viernes, febrero 26, 2010

Laúd y cicatrices, Danilo Kiš

Trad. Luisa Fernanda Garrido y Tihomir Pistelek. Acantilado, Barcelona, 2009. 128 pp. 15 €

José Morella

En el cuento “El apátrida” se habla de las dimensiones monstruosas que adquierieron, durante el tiempo de entreguerras en Europa, las ideas de raza y origen social. Kiš dice que el gigantismo de estas ideas, que ya son de por sí banales, hace de ellas algo kitsch. La parafernalia nazi es kitsch. El orgullo nacional, entendido como orgullo de dominación, es kitsch. Crea personas que parecen muñecos o personajes de ficción mal escrita. Crea opiniones que sólo aparentan algún sentido si son gritadas, porque la cordura o la sobriedad las derriten, las fulminan. Deformidad pura en la política: la proclama hecha punto de vista. La confusión entre lo público y la publicidad de lo propio. Lo kitsch es una explicación sencilla, lúcida y dolorosa del horror de la guerra.
Una constante en la obra del escritor apátrida del cuento homónimo son las deformidades físicas de las personas, los cuerpos que se salen de la normalidad. Parece utilizar la deformidad para reflexionar sobre su contrario, eso que automatizamos y que vemos como “lo normal”. Observa a la gente de la calle: una mujer con úlceras en la cara sorbe una sopa, una enana se sube a un vagón de tren, hay un camarero al que le faltan dedos, hay un portero con un forúnculo en el cuello. El apátrida se ocupa, en sus obras, de lo que los nazis se preocupaban. Ocuparse de algo o preocuparse por algo: esa es la diferencia entre la buena política y la tiranía, entre cuidar y eliminar. La idea de pureza es el verdadero cáncer.
Segundo cuento, “Yuri Golets”: Danilo Kiš es la demostración (una más) de que la fobia a la posmodernidad no tiene sentido alguno. Leer la naturalidad con la que el relato se nutre de mensajes de contestador automático, salmos de la Biblia y un fantástico post scriptum acaba con cualquier reproche que, más que hacia lo posmoderno, debería dirigirse, si acaso, a los malos escritores independientemente de la pegatina que ellos mismos o algún crítico les adhiera al cogote. El post scriptum de “Yuri Golets” esboza en cuatro rayas la diferencia entre novela y cuento, definiendo la novela como un lugar de exploración y de sorpresa, donde abrir un armario y encontrar un abrigo de piel, por ejemplo, puede crear todo un universo nuevo, una tentación que el novelista debe tener el valor de seguir a costa del riesgo de fracasar. Que gente como Perec, Foster Wallace o Bolaño son hermanos de Danilo Kiš se hace aquí evidente.
El cuento “Laúd y cicatrices” hizo más que emocionarme o admirarme: me desmoronó por dentro. Me volvió a dar esa pedrada en la cabeza de la que nos hablaba un profesor en la facultad, hace años, para aproximarse el fenómeno de la experiencia poética. Esa cosa inexplicable que hace que sigamos leyendo para siempre como crónicos enfermos, como adictos. Un joven escritor que vive en casa de unos viejos exiliados rusos visita Moscú con la compañía de teatro en la que trabaja. La vieja señora de la casa, que lleva nueve años sin saber nada de su hermana ni de su mejor amiga, le pide al joven que las visite y traiga, a su vuelta, noticias de sus vidas. Este cuento habla de la guerra, la muerte, el sufrimiento y la experiencia de los límites, pero lo hace caminando por los límites de lo literario. El viejo Nikolai ya se lo había adviertido al joven escritor: la vida no se puede sustituir por literatura. Hay cosas, nos dice Kiš, que la literatura sólo puede consignar. No hablar sobre ellas, sólo consignar su existencia. Eso es lo máximo que puede hacerse. Lo máximo y lo mínimo son la misma cosa. Como Bolaño transcribiendo los informes forenses de las muertas de Santa Teresa. Consigar acontecimientos, señalar cosas, hacer constar datos por escrito. El punto más sofisticado es a la vez el más sencillo. Lo más grande es lo más pequeño. El mejor guía es el que va detrás. La humildad es para reinar. Hablar sobre las vidas que no han merecido ser vividas sería un desprecio, un chisme de escritor advenedizo. Por eso cuando el joven habla con la mujer de Moscú es tratado casi como un ladrón. Por eso le amenazan con llamar a la policía. Ese cuento es un aviso a los que sí tenemos vidas que merecen ser vividas. Es un buen cuento para leer cuando uno se siente con ganas de quejarse. Cuando nos hacemos la víctima, cuando ponemos a descansar nuestro malestar interior en la primera cosa exterior que tenemos a mano, como nuestro trabajo, nuestro jefe, nuestra suegra o nuestro vecino extranjero.
En todos los cuentos están presentes, en primer plano o al fondo, los viejos —pero no tanto— lugares de represión de Europa: los campos de exterminio, las celdas, pero también las calles y las casas particulares donde el silencio forzado y el dolor eran las armas más sutiles para el asesinato político (perdón por el oxímoron). Todas las muertes que pueblan el libro se relacionan de un modo distinto con esos lugares de exterminio. Algunas ocurren dentro de esos lugares; otras fuera, pero por culpa de ellos. Unas ocurren para sobrevivir a ellos; otras por haber sobrevivido. Cuando es difícil saber si un suicidio es forzado o deseado, estamos muy cerca de una dolorosa verdad de la naturaleza humana. Danilo Kiš nos enseña, como escritor y como ser humano, que la búsqueda de la belleza es inútil si prescindimos de la verdad. Y que lo contrario funciona siempre como una ley eterna: si buscas con ahínco la verdad, la belleza brotará sola sin que tú ni siquiera lo desees. Las dos cosas son una. No puedo explicarlo mejor, ni falta que hace teniendo a mano algún libro de Danilo Kiš.

jueves, febrero 25, 2010

Antecedentes, Julián Rodríguez

Mondadori, Barcelona, 2010. 105 pp. 9,90 €

Marta Sanz

Julián Rodríguez es, sin lugar a dudas, uno de los autores más interesantes del panorama actual en nuestro país. Ha escrito libros como Lo improbable, Unas vacaciones baratas en la miseria de los demás o Cultivos: poemas, ficciones y textos autobiográficos —que él denomina “piezas de resistencia”— que cuestionan los límites entre los géneros sin hacer uso de las manidas estrategias de una vanguardia reciclada que es, en sí misma, un contrasentido, un oxímoron, una imposibilidad. Julián Rodríguez no es un autor after pop ni after dark; tampoco lo era cuando escribió Mujeres, manzanas y Nevada, sus dos primeras obras que ahora se fusionan en Antecedentes.
En Antecedentes, unos individuos aparecen prendidos a otros a través de sutiles hilvanes. Los hilvanes del amor y de la familia. Se trama una fina retícula que, sin embargo, exhibe su resistencia cuando nos arraiga a un lugar y hace que, en nuestros itinerarios, proyectos de vida, injertos y trasplantes, en las pruebas para arraigar en otro sitio, siempre aparezca en la piel la mácula del desclasamiento, no como estigma, sino como constatación de que es imposible perder la memoria: una memoria que es el tiempo y también el paisaje. Los antecedentes de este libro son comunes a todas las historias porque se sitúan en esa Historia donde todos somos uno y el mismo: un territorio de miseria; un campo donde se ha dejado de sembrar la hortaliza para cultivar maíz para los cerdos. El campo original, el pueblo, donde pinchan más las hambres de las que aún no nos hemos desprendido. Tampoco del pelo de la dehesa ni de esas anemias antiguas que no se pueden borrar con lejía o aguarrás. Pertenecemos a una generación que, por mucho que se disfrace y haga titánicos esfuerzos de amnesia y desinfección, aún no ha olvidado el peso del pueblo a sus espaldas. El pueblo no se entiende, en la propuesta de Rodríguez, como un locus amoenus de belleza, bondad y prosperidad. La Historia es, en este sentido, homogénea y sólo se enfoca de otra forma a través de la diferencia de clase: la pluralidad del relato histórico no estriba en la idiosincrasia del Spain is different. La Europa y el mundo recogidos en la segunda parte de este volumen (“Textos extranjeros”) cuenta también con unos antecedentes que siempre serán tristes para el obrero del campo, el trabajador manual, el operario de la fábrica, el excluido, el desplazado. Rodríguez está planteando una paradoja política descriptiva del estado de cosas: precisamente el más pobre, al que le quedan más residuos de tierra y de boñiga en el zapato, es el más propenso al ejercicio de un olvido que lo desinsecte y lo libere de su carga; un borrado del origen que lo desclase para poder ser una persona anónima —sin procedencia, sin genealogía, álbumes de fotos, pasado...— en un mundo que, en definitiva, no existe. Los pobres propenden a creer en la fábula del hombre hecho a sí mismo y los hombres hechos a sí mismos tachan a menudo sus antecedentes penales y el analfabetismo de las madres que los parieron. La memoria, lejos de ser una herramienta de aprendizaje para llevar a cabo las correcciones de la Historia y sus historias, es un trauma, un dolor, una enfermedad que Rodríguez practica sin el vaho embellecedor de la nostalgia...
Como Arthur Bispo do Rosário, artista conceptual y povera, que cosía, cortaba, formaba sus artefactos por las habitaciones del manicomio, también Julián Rodríguez practica el arte povera y conceptual, y es, a la vez, muy rancio y muy moderno: patatas y ceniza dentro de un cubo, un embarazo que obliga a echar la vista atrás más que hacia adelante, una mujer que se abriga bajo la manta y quizá muera, pueblos donde todos los niños son amigos porque no hay ningún amigo que sea de verdad, la indispensable dureza del corazón de unas mujeres que lo que sienten en el fondo es miedo al frío y a la soledad... Hay tres textos estremecedores que muestran un oído privilegiado para captar las endemias y las pandemias afectivas de las mujeres: “Muerte”, “Terquedad” y “Patchwork (Vacío)”
Julián Rodríguez es un letraherido al que no se le transparentan las tuercas de la impostura, los artificios del lector que escribe, los tristes e inconfesables resabios. Rodríguez saca a la luz sus referencias porque sabe que su escritura no necesita camuflarlas para justificarse a sí misma; los hilos que unen las voces de este autor con otras voces fructifican en él y esos antecedentes literarios no están atravesados por un aura miserable: hay un desgajamiento entre lo vital y lo literario que sirve quizá para apaciguar el dolor, aunque los nombres, como el lenguaje, vayan mutando a lo largo de la vida (Eliza, Lil, Nanna), mientras la cosa ( yo y los otros, eso, lo que se repite en todos y es a la vez lo uno y lo otro, lo diferente y lo único) permanezca casi inalterado.
Han pasado diez años desde la primera publicación de Mujeres, manzanas y de Nevada y ahora, cuando todo corre vertiginosamente, estas letras siguen teniendo algo de inclasificable, inquietante y ultramoderno. Quizá en esa extrañeza, en esa incertidumbre, reside su inmensa autenticidad, su limpieza cortante y su poder para remover al lector, incomodarlo, haciéndole entrar en un territorio reconocible en su ingratitud a través de un lenguaje que no se cifra en el confort de las frases hechas ni de una retórica literaria previsible. Contra la soberbia de los lectores, Rodríguez opone un discurso de exploración y de permanente aventura.

miércoles, febrero 24, 2010

La ceguera de los ciervos, Carlos Frühbeck Moreno

Ediciones del Viento, A Coruña, 2009. 108 pp. 14 €

José Gutiérrez Román

Vayamos directamente al grano (por si a alguien le da pereza leer toda la crítica): he aquí un libro de cuentos extraordinario, lleno de historias que, más allá de la fascinación inicial que producen, consiguen agazaparse en nuestro interior como un animalito que nos acompañará de un modo irremediable. Pero vayamos de verdad al grano: «Nadie me creerá nunca, pero la Gran Guerra comenzó cuando mi tío Otto y mi padre cazaron en el bosque un ciervo que tenía un ojo de cristal.» Así comienza el relato que da título al libro. Con una presentación tan sugerente, uno no puede sino adentrarse entre sus páginas con el deseo y el temor, a un tiempo, de descubrir los entresijos de esta familia alemana y de las ilusiones truncadas de su narrador, como si fuera una fotografía tomada en un tiempo que parecía dispuesto para la felicidad y el progreso y que, sin embargo, al revelarse presenta un mundo que se precipita en la Primera Guerra Mundial. Y todo ello se puede ver a través de elementos simbólicos como ese ojo de cristal del ciervo. En otro cuento (“La Virgen de las Fronteras”) son las flores de plástico que el protagonista custodia en una nave industrial las que nos desvelan ese mundo imperecedero del dolor, hasta retrotraernos a los asesinatos de italianos en las minas de Basovizza, cerca de Trieste, al final de la Segunda Guerra Mundial. Pero que nadie se engañe, no se trata de relatos históricos, aunque a través de ellos podamos vislumbrar algún episodio del maltrecho siglo XX. Los cuentos que componen este libro nos regalan pedazos de vidas, exquisitos fragmentos de existencia con sus pistas y sus interrogantes, y donde lo importante quizá no sea desvelar las incógnitas, sino aceptarlas. Como si fueran nuestras. Porque tal vez lo sean. Y de este modo sentimos como propio el vacío del anciano que se proyecta en un árbol (“Que brota de la tierra”), o los desvelos de un hombre que cobran forma en los “Dibujos animados” que su joven amante realiza. También, y con suma facilidad, nos convertimos en cualquier cosa con el fin de desentrañar la armonía que habita dentro de cada ser (“La armonía de Stanley Krogg”), para luego dejar que actúen sobre nosotros las leyes de la refracción de la luz y notar el cambio de dirección que experimenta nuestra vida (“La trayectoria de la luz”, uno de los cuentos más llamativo del libro). Todo ello tejido por una escritura desbordante, donde predomina un intenso tono poético que va anudando las palabras como poderosas raíces, igual que la naturaleza que puebla estas historias y que se acaba convirtiendo en un personaje más. En estos cuentos uno aprende a mirar y a amar los árboles a través de la literatura, y viceversa. Quizá tengan algo que ver los magníficos bosques de la región italiana de Umbria, donde reside actualmente este joven autor burgalés. O quizá sea, simplemente, el buen hacer de Carlos Frühbeck Moreno el culpable de este brillante y variado conjunto de narraciones. Diferentes registros y voces se entrelazan con diversas geografías, creando un singular espacio narrativo por donde vemos desfilar seres desvalidos, que permanecen amarrados a ideas o vidas que se evaporan tras de sí. Los dos últimos relatos así lo atestiguan: “Extranjeros y fantasmas” y “El lenguaje de las vidrieras” rascan con cuidado en la memoria de sus personajes para que podamos apreciar, poco a poco, cada una de sus capas. Lo intuimos, igual que ellos: «la luz (…) sólo sirve para iluminar su cansancio delante del espejo». Y es esa misma luz la que, quizá, también nos ciega. Como a los ciervos.

martes, febrero 23, 2010

La fiesta del oso, Jordi Soler

Mondadori, Barcelona, 2009. 157 pp. 16,90 €

Coradino Vega

Lo primero que a uno le viene a la cabeza al leer el comienzo de La fiesta del oso es que se puede seguir escribiendo sobre la guerra civil, sin ser acusado de tener caspa en los hombros o de andar “artísticamente” desfasado. Y es que, como decía Javier Cercas hace poco, en literatura, al fin y al cabo, lo que más importa es la forma.
Bueno.
En efecto, lo que Jordi Soler nos aporta con esta novela es una nueva forma, una sintaxis, si no del todo original, sí efectiva y moderna para tratar ese gran tema tratado, de una manera u otra, por casi todos lo que opinan al respecto. Más allá del recurrente recurso a la autoficción, la prosa de Soler nos hace pensar en una especie de “segunda escuela de Barcelona” por sus coincidencias temáticas con el propio Cercas, tonales con Vila-Matas y fabuladoras con Bolaño. Una manera de escribir atávica y atractiva que nos confirma lo que ya sabíamos por Los rojos de ultramar o La última hora del último día: que Jordi Soler es un narrador excelente.
En La fiesta del oso, el narrador hispano-mexicano llamado Jordi Soler retoma el hilo de Los rojos de ultramar intentando descubrir qué fue del hermano de su abuelo Arcadi, Oriol, que desapareció en los Pirineos con la huida del ejército republicano en febrero de 1939. Pero el tema de la guerra civil se nos antoja aquí como pretexto para contar otra historia, un relato en el que hay criaturas del bosque, un gigante, una mujer que amputa miembros, judíos que huyen del Reich, el mito de un oso y pueblecitos del sur de Francia. Porque la guerra sólo opera de inicio para la reconstrucción de la vida del tío Oriol ―al que todos, menos Arcadi, consideraban muerto―, gracias a una muy literaria coincidencia que permite que la novela se convierta en la revisión de la gloriosa mitificación del antepasado, al que no se le puede imaginar ninguna clase de fragilidad, mezquindad o destino humanos. Lenguaje y pretexto confluyen en el humor y en un cuestionamiento de la razón de ser del propósito: ¿merece la pena averiguar los hechos para contarlos? Conteste el lector. Lo que yo he visto es un tan brillante ejercicio literario, que hace muy difícil detectar cuáles son los huecos de ese propósito.

lunes, febrero 22, 2010

Profundidad de campo, Yolanda Castaño

Ed. Bilingüe. Visor, Madrid, 2009. 95 pp. 10 €

Ariadna G. García

Profundidad de campo, último libro de poemas de Yolanda Castaño (1977), reflexiona sobre preocupaciones filosófico-morales que, si bien reflejan la angustia de una voz narradora del siglo XXI, son típicamente renacentistas. El texto plantea a sus lectores un par de problemas: la construcción de la identidad y la existencia o no del libre albedrío. Estos asuntos, a su vez, se expanden desde un centro irradiando ondas cada vez mayores. Así, en torno al tema de la “identidad” orbitan, entre otros, los siguientes: el contraste entre la apariencia y la realidad, la auto-valoración de la imagen y su recepción, la represión externa… En cuanto al motivo del “libre albedrío”, genera círculos concéntricos que se adentran en la exploración de dos conceptos: el miedo (a la libertad) y el siervo arbitrio.
El orden narrativo del poemario no es lineal. Yolanda Castaño no reconstruye cronológicamente la historia o la vivencia del sujeto lírico que habla. La autora recurre constantemente a la acronía para describirnos situaciones reales transcurridas en el pasado o situaciones hipotéticas que pueden darse en un futuro posible. El presente no existe. Esta falta de progresión narrativa, de avance emocional o biográfico produce una emoción de parálisis, de estancamiento, a la que contribuye también la falta de respuesta a los problemas planteados en el libro.
Lejos estamos ahora de la confianza renacentista en que cada cual es dueño de su albedrío para modelarse a su gusto y transformarse. Del optimismo del siglo XVI pasamos a la duda de comienzos del siglo XXI.
Yolanda Castaño expresa la incertidumbre de su protagonista por medio de dos recursos: la pregunta retórica («¿Si me fueran por las cosas/ me querríais acaso más?” p. 9, “¿Habré encontrado de mí hacia mí mi propio peaje?» p. 39) y la antítesis. Ésta, incluso, llega a convertirse en eje de todo un poema: Freak of nature, composición deudora del debate medieval por cuanto dos interlocutores deliberan, desde puntos de vista contrarios, sobre un tema establecido: la libertad. El texto se localiza espacialmente en un teatro. El primero de los interlocutores, de identidad anónima, representa la negación del albedrío, el rechazo de la voluntad y la incapacidad de elección («ama Pinocho cada hilo con miedo abrumador» p. 27). Por su parte, el muñeco de madera simboliza la lucha por la auto-afirmación de la existencia («Si digo ser yo quien baila es que soy yo quien baila» p. 31).
El sentimiento de duda, además, trae consigo el de frustración, que el sujeto lírico oculta bajo la belleza de su rostro y de su cuerpo. Este violento contraste entre la apariencia y la realidad retoma un tema clásico de nuestra literatura de los Siglos de Oro, si bien lo somete a un proceso de reelaboración. La falta de correspondencia entre las virtudes del cuerpo y las imperfecciones del alma nada tiene que ver con lejanos motivos de corte religioso. La hipocresía de entonces ha sido desplazada, como tema, por el desengaño de ahora. Los desórdenes de la razón y de la sensualidad (es decir, los pecados capitales), enmascarados por el hábito sacerdotal, son sustituidos por la angustia, la soledad, la culpa… por el dolor, en suma, que generan las expectativas vitales que no se cumplen («mi propio sueño se marchó de mí conmigo» p. 7), el desconocimiento de la propia identidad («preguntar a los demás quién demonios era yo» p. 13) o la represión afectivo-moral («la letra entra con sangre en las conciencias o en los coños» p. 59).
Como consecuencia de la incertidumbre y del dolor descritos, la existencia de la protagonista del texto es “aciaga”. Por ello, Yolanda proyecta su perfil más pesimista en Highway to heaven. En este poema, el «monstruo hermoso y abatido» (p. 55) en que se ha convertido el sujeto que enuncia nos descubre sus tendencias auto-destructivas. El texto contrapone dos ámbitos distintos: la vida y la muerte. Para evocar el primero, utiliza un par de metáforas («sonrosados huesos”, “belleza de espiga»). A este colorido enfrenta imágenes de deterioro y destrucción («Si en este preciso instante/ cruzase por mi carril la más ínfima desventura/ y mi joven fortuna saltase por los aires,/ nadie vería nada de turbio o sospechoso/ en la rutilante belleza/ de mi cadáver sobre el arcén» p. 19).
En conclusión, Yolanda Castaño establece con su libro un doble diálogo. Para empezar, con la tradición literaria. A los motivos analizados, de cuño medieval y renacentista, podemos añadir otros tres: el tempus fugit (o la fugacidad de la vida y de la belleza), heredero de la elegía clásica; la atracción por la muerte y la importancia del destino (de origen romántico). Y por último, entabla un debate con los valores sociales de su época. Yolanda nos presenta a un personaje angustiado, zarandeado por la duda, reprimido en pleno proceso de construcción de su identidad. Ahora bien, la autora no impone su mirada o su interpretación del mundo a los lectores. Sus poemas no afirman, interrogan. A esta intención crítica, ideológica, obedece la estética del libro. El discurso se presenta en fragmentos porque la vida no se puede nombrar. La realidad es múltiple. Está en continuo proceso de crisis, de transformación. Y el lenguaje no tiene acceso a ella.
Profundidad de campo, premio Ojo Crítico de RNE 2009, coloca, por méritos propios, a su autora entre los poetas más relevantes del siglo XXI. Su desafío estético-ideológico no deja indiferente. Quien lo leyó lo sabe.

viernes, febrero 19, 2010

Nuevas greguerías, Ramón Gómez de la Serna

Fotos de Chema Madoz. La Fábrica, Madrid, 2009. 150 pp. 22 €

Ignacio Sanz

«En el diccionario todas las palabras juegan al escondite con uno». «Las palabras son el esqueleto de las cosas. Por eso duran más que ellas». «El hombre que corre en bicicleta parece que va montado en su esqueleto metálico». Resulta inagotable el gran Ramón. Por eso sigue ahí, con sus greguerías, alumbrando el camino a todos aquellos que no se conforman con narrar una historia, los que tratan de sacar punta al idioma, los que luchan por hacerlo más plástico, más elástico y saltarín. «Soñar es bailar». ¿Se puede decir con más contundencia? Difícilmente. Ramón tiene vocación de contorsionista de las palabras. Pero también le gusta el regate en corto y el pase insólito e inesperado, como esos futbolistas que, de pronto, te desconciertan porque lanzan el balón a dónde nadie imaginaba y, como pillan a todos con el pie cambiado, desencadenan una baile insólito en el terreno de juego. Así es Ramón con las greguerías. «Café: tinta para escribir pensamientos recónditos». La literatura española desde la segunda mitad del siglo XX para acá está llena de deudas con Ramón. Pienso en Umbral, su hijo putativo más directo. Y en tantos y tantos poetas. Lo cierto es que las greguerías de Ramón nos siguen atrapando.
La clave de todo nos la da la hispanista Laurie-Anne Laget en la introducción de este libro espléndidamente editado, cuando nos recuerda la descripción que el propio Ramón hace de Tristán, su alter ego: «No es un escritor, ni un pensador, es un mirador , la única facultad verdadera y aérea: mira. Nada más».
Pero qué aguda su mirada: «Metidos en la sombra estamos de luto». «La paradojas van bien al guiso de escribir como las almejas al arroz». Ya digo que resulta inagotable. Nada tan romo, tan cansino, como una realidad descrita con realismo. El idioma en las manos de Ramón de convierte en un salmón que regresa a su guarida haciendo cabriolas para remontar el curso bravo del río.
Las 150 páginas de este libro regado de greguerías están salpicadas de fotos de Chema Madoz. Las fotos de Madoz son greguerías visuales, puras paradojas desconcertantes que crean en el espectador la misma sensación de asombro que las propias greguerías. Ambos artistas viven en sintonía complementaria en ese afán por distorsionar la realidad poniendo a bailar elementos contradictorios sobre el escenario para crear una realidad nueva.
Viéndolos juntos uno piensa en la deuda que la publicidad y el diseño tienen con estos dos artistas capaces de sacar leche de un botijo, como diría una caramelera de mi pueblo de algunos miembros de la Iglesia, en feliz expresión potencialmente ramoniana.
Por lo demás, la edición es impecable; un libro que invita a ser tocado, a ser dejado sobre la mesa por el simple placer de regresar a él unas horas más tarde, a ese un manantial que no se extingue porque siempre encontramos en él una faceta nueva en esa greguería que ya habíamos leído o en esa foto de Madoz híspida, mordaz o simplemente poética. La paradoja siempre.

jueves, febrero 18, 2010

Jerjes conquista el mar, Óscar Esquivias

Ediciones del Viento, A Coruña, 2009 (Reedición). 144 pp. 14 €

Amadeo Cobas

El Jerjes de esta historia (cuyo nombre se lo puso su padre, que era “muy leído”) tiene la tierna inocencia que le causa un leve retraso mental, con una madre sobreprotectora que teme que cualquiera se aproveche y se burle de su hijo, por eso lo vigila con celo y, aunque disimule, trata de gobernarle la vida condicionando su toma de decisiones. Claro ejemplo cuando él quiere cambiar de empleo. Jerjes trabaja en la Telefónica y tiene un compañero (ambos colocados gracias a un programa de Integración) distinto a él, más avispado, que trata de despabilar al protagonista… Así será, sí, pero acaban metiéndose los dos en algún que otro lío.
Frente a este escaparate laboral, bajo las amplias cristaleras del edificio de la Telefónica, encontramos a una librera que vende libros de lance… Si quiere, claro, porque hay días en que está de especial mal humor, y se niega a vender nada, expulsando a los posibles clientes entre insultos y vituperios. ¡Vaya carácter que tiene la señora!
Nace una relación extraña, comprador-vendedor, entre Jerjes y ella, saltando chispas con los desplantes de la anciana, convirtiéndose ambos en “la loca y el tontito”, según malintencionada interpretación de los demás libreros que, estos sí, tratan de vender su mercancía sin permitirse el lujo de despreciar a los que han de pagar.
A Jerjes le regala una cámara de fotos el novio de su madre, y con cada disparo se abre un mundo nuevo para él, inimaginable. Despierta su interés por la fotografía. En blanco y negro porque su madre le dice que son más artísticas. Y se inicia su porfía con la librera a cuento de un álbum antiguo de fotos que quiere conseguir y ella se niega a vender… y que dará mucho juego en la novela.
La simpleza de Jerjes enternece al lector, se apodera de las páginas como si contempláramos un aluvión desperezándose a cámara lenta. El autor dosifica el dar a conocer las características del protagonista con la cadencia que remeda el tardo entendimiento de Jerjes, su incapacidad para decir “no”, su facilidad para aceptar lo que los mayores le aconsejan. Al fin, es un niño de 19 años.
En la batalla de Salamina el rey Jerjes (del que toma el nombre el “nuestro”) se hizo construir un alto trono desde el que oteaba el desarrollo de la lucha naval de su ejército persa contra la flota griega; el Jerjes de Óscar Esquivias dice sentirse como en la guerra mientras espía con el zoom de su cámara las ventanas del hotel de enfrente, la calle, los vendedores, mendigos, personas anónimas. El rey persa fue derrotado en este combate. En la batalla de las Termópilas, Leónidas, rey de Esparta, y sus 300 hoplitas pusieron en jaque al todopoderoso ejército de Jerjes, causándole numerosas bajas, aunque finalmente venció la batalla el más fuerte y su venganza fue cruenta; Óscar Esquivias traza la vida de un chaval sin un ápice de maldad, que se deja mangonear por todo el mundo, pero que pese a ello es feliz. No tienen nada en común ambos Jerjes. El nombre.
El tratamiento dado en esta novela a los personajes, su punto más fuerte, se resguarda con la madre de Jerjes, auténtico gigante cuidando de su retoño; se ampara en Duque, el compañero de trabajo que profiere un ¡Despierta, Jerjes! a cada instante; se enfrenta con el reto de sacar algo positivo de la librera “loca”, lográndolo con creces; y se adorna con unos cuantos secundarios bien importantes para lograr que el diálogo, cauce inmejorable y fuente inspiradora del devenir de esta historia, meza la narración con frescura y agilidad.
La imaginación desbordada de Esquivias queda patente por ejemplo en la olla a la que le dio por silbar La cucaracha con su válvula de seguridad, o en el paralelismo pretendido entre la Venus de Milo y las extranjeras varias que vienen de veraneo a España…
Se lee el libro en un santiamén, de un trago; los capítulos son breves cual intelecto de Jerjes para que lo fútil y abstruso lo digieran los osados lectores de novelas plúmbeas, rollizas y rolleras. Pone el escritor en labios de la librera ¿loca? este axioma: «Hay que huir de los libros malos: ocupan nuestro espacio, nuestro tiempo, el esfuerzo y la mente, ¡son unos parásitos! No merece la pena perder energías con ellos. Luego es muy difícil echar un libro de una casa». Este libro (reeditado primorosamente por Ediciones del Viento, felicitaciones por ello) se adueñará de su casa, lucirá en el anaquel donde lo depositen tras leerlo… antes de releerlo de nuevo. Quien está sediento y se bebe un refresco frío sacia su sed. Esta sensación tan agradable es la que deja esta historia.
Ya me contarán.

miércoles, febrero 17, 2010

La nave de los muertos, B. Traven

Trad. Roberto Bravo de la Barga. Acantilado, Barcelona, 2009. 352 pp. 22 €

Julián Díez

Escribir sobre un libro de B. Traven sin caer en la tentación de mencionar que se trata de uno de los narradores más misteriosos del siglo XX es casi imposible. Sin embargo, se trata de algo especialmente relevante cuando hablamos de La nave de los muertos, su primera novela, tal vez autobiográfica, sin duda reveladora de su ideologíao, y de las razones por las que el desconocido autor, escritor en lengua alemana, tal vez nacido en Estados Unidos, seguramente muerto en México, merece una cierta leyenda.
Porque hay indicios extraliterarios que señalan que la desventura de Gerard Gales, marinero estadounidense que queda abandonado sin documentación ni posesiones en el puerto de Amberes, es al menos en parte la de Traven durante una fase temprana de su vida. Y desde luego el posterior deambular del personaje por toda Europa, sin encontrar donde asentarse ni cómo lograr un trabajo para salir de su difícil condición, es un reflejo de las inquietudes políticas de Traven, de su desengaño de la sociedad que le hizo no sólo convertirse en un fantasma, sino defender posiciones nihilistas y pro anarquistas en el resto de su obra.
No hay esperanza para los desposeídos como Gales, que termina por recalar en un barco, el Yorikke, que tal vez sea una alegoría del capitalismo, con una situación que podría resultar chocante entonces pero que hoy es extremadamente familiar: es un buque que resulta preferible hundir, para cobrar el seguro, que utilizar. Y por tanto recalarán en él otros desgraciados como Gales, los últimos deshechos de la sociedad, incapaces ni tan siquiera de tener una identidad demostrable.
Si en El tesoro de Sierra Madre, la obra más conocida de Traven, el pesimismo se destilaba en gotas de humor negro, en esta novela es un golpeteo constante y abrumador. Empezando por la voz narrativa de la obra, una primera persona aturullada, en la que el autor se encarna en un Gerard Gales incapaz de salir de su propio desastre tanto por su entorno como por sus propias limitaciones, y que a mí recuerda por muchos motivos la demoledora narración de Knut Hamsun en su magistral Hambre.
En la segunda parte, ya en el Yorikke, la voz narrativa se asienta un tanto, pierde buena parte de los modismos en distintos idiomas que le daban sabor y brilla en cambio el relato crudo de la vida marinera, alejada de cualquier romanticismo para deslizarse en cambio a un naturalismo que acentúa el efecto dramático de los detalles siniestros.
La nave de los muertos es de esas novelas que se leen con preocupación e incomodidad, pero que no pueden dejarse por lo que supondría de traición a nuestra condición de lectores activos. No sé si la disfruté; no me arrepiento en absoluto de haberla leído.

martes, febrero 16, 2010

Libélula, Enric Balasch

Suma de Letras, Madrid, 2009. 316 pp. 18 €

Rubén Castillo Gallego

Me habían hablado con admiración de los libros de Enric Balasch, pero aún no había tenido oportunidad de leer ninguno. Así que cuando salió Libélula no quise perder la ocasión de sumergirme en sus páginas. Y la experiencia, conviene declararlo ya, me ha satisfecho. Tanto que, con carácter retroactivo, buscaré las demás producciones del autor para incorporarlas a mi catálogo de lecturas. Libélula es una obra fluida, inteligente y clásica, en el mejor de los sentidos: nos presenta a unos personajes bien hechos, dentro de una trama bien organizada, con un lenguaje bien escogido y con un final bien calculado. O sea, la difícil fórmula de las buenas novelas. En esta ocasión, Balasch nos pone ante los ojos una partida implacable de ajedrez, donde cada movimiento de las piezas obedece a un estricto protocolo enigmático: Joaquín Ayuso es un antiguo legionario de Guijo de Gredos que, tras haber perdido a la mujer de su vida mientras permanecía en el Tercio, se ha instalado de nuevo en el pueblo para dedicarse a la ganadería. Durante muchos años, su situación se ha mantenido estable, hasta que un robo sacrílego (alguien ha sustraído la original reliquia que engalanaba la iglesia del pueblo) moviliza a las fuerzas vivas de la localidad, que lo requieren para que la recupere en donde se supone que ahora está: en Madrid. Con este detonante, y con la golosina de saber que en la capital se encuentra también Ángela, la mujer que lo abandonó y a la que quiere recuperar a toda costa, el empresario se desplaza hacia la ciudad que actúa como rompeolas de todas las Españas, según dijo el poeta. A partir de ese momento es cuando Enric Balasch pone en acción todos los recursos de una excelente novela policial, con pistas que se van encadenando, personas que le suministran ciertas informaciones que Joaquín procesará e irá uniendo entre sí, deducciones lógicas que en ningún caso son forzadas más allá de lo verosímil, e incluso un misterioso antagonista que, armado con una CZ-100 con punto de mira láser, se dedica a ir tras el antiguo legionario y mata a quienes le estorban en su trayecto (el dueño de una librería, un proxeneta centroeuropeo, un antiguo policía que ahora trabaja ocasionalmente como detective). Sobre el final, por elegancia torera y por decencia crítica, no les comento nada, salvo que les resultará tan sorprendente como bien hilvanado: inquietud, tensión, pragmatismo y humor son algunos de los elementos que Balasch introduce en las últimas páginas, para deleite de sus lectores. ¿Rasgos negativos? Pues no demasiados, francamente, salvo la conversación que el capitán Soriano y Joaquín Ayuso mantienen con el psiquiatra Bartolomé Laguna en el capítulo 11 (que adolece de una excesiva cantidad de informaciones, introducidas con calzador en el cuerpo de la novela) y una cierta ñoñería en las imágenes que se eligen para definir, por ejemplo, cosas tan naturales como el orgasmo (“derramar su elixir”, “vaciar su almíbar”). Por lo demás, un libro muy digno de elogios.

lunes, febrero 15, 2010

El corazón de los caballos, Miguel Ángel Muñoz

Alcalá, Jaén, 2009. 145 pp. 14.90 €

Pedro M. Domene

La memoria resulta, en ocasiones, profundamente engañosa, repleta de distorsiones y de errores, incluso de esas omisiones y trampas que, el paso del tiempo, tamiza pero que con algo de suerte pueden convertirse en ficción y por tanto en una auténtica historia, tanto es así que estamos narrando continuamente nuestras vidas, rescribiéndolas en un devenir cotidiano. Recorremos ciertos lugares ocultos a los que no tenemos acceso y el miedo, el riesgo, lo desconocido, o el no saber, se convierten en esas fuerzas que nos empujan como si todo lo vislumbrásemos desde una superficie. Para zafarnos de esos riesgos, de esos miedos, para dejarnos envolver por lo ajeno, nos vemos forzados a explorar terrenos interpersonales bastante desconocidos y solo así hacemos frente a nuestros propios sentimientos de vulnerabilidad, de inquietud, o desesperación que solo al final logramos exorcizar. Vivimos experiencias que nos obligan a mirar muy profundamente dentro de nosotros; acudimos a nuestra intuición que nos supone una toma de conciencia que bien puede parecerse a un plano metafísico que respalda nuestra autoafirmación. Destruimos barreras de miedo como si de un auténtico desafío se tratara; y solo cuando somos honestos con nosotros mismos, observamos que esa realidad forma parte del resto de la gente, que dependemos, en cierta medida, de cierta espontaneidad y que ninguna técnica nos sirve como de una solución terapéutica.
Todo este preámbulo a propósito del libro, El corazón de los caballos, obra ganadora del II Premio Internacional de Novela Rafael Ceballos 2009, cuyo autor Miguel Ángel Muñoz (Almería, 1970), había publicado hasta el momento dos colecciones de cuentos El síndrome Chejov (2006) y Quédate donde estás (2009). El corazón de los caballos, se concreta en un juego de voces, entre las que sobresale una, con la que se irán hilvanando, en una calculada sucesión, otras historias que se superponen a lo largo del relato, aunque todas se irán completando en una visión única sobre temas tan variados como el mundo del erotismo, los amores tormentosos, el fracaso y esas exculpaciones voluntarias que, de alguna manera, justifican alguno de los muchos secretos que esconde Víctor, el personaje que se confiesa en esta narración. Una temporalidad manifiesta, desvela el proceso a que recurre el narrador para contar, durante su viaje desde el Sur hasta el Pirineo, capítulos pasados de su vida reciente y en las circunstancias en que se desenvolvieron. Este proceso narrativo resulta obvio, en un relato de iniciación como el desarrollado por la voz protagonista. El viaje sirve de ardid para desencadenar ciertos hechos de la memoria y a través de ella, el protagonista, nos descubre ciertos episodios de su pasado, al tiempo que, a medida que trascurre la narración, vislumbra un devastador final.
Roza este relato, visto desde esta perspectiva, el existencialismo francés que propugnaba el significado y la esencia de los seres humanos, su libertad y su temporalidad, es decir, escudriñaba en lo más profundo de la condición humana, y que, con el paso del tiempo, se le ha atribuido un carácter vivencial, ligado a los dilemas, estragos, contradicciones y estupidez humanas, que es lo que retrata la relación entre Andrés, un joven escritor que va a recibir un premio literario, en Asie, un lejano pueblo en el Pirineo aragonés, y Víctor, el prometedor estudiante de matemáticas, con quien ha tenido una reciente relación amorosa. Aunque emprenden el viaje, conscientes de su fracasada relación, al hilo, esa memoria engañosa apuntada, le devuelve a Víctor otros sonados fracasos: el de su abuelo, el de sus padres, una adolescente iniciación al sexo junto a Eva, la chica más guapa del instituto, incluso su futuro profesional en el mundo de la investigación de la Teoría de Códigos en el Departamento de Matemáticas de la universidad donde había estudiado, el viejo que cuenta la extraña historia del poeta portugués Manuel Miguéis, incluso el recurso de contar una historia como la destrucción de Sarajevo ante los ojos de una profesora que vive el asedio de la ciudad y la rotundidad final del desengaño en el desenlace de la novela: Inés Mara, la novelista fetiche de su compañero Andrés a quien le entregará el premio y, en su presencia, lo llevará a otra dimensión de la vida literaria. Curioso el guiño.
El corazón de los caballos es una novela atrevida, en su propia configuración y arriesgada en su estructura (dos posibles momentos enmarcados en una fecha concreta: diciembre de 1995, con oscilaciones temporales hasta un curso escolar en 1988-1989), que no permite en ningún momento la identificación de un posible lector aunque, de alguna forma, pueda sentirse atraído por cómo se desarrolla la narración y las sucesivas tensiones a las que el novelista somete a sus personajes y por extensión a quien lee, porque sigue página tras página esa rencorosa visión de Víctor sobre el mundo, la violencia acumulada que lo lleva a algunas actuaciones reprobables, dosificadas en parte por la belleza de una bondad humana que, literariamente, salvan a nuestro protagonista, víctima en todo caso de la sociedad actual.

viernes, febrero 12, 2010

Vivir sin poesía, Peter Handke

Edición bilingüe. Trad. y prólogo: Sandra Santana. Bartleby, Madrid, 2009. 547 pp. 24 €

José Manuel de la Huerga

La voz del austriaco Peter Handke se empasta con la vida. No sé dónde están los límites entre vivir la vida y leerla, si es que los hay. Ambos actos son complementarios y su deterioro o su plenitud equivalen a lo mismo. Cuando se lee a Peter Handke se atisba la intención de nuestro poeta Antonio Gamoneda al marcar diferencias entre Poesía y Literatura. Para el leonés la literatura es artificio, oficio, ficción… y la Poesía es una manera de estar en el mundo, intuir sus coordenadas, siempre en precario. No es un género, no es arte, es una forma radical de entender la vida. Poesía es Federico García Lorca, pero también Franz Kafka.
Con Peter Handke me ocurre algo parecido. Basta que se quiera escaquear del compromiso dogmático de la partición en géneros de la literatura, para que a este que escribe le empiece a gustar la música de su discurso. Basta que negara a la editora su poesía, que dijera que él no escribe poesía, que titulara su obra Vivir sin poesía, para que concitara más simpatías.
Lo de Peter Handke es más que una pose. Oído en tierra, está atento a la vida y en paralelo a sus novelas, sus obras de teatro, su cine, sus anotaciones de diario o su compromiso político hasta el conflicto, desarrolla su labor poética, o sea, de creación en el sentido más vasto del término. Baste señalar que su segunda entrega en esta poesía completa, El fin del deambular, se desarrolla entre 1977 y 2005. Su obra, vamos a decir, en verso, está siempre abierta y en paralelo discurre con el resto de actos de comprensión de la vida.
Leí por primera vez a Handke por los noventa, cuando Eustaquio Barjau nos dio una inmejorable traducción del capital Poema a la duración. El texto me imantó, a pesar de que había partes oscuras, de comprensión ambigua. Pero aquella voz del cuidado, de análisis delicado de la realidad, del amor a las pequeñas cosas y la contemplación gozosa de su estela en el mundo, que es la duración del hombre en la vida, me conmovió. Era un poema de largo aliento que me obligaba a volver sobre él, y donde como en otro lugar más de la duración, este lector encontraba ese murmullo de agua que es la delicia de un buen poema que reflexiona.
Ahora, veinte años después, Bartleby publica su poesía completa, en excelente traducción de Sandra Santana, y por si fuera poco, con una introducción exigente y luminosa que sitúa la poesía de Handke en el eje central de su quehacer: desentrañar los mecanismos, ya sean lingüísticos, pseudosentimentales o filosóficos, que construyen el paso de un hombre solo por el mundo.
Abre el libro su primer poemario cuyo título remite a las traiciones del lenguaje a la verdad y a la vida: El mundo interior del mundo exterior del mundo interior. Ese bucle mareante nos permite meter siquiera la uña en la interpretación de la realidad, no ya como un plano simple, sino como una superficie rugosa, compleja, donde la superficie sonora del lenguaje oculta un territorio interior/exterior, falso, que debe ser desmontado. «Con la palabra yo comenzaron las dificultades.» «MI lo utiliza el comisario para el asesinato que está esclareciendo, pero no para el asesinato en sí mismo;/ lo utiliza el preso para su celda,/ pero no para toda la prisión.» Desenmascarar las falacias del lenguaje: primera estación en el viaje.
La misma exigencia de despojamiento del lenguaje que sostenía la primera entrega se mantendrá en El fin del deambular, pero focalizando su interés y hundiendo el escalpelo en los actos de la vida. La magistral superposición de momentos memorables narrativos configuran una radical manera de mirarle a los ojos a la vida, a pesar de la soledad o del desamor, donde el paisaje funciona como interpelador de un estado de ánimo siempre esquivo. Los poemas de El fin del deambular son haikús, tankas brevísimos, apenas esbozo de un estado de ánimo proyectado sobre la vida que se intenta, una vez más, poner en tela de juicio, en exigente tensión extrema: «Con fuerza soplaba el viento en el viento,/ El cielo azuleaba en el cielo, / Aparecía el sol en el sol,/ El mar arreciaba el mar.»
Pero la que es, sin duda, la pieza capital de este libro es el Poema a la duración. Qué sé yo las veces que he podido leerlo. Déjenme que trascriba sus primeros versos, emocionantes como el comienzo de una hermosa sinfonía: «Hace tiempo que quiero escribir sobre la duración, /pero no un ensayo, ni una escena ni una historia:/la duración insta a escribir un poema. /Quiero preguntarme con un poema,/recordar con un poema,/afirmar y conservar con un poema/ lo que es la duración.» Y partir de ahí superponiendo magistralmente situaciones narrativas, lugares y paseos, personas y recuerdos, a fogonazos, matizando, negando, regresando, esquivando, afirmando, Peter Handke termina definiendo ese estado sublime, casi místico que el filósofo Henri Bergson había intentado definir, pero del que se le escapaban datos y que sólo a través de superposiciones, aproximaciones seríamos capaces de entender. Curiosamente, Handke, a partir del lenguaje religioso, muy poético, por aquello del religare, que es volver a unir, unir lo separado, define duración: la sensación de plenitud del hombre en el mundo, por encima del tiempo, más allá de la denotación/convención de presente, pasado y futuro, más allá de la historia oficial, surcado de memoria, de los que le precedieron, los que vendrán después, los gestos humildes, sencillos, anónimos, los lugares donde la mente se serena y deja escuchar ese balbuceo primordial acompasado con la vida y el mundo… Lean el poema, es sublime. Les aseguro que es una experiencia de la que saldrán de manera diferente a como entraron. Al final la emoción embarga, qué curioso, este poeta que utilizaba el lenguaje para abrir en canal nuestras falacias, termina apelando al sentimiento, a las lágrimas de la duración, que son las de la felicidad, tras tener amarrada en el poema esa rara avis que es la duración. Cuando terminó el texto seguramente Handke sabía que había escrito algo grande, por lo que valía la pena llevar cuarenta años dando sobre el mismo yunque.
El siguiente libro, y último, Vivir sin poesía, contiene cuatro poemas también de largo aliento, aunque de menor vuelo filosófico. La percepción de la realidad en los momentos de la negación, en el duermevela, en las etapas abúlicas de la vida, donde curiosamente puede esconderse el sentido, un verdadero sentido.
La poesía de Handke no defrauda, ni siquiera comparada con el narrador o con el dietaristas ni con el guionista de hermosas películas como Cielo sobre Berlín, en compañía de su amigo Wim Wenders. Su poesía no es complementaria, es matriz, es esencia de su comprensión del mundo y diálogo con los otros tipos de creaciones de igual a igual.

jueves, febrero 11, 2010

El sillón maldito, Gaston Leroux

Trad. y notas de Cristina Ridruejo. Prólogo de Luis Alberto de Cuenca. El olivo azul, Córdoba, 2009. 181 pp. 18 €

Marta Sanz

Más allá de su atractivo turístico como ciudad de la luz y de los enamorados, el Sena, los cafés y los románticos rincones, el París del siglo XIX debió de ser un lugar perturbador. Me refiero al París de las gárgolas de Notre Dame entre las que Quasimodo, con permiso de Victor Hugo, asoma la cabeza para espiar a Esmeralda; al París de los Misterios de Eugenio Sue, donde más tarde Georges du Maurier fijó la residencia de Svengali, el hipnotizador melómano, y de Trilby, la bella costurera con una oreja enfrente de la otra que se reconvierte en prima donna operística gracias al mesmerismo; el París donde una corte de artistas bohemios procedentes de todo el mundo se veía implicada en excéntricas aventuras de honor, bebedizos y retratos de mujeres con mirada de pantera que nos siguen con los ojos por la sala del museo o de hombres, cuyo rostro cubre una máscara de raso, que raptan a sus enamoradas y tocan el órgano en los pasadizos secretos de un teatro de la ópera; me refiero al París de los hurtos de guante blanco de Arsenio Lupin y a este París pneumático que Leroux reconstruye, como un decorado nocturno, en El sillón maldito. El lector, que mete la patita en el texto de la misma manera que los ingenuos pupilos de Mary Poppins se sumergen en las baldosas pintadas del deshollinador, imagina que, al atravesar la puerta de un edificio, detrás de la fachada pintada primorosamente, encontrará el vacío y el apuntalamiento de la tramoya. Excepto en aquellos casos en los que la escena precise de interiores: la Sala del Diccionario en la Academia; la trastienda barroca del negocio de Lalouette, el anticuario; el sótano del gran Loustalot que moja la pluma en la tabaquera y se lleva la tinta a la nariz anhelando el aroma y el cosquilleo de las fibras y el polvillo del tabaco...
Pero si los escenarios de El sillón maldito recrean una parafernalia relacionada a la vez con el misterio, el encantamiento, el peligro y el glamour; una forma de artificiosidad del paisaje urbano en la que cada hombre y cada mujer han de convertirse a la fuerza en personaje, engrandeciéndose en una época en la que la naturalidad se asocia a la grosería, y el refinamiento, la civilización, la sofisticación y los paraísos artificiales, a la belleza; si estos escenarios se han grabado como antojo de nacimiento en nuestro archivo visual, no menos impresión causan los personajes que, como caricaturas de delicada factura realista, atraviesan cada ambiente: el ya citado anticuario Lalouette, aspirante a un sillón de la Academia- al que le falta por cumplir con un peculiar requisito para ser el candidato perfecto- y el señor Patard, Secretario Perpetuo de la gloriosa institución, constituyen los dos divertidísimos e ingenuos focos narrativos de una obra por la que pululan eficaces “secundarios” como el gran Loustalot, la supersticiosa Babette, el gigante, la imponente señora de Lalouette o el misteriosísimo mago Eliphas de Saint-Elme de Tailleburg de La Nox. En una palabra, un mundo de hechiceros, científicos locos, ambiciosos burgueses, sensaciones y sensacionalismo, patologías e hiperestesia, iletrada plebe buena y enardecida, supersticiones, músicos nocturnos, pícaros, perros hambrientos, prisioneros enjaulados, gritos desgarradores, cartas venenosas como áspides, cuartitos secretos y una esposa de escote generoso que tal vez escatime a su marido cualquier favor sexual hasta que no posea lo que quiere...
Todo París contempla horrorizado cómo los aspirantes a un sillón de la Academia Francesa mueren en el mismo momento de pronunciar su discurso. Con nuestros morbosos corazones humanos en la garganta, los espectadores al acto solemne y los lectores del hilarante artefacto novelesco aguardamos el desenlace deseando a la vez que el candidato muera y que no muera. La trama va dejando al lector sin aliento hasta conducirlo a un final en el que se encadenan las sorpresas en un efecto dominó de cajas cerradas de las que repentinamente sale un payaso impulsado por un resorte. La sensación no solo es impactante sino además siniestra, y la novela está tan llena de acontecimientos misteriosos que cualquiera de ellos serviría como título: El sillón maldito, Los 39, El aire de un crimen (título de la obra con que Benet quedó finalista del premio Planeta en 1980), La canción que mata, El secreto de Toth, El profesor Dédé... Siguiendo la lógica de que nada es lo que parece y de que la víctima es de repente el verdugo –o al revés- el lector es como el espectador del circo que espera el “más difícil todavía”, la pirueta imposible, el triple mortal...
Leroux es desde luego un maestro de la pirueta, el constructor indiscutible del género de la novela enigma que, en el caso de El sillón maldito, se enriquece con la intención de reírse a mandíbula batiente de la sacrosanta Académie française (¿le guardaría Leroux algún resentimiento?) Y aquí es donde evocamos la fotografía de Leroux: un monsieur gordezuelo, de cara y gafitas redondas, de redondos rizos oscuros y orejas casi minúsculas entre las que se guardaba una masa gris con una espectacular inteligencia y libertad imaginativas frente a la ampulosidad y la erudición enroscada en sí misma de los académicos decimonónicos. En ese momento, Gastón tenía a su favor el mercado y podía permitirse lujos tan simpáticos e iconoclastas como El sillón maldito. Poco podíamos prever que, con el paso del tiempo, quizá la imaginación, la inteligencia y la libertad vuelvan a estar del lado de algunas Academias y de editores de gusto tan selecto como los del Olivo Azul.

miércoles, febrero 10, 2010

El hijo del futbolista, Coradino Vega

Caballo de Troya, Madrid, 2010. 144 pp. 12,90 €

Recaredo Veredas

Las primeras páginas revelan sin ambages qué va a encontrar el lector: una prosa nítida, ágil, capaz de viajar con soltura entre distintos focos sin rozar siquiera el caos, manteniendo una jerarquía sutil y firme al mismo tiempo. También halla una obra matizada, que desmiente la máxima tolstoiana que divide a las familias entre felices y desgraciadas mostrando una amplia paleta de grises.
El hijo del futbolista no es una novela bisoña ni pretenciosa, como suele ocurrir con tantas óperas primas, sino una obra clásica y cercana a la tierra, aunque no por ello simplona ni antigua.
Nos encontramos frente a una magnífica novela de iniciación. Magnífica tanto por lo que cuenta como por los recursos formales que escoge, supeditados siempre al buen fin de la narración. Cuenta el descubrimiento del miedo, de los pequeños triunfos y derrotas que se esconden tras la aparente fortaleza. El hallazgo no se limita al protagonista y su entorno, definido por un espacio decadente y extraño, marcado por una influencia británica que rozó el colonialismo. También se extiende a la España de los 90, un país que ocultó su debilidad tras el resultón decorado de la Expo y las Olimpiadas. Ese descubrimiento de la complejidad se ejemplifica en el padre, el futbolista que renunció a lo que tanto quiso y, lo que es más importante, a uno de los sueños colectivos de su generación.
Pero quizá el logro más destacable sea la creación de una voz sólida y matizada, con el que cualquiera que haya sentido incertidumbre a la hora de descifrar el mundo —es decir, cualquiera mínimamente inquieto— puede identificarse. Coradino Vega se revela como un autor más que diestro, que utiliza a su antojo, aunque sin capricho, registros muy diferentes. Además el protagonista-narrador mantiene una adecuada distancia respecto de sí mismo y contribuye a crear un universo completo en su brevedad, poblado por seres de carne y hueso y fantasmas nacidos en tiempos lejanos. El hijo del futbolista ayuda a sus lectores a comprender su propia juventud y los irremediables traumas de la madurez. Y lo hace sin ira pero también sin una falsa mansedumbre.

martes, febrero 09, 2010

Recuerdos recobrados. Memorias, Kiki de Montparnasse

Trad. José Pazó Espinosa. Nocturna, Madrid, 2009. 230 pp. 18 €

Doménico Chiappe

Una de las imágenes más arraigadas a la memoria colectiva visual es la de la mujer de espaldas, sinuosa como un instrumento de cuerdas, sobre cuya piel se dibujaron dos efes (orificios en la tapa superior del violonchelo). El autor de la obra es Man Ray y el cuerpo es de Kiki de Montparnasse, por entonces su amante. En las fotografías de Man Ray, ella aparece una y otra vez en las obras fechadas entre 1922 y 1926. Musa de muchos otros artistas de la época, Kiki posó para Calder, Modigliani, Gargallo, Fujita y cualquiera que le pagara unos centavos o la cena de aquel día. Porque además de convertirse en un símbolo de la bohemia más famosa de todos los tiempos, la de Montparnasse de entreguerras, Kiki fue gran parte de su vida una mujer menesterosa, que provenía de una familia desestructurada y hambrienta. Y esto es lo que se ve en estos Recuerdos recobrados, su autobiografía o, mejor dicho, el dictado de sus memorias.
Su madre la dejó a cargo de su abuela, pobre en extremo, y hasta los 15 años vagó sin acudir casi a la escuela porque le avergonzaba tener piojos. Entonces la buscó su madre, que se había establecido en París. Kiki muy pronto se independizó, trabajó en fábricas, en talleres, como modelo ocasional y como puta furtiva. Poco a poco se estableció, conoció gente, alcanzó cierta fama como cantante de variedades, se estableció en Nueva York una breve temporada, financió la revista París-Montparnasse e incluso realizó alguna exposición con los dibujos que pintaba y que, en esta edición de Nocturna, se publican junto a los capítulos de la obra.
Kiki, a los treinta años, era ya un despojo, adicta y alejada del físico que veneraron los artistas. Y, entonces, firma este libro, titulado originalmente Souvenirs retrouvés, encargado por la editorial francesa José Corti. La obra transmite de principio a fin ese ambiente histórico y son memorables algunos capítulos, aquellos en los que la autora incide en el detalle de la anécdota desarrollada. Por ejemplo, cuando aborda al pintor Soutine en las escaleras de su edificio, donde ella estaba refugiada del frío con una amiga, y él las dejó entrar en su apartamento y quemó el único mueble que tenía, aparte de un sillón de mimbre, para hacer fuego y calentarlas. O cuando Modigliani consiguió un mecenas que le pagó un buen precio por un cuadro y él invitó a todos sus amigos, excepto a Libión, dueño de La Rotonde, porque todo en su casa se lo había robado a su bar. Y Libión acudió de todos modos. Flaquea, eso sí, cuando, seguramente por orden del editor, Kiki tuvo que hablar de los artistas famosos, uno por uno: nada aportan sus líneas sobre Man Ray o Fujita.
Es, más que una obra literaria, la transcripción de una conversación. Nada que objetar, ya se sabe que cientos de películas y libros taquilleros no son más que eso. Pero en las memorias de Kiki se retrata la época miserable que vivió. Época ahora banalizada y admirada por turistas y aficionados al arte. Ella, y gente como ella y como los artistas que tanto se venera hoy, no tenían techo ni alimento ni abrigo. Los zapatos tenían agujeros. La tos era parte perpetua del ruido de fondo. Los robos y las trampas, asuntos cotidianos. Todo paliado, a duras penas, por el ingenio y la sacralización del arte, de la creación elevada que despojaba de importancia a la muerte temprana. Y en el crudo testimonio de Kiki está todo el valor de este libro.

lunes, febrero 08, 2010

Ojos que no ven, J.Á. González Sainz

Anagrama, Barcelona, 2010. 154 pp. 14,25 €

Coradino Vega

¿Qué le sucede a un hombre común que se ve obligado a dejar el pueblo, con su mujer y su hijo, porque la imprenta en la que trabajaba quebró debido a las nuevas tecnologías, y la huerta no daba para comer, y en el norte industrializado había quizás más posibilidades de futuro? ¿Qué le sucede a este hombre ―Felipe Díaz Carrión― cuando llegan a Guipúzcoa, y se tiene que poner a trabajar en una fábrica, y llega otro hijo, y viven en un piso en un bloque del extrarradio igual a otros, y su hijo mayor le mira cada vez más esquinado, cada vez más alejado de él y refugiado en sus nuevas compañías, y su mujer también parece integrarse en ese nuevo mundo, y a él sólo le queda el consuelo del hijo menor, que se ha aficionado a las plantas y le hace recordar su huerta que, para él, sigue siendo la mejor metáfora del paraíso arrebatado? Pues lo que le sucede es que un día, sin saber cómo ni cuándo, el hijo mayor le suelta algo así como: «Qué me vas a ayudar tú, si eres un paleto de mierda, un paleto de mierda y además uno de ellos». «Uno de quién», responde este hombre común, desubicado. «Uno de ellos, de quién va a ser, de toda esa inmunda morralla de mierda que no nos deja vivir y nos tiene históricamente oprimidos.» Y el hombre replica, casi en voz baja, «qué sabrás tú de estar oprimido y menos históricamente oprimido», acordándose quizás de su propio padre, que se llamaba igual que él, Rafael Díaz, un nombre que aparece junto a otros en la cruz que levantó el primer ayuntamiento de la democracia a las afueras del pueblo. Y el hijo estalla, y le reprocha «la culpa de sus mierdosos apellidos, y de su mierdoso lugar de origen, de su sumisión aborregada y de su cochina pobretería, de su vejez, de su apocamiento, de su inactividad, todo el día deprimido y jugando a las cartas, la culpa de que él hubiera nacido justamente de quien había nacido y de tener un padre que era un don nadie y era un fascistón de tomo y lomo».
Eso es lo que empieza a suceder en Ojos que no ven, la hermosísima novela de J.Á. González Sainz que recomendamos. Una novela corta escrita con amor por el lenguaje, escrita desde la necesidad moral de decir lo que ya se debería saber y sin embargo hay que estar constantemente recordando, y escrita con una sabiduría y una autoexigencia y una contemporaneidad difíciles de encontrar hoy día. «¿Qué tendrá nadie contra lo sencillo? ―se pregunta Rafael Díaz Carrión―, ¿qué hará que pase tan inadvertido el inagotable esplendor de lo sencillo y el fragor de la tormenta que siempre, si se está a ver, trae en ciernes?». ¿Qué nos dicen las palabras? ¿Quieren decir algo las cosas, o simplemente suceden y somos nosotros los que imploramos que algo nos hable? ¿Por qué se han ocultado en este país los dramas de la inmigración interior? ¿Qué sentiste tú el día que mataron a Francisco Tomás y Valiente?... Éstas son algunas de las preguntas que nos sugiere esta fábula que tiene la fuerza de lo tantas veces callado, la obra de un autor que, como Chirbes, no vende tanto como otros de su generación, pero que sí sigue teniendo cosas interesantes que decirnos.

viernes, febrero 05, 2010

Solo con invitación: Si los muertos no resucitan, Philip Kerr

Trad. Concha Cardeñoso. RBA, Barcelona, 2009. 464 pp. 19 €

Gregorio León

A estas alturas no vamos a ser ingenuos. Muchos premios literarios que se fallan en España son meras operaciones de marketing preparadas por las editoriales para dar a conocer un producto, sin reparar en si ese producto cumple cuando menos unos mínimos literarios. No es el caso del Premio Internacional de Novela Negra, que convocado RBA. La presencia en el jurado de nombres como Paco Camarasa, Lorenzo Silva o la creadora de la colección de la serie negra Anik Lapointe, asegura que el principal beneficiado del premio no va a ser el autor, sino el lector. Ocurrió con el maestro Francisco González Ledesma, continuó con Andrea Camilleri y ahora repetimos experiencia gozosa con Philip Kerr. Este es un tipo, de rostro todavía adolescente, limpio de las arrugas y las erosiones del tiempo, que creó hace casi veinte años un personaje que ya hemos incorporado a nuestras vidas, y con el que nos resulta tan fácil identificarnos : Bernie Gunther. En Si los muertos no resucitan nos paseamos con él por el Berlín que anda en ebullición por culpa de los preparativos de los Juegos Olímpicos. Philip Kerr no esconde su punto de vista respecto a este acontecimiento, y muestra todas las corruptelas y complicidades que lo promovieron, a mayor gloria del Tercer Reich. Y no está solo Bernie Gunther en la investigación de las irregularidades, políticas y morales, que se ocultan detrás de las Olimpiadas berlinesas. Le acompaña una periodista norteamericana, Noreen Charalmbides, en cuyas redes caerá, irremediablemente, porque ser el tipo más duro no te hace insensible a los sentimientos si los provoca un corazón femenino. Esa es la primera parte de la historia. Pero el autor escocés nos transporta veinte años después y nos lleva a La Habana del dictador Batista. Y aquí es donde Philip Kerr demuestra todo su oficio. Nos pasea por la capital de Cuba con la misma maestría que lo hace por el Berlín que tanto conoce, tanto que nos parece increíble que no naciera allí. A veces pienso que Kerr nos está engañando a todos, que es falso que sea escocés y que ha vivido en Berlín toda su vida. A fin de cuentas, eso es lo que hacen los escritores, mentirnos para hacernos más felices. Pero no se conforma con Berlín. Se va a La Habana. Y pone en pie una ciudad que está en plena ebullición, en la que las bombas estallan en los cabarés mientras Fidel Castro se deja crecer la barba en las montañas y Fulgencio Batista juega a la canasta con el embajador americano en el Palacio Presidencial.
Lo fácil para un autor que ya ha publicado seis entregas de su detective es caer en la repetición, en agarrarse a los típicos cánones de la novela negra, aunque sea porque se sabe que le han funcionado eficazmente, como demuestran las ventas de sus libros. Pero, de la misma manera que Raymond Chandler fue capaz de regalarnos El largo adiós tras escribir El sueño eterno, Philip Kerr se supera con un texto que mejora los anteriores. Cosas de gente que quiere superarse. Además, en Si los muertos no resucitan nos presenta a un personaje del que apenas el cine o la literatura ha dado algunas pinceladas, y que fue una figura central en el desarrollo de La Habana de los años 50, con un peso equiparable al del propio Batista: Meyer Lansky, un judío que fue el primero en darse cuenta, él que iba siempre con las luces largas encendidas, de que lo que Castro preparaba no era una revolución fidelista, sino socialista. Aquí Bernie Gunther se convierte en su propio empleado, con el fin de determinar quién ha acabado con la vida de Max Reles, que es una pieza de cuidado, un cabrón de catálogo. Y todos, Max, Noreen, Bernie, Lansky, todos los personajes están conectados por un hilo tan fino que se nos hace invisible hasta las últimas páginas, y que nos deja sin aliento, con el corazón encogido, con una sensación de placer y desasosiego que es la que nos deben dejar los libros destinados a perdurar en nuestra memoria. Es el caso de esta novela.



Philipp Kerr: "Goebbels era un ligón"

¿Se imaginan a Philip Marlow, el inolvidable personaje creado por Raymond Chandler y al que le pusimos cara gracias a Humphrey Bogart, paseando por un Berlín en el que ondean banderas con esvásticas, se suceden los desfiles militares y las masas se entregan con una mezcla de fervor e irracionalidad a la oratoria inflamada de Adolf Hitler? Quién mejor lo ha hecho ha sido Philip Kerr, autor nacido en Edimburgo y que ha ganado recientemente el Premio de Novela Negra RBA. Es la sexta entrega de Berlín Noir". Lejos queda ya Violetas de marzo, donde nos presentó a Bernard Gunther, que dejó su trabajo de sargento de la brigada criminal de la KRIPO para convertirse en detective privado.
Empeñado en nadar contra corriente y atacar las ideas que propugna una nueva religión llamada nacionalsocialismo, se busca la vida entrando en sus cloacas. Su cinismo le hace subrevivir en un mundo hostil, que aparece en cualquier parte del mundo (Berlín, Buenos Aires o La Habana) porque en cualquier parte del mundo encuentras un ser humano. La frase que resume toda la filosofía de su protagonista la encontramos al final de la novela: "por suerte, a los hombres sólo les vemos la cara, no el corazón". LA TORMENTA EN UN VASO, gracias al trabajo de Laia Esqué y Anik Lapointe, estuvo con Philip Kerr reconociendo las huellas del Tercer Reich. La primera cita, en la que se desarrolla esta entrevista, el hotel Adlon, en el que no es difícil imaginarse que mientras haces la entrevista, arranca una historia de espías o de amor. Al lado, nos observa la puerta del Brandenburgo.

¿Por qué tanto tiempo desde que escribe las tres primeras novelas de la serie "Berlin Noir" y la recuperación del personaje de Bernie Gunther?
—Es curioso. Pero no pensaba encontrarme una demanda popular tan alta para que de nuevo le diera vida a Bernie. Y pensé que era momento de recuperarlo, de colocarlo de nuevo en escena, con sus actos heroícos y con sus comportamientos discutibles, porque todo eso está dentro del mismo personaje. Lo que jamás imaginé es que iba a tardar tantos años en hacerlo. Y ahora reaparece, sin cambiar su fisonomía. Siento no darle un final feliz a mis personajes o a mis historias. Pero es que yo soy un autor cruel en ese aspecto.

Para leer completa esta entrevista en exclusiva para la Tormenta, haz click AQUÍ

jueves, febrero 04, 2010

Ordeno y mando, Amélie Nothomb

Trad. Sergi Pàmies. Anagrama, Barcelona, 2010. 153 páginas. 15 €

Care Santos

Son las obras menores las que nos permiten medir el talento de sus autores. No estoy hablando sólo de comparar las mejores páginas de un escritor con las de sus horas más bajas y así apreciar más las primeras, sino de valorar de qué es capaz un autor incluso cuando no tiene un buen día. Sinceramente, creo que esta última novela de Amélie Nothom no está pensada en un buen día. Sin embargo, estoy dispuesta a demostrar que merece la pena leerla, como todo lo que lleva la firma de la prolífica autora belga.
Todos los lectores de Nothomb sabemos que en su narrativa conviven dos tendencias: la más autoficcional, en la que la autora recrea episodios de su vida, desde su infancia en Kobe (Metafísica de los tubos), su paso por el jerarquizado y machista mundo empresarial japonés (Estupor y temblores) o el primer amor nipón que conoció dando clases de francés en Tokio (Ni de Eva ni de Adán), por citar las tres que me parecen mejores. Al mismo tiempo, hay en su bibliografía otro tipo de novelas, alejadas de la experiencia personal y centradas en historias de todo tipo, en las que la autora demuestra su predilección por los personajes contradictorios, a menudo atormentados y su gusto por la literatura que podríamos llamar negra. Es el caso de Higiene del asesino o Antichrista.
Pues bien, este libro pertenece al segundo grupo. Hay una trama vagamente policiaca plagada de mafiosos y asesinos y un personaje al que un azar increíble lleva a vivir una existencia prestada. El protagonista, Baptiste Bordave, un hombre anodino que aborrece todo lo que le rodea, le abre la puerta a un desconocido que dice llamarse Olaf, a quien permite realizar una llamada telefónica. Pocos segundos después, el recién llegado muere allí mismo y Baptiste usurpa su personalidad: se lleva su coche, conduce hasta su mansión y se instala en ella, en compañía de la viuda del muerto, una señorita que sabe hacer de la anorexia un arte. La novela es ágil, arranca en mitad de un diálogo y atrapa al lector desde el primer párrafo. No acabamos de creernos a ninguno de sus personajes, las situaciones son rocambolescas, se cierra con algo de prisa y hay algunos interrogantes que quedan por resolver, pero no importa: el juego que despliega su autora es otro y ha conseguido que la verosimilitud ya no ocupe ningún lugar en nuestra escala de prioridades como lectores.
En realidad, la trama habla acerca de la creación de la identidad. De la mentira como sustrato, de la intangibilidad de la verdad, de la poca importancia que todo eso tiene frente a los sentimientos y también de la sinrazón del amor. Nothomb tiene un estilo muy personal, que la singulariza. Combina una narración de mínimos, donde todo se nos cuenta a retazos, con unos diálogos tan brillantes como disparatados, que encandilan, y que generan el deseo de verlos algún día subidos a un escenario. Por otra parte, a la acción sobrepone disquisiciones sobre todo tipo de asuntos, una especie de "Manual de Filosofía Nothomb" que se intercala en todas y cada una de sus novelas, y que a ratos fuerza a la reflexión y a ratos a la risa, y a menudo a ambas cosas. Un ejemplo de una de estas perlas, tomado de la página 69:

Dejé que el agua me ablandara. Me sentía feliz como un champiñón secado puesto en remojo en un caldo: recuperar mi volumen de antaño resultaba delicioso. Siempre he sentido lástima por las verduras leofilizadas: ¿a qué clase de vida se puede aspirar cuando pierdes tus contenidos líquidos? En el envase, se afirma que el producto secado conserva todas sus propiedades: si interrogamos al acartonado vegetal, sin duda su opinión discreparía bastante. ¡La imputrescibilidad, menudo aburrimiento!

Da la impresión de que la autora se divierte mucho escribiendo. Es imposible no imaginarla, mientras filosofa sobre el champiñón o sobre la inercia del correo o sobre cualquier otra cosa, con una sonrisa en los labios. Como una niña traviesa, tal vez una bisnieta osada de los surrealistas franceses que se atreve con las mezclas más extravagantes. Y esa diversión nos llega también, en la dosis justa, mientras disfrutamos de todo lo demás. Para concluir -y tal vez por ahí podría haber empezado-: Amélie Nothomb forma parte de ese reducido grupo de escritores que no importa lo que cuenten sino, simplemente, que no dejen de contar. Que no dejen de maravillarnos.

miércoles, febrero 03, 2010

Un jardín de placeres terrenales, Joyce Carol Oates

Trad. Cora Tiedra García. Punto de lectura, Madrid, 2009. 605 pp. 10,95 €

Pilar Adón

Resulta muy interesante terminar de leer Un jardín de placeres terrenales, segunda novela de Joyce Carol Oates, escrita entre 1965 y 1966, cuando la autora tenía poco más de veinticinco años, y publicada por primera vez en 1967. Y no porque se llegue así a ese momento agridulce en que se cierra un libro con la impresión de haber crecido en lo literario y en lo personal gracias a la fagocitosis de unos personajes y unas historias que forman parte ya de nuestro propio organismo. Ni porque se pueda pasar al siguiente título de nuestra línea personal de selección libresca. Ni porque sintamos esa sonrisa de satisfacción interna que desplegamos con todo el entusiasmo del mundo tras haber estado unos días en buena compañía literaria, creíble y coherente (en esta ocasión, esa sonrisa queda algo truncada por lo flojo de la última parte del libro, cargada de clichés y con un desenlace precipitado). Llegar al final de Un jardín de placeres terrenales es importante porque es entonces cuando la autora nos obsequia con un magnífico postfacio firmado en 2002 en Princeton, Nueva Jersey (lugar en que Oates vive desde 1978), en el que nos ofrece una reflexión acerca de su proceso de escritura de juventud y, por extensión, de lo que suele implicar para un autor escribir sus primeras obras de ficción.
Cuenta Joyce Carol Oates que, con motivo de la reedición en la editorial Modern Library de Un jardín de placeres terrenales, se dispuso a analizar el texto con un espíritu más que crítico, y descubrió que en él había fragmentos (en concreto tres cuartas partes de la novela) que debía volver a escribir, labor que inició en el verano de 2002. Y no porque deseara introducir nuevos personajes o eliminar otros, ni porque tuviera en mente modificar el argumento central, sino porque sentía que la obra le pedía que extrajera largos párrafos expositivos para añadir más diálogos que mostraran, en vez de explicar, lo que era la realidad de los personajes, sin necesidad de que un narrador describiera sus comportamientos y sensaciones. De este modo, Oates hace un retrato perfecto de cómo puede suceder que la inagotable energía que mueve el cerebro y el ansia de escribir de alguien que empieza le lleve a exponer y elucubrar y resumir y aclarar cada parte del argumento de su obra.
La autora entra así en la eterna disyuntiva entre mostrar y describir, cuestión que nos dirige hacia aquellas anotaciones en los márgenes de los escritos de Henry James, en las que se decía a sí mismo: “¡Dramatiza! ¡Dramatiza!”. Al parecer siguiendo esta máxima, Oates reescribió capítulos enteros para entregar una nueva versión a su editor. Versión que nos propone ahora Punto de Lectura, en la que Oates combina la fuerza y el ímpetu de sus escritos de juventud con la destreza y la contención ganadas a lo largo de su prolífica carrera.
En Un jardín de placeres terrenales se nos muestra la vida de Clara Walpole, una niña buena y observadora que es el ojito derecho de Carleton Walpole, su padre, un trabajador que lleva a su familia de una tierra de cultivo a otra en busca de nuevos contratos que, en medio de la Gran Depresión, les ofrezcan al menos un techo bajo el que cobijarse. El trabajo infantil, la violencia contra las mujeres, los embarazos sucesivos que concluyen en partos devastadores, las palizas, la humillación de los más débiles y la lucha por la supervivencia son temas presentes en cada página. Pero, a pesar de su dureza, se desarrollan de una manera casi rutinaria, bajo la óptica de lo que parece ser una realidad cotidiana y aceptada. La desesperación de Carleton Walpole le llevará al alcohol y el alcohol a la ira, y Clara, que se irá convirtiendo en una chica preciosa y más tarde en una hermosa mujer, terminará huyendo de su padre e intentará abrirse paso en un nuevo lugar, alentada por sus deseos de salir de la pobreza y de no llevar la vida de miseria e infortunio que soportó su madre.
Basada en gran medida en las experiencias de la propia autora en la zona oeste del Estado de Nueva York, donde Oates creció en el seno de una familia que no era tan pobre como la de los Walpole pero que también trabajaba en la recolección de los frutos de una pequeña granja, y estructurada en tres partes marcadas por el nombre de cada uno de los personajes masculinos que trazarán los senderos por los que discurrirá la existencia de Clara –su padre, su amante y su hijo–, la novela nos ofrece una lectura veloz, unos personajes que nos suenan de algo, unos paisajes reconocibles, una voz narrativa limpia, sin artificios, y unas muy nobles aspiraciones épicas que se despliegan por Un jardín de placeres terrenales en perfecta consonancia con lo que es la inveterada búsqueda de la “gran novela americana” por parte de su autora.

martes, febrero 02, 2010

Puerto Rico digital, Julia Piera

Bartleby, Madrid, 2009. 61 pp. 9 €

Sofía Rhei

Todo viaje imprime. Convierte al viajero en el centro de un torbellino que acaba por mancharlo inevitablemente, pero el viajero también deja huella. Un verso de Ángel Crespo, hablando de sus viajes a Italia: «Nunca puse la mano en una piedra / que no se calentara».
En este viaje en cuatro partes la sensación de sorpresa entra en una “mise en abîme”, descomponiendo factores, deshilando el espectro cromático, encendiendo coincidencias, dejando que la vida misma se convierta en una reacción en cadena contra la que pocas cosas pueden hacerse más que mirar, mirar y mirar:
«¿A qué paloma envenenar si se clonan con el viento?»
Este libro describe una lucha, que, como suele ocurrir, tiene que ver con el tiempo o con la memoria. El reloj del que se sirve la poeta está hecho de golpes de imagen y de deslumbramientos desconcertantes (“luna ciega en polvo de metal”), de intersecciones entre lo que nos provoca cierto rechazo por pertenecer a una cultura a años luz de distancia y esos elementos comunes a todos los pueblos, que disuelven el espacio para convertirlo en nada más, de nuevo, que tiempo.
La transformación del mundo en lenguaje y del lenguaje en mundo también está presente: «un tronco caído sangra / sin pausa orugas retóricas”, “el canto agudo del palimpsesto estético”, “antes se moría de concepto». Muchas veces, ese tránsito entre realidad y palabra pasa por un dibujo, un fotograma, un video, un diminuto SMS.
Exilios, bombardeos, catástrofes naturales y artificiales. Desplazamientos, trastornos, generaciones, consecuencias, idas y vueltas inesperadamente simétricas. Una idea de los vaivenes humanos como “magma”, como líquido primordial, como ese gas metafórico en que se convierte la humanidad según la psicohistoria de Isaac Asimov (no puede preverse lo que va a hacer un solo individuo igual que es imposible predecir el comportamiento de una sola partícula, pero un grupo lo bastante grande de personas tenderá a comportarse de manera uniforme y predecible, como un fluido).
Todos aquellos que deseen encontrar entre las páginas de un libro una experiencia radicalmente nueva, que sólo se puede comparar a otros tipos de poesía en las tangencias, deben buscar este libro de Julia Piera, único, tremendamente sugestivo, múltiplemente potencial e infinito, un universo lírico en el que conviven y se meurden unos a otros los colores más grotescos de ese mundo tropical con la palidez de la monótona experiencia cotidiana, o la naturaleza imperturbable desde hace siglos (esa iguana que nos mira desde la portada) con la tecnología de última generación:
«Coloca una planta cactácea
a un lado del ordenador. El papel secante
absorbe radiaciones. Con el paso de las mañanas
come el silencio e irradia perfiles de espinas
poco a poco, al picar el teclado,
nace en su carne un falso esqueje».