de la autora:

…a todas las mujeres…

Pero al final del libro nos encontramos con una segunda parte de la misma:

… y a algunos hombres.

Para responder a los cuales podríamos utilizar la fórmula del creativo y conocido comercial de Coca-Cola. Por ejemplo:

Para los que sienten,
Para los que lloran, para los que empatizan,
Para los atrevidos,
Para los que rompen moldes,
Para los que juegan,
Para los que inventan…

Por otra parte, es una obviedad que las mujeres somos, en general (bendita expresión de la lógica informal que nos permite proteger nuestro argumento de las excepciones), las que compramos este tipo de libros cuyo propósito, además del estético por sus cuidadas ilustraciones, es la reflexión sobre los sentimientos y emociones vitales. Realmente no sé si esto es poco, a mí no me lo parece. También podemos preguntarnos: ¿Es esto malo? Que cada cual responda en conciencia. Lo cierto es que a nosotras nos gusta verbalizar lo que sentimos (a veces hasta la extenuación, cierto es también). Nos gusta hacer una introspección interior en profundidad, y conocernos a nosotras mismas cada vez más. Además se nos da muy bien la empatía y, quizás es el momento de utilizar esa herramienta de la inteligencia emocional con nosotras mismas. Ellos siempre han sido fraternales (sentimiento de hermandad y camaradería entre hombres), y nosotras iniciamos el camino de la sororidad (término que según Marcela Lagarde expresa la ayuda y comprensión mutua entre mujeres). De esta forma a lo mejor daremos de lado al viejo tópico de que nosotras somos las críticas más feroces con otras mujeres.
Entendemos lo que siente otra mujer cuando habla (o cuando calla), cuando mira o cuando hace un gesto, y es una demanda perpetua (¿y utópica?) que siempre hemos pretendido que el hombre que tenemos cerca desarrollase esa habilidad. Nos resistimos a decirles las cosas, queremos que lo intuyan, que lo adivinen, que escruten ese maremagnun complejo que son los sentimientos de cada mujer (ni mejor ni peor que el de cualquier hombre, sólo diferente). ¡Con lo fácil que es pedir!
Bueno pues, a lo mejor, que nos conozcan un poco más es pretexto suficiente para que lo lean.
Pero ¿Qué es Mujeres? ¿De que trata este libro de Lola Roig? Reza en la sinopsis que «… es una visión intimista y personal de la mujer contemporánea».
A mi modo de ver las cosas es intimista porque se acerca a la reflexión, a través del pensamiento breve, pero intenso, fronterizo con el verso y el aforismo, aunque más cercano a la emoción que a la estricta y culta razón.
Personal, porque parte de una visión particular, la de Lola Roig, que expone con precisión y sinceridad su propia vivencia, entre la ficción y la realidad, que puede hacerse extensible a muchas de nosotras.
Pero he de decir que, pese a que efectivamente hay situaciones y vivencias contemporáneas en sentido estricto, hay también “universales” de carácter atemporal. Uno, quizás el que a mí más me perturba, es la culpa. En la literatura hay innumerables novelas que reflexionan sobre ella, al igual que en el cine. Sobrecogedora me pareció la visión sobre este sentimiento que nos muestra El orfanato de Juan Antonio Bayona que sabe dar al arrepentimiento, con maestría y una fuerza visual incuestionable, tintes dramáticos. En el libro que nos ocupa, Lola Roig, aborda este aspecto pero señalando su vertiente positiva, otra vez, desde la óptica de la inteligencia emocional. A las mujeres nos importa menos reconocer que nos hemos equivocado. El ser menos competitivas, no todas y no siempre, hace que no lo vivamos como pequeños fracasos. Aunque también hay un aspecto negativo, algo que hacemos muy mal porque nos produce un doble daño. En palabras de la autora:

A veces exploto y después pierdo demasiado tiempo
Buscando mis trocitos para recomponerme.

Estas palabras podrían servirnos para dar explicación a una acusación equívoca que se nos suele hacer. Se dice que tardamos en olvidar, que somos rencorosas. Yo no lo creo. Lo que ocurre es que a algunas de nosotras nos cuesta “sacudirnos” el dolor, la huella impresa que se nos queda de lo sucedido, y no tenemos la habilidad de pasar página tan pronto.
Otro universal que aparece en Mujeres es la perplejidad como aliciente. O sea, recuperar la ilusión, pasando por encima de la pereza que nos produce un mundo que no nos satisface y pasar a la acción, quitándonos de paso otro lastre en forma de tópico: el prejuicio ancestral de que somos pasivas por naturaleza.
Refleja también nuestra faceta de pensadoras infatigables ¿la diferencia con los hombres que comparten esta inquietud? Yo diría que damos también importancia a la reflexión sobre lo cotidiano, sobre lo pequeño, y esto sin renunciar a otras facetas sociales, políticas, científicas o de pura macroeconomía. Todo es importante.
En Mujeres, se hace un recorrido vital desde la infancia y el juego, hasta la vejez

Creo en los próximos cinco minutos
pasando por la juventud.
Un instante eterno de efímera juventud
y los pensamientos de madurez.

y esto, como se puede ver, a través de las palabras, prosa poética, y de las imágenes.
Lola Roig expone como, en algunas ocasiones es necesario deshacerse de lo viejo, reinventarse incluso, en un ejercicio creativo y vital. De esta forma alcanzaríamos la resilencia, podríamos aprender a vivir superando las adversidades y las frustraciones que ponen a prueba nuestro equilibrio físico y emocional, tal y como dice el eminente psiquiatra Luis Rojas Marcos. Podríamos, por ejemplo, quitarnos los complejos que nos agobian y nos quitan felicidad. Las mujeres hemos aprendido a gustarnos demasiado tarde y hemos perdido en el camino demasiados sueños e ilusiones.
Para el final he dejado lo que más me ha atraído del libro. Mujeres es un alegato a favor de la espontaneidad. Nos invita a vivir de arrebatos, como una forma de conocer el presente dándole bocados a la vida.

viernes, abril 23, 2010

El Agrio, Valérie Mréjen

Trad. Sonia Hernández Ortega. Periférica, Cáceres, 2009. 88 pp. 12 €

Elena Medel

«Tenía miedo de que me viera como la típica romanticona que deshoja margaritas», confiesa la voz cantante. «Quería desaparecer para no molestarle, desterrar mis edulcorados sueños de jovencita, diluir el exceso de rojo primario hasta la transparencia. Tenía la fantasía de volverme como él, su doble en femenino, que encontrara en mí a la persona que apoya y comprende sus antojos». El Agrio es la historia de un amor como hay tantos iguales: chico conoce a chica, chico rastrea la guía telefónica para dar con ella, chico comienza a salir con chica, pero mientras tanto mantiene a su amiga más oficial.
Valérie y Bruno se esconden, viajan y fingen, ella traga sus cuentos japoneses —las excusas de él suponen los momentos más dolorosos de El Agrio— con resignación. Y, sin embargo, la mirada de Mréjen aplica una capa diferente a lo que ya sabemos: «Dios sabe cuántos años puede uno seguir enganchado a una historia. Pero basta con ser paciente, va a ser un proceso natural. Voy a mantenerme en un segundo plano, creo que eso le ayudará», saca en conclusión.
«Su sobrenombre era el Agrio y dibujaba su retrato con forma de limón. Había creado el icono en su ordenador». Ella le regala una máquina tragaperras construida con cartón y cinta aislante; su propio nombre le recuerda al camembert Vallée, y así lo envía a Bruno por correo.
Valérie Mréjen (París, 1969) es escritora y videoartista; el verano pasado se inauguró su primera exposición individual en España, La place de la concorde, en el barcelonés Palau de la Virreina. Literatura de nuevo, y es que Periférica ya editó otro título de Mréjen, Mi abuelo, un retrato generacional inspirado en la técnica del me acuerdo de Brainard y Perec, en un esquema al que también se recurre en El Agrio: batería de anécdotas y situaciones, de costumbres y de detalles —las esperas, las conversaciones, las caricaturas— en párrafos breves igual que fogonazos, que conforman un tótem y un todo.
El inicio nos presenta a una Valérie abandonada, «estábamos sentados en un banco cerca de los Halles, bajo una especie de pérgola de madera. Hacía buen tiempo. Me dijo ya no te quiero», a la que al final regresará en círculo, y la chispa establece la empatía. Bruno, en cambio, nos cae mal: petulante e ingeniosillo, simultanea a su pareja con Valérie y algunas de sus amigas, no valora los esfuerzos ni las atenciones de nuestra encantadora y rendida enamorada.
El Agrio, con sus pocas páginas, encierra varios libros: uno más evidente, sobre el amor, y especifiquemos y hablemos de amor oculto, de infidelidad, pero también de amor ciego y al límite, soportando los —muchos— defectos del otro y amplificando las —pocas— virtudes del otro, pero al mismo tiempo reflexiona en torno a las pequeñas cosas, a la desigualdad en las relaciones humanas, y se lee —sobre todo— de un dulce tirón.

jueves, abril 22, 2010

La ciudad feliz, Elvira Navarro

XXV Premio Jaén de Novela. Mondadori, Barcelona, 2009. 192 pp. 16.90 €

Emilio Ruiz Mateo

Lo que nos hace temblar en las historias que Elvira Navarro nos cuenta se esconde en la lógica aplastante que rige la moral de los niños: quiero esto, no quiero aquello. Cambia de estación entre su anterior novela (La ciudad en invierno) y ésta (La ciudad feliz), pero no de estilo ni mirada (si es que acaso no fueran la misma cosa). De nuevo nos encontramos con protagonistas en los últimos coletazos de la infancia, y uno quiere pensar que no hay tanto un gusto especial por esa edad cuanto la búsqueda de un terreno que le permita a la autora indagar en temas como la inadaptación o el terrible descubrimiento del vacío vital. La ciudad feliz toma título del restaurante que coprotagoniza la primera de las dos novelas cortas que componen el libro. En “Historia del restaurante chino Ciudad Feliz” conoceremos a Chi-Huei, un niño chino que, siguiendo los dictados familiares, abandona su país natal para venir a una ciudad española y trabajar en el grasiento asadero de pollos regentado por su familia. ¿Pretende Navarro indagar en las circunstancias de la comunidad china en España? En absoluto. Poco análisis antropológico-social encontraremos aquí. Lo que a Chi-Huei le ocurre bien podría vivirlo cualquier otro niño en circunstancias totalmente diferentes. Sentimos que la extranjería de Chi-Huei es mayor respecto a su propia familia que a la nueva sociedad con la que debe enfrentarse. El fin de la inocencia del niño tendrá mucho que ver con el descubrimiento del vacío existencial que se oculta en el negocio familiar. No hay lugar para sentimientos ni para el engrandecimiento personal: el único motor del trabajo incesante es la pura acción, el deseo de alcanzar algo que nadie sabe determinar, un ascenso hacia quién sabe dónde, ante quién sabe quién (una abstracción de congéneres chinos).
Chi-Huei tendrá por un momento una confidente en Sara, la protagonista de la segunda novela del libro, “La orilla”. Si estábamos en un relato en tercera persona, ahora nos toparemos con una primera persona, la mirada de Sara que, como ya es habitual en Elvira Navarro, destila verosimilitud. Brutalmente tierna, cruel en su inocencia, Sara recuerda desde un presente abstracto (Yo soy yo, antes de ser yo) la historia que le hizo cruzar el umbral de la edad adulta. Vienen a nuestra memoria al momento Vanesa y Clara, de La ciudad en invierno, protagonistas de aquel aterrador “cuento” de juegos sexuales y peligros de la inocencia desatada. Sara sentirá una extraña obsesión por el vagabundo que frecuenta su barrio, con quien establecerá una curiosa relación. Hija de un matrimonio tipo, burgueses de manual, descubrirá pronto que no se puede jugar al otro lado de la línea, que ser niña implica pagar una serie de insoportables impuestos, empezando por el más denso: no poder decidir nada por sí misma (Tú no tienes edad para saber quiénes son tus amigos). Las niñas de Elvira Navarro, que a este paso acabarán siendo un tipo de personaje literario, se nos figuran pequeñas punks, todo lo punk que puede llegar a ser una niña: ¿es posible serlo desde la inocencia? ¿Cuánto hay de naturalidad y cuánto de provocación, de desobediencia?
Navarro disfruta limpiando su prosa de todo lo que pueda ser innecesario. Su economía narrativa da lugar a una frialdad descriptiva que (sabiamente) nos incomoda aún más ante sus historias: uno llega a sentir que se enfrenta a la historia desnuda. Ni siquiera la primera persona del relato de Sara tiene el peso de una narración unidireccional. Los devotos de la novela corta sabemos que es posible esconder la falta de contenido en la brevedad, pero nada tiene que ver esto con el texto que nos ocupa. En Navarro es tensión la brevedad, intensidad y compromiso con un estilo narrativo. ¿Nos gustaría leer algo totalmente diferente firmado por ella en su próximo trabajo? Sí. Pero, mientras, como Chi-Huei, nos quedamos aterrorizados por el encanto de las niñas de Elvira Navarro.

miércoles, abril 21, 2010

Kaputt, Curzio Malaparte

Trad. David Paradela López. Galaxia Guttemberg, Barcelona, 2010. 530 pp, 22 €

Julián Díez

Recientemente, en un vuelo transoceánico, me tocó en suerte como vecino de asiento un americano neocón de manual. Me explicó toda la retahíla habitual del darwinismo social galopante, lo que se esconde tras la máscara de esos que por aquí se autodenominan liberales: que él no estaba dispuesto a pagarle la sanidad a un borracho —aunque supusiera condenar a muerte a un montón de pobre sin un gramo de alcohol en sangre—, que estaba orgulloso de no deberle a la sociedad su educación sino que la había pagado de su bolsillo —aunque supusiera que otros no pudieran pagársela ni gozar de su teórica “igualdad de oportunidades” jamás—, que le molestaba que los individuos tendieran a delegar en la sociedad parte de sus libertades, por ejemplo la autodefensa —aunque supusiera millones de armas circulando por el país, una porción de ellas en manos de potenciales desequilibrados—. Etcétera.
Sé que no es posible discutir con alguien así: tienen un problema básico de falta de empatía —que sin embargo no les evita en su momento reclamar la ayuda de la sociedad cuando es necesario, por ejemplo cuando se les hunde la empresa—. Además, esos estadounidenses —ahora de capa caída, pero que sirven de inspiración a los tardofascistas que por ejemplo triunfan en Madrid— tienen un problema adicional: no han vivido en un entorno en el que se hayan desarrollado los hechos que retrata brillantemente el libro que estaba justamente leyendo en esos días, Kaputt.
De manera episódica, como en un lienzo impresionista, el italiano Curzio Malaparte nos retrata la degeneración moral de toda una civilización. A partir de la idea de que unas personas merecen vivir más que otras —como para mi vecino neocón su vida vale más que la de quien no pueda costearse un seguro médico, puesto que a su criterio la sanidad no es un derecho, sino un privilegio a pagar—, la sociedad alemana se despeñó por un barranco de corrupción, de indignidad; sin abandonar además la elevada preparación cultural de ese pueblo, su metódica eficacia o su amor por la ciencia, factores todos ellos que contribuyen a horrorizarnos aún más hoy como sofisticados potenciadores de su embrutecimiento.
Malaparte fue un periodista a la antigua usanza: un privilegiado que podía codearse con los protagonistas de la historia no en multitudinarias ruedas de prensa o breves entrevistas pactadas, sino en su propio entorno, en periodos de convivencia. Elegante, mundano, irónico... también era capaz de recorrer en solitario los campos de batalla para respirar el hedor de la muerte, para acumular vivencias no con las que llenar la crónica diaria, sino para hacer reflexiones y reportajes a largo plazo, historias a fondo. Fue fascista, acabó un poco comunista, pasó por la cárcel, escribió varias obra maestras, una de ellas estas discontinuas memorias de guerra, desde el punto de vista de los perdedores, pero retratando con descarnada frialdad los comportamientos presenciados.
Desfilan por sus páginas oficiales alemanes de alta graduación que charlan sobre el extermino de judíos en el ghetto de Varsovia mientras degustan un asado, diplomáticos incompetentes, Himmler, soldados rumanos embrutecidos, nobles polacos bailando mientras su pueblo sucumbre, Galeazzo Ciano, cadáveres congelados de soldados rusos empleados como señales de tráficos, nuestro conde de Foxá completamente borracho, un príncipe pintor de Suecia, obreros soviéticos forzosamente convertidos en mártires, cientos de cabezas de caballo rígidas emergiendo de un río finlandés congelado... Una panorámica completa y viva de un periodo fundamental para entender lo que es Europa, y aún más, para comprender lo que decidió no ser para evitar volver a andar este camino.
Kaputt es de esos libros que estaba en los años setenta en las estanterías de muchas familias, en la época en que se intentaba entender lo que ocurrió cuando Europa decidió desangrarse. Es normal que la mayor parte de esa generación tuviera unas ideas más progresistas de las que ahora intentan exportarnos. Ha estado décadas fuera de catálogo, y Galaxia Gutenberg nos lo trae en una nueva traducción, muy sabrosa, que ha optado por dejar en su idioma original las incontables parrafadas en distintas lenguas incluídas por Malaparte. Bienvenido de vuelta este libro necesario.

martes, abril 20, 2010

Calle de la Estación, 120, Léo Malet

Trad. Luisa Feliu. Libros del Asteroide, Madrid, 2010. 248 pp. 16,95 €

Carmen Fernández Etreros

Misterio y tensión son el punto de partida de esta novela de Léo Malet Calle de la Estación, 120 publicada por primera vez en 1942. Una novela negra emocionante e intensa que presenta a uno de los grandes personajes de la novela negra francesa Néstor Burna, un detective irónico y sagaz. También una descripción de la vida cotidiana en Francia durante la Segunda Guerra mundial, las restricciones impuestas por los nazis, los campos de prisioneros, la vuelta de estos prisioneros a París, la oscuridad de las calles parisinas,las reuniones en bares y fiestas privadas...
Ya el comienzo de la novela la trama sorprende al lector: Bob Colomer, antiguo ayudante del detective Néstor Burma, es asesinado en la estación de Lyon justo cuando éste le ve en el andén y levanta la mano para saludarle desde la ventanilla del tren. Néstor Burma acaba de llegar a Francia procedente del campo de prisioneros alemán, un stalag, en el que había estado internado. Antes de morir, Colomer logra susurrarle una dirección: «Dígale a Hélène... calle de la Estación, número 120» la misma que Burma había escuchado en el hospital militar de un prisionero agonizante. A partir de esta coincidencia arranca una singular investigación en la que el detective tendrá que indagar en episodios de su pasado que ya creía olvidados y buscar a personajes como la bella y misteriosa mujer que tiene un parecido increíble con la actriz francesa Michèle Hogan o el fantasma del gánster Jo-Tour-Eiffel especializado en robos de perlas y asaltos a joyerias, cuyo cadáver apareció en Inglaterra unos años antes devorado por los cangrejos.
Una complicada trama de herencias, crímenes, emboscadas y casualidades, cuya intriga dosifica muy bien el autor gracias a un ágil ritmo narrativo. Y para mí inolvidable el personaje de Néstor Burma un personaje egocéntrico, socarrón y brillante que se deja guiar para sus investigaciones por su instinto e intuición, poco ortodoxo con las normas y las leyes y que siempre va un paso por delante de sus adversarios. La reunión de todos los sospechosos en una sala para desenmascarar al culpable y descubrir el enigma recuerda capítulos inolvidables de la novela negra como los finales de algunas novelas de Agatha Christie. A partir de la creación de este personaje Léo Malet (Montpellier, 1909-1996) le dedica más de treinta novelas, entre ellas Niebla en el puente Tolbiac, también editada por Libros del Asteroide.
En suma Calle de la Estación, 120 es un buen libro para entretenerse y disfrutar de una novela negra inteligente, divertida y llena de suspense.

lunes, abril 19, 2010

Elefantiasis, Raúl Ariza

Editores Policarbonados, Madrid, 2010. 124 pp. 12 €

Miguel Baquero

Desde hace ya varios años, existe en Internet una alternativa al mundo oficial de la Literatura, al circuito tradicional de la edición. Se trata de los “blogs” o “bitácoras”. Tras un comienzo dubitativo, en que resultaba difícil definir su naturaleza entre el diario personal o la simple válvula de escape sin mayor coherencia, poco a poco han ido asentándose una serie de bitácoras con planteamientos literarios, una lista de blogs más pendientes de la calidad que del desahogo momentáneo, y que han pasado a constituir una suerte de contrapoder en progresión imparable. Algo así como un universo literario paralelo donde en muchas ocasiones pueden encontrarse textos y reflexiones de mayor altura que en el monótono y endogámico artefacto de la literatura oficial.
“El alma difusa” es uno de esos blogs comprometidos con la calidad literaria. Cada semana, su autor, Raúl Ariza, “cuelga” en él un pequeño cuento, inspirado en ocasiones en el mundo del cine, en películas por lo común “clásicas”. En otras ocasiones, los relatos surgen de la vida en torno, de asuntos cotidianos, del universo común. Recientemente, Editores Policarbonados ha reparado en esa cinta continua de textos de alta calidad y ha invitado a su autor a seleccionar cincuenta de ellos para dar forma a un libro impreso, este Elefantiasis que acaba de salir al mercado.
Ya desde el mismo título, el libro declara sus intenciones. Porque, a la sola vista de él, pensará el lector que va a encontrarse con un catálogo de deformaciones, monstruosidades, hombres-elefante. Sin embargo, las situaciones que se narran parten de una base cotidiana, los paisajes son reconocibles, los personajes podríamos ser nosotros mismos. Son amores desgarrados o suavemente infelices, pequeñas tragedias a la orden del día, todo lo más, en casos extremos, un asesinato impulsivo. Una balsa, en fin, de realidad que no concuerda con el título… ¿o sí? Quizás no somos —usted, yo, cualquiera puede ser protagonista de uno de los cuentos— más que hombres deformes, con una sensibilidad enferma, desarrollada de forma asimétrica, caóticos respecto a la normalidad. ¿Pero es que acaso existe la normalidad?
Uno de los principales logros de este pequeño volumen de cuentos, además de su impecable estilo y su sencilla maestría, es esa mirada capaz de posarse sobre la realidad y contemplarla con unos ojos distintos, verter una luz nueva sobre las cosas, que posiblemente no sean tan vulgares ni anodinas como nosotros pensamos. Junto con ello, Raúl Ariza maneja como pocos el difícil arte de la concesión, de poner el punto final a sus relatos justo cuando las palabras han sugerido algo en el lector. No hay nada superfluo en estos cuentos, ningún argumento estirado más allá de su objetivo, que es proporcionar un fogonazo de comprensión al lector.

viernes, abril 16, 2010

La muerte de Bunny Munro, Nick Cave

Trad. M. Izquierdo Ramón. Global Rythm, Barcelona, 2009. 240 pp. 20,90 €

Ricardo Triviño Sánchez

Con El marqués y el sodomita: Oscar Wilde ante la justicia, conocí la colección Papel de liar, nombre, ante todo, fruto de una genialidad absoluta. Este libro de Merlin Holland, único nieto del escritor, reúne las transcripciones de los juicios que llevaron a su abuelo a prisión por sodomía, su caída en desgracia. La introducción explicativa de los hechos que rodean los documentos, que aparecieron inesperadamente para el centenario de su muerte, y esta edición cómoda de leer hicieron que, en contra de lo esperado, no resultara pesado en absoluto. Es más, sus páginas se convirtieron en heroína.
Pero debo confesar que lo que llamó mi atención fue el título y, antes de él, su portada rosa, descaradamente pink, toda una gamberrada. Con La muerte de Bunny Munro volvió a suceder lo mismo. Portada sobria y negra, título rojo en mayúscula, curiosamente encapsulado entre el nombre y el apellido del autor en letras blancas gigantes e impositivas, y en el centro, sin technicolor, aunque sin perder la fuerza que todavía hace que censuren ediciones, El origen del mundo de Courbet. “¡Poséeme!” gritaba pero, como todo el mundo sabe, los libros no deben juzgarse por su portada, por muy acertada que sea desde un punto de vista publicitario.
Su autor, el cantante y compositor de la banda Nick Cave and The Bad Seeds, ya había escrito otra novela Y el asno vio al ángel (Pre-textos) que poco tiene que ver con la historia de Bunny Munro. Sus primeras páginas son tan extrañas como incomprensibles. El principio de su segunda novela, en cambio, te pone en situación y te deja bien claro quién es su protagonista, un tipo que en la playa llevaría una cadena de oro y un slip de leopardo con el móvil colgado, un hortera ligón que chulea a las mujeres y se las lleva al huerto a pesar de la cutrez de su apariencia y de sus pensamientos. Bunny “Conejito” Munro es padre y, por supuesto, engaña a su mujer, sea con camareras, sea con prostitutas. Es un perdedor que se pasa el día fuera de casa, vendiendo cosméticos a domicilio.
Su hijo es una delicia. No sólo es superdotado sino que soporta un hogar desestructurado. Historia triste, pero no en manos de Nick Cave. Hay humor, humor negro y malsano. Lo peor viene cuando ese inútil de padre debe hacerse responsable de una criatura que tiene unas capacidades impresionantes pero cuya breve experiencia en la vida lo mantiene ingenuo. Su padre es un héroe, es el mejor. Podría, repito ser triste; podría, también, ser una atrocidad descerebrada repleta de humor superficial; pero no en manos de Nick Cave. Con una prosa ligera, con unos personajes definidos cuyos diálogos no son para enmarcar, el autor de origen australiano levanta un edificio inteligente, que tiene un cometido, una misión más que loable.
No es maniqueo. Bunny Munro no es el malo ni su hijo el bueno. Ambos están indefensos, en diferentes grados. Bunny no sabe cómo dejar de ser quién es. No puede evitar sentirse obsesionados por la entrepierna de todas las mujeres del mundo, no puede someter las erecciones priápicas que le abultan el pantalón. Su hijo no sabe cómo ayudar a su padre, no sabe cómo evitar la nostalgia de su madre ni que su recuerdo se borre, no alcanza a entender cómo el mundo, tan bien explicado y ordenado en su enciclopedia para niños, no es capaz de ajustarse a eso sencillos y armónicos patrones.
La segunda novela del cantante de The Bad Seeds se ajusta perfectamente al cuadro de Courbet que le sirve de presentación. No es una mera pancarta publicitaria que viene a ofrecer un producto que nada tiene que ver. No es la relación entre la fotografía de un anuncio de McDonald's y una de sus jibarizadas hamburguesas. Al contrario, la obra de Courbet y de Nick Cave poseen un mismo efecto. Hay algo provocador pero, desde luego, no es la postura de su protagonista. Lo realmente provocador va por dentro de nosotros, lo que realmente no aceptamos o nos asusta; lo que implícitamente sabemos pero no queremos desvelar.

jueves, abril 15, 2010

Pobre gente, Fiódor M. Dostoievski

Trad. Fernando Otero Macías y José Ignacio López Fernández. Alba, Barcelona, 2010. 224 pp, 18 €

Fernando Sánchez Calvo

«Todo el mundo sabe, Várenka, que el pobre vale menos que un trapo viejo y que no puede esperar respeto de nadie. ¡Por mucho que escriban esos plumíferos, por muchas páginas que escriban, para el pobre todo seguirá igual!». Lo afirma Makar Dévuskin (copiador de documentos en un departamento administrativo de San Petersburgo, lector incansable pero irregular), coprotagonista junto a Varvara (pariente lejana del primero, joven, enfermiza y huérfana) de la primera novela del, quizás, más representativo de los novelistas rusos. Cuando Dostoievski escribió Pobre gente tenía tan solo veintiocho años y, curiosamente (según las conclusiones que podemos extraer de las palabras rescatadas de Makar) parecía más conservador que en su famosa y agitada vejez. Todavía estaban por llegar grandes clásicos de la literatura como Crimen y castigo, El jugador o Los hermanos Karamazov y es cierto que muchos de los temas y obsesiones del viejo escritor se podían apreciar en el joven Dostoievski: el delicioso patetismo con el que hiperboliza la miseria, la creciente ridiculización del personaje y su habla y, en definitiva, otras características por las que los autores suelen aparecer en los manuales de literatura. Sin embargo, y aunque es frecuente que el artista proyecte un conjunto de motivos, fobias o símbolos comunes a lo largo de toda su obra, es obvio que Pobre gente es la novela de un Dostoievski con buenas intenciones, no ingenuo ni optimista pero tampoco resolutivo. Lejos estamos todavía del Rodia que en Crimen y castigo asesina a la prestamista a cambio de continuar con sus sueños, y lejos estamos también de la oscura complicidad bajo la que conviven Los hermanos Karamazov tras el parricidio. Pobre gente aún no es una tragedia sino un retrato a caballo entre el realismo y la parodia sobre gente cuya vida es una tragedia. Ésa es la diferencia con las dos grandes novelas del escritor. Makar y Varvara simplemente se escriben cartas, se visitan, pasan su triste vida jugando al amor sin que esto les obligue a arriesgarse en el amor, sufren las injusticias que les imponen los poderosos y otros pobres (porque eso sí, hasta dentro de la pobreza hay clases y jerarquía, y eso nunca lo ocultó Dovstoievski). Makar y Varvara no rompen con la sociedad. Hablan, sí. Protestan, también. Pero como toda la pobre gente, protestan a espaldas de sus opresores, cuando no les oyen. Ése dato y lo más trasnochado de un romanticismo excelentemente parodiado por el autor en las numerosas e insufribles cartas que los enamorados se envían apenas después de haberse visto, marcan el tono de la novela, que es ambicioso, fresco y, sobre todo, muy divertido. En Pobre gente Dovstoievski se rio (como quien ríe por no llorar) de la miseria. Después (supongo) los años, algún que otro hecho histórico notable y un mayor estudio de la mente humana harían olvidar esta primera etapa para embaucarse en proyectos más serios y más oscuros. A Makar y Varvara los queremos porque los conocemos perfectamente gracias al retrato que de ellos se hace en esta novela. A Rodia, por no hablar de los hermanos más famosos de la literatura rusa, los tememos porque gracias también a un magnífico retrato nunca llegaremos a conocerlos. Es la diferencia entre escribir todas las palabras y dejar entre tinieblas a algunas. Pobre gente es una novela limpia, de ésas que son válidas porque luego otras rematan de manera colosal la trayectoria literaria y vital del autor.

miércoles, abril 14, 2010

Por cuenta propia, Rafael Chirbes

Anagrama, Barcelona, 2010. 294 pp. 18,50 €

Coradino Vega

Hubo un tiempo en que ser escritor significaba participar del ajetreo de la vida, encarnar la voz contra la injusticia, construir la narración colectiva del nuevo estado o incluso hacer la revolución. Pero ¿qué es ser novelista en el siglo XXI? Ésa parece ser la pregunta que intenta responder Rafael Chirbes a lo largo de esta recopilación de ensayos, que lleva por subtítulo Leer y escribir, a pesar de las heridas y los desengaños. «A los narradores ―copio textualmente― se nos ha puesto un rico instrumental al alcance de las manos, pero no sé si eso ha sido siempre provechoso. Tengo la impresión de que, desde hace bastante tiempo, los novelistas muestran una excesiva preocupación por enseñarnos la mesa de carpintero que han recibido en herencia. Me cansa no poco que el narrador interrumpa a cada momento mi crucero para mostrarme su esforzada agitación en la sala de calderas (…) Del carpintero queremos una buena mesa, y no que nos explique lo complicado que resulta ajustar las piezas y recolocarlas». Por eso Chirbes trata de huir de esa «sobredosis de inteligencia» que él detecta en cierta literatura actual, y se limita a explicar cuál es su visión personal de la novela, aun sabiendo ―como empieza diciendo irónicamente― que quizás haya críticos que sepan más de lo escrito que el propio autor de la obra.
Así, lo que viene a defender Chirbes en Por cuenta propia es una manera de escribir que sirva de punto de encuentro entre lo público y lo privado, una experiencia pedagógica y ética (sin olvidar que ética es una palabra engañosa: «hablas de ética y parece que suenan los violines cuando ―hoy y siempre― la palabra lleva una ofensiva carga de desazón y violencia»), transida por el esfuerzo en soledad y que busque el desciframiento más que el consuelo. Un intento, como decía Pavese de la poesía. Una forma de encontrar una mirada propia para desvelar lo oculto tras los códigos dominantes. Una permanente huida de la complacencia y del poder. Una expresión de las tensiones del tiempo que nos ha tocado vivir. Un afán por encontrar nuevos moldes, por trabajar con otros materiales, o por trabajar con los viejos de otra forma. Y para ello, toma consecuente distancia con la literatura que refleja la «demoledora ligereza moral» del presente, con el esteticismo escapista, con el tono elevado de Benet o con la escritura autofágica que se encierra en su casa de muñecas y decide elevarse de la tierra, apartarse de lo público y abjurar de la inevitable responsabilidad civil que todo escritor, le guste o no, detenta. Chirbes prefiere ser testigo antes que síntoma de las dolencias de su época y, para serlo, se posiciona claramente: se adscribe a una tradición y se declara partidario de una narrativa atravesada por la historia.
Una y otra aparecerán entrelazadas a lo largo del libro a través de «La estrategia del boomerang» que, además de ser el título del ensayo introductorio, consiste en dar un salto atrás que nos ayude a descifrar los materiales con que se está construyendo el presente. De esta forma, en la primera parte (llamada «Maestros»), Chirbes reivindica La Celestina como primer eslabón de la novela realista española, como ejemplo perfecto de lo que Bajtin denominara «dialogismo», por traernos todo un mundo (el latido del tiempo en el que fue escrita) y por enseñarnos que las convenciones están, precisamente, para romperlas. Y para seguir con la teoría de que toda obra de arte es, en realidad, una relectura y una crítica de la historia del arte, el siguiente eslabón no podía ser otro que Cervantes, en el que Chirbes encuentra una fuerte desazón que se compadece mal con su repetido estilo apacible, y en el que también está el mundo entero que le tocó vivir, visto desde los márgenes: Cervantes fue el rey del matiz, el narrador que renunció a poseer autoridad y exponer un discurso unívoco. Toda la obra de Cervantes ―y no sólo El Quijote― es una clarificadora «impresión de vida», una magnífica manera de captar eso que se nos escapa con el tiempo, y una lucha titánica contra los métodos que se nos ofrecen, sabedora de que quien quiere contar su presente tiene que descubrir a la vez cómo contarlo. El tercer eslabón de la cadena, siguiendo por esta línea, tendrá que ser la novela del XIX. Y aquí Chirbes hace justicia al autor español más injustamente tratado a lo largo del último siglo. Su reivindicación de Galdós divierte porque, aún hoy, el peor insulto que se le puede hacer a un novelista que escriba en castellano es llamarle «galdosiano». El ensayo se titula «La hora de otros» y comienza con una curiosa cita de Ayala que explica muy bien cómo los jóvenes vanguardistas de los años veinte, influidos por la pureza estética orteguiana, decidieron que los presupuestos de la nueva narrativa no tenían que surgir al margen de Galdós, sino contra él. «Galdós se había convertido en paradigma de una literatura sin ambición estética, de estilo rasante y torpe, tan falto de matices como carente de profundidad psicológica.» Benito «el garbancero» o «el chapucero» no sólo lo llamarían los cachorros de la Generación del 27, sino también los viejos esteticistas de la del 98, los escritores oficiales del régimen de Franco, Benet, los seguidores de Barthes, los novísimos…, y cualquier enemigo de concebir el realismo como una «respuesta al presente», como una buena forma de «contar, mediante la ficción, la verdad de lo que pasa» (Lukács). En esas seguimos: sin tener en cuenta que lo que realmente se desecha cuando se denigra a Galdós, no es su falta de estilo, su novela meramente «informativa» (de nuevo Benet), su nula profundidad o aptitud innovadora, sino su posicionamiento ante la historia (pues se confunde a Galdós con la España sombría que él mismo denunció), y su manera de poner la prosa al servicio de lo que se cuenta, de explicarse mediante los otros en lugar de mirarse al ombligo. Eso, cuando no se habla de oídas. «Mi aprecio por Galdós es muy escaso», dijo Benet, «solamente comparable ―en términos cuantitativos― al desconocimiento que tengo de su obra». Porque ahí también radica la cuestión. En este país se ha leído poco y mal a Galdós (Ayala, Cernuda y Buñuel se dieron cuenta a tiempo), pues si no, difícilmente podría acusarse de estilo pobre o falto de innovación a alguien que utilizó el desplazamiento del punto de vista y el monólogo interior antes que Joyce y el ‘modernism’, o que dialogó con sus personajes antes que Unamuno o Pirandello. ¿Se imaginan que se lea de esta forma tan destructiva a Dickens en Inglaterra o a Balzac en Francia? El que ignora la historia tiende a repetirla. Y qué viejo resulta eso de querer separarse a toda costa, porque sí, porque somos jóvenes, de quienes nos han precedido.
La galdosiana concepción de la historicidad del alma, y su disolución de la retórica, hace que Chirbes conecte a Galdós con los novelistas de la Generación de los 50 (Aldecoa, de quien elogia la función restitutoria y artesana de la palabra en Gran Sol; el punto de vista pegado a tierra de Martín Gaite y su constante búsqueda de la verdad y la libertad personal; el Ferlosio de El Jarama; Martín Santos, etc.), para terminar, Marsé de por medio por supuesto, alabando la audacia en el hallazgo de nuevos moldes de un joven escritor como Andrés Barba: «Conseguía llevarme a pensar sobre el sentido de mi vida ―se replantea Chirbes tras la lectura de La hermana de Katia―; sobre la relatividad de los lenguajes establecidos que yo mismo uso, sobre la fragilidad de las formas de representación a las que me he acostumbrado».
Por último, hay una serie de artículos que defienden la vigencia de la novela («el reto sigue en pie: intentar ordenar en la densidad del lenguaje escrito los dilemas morales de nuestra época, aunque ahora sean los de un mundo ruidoso y superpoblado de imágenes»), una sentida vindicación de Max Aub y, a raíz de su centenario, una furibunda protesta sobre la manipulación de la «memoria histórica» por la clase política (y por los novelistas, a su servicio, que tratan de sentimentalizarla). El ensayo titulado «El principio de Arquímedes» sirve además para retratar, de forma magistral, la generación que Chirbes ha contado no menos magistralmente en sus novelas, su anclaje en la España reciente. Chirbes cuestiona duramente la transición (en una línea, podríamos decir, antitética a la de Javier Cercas en Anatomía de un instante), se enfurece con la oportunidad perdida por los gobiernos socialistas de los ochenta, y se rebela contra ese «algo pegajoso, blando, oficialista» de los últimos homenajes republicanos. Pero justo antes de acabar, cambia de tono y nos regala una sincera pieza que revela la relación autor-editor mantenida con Herralde desde que éste, en 1988, decidiera publicar Mimoun en Anagrama. Porque, para muchos, este libro será un regalo. No en vano, no todos los días se reencuentra uno y está tan a bien con sus padres… Para quien prefiera no verlo así no obstante, sólo pedirle que lea al menos esto que también dice Chirbes: «Un escritor debe pelear no con colegas (esa competición, en el peor de los casos, es trabajo del departamento de promoción), sino con su propia obra».

martes, abril 13, 2010

Paseador de perros, Sergio Galarza

Candaya, Canet de Mar, 2010. 136 pp. 14 €

María Ruisánchez Ortega

Lucas y Luna, Fígaro, Scoot, La gorda, Lucas, Nano y Simba, Los bizcochos, Moon y Lua, Colt, Tarah y Luk, Veermer y Lord, Tom, Luna, Boliche, Lola, Lucas, Little, Manolo, Yus y Gaspar, Luna, Frodo y Bosco, Luna y Lucas, Indi, Oscar y Carla, Susan, Manchita, Lucas Rosca Lucas Lucas Toby no Luna sí Luna Luna Luna y Lucas y Luna y Lucas y nadie más que Lucas y Luna. ¿Por qué todos los perros terminan llamándose Lucas y Luna? ¿Por qué todo el mundo pone el mismo nombre a sus perros? ¿Por qué todos hacen lo mismo: viven hacinados, compran pisos, tienen hijos y caminan con rumbo fijo sin preguntarse si le gusta el camino y mucho menos, el destino?
Esta es la historia de un paseante, cuya vida es el camino. No es una historia de emigrantes, es una historia de “libre pensadores” término en desuso que deberíamos redefinir como, dícese de la persona que no lleva vendajes en los ojos, que se cuestiona la existencia, los sueños, las metas, que es inteligente y capaz de ver al trasluz de los demás y que en la mayoría de los casos no encaja en el sistema porque lo odia, pero paradójicamente sufre por ello, convirtiéndose en un retratista crudo de las miserias propias, animales y humanas.
Pesimista y crítico, el protagonista nos ofrece un magnifico retrato del Madrid de hoy, el que transitamos todos, pero el que no todos vemos. Preñado de asco y admiración a partes iguales, Madrid se convierte en el tablero de juego de este personaje que no tiene más que resignarse a cruzarlo, de norte a sur, de Coslada a Alcorcón con la única finalidad de pasear perros para ganarse la vida. Un buen ejemplo de la manera en la que el autor describe, como tallando sobre las páginas las imágenes picudas y mordientes, podemos encontrarlo en el siguiente fragmento: La perra (la mascota) vivía en Alcorcón, un pueblo de la periferia madrileña convertido en ciudad. Ir hasta allí, sumergido una hora en el metro, me deprimía. Sus calles con basura desparramada al lado de los contenedores, los parques con más latas y botellas rotas que flores, la gente vestida con ropa que parece donada por la cruz roja de Europa del Este, los jóvenes y sus coches explotando música sin cuerdas, viejos vegetando en las bancas y esquinas como espantapájaros, los rumanos y sus zapatos de escamas, las rumanas y sus joyas de fantasía, los españoles que uno confunde con los rumanos, los latinos peleando por dinero desde los locutorios con alguien al otro lado del Atlántico, los bloques de edificios con sus balcones blancos de barandillas de metal, esas prisiones de extrarradio que me recordaban el Cono Norte de Lima y a su imperio pacharaco. Cada vez que visitaba Alcorcón me sentía deportado del paraíso del Centro y me preguntaba de qué se reía esa gente viviendo en un lugar así.
En este marco, la rabia del protagonista va en aumento al sentirse abandonado y desahuciado, por la que fuera su novia y compañera de viaje transatlántico, Laura Song. Una relación, ya vacía, con la cama sin hacer, comparable a un almanaque del que se caigan los días, uno a uno, sin razón aparente por estar, ni ser. Sólo días cayendo por los meses, acumulándose sobre un suelo, cada vez más lleno de páginas en blanco.
Una novela de personajes solos, en la ciudad del ruido, la algarabía, las luces, las maletas aún por deshacer en los hoteles o consignas de las estaciones, plagadas de gente nueva que llega a la urbe a encontrar lo que buscan, sin darse cuenta que primero tienen que encontrarse a sí mismos. Una ciudad de sonrisas, terrazas llenas y noches repletas de acordes, risas y conversaciones en la que cualquiera puede llegar a experimentar la más absoluta de las soledades, puede sentirse un expatriado de los chistes, las risas, los besos… por ostracismo voluntario.
Todos los personajes, dueños de perros o animales, esclavos de sus soledades, parpadean en Madrid, como una farola a punto de fundirse sobre un camino por el que ya nadie pasase. Fundida o no, a nadie le importaría ya, si funcionase. Una chica que colecciona autoayuda en sus estanterías sin saber realmente pedirla, un viejo que no quiere olvidar la sonrisa de un hijo que se fue, queriendo hacer su vida y que conserva con fastidio el único vínculo con él, un mapache enjaulado, Némesis y alter ego de nuestro protagonista a partes iguales. Una mujer que agoniza con su marido que muere, un jefe que no sabe, que no entiende, que no quiere… tan sólo son las puntadas de una costura que se ciñe a una ciudad habitada por todos, animales y humanos: perros, perras o mapaches huraños.

lunes, abril 12, 2010

Memoria de Georges el amargado, Octave Mirbeau

Trad. Lluís Maria Todó. Impedimenta, Madrid, 2010. 136 pp. 15.60 €

Martí Sales

Parece que George L., el protagonista de esta novela, es el padre de la revolución interior. ¡Y nosotros sin saberlo! Octave Mirbeau, con estilosa y muy francesa prosa de largos periodos, nos cuenta la historia de un cajero de banco apocado, reducido a desarrollar su imaginación más allá de lo normal para poder sobrevivir a una vida a todas luces tristísima, sin ningún saliente ni agarradero, ni positivo ni negativo. Sus padres “me habían creado sin alegría; me criaron sin amor”. Su infancia transcurrió sin ilusiones; su único amor, un perro llamado Bijou, murió al comerse un trozo de vidrio rebuscando entre las basuras. Se deja humillar por todos recurriendo a la escapada mental, de la que se convierte en gran experto. Sentado en su sillón, haciendo oídos sordos a las imprecaciones de su esposa, se dejar llevar a mundos maravillosos y tiene las más conmovedoras historias de amor con las más bellas mujeres jamás vistas. Su relación con el mundo es la de alguien que no comprende su funcionamiento, constantemente la sociedad decepciona a George, que, cual observador invisible, es testigo de infidelidades, hipocresías, estúpidas discusiones, envidias, avaricia y finalmente, hasta un asesinato. Las hiperbólicas descripciones del autor producen el esperado efecto hilarante: Rosalie, la mujer del protagonista, es «seca de piel, seca de corazón, angulosa y dura, con los ojos grises como dos bolas de ceniza, los cabellos escasos y mates, el pecho asexualmente plano; a los veinte años tenía el aspecto destartalado de una ruina viejísima; su fealdad era tan total que era algo más que fealdad: era nada... nada... ¡nada!». Página tras página, el lector se sumerge en el desopilante universo reflexivo del pobre y amargado George, y se deleita con sus fracasos estrepitosos, con sus penas e incomprensiones totales. Lluís Maria Todó vierte en magnífico castellano este recomendable libro deprimentemente divertido.

viernes, abril 09, 2010

Lanzadera en una cripta, Wole Soyinka

Trad. Luis Ingelmo. Bartleby, Madrid, 2010. 212 pp. 16 €

José Luis Gómez Toré

Recientemente, la editorial Veintisieteletras publicaba el Diario de Petter Moen, prisionero de los ocupantes nazis por sus actividades en la prensa clandestina de la Resistencia noruega. El diario, escrito mediante perforaciones con un clavo en trozos de papel de periódico, que Moen arrojaba luego por una rejilla de ventilación, es un testimonio de cómo la palabra se convierte en un gesto de afirmación frente a quien quiere negarnos no sólo la libertad, sino la propia dignidad personal. El poemario Lanzadera en una cripta del premio Nobel de Literatura Wole Soyinka (Abeokuta, Nigeria, 1934) fue escrito también en prisión, durante la guerra civil nigeriana, y, como en el caso de Moen, el poeta tuvo que recurrir a los soportes más peregrinos (paquetes de cigarrilos, papel higiénico, páginas impresas de libros...) para dejar constancia de sus versos. Más allá del hecho más o menos anecdótico de la ausencia del papel, llama la atención la coincidencia en una misma necesidad de expresar y expresarse ante un silencio impuesto, si bien en el caso de Moen nos encontramos ante la experiencia de quien se ve transformado en escritor por las extraordinarias circunstancias en que se vio envuelto, mientras que Soyinka nos muestra a un escritor cuya pasión literaria corre el riesgo de verse truncada por la prisión y que, sin embargo, se niega a abandonar la necesidad de la escritura.
El sorprendente título Lanzadera en una cripta parece aludir a la propia situación del poeta, tejiendo en la oscuridad sin saber si lo que está creando va a ser algo más que una pregunta sin respuesta, pero con la insistencia, con la tenacidad de quien no quiere aceptar la derrota: «Me unjo la voz/ y en lo sucesivo dejo que suene/ o se disuelva en su transcurrir solitario/ por tu vacío. Nuevas voces/ despertarán los ecos cuando/ el mal se vuelva a alzar». Soyinka recurre al verso y a la prosa, al tono directo y a la imagen irracional, al lirismo elusivo y al desgarro grotesco, a los mitos de la literatura occidental (en especial, Ulises) y a los de su tierra africana, para componer un friso en que se enfrentan como dos fuerzas la libertad y el cautiverio (una libertad que va más allá de la circunstancia concreta del poeta y un cautiverio que no es únicamente el de quien se encuentra en prisión). La lanzadera de su telar va desde su desazón personal hasta la visión colectiva, para volver de nuevo a su sufrimiento, que no es sólo individual sino de todos aquellos que comparten alguna forma de privación de libertad. Por ello, hay lugar también para la crítica social y para una mirada hacia un futuro demasiado incierto, que precisa de unos ojos valientes: "Ojos/ que crecen como los estambres buscan/ una levadura de polen. Rehúye/ las visiones/ de lo ácimo, mejor mira al sol».

jueves, abril 08, 2010

Trilogía de Deptford, Robertson Davies

Trad. Natalia Cervera (El quinto en discordia) y Miguel Martínez-Lage (Mantícora y El mundo de los prodigios). Libros del Asteroide, 2009, Barcelona. 1200 pp. 34,95 €

Miguel Baquero

Robertson Davies (1913-1995), el autor de esta trilogía, publicada en España y reunida recientemente en un solo volumen por la editorial Libros del Asteroide, fue probablemente el escritor más reconocido de su país, Canadá. Galardonado con numerosos premios, en nuestro país su novela El quinto en discordia, primera de esta trilogía, obtuvo en el año 2006 el Premio Llibreter de narrativa, y fue saludada con magníficas críticas.
Publicada originariamente entre 1972 y 1975, la Trilogía de Deptford, formada por las ya citada El quinto en discordia, Mantícora y El mundo de los prodigios, es una saga a la usanza clásica, una saga firme y llena de ramificaciones a lo largo de la cual vamos asistiendo al destino de varios personajes que se van entrecruzando a lo largo de los años; una saga al modo clásico en la que existen secretos familiares, confesiones que no acaban de decirse, dudas paterno-filiales, antiguos amores que reaparecen al cabo de los años. En cierto modo, la Trilogía de Deptford está concebida al estilo de esas viejas sagas decimonónicas que, tomando como epicentro a una persona o a una familia, nos narran su vida desde el nacimiento hasta la muerte, así como los avatares de aquellos que tuvieron contacto con él. Sin embargo, y pese a partir de ese viejo patrón, la Trilogía de Deptford tiene muchos aspectos que superan ese viejo esquema y abren nuevas ventanas por las que discurre un aire fresco.
Para empezar, y nunca mejor dicho, en un originalísimo rasgo de humor —como una burla a las antiguas e infatuadas epopeyas familiares—, Davies hace arrancar su saga a partir de un hecho tan nimio como una bola de nieve que, el 27 de diciembre de 1908, un muchacho lanza a otro allá en Deptford, un pequeño y casi perdido pueblo de Canadá. Por un extraño azar de la vida, la bola no acierta al chico al que iba dirigida, sino que éste, hábilmente, se agacha y el proyectil impacta entonces contra una mujer embarazada que camina por allí cerca del brazo de su marido. El incidente provoca el parto prematuro de la mujer… y a partir de ahí los hechos se desatan, el destino se tensa, una gran historia comienza a rodar.
Junto con este original principio —a mi entender grandioso, precisamente por lo minúsculo—, la Trilogía de Deptford, especialmente en la parte correspondiente a su primera novela, encadena de manera ágil, a veces vertiginosa, diferentes episodios de la vida de los personajes que en la mayoría de los casos dejan en el lector una sensación magnífica, pues se trata de escenas novedosas, diferentes a lo habitual. A lo largo de las más de mil páginas del volumen, el lector ve alzarse ante sus ojos una poética que se pretende nueva, pese a estar, como digo, embutida en esa forma antigua. Pero no es sólo el deseo de frescura y autenticidad lo que impregna estas páginas, hay también un pensamiento que late al fondo de los tres libros sobre cómo debe comportarse el hombre, cuál es el sentido de una moral, y, sobre todo, de qué forma todas nuestras acciones acaban teniendo una consecuencia. Cómo el hombre arrastra la cadena de sus decisiones pasadas, incluso —o sobre todo— de aquéllas que pensó que no tendrían mayores consecuencias.
Es de reseñar también —y de agradecer— que, pese a todo, Davies no quiera establecer en ningún momento moralejas o moralinas, así como tampoco haga nunca de sus personajes arquetipos o modelos. Son, todos ellos y en todas las páginas, seres humanos que obran como tales y que, por tanto, se producen a veces de manera mezquina y otras de forma altruista; tipos que, con la excusa de llevar a cabo nobles acciones, se mueven arrastrados por los peores instintos; santos laicos que fueron y seguramente un día volverán a ser pecadores.
Literatura, en resumen. Historias humanas y envolventes, plagadas de imaginación y de final impredecible. Pequeños hechos que se convierten en trascendentales, aparentes catástrofes que acaban pasando desapercibidas. Tal y como es la vida, seguramente, y como nos la narran estas tres magníficas novelas, con sus personajes, algunos de ellos magnéticos, con sus situaciones novedosas y muchas de ellas inolvidables —como las diversas troupes de artistas de mejor y peor calaña por las que uno de los personajes acaba pasando—. La Trilogía de Deptford no es, desde luego, uno de esos libros que tanto abundan de lectura acelerada y afán tumultuoso por llegar hasta el final; por el contrario, es un volumen para leer tranquilamente, disfrutando de cada uno de los personajes, de cada una de las escenas, de esos detalles que precipitan un carácter y dan sentido a toda una vida.

miércoles, abril 07, 2010

El ojo del leopardo, Henning Mankell

Trad. Francisca Jiménez Pozuelo. Tusquets, Barcelona, 2010. 384 pp. 19 €

Amadeo Cobas

Nos encontramos una novela que se desarrolla en dos planos: el que evoca el tiempo en Suecia de Hans Olofson y, como particularidad, la de su desafortunado amigo Sture, y el que narra sus avatares africanos. Aquello es la peripecia y esto es el asombro. Allá estaba el frío, aquí el calor. Aquello representaba la seguridad, esto la incertidumbre y el riesgo.
La vida misma, vamos.
Del presente angustiador que es punto de partida nos retrotraemos al pasado para conocer los motivos y los hechos sucedidos al protagonista desde que embarcó en un avión con destino África. África, el continente más dispar que pudo hallar respecto de la Suecia profunda de la que proviene nuestro héroe. África, en concreto Zambia, que recibe al bueno de Hans con su cochambre, su improvisación, su forma de “dejarse llevar al albur de los acontecimientos” sin oponer apenas resistencia. Ni aunque se hayan emancipado respecto a los otrora países colonialistas, los africanos parecen haber sabido (¿querido?) tomar las riendas de sus vidas y destinos. O esa es la conclusión que obtiene el protagonista a las pocas horas de aterrizar en el continente. ¿Aventurada opinión? Quizás no, porque casi 400 páginas más adelante da cabo la obra pensando de forma similar.
«Un viaje empieza siempre dentro de ti», dice en la novela la persona que enciende en Hans Olofson el deseo de ir a África. Por mucho que descubra aspectos muy poco gratos: sobornos, corrupción, políticos sin escrúpulos ni moralidad, quienes solucionan los papeles irregulares a un extranjero… por un precio módico, huelga decirlo. No le queda más remedio que plegarse frente a las circunstancias porque sabe que su situación legal en el país no es correcta, sino que está entrampado bajo la cobertura de documentos falsos, y que por eso «pueden expulsarme sin previo aviso». Ay, qué paralelismo tiene esta novela con la vida real.
El caso es que el que iba a ser para el protagonista un viaje de dos semanas de asueto a África se extiende hasta durar 18 años, casi 19. Demasiado tiempo para dejar de impregnarse de una cultura completamente nueva. Y conocer que hay hombres que desaparecen en el bosque, algunos opinan que debido a que van a buscar su destino, otros que el leopardo es un felino astuto, no se deja ver mientras acecha, y además es silencioso, por lo que las desapariciones pueden tener su motivo en esos ojos acechantes. Al fin, la leyenda cuenta que la lucha final por el poder, tras la desaparición de las personas de la faz de la tierra, será entre un leopardo y un cocodrilo…
Envuelve el escritor su viaje con una suerte de misterio que va presionando al sueco, refugiado en su granja, cada vez más aislado, los miedos crecientes, quebrados los puentes psíquicos que le unían a los demás blancos que residen en la cercanía, la amenaza cercana tras varios asesinatos, el revólver en la mano como aditamento y salvaguarda que vele el sueño y que ampare el despertar. Porque no es seguro que llegue. El despertar, digo.
En efecto, África es un enigma, una incógnita, un continente por explorar y descubrir… Ello a pesar de haber residido, repito, durante cerca de dos décadas allí, tal y como le vaticina un periodista al protagonista: «puedes vivir aquí veinte años más y seguirás sabiendo igual de poco»… La superstición domina las mentes más débiles, y por mucho que un occidental intente hacer ver a los africanos que la magia negra no existe, ellos jamás le creerán. Así es que un hechicero siempre dominará sus voluntades con fuerza superior a la que pueda ejercer el dueño del lugar donde trabajan, aunque éste amenace con el despido.
Tiene mala leche Mankell en algunos pasajes, muestra su rabia, como cuando un residente en Zambia le pregunta a Hans cuál es el país de África que recibe más ayuda de Europa… La respuesta es Suiza. Sí, sí. ¿Por qué? Porque “hay números de cuentas anónimas que se llenan con dinero de las ayudas que sólo hacen un viaje rápido a África y vuelven”…
Que entienda quien quiera.

martes, abril 06, 2010

Nada que temer, Julian Barnes

Trad. Jaime Zulaika. Anagrama, Barcelona, 2010. 300 pp. 19 €

Ignacio Sanz

«No creo en Dios, pero le echo de menos». Con esta frase ilusoria y feliz arranca este libro de Barnes, escrito al filo de los 60 años. Tuve la suerte de leer El loro de Flaubert y, desde entonces, siento debilidad por este autor británico con tendencia a la escritura divagatoria. Tampoco aquí renuncia a la divagación, aunque el libro esté centrado en la memoria de la muerte o, mejor, con la memoria de los últimos años de sus seres queridos, también, por supuesto, con los testimonios que a propósito de la muerte y sus alrededores, nos han dejado algunos de los escritores que Barnes más admira: Flaubert, Jules Renard, Alphonse Daudet o Montaigne.
Por ello, lo primero que hay que advertir es que Nada que temer no es una novela, sino un libro de ensayo literario que trata de rastrear en ese espacio especulativo del más allá. Pese a que nadie ha venido para contarlo, ese espacio ha dado lugar a un género literario que podría resumirse en esta pregunta. ¿Hay vida más allá de la muerte? Muchos escritores con la imaginación calenturienta han explorado ese mundo que nos ha sido transmitido por las religiones. Por cierto, la presencia de las religiones es fundamental en este libro. Porque uno de los fundamentos de su existencia es precisamente la promesa del más allá para los feligreses.
Barnes se declara ateo, como su familia. Pero vive rodeado de amigos religiosos en una sociedad en la que la religión ocupa un espacio. También él, así nos lo confiesa, cuando piensa en Dios, no piensa en Buda o en Mahoma, sino en Jesucristo, porque aunque no sea cristiano, ése es el Dios que domina en su cultura e, inevitablemente, es el que lleva en su cabeza, aunque no crea. Sorprende el grado de tolerancia que muestra hacia la religión. Uno piensa en el ciudadano medio anticlerical que domina entre nosotros, en el incendiario comecuras, rebotado de los excesos y de las represiones y no puede por menos de admirar a Barnes. Y no es que él no se muestre crítico, que se muestra, y mucho, con las religiones, pero no hace sangre de las contradicciones religiosas porque sabe que las religiones son necesarias para el hombre. Ni el comunismo más furibundo ha podido estirparlas porque están en la médula del hombre. Además, a Barnes, le gustaría creer, entiende que en los momentos en los que uno ve la muerte de cerca, la religión es muy consoladora y ofrece un salvoconducto para que el hoyo donde nos meten no sea la morada definitiva. Pero, nos advierte también: «no me habría gustado nacer en los estado papales en fecha tan reciente como el decenio de 1840. La educación estaba tan descuidada que sólo el dos por ciento de la población sabía leer; los curas y la policía secreta lo manejaban todo; se consideraba peligrosos a los “pensadores” de cualquier género.»
Y nos dice también: «la religión tiende al autoritarismo como el capitalismo tiende al monopolio».
En definitiva, hay mucho ingenio, mucha memoria familiar, mucha vida social, muchas catas en este tema siempre candente del más allá. Y mucha ironía, cómo no podría ser de otra manera, tratándose de Julián Barnes. Por ejemplo, hablando de los escritores, que con tanto ahínco persiguen la inmortalidad, nos recuerda una adivinanza malvada de Artur Koestler: «Es mejor para un escritor que te olviden antes de morir o morir antes de que te olviden».
El tema de la muerte suele resultar recurrente a parir de una cierta edad, por eso la juventud vive como si fuera inmortal. Pero a los cuarenta años Barnes ya estaba preocupado pues hace una anotación en su diario que rescata para este libro:
«La gente dice de la muerte: “No hay nada que temer”.
Lo dice rápidamente, con indiferencia. Ahora digámoslo otra vez, despacio, recalcando: “No hay NADA que temer».
La palabra más verdadera, más exacta, más llena de sentido es la palabra “nada”.
Barnes también nos previene de aquellos que, como Flaubert, al verse despojados de una religión, adoptan al arte como tal y se vuelven intransigentes: «La religión del arte hace peor a la gente porque alienta el desprecio por quienes no son artistas».
He aquí un libro lúcido sobre la muerte y sobre la inmortalidad, un libro lleno de recuerdos personales y de erudición en torno a un tema tan peliagudo, apto, eso sí, para lectores inteligentes y críticos con la religiones. Pese a todo las hace un homenaje cuando repasa las catedrales, las grandes cantatas, la pintura, las tallas magníficas de los retablos. Como un funámbulo, una ves más Barnes atraviesa el abismo sobre un alambre.

lunes, abril 05, 2010

Las correspondencias, Pedro G. Romero

Periférica, Cáceres, 2010. 68 pp. 12 €

Coradino Vega

Partiendo de una cita de Ezra Pound ―que uno podría imaginar tan del gusto de Agustín García Calvo―, la cual viene a decir que cuando una carta habla de amor, en el fondo de lo que está hablando es de dinero, el artista conceptual Pedro G. Romero (Aracena, 1964) presentó un proyecto en la Bienal de Venecia de 2009 que ahora la magnífica editorial Periférica nos ofrece en forma de libro. Se trata de un breve epistolario que consta de veinte misivas que se mandan habitantes de la ciudad de las fundamenta (Romero sacó sus nombres y direcciones del listín telefónico), en las que se habla de cosas como la muerte de un amigo, la venta de una pistola sumergida en un canal, el papel del intelectual, Berlusconi, la inmigración, el amor o la trama de un sabotaje ferroviario.
Pedro G. Romero no se define como un “autor con mayúsculas” que necesita su escritura para expresarse; sus formas de expresión son más variadas. Y aunque la fórmula “artista conceptual” parezca algo abstrusa e incluso pleonásmica (a mí el arte conceptual me suele dejar el complejo de no haber entendido bien el concepto al que se refiere), en Romero todo parece claro y su “cosa moderna”, como él mismo llama a su opúsculo siguiendo a Pasolini, resulta per se una obra literaria subyugante, que cala y que te hace pensar disfrutando. Porque Las correspondencias es un librito que interviene en “lo real”, que plantea un cuestionamiento ético del mundo en que vivimos, que menciona poco y sugiere mucho, y que lanza preguntas sin arrojarnos a la cabeza ninguna respuesta. Dice Romero que es un canto “a lo que se pierde”. Y lleva razón. Cuando alude a las Cartas luteranas de Pasolini, las Cartas desde la cárcel de Gramsci y Querido Miguel de Natalia Ginzburg como punto de partida, nos damos cuenta de que es un canto a un tipo de literatura hoy día poco reivindicada, la italiana del siglo XX (hasta su tono sencillo, cantarín, humorístico y preciso hace que parezca que estemos leyendo una traducción de Vittorini); a la manera de analizar el mundo que tuvieron esos mismos intelectuales, podríamos decir que “marxista” (sí y qué pasa); y al género epistolar que cuida la palabra y vehicula las emociones y que, en la actualidad, como dice Ferlosio, ha vuelto a su origen en el sentido de que las cartas se emplean únicamente como conductos oficiales, “para cosas del Reino, los notarios y los abogados o cosas de Hacienda”, añade el propio Romero. Un canto, por tanto, a una cultura perdida: la de la inteligencia crítica, la del rigor estético, la de la palabra como instrumento… Y la de la ironía. Venecia como patria del capitalismo financiero. O esta otra cita: «Ha cambiado el modo de producción (cantidades enormes, bienes superfluos, función hedonista). Pero la producción no sólo produce mercancías: produce al mismo tiempo relaciones sociales, humanidad, o sea una nueva cultura».
Un libro que se plantea esto es, en mi opinión, y dadas las circunstancias, un libro necesario. Si además es intensamente moderno (y por moderno véase Menéndez Salmón cuando refrendaba hace poco lo que cierta corriente de opinión se niega a asumir: que todos los mediterráneos han sido ya transitados y que ser moderno consiste, precisamente, en haberlos navegado y no en creer descubrirlos), y es asimismo inteligente, estimulador, conciso y hermoso, para qué seguir hablando.
Una joya más, en definitiva, para el exquisito catálogo de la editorial Periférica.