viernes, julio 31, 2009

Los espectros, Leonid Andréyev

Trad. Nicolás Tasin. Acantilado, Barcelona 2008. 70 pp. €

Blanca Riestra

Mis relaciones con Andréyev son accidentales, fluctuantes. Sé que es ruso pero no he visto fotos suyas ni conozco su biografía, ignoro lo que dice la crítica sobre su obra, ni siquiera lo he buscado en Wikipedia, sólo lo ubico en una época sombría de principios de siglo y sé que es una especie de Dostoievsky en más arrebatado y más terrible.
Sin embargo, algo me dice que debiera de colocarlo entre mis santones. Colgar un póster encima de mi cama, o algo así. Y es que las únicas tres cosas que he leído suyas me han deparado los pocos momentos de placer que tengo últimamente leyendo libros nuevos. Hace unos años —yo vivía por entonces todavía en la casa de Ayala, lo recuerdo—, Espasa publicó la deliciosa Sacha Zéguliov, la historia de un buen chico que se convierte, de pura abnegación, en asesino. Hace un par de veranos, cayó en mis manos, en el Chiado lisboeta, un librito viejo, con la maravillosa nouvelle Les Ténèbres, donde un terrorista virgen —la imagen misma del sacrificio y la pureza— se refugia en un prostíbulo antes de morir. Todo el relato es la historia de su encuentro con la posibilidad (¿degradante o salvadora?) del amor físico. Y otra vez, el mismo tema: la violencia como tentación espiritual. La virtud como hermana gemela de la caída.
Ahora Acantilado, nos regala otra novela corta: Los espectros. Una joya. Pero otro tipo de joya, más serena. No se nos habla aquí de violencia, de autoinmolación, de imposibilidad de amar. Es este un cuento casi de hadas, bienhumorado, donde la tragedia baila un minué de puntillas y nos sonríe. Estamos ante una fábula sobre el significado de nuestra vida en el mundo y sobre lo penosamente inocentes y risibles y poéticos que son nuestros afanes…
Qué decir. Que me hubiese gustado escribir esta historia sobre un manicomio, junto a un bosquecillo, y sobre sus habitantes, una historia llena de delicadeza, sentido del humor, todo un orbe dentro de una bola de cristal.
Está Los espectros poblado de personajes encantadores, ese loco, por ejemplo, que golpea incesantemente todas las puerta, incluso en sueños, esperando que le abran, hasta hacerse heridas en las manos, que nos trae inevitablemente reminiscencias del Charlie Parker de El perseguidor y también del Señor Sommer de Süskind, aquel majareta que no podía dejar nunca de caminar hasta caer rendido. Y quizás, ¿por qué no?, recuerda a uno de los locos más trágicos y risibles de la historia de la literatura: pienso en el Licenciado Vidriera.
También Pomerántsev se parece a Don Quijote, por idealista y por ridículo. Tiene ínfulas, y es benévolo y protector con sus semejantes, y hasta se enorgullece cuando le anuncian que tiene gota pues la considera una enfermedad de alto rango; escribe cartas al Alto Sínodo y visita volando los hospitales por las noches con San Nicolás para curar a los enfermos.
En cambio, Petrov, malhumorado, malhablado, enfadado con todos, que asegura que la enfermera los provoca con requiebros y luego se ríe de ellos detrás de las puertas, ve el rostro amenazante de su madre, escondida tras los árboles del jardín.
Quizás, sea el doctor Sheviriov la cifra del relato, el enigma oculto. Insomne, pasa las noches en el cabaret Babilonia, bebe siempre tres botellas de champán, ni una más ni una menos, y cree, mientras cantan los bohemios, que nunca ha estado más vivo que en esos momentos de intensidad y desorden, mientras los otros, sentados junto a él, se abofetean, bailan, se enamoran.
Los espectros se lee con una sonrisa permanente, pero también, con un “pincement au coeur”. ¿Por qué? Pues porque todo el texto habla del bello absurdo que significa estar vivo, de la poesía loca y dolorosa de estar aquí, ahora. Esos locos somos nosotros, tan seguros de nosotros mismos, indignados, vociferantes, buscando ofensas en los gestos de los otros, creyendo que las enfermeras nos aman sin esperanza alguna, orgullosos de la decoración de nuestro cuarto, u optimistas, viendo fortunas y dones del cielo en todas las desgracias.

jueves, julio 30, 2009

Memorias de la esposa de un diplomático en el Tíbet, Sikkim y Bután. Margaret D. Williamson

Trad. Raquel Vázquez Ramil. Ediciones del Viento, A Coruña, 2009. 257 pp. 20 €

José Manuel de la Huerga

«Ahora estoy convencida de que las cosas siempre son como deben ser. Es más, si me ofreciesen de nuevo la posibilidad de revivir aquel breve periodo, la aceptaría sin dudarlo un instante, aunque supiera de antemano cuál sería su final.» Las memorias de una europea que vivió en la cima del mundo los dos años y medio más intensos de su vida no podían acabar de otra forma, con el dolor de la muerte del esposo en sordina. Es testimonio de largo aliento, no en vano las escribe (o rescribe, quién sabe) una apacible viejita de ochenta años en 1987, en Inglaterra: ni más ni menos que cincuenta años después de aquella aventura casi fundacional. Nos cuenta su juventud y matrimonio con el agregado político inglés Frederick Williamson en torno al 1933, en el reino de Sikkim, entre India y Bután, donde el Reino Unido había depositado los anhelos de control geoestratégico, como se dice ahora, de la zona.
Ese estilo, netamente británico, de dejar hacer de reojo y esperar con la mano tendida al protegido, historiadores y quien guste de asistir a la urdimbre de los hilos de las relaciones internacionales de colonias y protectorados heredados del siglo XIX, lo tienen estupendamente expuesto, para su disfrute. Margaret Williamson vivió de primera mano las tensiones entre chinos, tibetanos y británicos. Ahí estaba su esposo para ejercer las sutilezas del control colonial pareciendo una ONG sin ánimo de lucro.
Pero aparte de esto, visto desde luego con los ojos de alguien lejano, en el siglo XXI, las memorias son sustanciosas, ricas en experiencias.
Margaret era la cuarta europea que entraba en el territorio sagrado de los lamas. La descripción de Lhasa, la capital a dieciséis kilómetros de distancia, entre los techos del mundo es emocionante: «Lhasa parecía muy pequeña en la lejanía, pero la luz del sol matutino reflejándose en los tejados dorados del Potala me dejaron sin respiración.» Era la capital del budismo y su monasterio albergaba a más de siete mil monjes. Cuando el dalai les recibió en audiencia Margaret escribe: «Tuve la impresión de encontrarme ante alguien que desconocía el egoísmo. También tenía un carácter muy práctico… Había una atmósfera especial… Era un hombre profundamente espiritual. Me sentía extrañamente exaltada: cada percepción era tan nítida como una campana, y el mundo que me rodeaba me parecía radiante.» Menudo efecto el del este encuentro. Roza la transfiguración y la conversión directa al budismo.
No fue así. Margaret también estaba atenta a los fuertes contrastes en una sociedad muy espiritual pero también muy feudal, marcada por injusticias que saltaban a la vista de los ojos de una joven europea, a pesar de que mirara un poco por encima del hombro: «Las casas estaban sólidamente construidas en piedra y las calles principales eran amplias y limpias. Por desgracia no se podía decir lo mismo de los barrios. Había aguas residuales y basura por todas partes.» Al lector atento le llamarán la atención algunas excentricidades: por ejemplo, los coches de Su Santidad. Dos Baby Austin que tuvieron que ser transportados en piezas a través de las montañas y cuya gasolina su llevaba en bidones, claro. O el proyector cinematógrafo de Su Santidad, el decimotercer dalai lama.
Pero lo que se evidencia entre líneas es esa manera británica de dominación, tan opuesta a las maneras hispánicas de Biblia y espada. Los británicos se colocan al lado de sus súbditos, sin que los súbditos lo noten. Hoy montamos una expedición al Everest, mañana nos visita un magnífico botánico que ampliará los límites del conocimiento floral hasta extremos desconocidos y pasado nos quedamos… una temporada. Si los tibetanos tienen problemas con los vecinos del piso de arriba, es decir, los chinos, aquí estamos nosotros, para lo que gusten. Porque no hube ayuda militar, ni en 1935, ni años después en la invasión de 1950. Sin embargo, «los sentimientos probritánicos iban en aumento en Lhasa, cosa comprensible a la vista de la innegable amenaza china.» ¿No es maravilloso?
Importa, no obstante, destacar el legado antropológico que este matrimonio diplomático dejó a la Universidad de Cambridge. Y sobre todo, el testimonio muy cercano de una mujer que a finales de los ochenta nos cuenta la mejor aventura de su vida, cincuenta años atrás, en el techo del mundo.

miércoles, julio 29, 2009

Teatro del oprimido. Teoría y práctica, Augusto Boal

Trad. Graciela Schmilchuk. Alba, Barcelona, 2009. 264 pp. 22 €

José Luis Gómez Toré

El brasileño Augusto Boal (Río de Janeiro, 1931) ha llevado a cabo una importante labor como dramaturgo y como director teatral, pero sin duda sus logros más significativos los ha conseguido en el campo de la pedagogía teatral y en la investigación de nuevas formas escénicas. Boal es uno de esos nombres díficilmente prescindibles no sólo en cualquier aproximación al teatro contemporáneo brasileño y latinoamericano, sino también en toda reflexión de calado sobre lo que significa en nuestros días un teatro político, que ofrece nuevas soluciones a la ya planteada por autores como Piscator o Brecht.
No es casual la coincidencia del nombre que Boal ha dado a su novedosa aproximación al hecho escénico con la llamada "pedagogía del oprimido" del también brasileño Paulo Freire. En ambos casos, estamos ante el deseo de convertir al oprimido en protagonista de su propia liberación, lo que implica una apuesta democratizadora que relativiza el papel de las vanguardias políticas, lo que en el caso del teatro, y más en un teatro de clara herencia marxista como es el de Boal, resulta un gesto tan necesario como saludable.
El teatro del oprimido, de cuya evolución y de cuyos presupuestos básicos da cumplida cuenta este libro, parte de la convicción de que todo teatro es político y, desde esa perspectiva, pretende abolir la distancia entre el actor y el espectador. Boal critica un teatro que convierte al espectador en un receptor pasivo y busca, a través de técnicas como el teatro-foro o el teatro invisible, lograr una participación activa no sólo en el rito teatral sino también, y sobre todo, en un proceso colectivo de emancipación.
En mi opinión, las aportaciones más interesantes de este libro (versión ampliada y revisada del texto publicado en 1974) las encontramos la primera parte, en la que se expone por extenso el sistema del teatro del oprimido, así como la entrevista que cierra el volumen. De menor interés me parecen los ensayos destinados al estudio de Aristóteles, Maquiavelo, Hegel y Brecht. Si bien Boal da muestras de un loable empeño en destacar las diferencias entre los distintos momentos históricos, no escapa a una cierta simplificación que tiende a presentar la historia desde un enfoque en exceso determinista. En esa misma línea, el estudio de la Poética de Aristóteles, aunque no carente de interés, peca de un cierto reduccionismo al intentar convertir en un texto acabado, con intención claramente normativa, lo que probablemente no sea sino un testimonio de uno de los muchos campos de investigación que se propuso la filosofía aristotélica, mucho menos dogmática de lo que la tradición ha tendido a interpretar.
No es casual que el estudio histórico comience en Aristóteles y acabe en el autor de Galileo, porque uno de los elementos más criticados por Boal es precisamente el papel de la catarsis en el teatro de tradición aristotélica, frente a la cual plantea técnicas de distanciamiento no muy alejadas del famoso efecto V de Brecht. Boal no rechaza las emociones, sino la manipulación de las mismas. Frente a un modelo tradicional que, en opinión del brasileño, anula la capacidad racional frente a las emociones, Boal plantea un teatro capaz de aunar sentimiento, razón y acción: una voluntad integradora que apunta no sólo al arte escénico, sino a una forma no alienada de vida individual y colectiva.

martes, julio 28, 2009

El ocaso de las siete colinas, Patrick Ericson

VíaMagna, Barcelona, 2009. 495 pp. 19.95 €

Rubén Castillo Gallego

Patrick Ericson es uno de esos escritores que de repente, sin que nadie se explique muy bien cómo, están. Quiero decir: escritores cuyos nombres de pronto se nos hacen familiares y comenzamos a verlos en las mesas de las librerías, con títulos impactantes, temas sugerentes e índices de ventas más que notorios. En el caso de Patrick, todo comenzó a hervir con sus interesantes novelas Génesis (El ritual rosacruz) y La escala masónica. Y ahora continúa el éxito con El ocaso de las siete colinas, un thriller donde política, sexo, religión y espionaje se funden para producir una mezcla de altísima eficacia. Pero que no se engañen los lectores más suspicaces: no estamos ante una obra facilona, ante un best-seller típico, superficial, esquemático y ramplón, destinado a un público poco o nada exigente en materia estilística. Nada de eso. Las páginas de Patrick Ericson están concebidas con escrúpulo literario, con elegancia formal y con una inteligente dosificación de recursos. Pero es bastante obvio que donde el autor tiene que cargas las tintas en este tipo de obras es en el argumento. Y ahí Patrick Ericson se revela como un gran ingeniero novelístico: juega con los tiempos, construye una poderosa armazón arquitectónica, perfila los tipos psicológicos, escande con gran habilidad las sorpresas, camufla sus trucos de prestidigitador y, al fin, deja que su bomba estalle en el rostro de los lectores, que quedan conmocionados, con el ritmo cardíaco a ciento veinte pulsaciones y pegados, literalmente pegados, al sillón... Un resumen de la novela sería perjudicial e injusto, así que no osaré acometerlo, por respeto a quienes decidan abrir sus páginas (será una sabia decisión), pero cuenten con antiguos agentes del KGB, que venden maletines nucleares y secretos de orden informático; con unos maníacos que han decidido hacer realidad las profecías macabras del Apocalipsis, atentando contra el Vaticano durante la elección del Sumo Pontífice; con expertos de la Agencia de Seguridad Nacional de EE.UU., que han de detener ese holocausto; con un juego de rol donde unos pobres chicos son manejados como peones de ajedrez, sin saber que van a ser inmolados; y, sobre todo, con varias sorpresas magistralmente escamoteadas hasta las últimas páginas, que provocan exoftalmia en los lectores. En suma, un volumen que puede llegar a ser una de las revelaciones literarias de la temporada, con total merecimiento: por su estilo, por su solidez y por su talante casi cinematográfico. Si no han decidido aún qué libros van a leerse durante este verano, les aconsejo que no dejen de lado El ocaso de las siete colinas. Disfrutarán una locura.

lunes, julio 27, 2009

Unicornio, Antonio Dyaz

Neverland Ediciones, Madrid, 2009. 134 pp. 15 €

Recaredo Veredas

Nos encontramos frente a una pequeña obra maestra, no tanto por la historia que cuenta —entendida como sucesión de peripecias—, ni siquiera por los insondables conflictos de sus personajes sino por su insólito vigor poético. La excepcionalidad de Unicornio proviene de su calidad de página —extraña en la literatura española, materializada en un lenguaje equilibrado, escasamente exhibicionista pero capaz de conseguir auténtica belleza— y de su capacidad para convertir toda la obra en una metáfora sobre el deseo, la muerte y los difusos límites que separan el éxito del fracaso. Su autor, Antonio Dyaz (1968), es un artista absolutamente multidisciplinar, que ha destacado en disciplinas tan distintas como el cine, la música o la literatura. Y en todos los ámbitos ha conseguido mantener, aun a costa del éxito que hubiera merecido su talento, una absoluta coherencia. Posee una mirada sobre el mundo, que puede gustar o irritar, y se niega a modificarla.
Es el de Unicornio un mundo onírico, regido por una lógica que no terminamos de comprender, ni siquiera deseamos hacerlo, próxima a la de artistas como David Lynch, Daniel Clowes o el patriarca Burroughs, pero que intuimos plenamente trabada. Sobre todo gracias a que el propio autor cree ciegamente en la verosimilitud de lo que está escribiendo y, como Kafka, adopta un estilo lírico y nítido a un tiempo, dominado por la ausencia de dudas y la exposición de lo imprescindible. Dyaz no intenta convencernos de la credibilidad de su mundo y ahí reside la clave de su acierto. Si lo hubiera intentado, si hubiera insistido con descripciones apabullantes y la construcción de una trama convencional, habría fracasado y de la profundidad poética apenas restaría una sombra. Unicornio es una obra dominada por el deseo —un deseo turbio, obsesivo, como la bella tragedia del protagonista— y el sexo, pero sólo ocasionalmente explícita y, cuando lo es, de una elegancia oriental.
Utiliza la geografía estadounidense, pero lo hace de forma rotundamente original, sin caer en los tópicos habituales, definidos por el gótico sureño o el realismo sucio. Su California o el extraño pueblo de Caribou son espacios cotidianos y fantasmales a un tiempo, donde la distorsión se convierte en algo habitual, casi imprescindible, tal vez sólo equiparables a los frágiles espacios creados por Foster Wallace.
¿Es Unicornio una novela de ciencia ficción? Aparecen avances científicos imposibles —cuya explicación, afortunadamente, sólo es bocetada— y traspasa las fronteras de la vida y la muerte, rozando sólo tangencialmente los dominios del terror. Parece probable que la respuesta sea afirmativa, pero sobre todo es una novela romántica, en el sentido más negro y original de la palabra, alejado de cualquier tentación de cursilería.

viernes, julio 24, 2009

Solo con invitación: Asuntos propios, José Morella

Anagrama, Barcelona, 2009. 168 pp. 15 €

Care Santos

Me gusta que las novelas me sorprendan con una primera frase rotunda, seductora, original, distinta. Tengo claro que una historia cuyo arranque me entusiasma difícilmente me defraudará después. Exactamente lo que me ocurrió con ésta del traductor y crítico José Morella (Ibiza, 1972) desde que abrí la primera página y leí: "Cuaquiera puede usar el siguiente método para entender a su propia familia: preguntarse qué cosas querría hacer pero se reprime y qué cosas no haría pero hace".
Morella cuenta la historia del encontronazo fatal entre una padre y una hija. Él, Roberto, sólo aspira a vivir en paz y disfrutar de la grandeza de las cosas simples de la vida, entre las que se cuenta su trabajo como traductor. Ella, Isabel, es -en palabras del autor- uno de esos "frutos extraños" de que está cargado nuestro árbol genealógico, alguien que a pesar de compartir genes y memoria con el protagonista, es en todo lo demás opuesta a él. Y la suya es una oposición inamovible, innegociable: la del que se cree poseído por la razón.
Pueden hacerse muchas lecturas, pienso, de esta dañina relación entre padre e hija. Desde luego, se enfrentan dos posturas ante la vida, dos maneras de vivirla, dos escalas de valores. No hay más que ver las noticias políticas nacionales para encontrarse con enfrentamientos similares (y perdóneme el autor si me excedo en estas apreciaciones). Los que estamos en una edad similar a la de Isabel, me temo, nos parecemos a ella incluso a nuestro pesar, por lo menos en las prisas, en el escaso tiempo que el ajetreado ritmo de vida nos deja para la reflexión, el análisis, el detalle y el pormenor que el amor requieren cuando es verdadero. Aunque por supuesto, anímicamente comprendamos bien a Roberto: su defensa de la libertad más obvia, su dolor al comprobar que su hija "es un desierto", su extrañeza ante el amor marchito, incluso le comprendemos cuando su enfado roza la hipérbole.
La chispa que hace saltar este polvorín sentimental es una hermosa historia de amor: la que vive Roberto con Jacinta, su asistenta, una mujer que desde que en el primer capítulo entra en su casa le proporciona un sinfín de alegrías y otro tanto de razones para vivir. Isabel, en cambio, no está de acuerdo con este romance otoñal a través del cual sólo ve su herencia en peligro, y se atreve a secuestrar a su propio padre con tal de evitarlo. La historia es simple y eficaz, y todo el peso argumental descasa sobre el detalle con que Morella traza a los dos personajes principales. La resignación del padre al comer los congelados fritos que le sirve su hija bien puede resumir la buena mano con el que autor los ha descrito. Es como si pudiéramos imaginar a Roberto recitando aquellos hermosos versos de José Hierro de un poema titulado Mis hijos me traen flores de plástico: Os enseñé muy pocas cosas (...) Os enseñé también a odiar a la crueldad, a la avaricia, a lo que es falso y feo a las flores de plástico.
Admiro las historias falsamente simples, que saben resumir universos en unas pocas páginas. Así lo hace esta novela de José Morella. Nos habla de cuestiones candentes en la sociedad en la que vivimos: la llegada de inmigrantes, la dura vida profesional del que está lejos de su hogar, el modo -siempre deformado- como les vemos; nos habla del espejo en que esos inmigrantes se ven al llegar: una sociedad en la que la familia se desintegra y los valores tienen a relegarse, donde la prisa y la falta de tiempo es un mal endémico. Pero también trata asuntos universales: la dificultad en las relaciones, el desconocimiento que precede al error, al desamor, a la hipocresía, al egoismo.
Debo reconocer que en algunos momentos de la lectura odiaba a Isabel con todas mis fuerzas (preguntándome sin cesar si el mío sería un odio hacia lo que se nos parece demasiado) y me puse, emocionalmente, completamente del bando de Roberto y Jacinta. Es difícil no dejarse llevar hacia uno u otro lado, no tomar partido. Tal es la capacidad de seducción de la prosa de Morella y de su historia falsamente simple, una de las mejores novelas que he leído últimamente.



José Morella: "Europa es el lugar donde menos cosas importantes van a ocurrir en el futuro"

-Tu novela comienza con una suerte de declaración de intenciones en la que afirmas cosas como "Nuestro árbol genealógico está cargado de frutos extraños" o adviertes que todos hacemos cosas por nuestra familia que detestamos. "Dicho esto podemos, tú y yo, lector, empezar a inventar", añades. ¿Homenaje a los libros testimoniales, a las fábulas con moraleja o simple jugueteo literario?


-En la primera página de la novela se alude al lector porque yo creo que la magia de lo literario está más en la lectura que en la escritura. El escritor es un enlace, o un intercesor, como lo llamaría Cortázar. Leyendo he tenido experiencias más reveladoras y profundas que escribiendo. Es el lector el que posa sobre un texto su experiencia de vida y, de ese modo, arma un sentido. El sentido nunca acaba de cerrarse, es como un bicho que no sabe estarse quieto. En realidad, lo que uno hace cuando lee es retocarse a sí mismo.

Para leer la entrevista completa, haz clic AQUÍ.

jueves, julio 23, 2009

Papeles dispersos, Carlos Castán

Tropo, Zaragoza, 2009. 162 pp. 10 €

Ignacio Sanz

Delicioso libro, uno de esos libros misceláneos cuya lectura nos hace sospechar que la cultura es un don que puede mostrarse con levedad, sin recurrir a grandes teorías ni a una caterva de datos agobiantes. El autor se vale de una mirada aguda e introspectiva a través de artículos, conferencias y notas en las que se reflexiona sobre el oficio de escribir, también sobre vivencias, recuerdos, en definitiva de colaboraciones dispersas de un escritor conocido por sus libros de cuentos que, en esta ocasión, ensancha la mirada crítica hacia asuntos próximos a él, a su paisaje, su paisanaje, es decir, hacia Huesca en primer término, donde ejerce la docencia de Filosofía en un instituto y a cuya ciudad el lector sospecha que Castán se encuentra unido por lazos afectivos familiares, pese a que nació en Barcelona e hizo sus estudios universitarios en Madrid. Pero no faltan tampoco reflexiones sobre Aragón, sobre España y sobre Europa. En definitiva, como el propio autor nos confiesa en la introducción: «Es mi vida la protagonista de estas páginas». Y, en efecto, es su vida, pero una vida traída al sesgo, en oblicuo. De hecho son muy escasas la referencias familiares; apenas nombra dos o tres veces a su madre y siempre de pasada, es decir, no es un libro introspectivo ni de memorias fragmentadas. Aunque hace alguna que otra declaración pasional. Por ejemplo, hacia Leonard Cohen al que dedica un capítulo. O trata de rastrear los vestigios, misión imposible, de la presencia de Gabriel Ferrater en Huesca, donde el poeta catalán hizo el servicio militar. Y al hilo de ésa búsqueda hace confidencias interesantísimas. O nos habla de una canción encandilante de Ángel Petisme. Y, claro, inevitablemente, en cada uno de estos artículos nos descubre una parte del autor.
En Beberse la noche a morro, el lector descubre a un escritor cautivado por los excesos adolescentes, un escritor que añora las noches de farra juveniles al hilo de la fiesta de San Lorenzo. En los jóvenes de ahora se recuerda a sí mismo libérrimo y feliz. Pero al hilo de estas reflexiones sobre la fiesta y sus atributos, hace un homenaje a las mujeres que, en medio de las juergas callejeras, sudan en silencio la gota gorda en las cocinas para que, a la hora de la comida familiar, los alimentos estén sobre la mesa.
Cuaderno de Taurnefenille es una especie de diario en el que recoge las impresiones de su estancia en esta pequeña ciudad francesa, con reflexiones curiosas sobre la extrañeza, los hábitos de vida y los pequeños acontecimientos que le dan pie a pensamientos de largo alcance.
No faltan tampoco apuntes geográficos en torno al río Gállego, a la sierra de Laorre o una profunda reflexión sobre la libertad, concepto escurridizo, en el que evoca frases y gestos de sus profesores Javier Sádaba y Carlos París.
La plácida mañana de domingo en que leí, a la sombra de una higuera, estos Papeles dispersos, pensé que el mundo era un poco más habitable y que no somos, como decía Gil de Biedma, aquel “intratable pueblo de cabreros”. Ojalá. Mientras haya escritores como Castán que nos lleven de la mano con una prosa oxigenada y eficiente por territorios en los que se mezcla el afán de búsqueda, de indagación y de belleza creo que nos alejamos de aquel triste dictamen.
Este libro muestra también el compromiso de un escritor con la sociedad de su tiempo y nos recuerda a Baroja, a Unamuno o a Ortega. No posiblemente en sus obras más excelsas, sino aquellas en las que aflora su condición de ciudadanos con una mirada analítica sobre los aconteceres menudos que salpican la vida. Y recuerda a esos escritores porque en este libro se mezclan las precisas descripciones del paisaje, las inquietudes, la melancolía o las reflexiones sobre la pérdida o aquello que se intuye próximo a desaparecer.

miércoles, julio 22, 2009

El dramaturgo, Ken Bruen

Trad. Daniel Meléndez Delgado. Vía Magna, Barcelona, 2009. 248 pp. 14,95 €

Julián Díez

Jack Taylor ni siquiera es un detective. Más que investigar casos, le persiguen. Pero siempre, siempre, para conseguir llevarle algo más al fondo del pozo en el que su vida se sumergió mucho antes de que comenzara su historia novelada en Maderos, proseguida en La matanza de los gitanos y que ahora cambia de editorial en España con este El dramaturgo.
Taylor tiene algo más de 50 años, fue policía y, como dicen en Alcohólicos Anónimos, será por siempre adicto a casi todo. Vive en Galway, en una Irlanda que cambia ante sus ojos para peor rumbo a convertirse en un parque temático del progreso sin sentido. Y es duro, pero duro de verdad, aunque no haya nada en su cuerpo ni en su vida capaz de sostener su bravuconería.
No creo que nadie pueda resistirse al encanto de esta serie de novelas del irlandés Bruen. Su estilo es realmente cortante, brusco, directo. En su verbo rápido, en los diálogos contundentes, se percibe la misma autenticidad desencantada y cruda de las mejores canciones de Tom Waits. Aunque por debajo haya una trama criminal, lo importante es asistir al relato en primera persona de la supervivencia de Taylor a su desastre cotidiano. Ver cómo afronta nuevas batallas, cosecha una derrota tras otra, y consigue pese a todo seguir adelante. Nunca, eso jamás, con la cabeza alta: aquí hay no existe épica del perdedor, sólo descripción de cada revés y del esfuerzo resignado por sobrellevarlo.
En medio, la exhibición de cultura de Bruen; porque Taylor es un lector ávido, tanto como conocedor de cada bebida alcohólica destilada por el hombre. Y, como buen irlandés, amante de la música, del deporte, o del cine. Todo ello con el panorama de fondo de una isla ya echada a perder, sombra turística del perdido lugar en el que las costumbres tenían un sentido más profundo que el de resultar pintorescas para observadores ignorantes.
En esta ocasión, Jack Taylor debe investigar un par de asesinatos de jóvenes por encargo de su antiguo camello encarcelado. También un amigo le pide que proteja a un conocido que finalmente es salvajemente agredido por unos vigilantes ciudadanos. Y hay un par de romances muy, muy tristes, en los que ni siquiera es capaz de dar una buena medida como amante.
En la trayectoria del libro, conciso y exacto, Taylor se resiste a sus adicciones agarrándose a sucesivas tablas de salvamento, todas fallidas. Encuentra pálidos consuelos en amistades desgastadas, y en algunas nuevas pero amenazadoras. Nunca se nos oculta que aguarda al final un nuevo desastre, un mazazo seco y tal vez excesivo en el afán de Bruen de no dejarnos respiro.
En la senda de un Horace McCoy, un James M. Cain o un Jim Thompson moderno y aún con menos escrúpulos, la obra de Bruen lleva sendero de clásico maldito. Imprescindible para los amantes del género negro, aunque sea aconsejable buscar los dos títulos previos a esta tercera novela —editados por la salmantina Tropismos— a causa de la continuidad existente en la trama del protagonista.

martes, julio 21, 2009

La verdadera historia del motín de la Bounty, William Bligh

Trad. Miguel Ángel Coll. Ediciones del Viento, A Coruña, 2009. 288 pp. 20,50 €

Miguel Baquero

Es famosa la historia del motín de la Bounty. Sobre ella se han rodado varias películas —una de ellas memorable, protagonizada por Marlon Brando— y en los últimos meses se ha publicado una novela sobre el tema escrita por John Boyne, el célebre autor de El niño con el pijama de rayas. Para quienes no conozcan, o no les suene demasiado el episodio, uno de los más famosos de la historia naval de Inglaterra, aquí va un breve resumen:
En el año 1787, la fragata Bounty (“generosidad”), parte hacia Tahití con el objeto de cargar allí varios ejemplares de la planta conocida como “árbol del pan”, que crece en la isla con especial exuberancia, y transportarlos hasta Jamaica, para intentar allí su cultivo. El barco arriba sin mayor novedad a la isla de Tahití y pasa en ella cerca de seis meses, mientras se van disponiendo las plantas en la bodega y en lo que encuentran vientos favorables para zarpar; casi medio año durante el cual la tripulación confraterniza con los nativos del lugar. Al fin, en abril de 1789 el barco emprende viaje rumbo a Jamaica, pero apenas han transcurrido veinte días de travesía cuando algunos marineros se amotinan, se hacen con el control de la fragata y ponen de nuevo rumbo a Tahití dispuestos a desembarcar allí, quemar la nave e instalarse entre los naturales. Al capitán del barco, teniente de navío Bligh, y a otros dieciocho tripulantes que no secundan el motín, les hacen embarcarse en un pequeño bote y les abandonan en medio del océano Pacífico, en la convicción de que no lograrán sobrevivir. Sin embargo, y tras una dantesca travesía, estos diecinueve hombres, a bordo del pequeño bote, consiguen llegar hasta la isla de Timor, donde enseguida dan parte a las autoridades del incidente y pronto la Armada Británica se lanza a la captura de los amotinados.
Sobre el episodio de la Bounty se ha creado una leyenda, apoyada por el cine, según la cual los amotinados, al mando de Christian Fletcher, eran idealistas románticos en defensa de la libertad y en lucha contra la tiranía que, a bordo del barco, había impuesto el teniente Bligh. No parece, sin embargo, que esa fuera exactamente la verdad. Ediciones del Viento acaba de editar La verdadera historia del motín de la Bounty, el relato original que de los hechos hace el teniente Bligh. A un lado la justificación que de sí mismo pueda hacer el teniente en su relato, lo que parece cierto es que los hechos no sucedieron tal como cuenta la leyenda, al menos en lo que se refiere al carácter tiránico del capitán y al idealismo que impulsaba a Fletcher, quien es retratado aquí poco menos que como un hombre de fortuna, traicionero y sin escrúpulos. Pese a lo hermoso de la leyenda, parece avalar la visión del capitán el que tantos hombres, y precisamente los de mayor calidad del buque, decidieran acompañarle a bordo del pequeño bote, en su singladura supuestamente sin esperanzas por el océano Pacífico.
Esta última parte, sin duda, la de los dos terribles meses de travesía a bordo del bote, teniendo que racionar el pan y el agua hasta límites casi impensables, y sin posibilidad de desembarcar en ninguna isla por miedo a ser atacados por los nativos —como efectivamente ocurre en la primera en que recalan, donde los aborígenes asesinan a un tripulante— constituye un relato magnífico, abundante en escenas conmovedoras.
La verdadera historia del motin de la Bounty es, en resumen, un espléndido libro en el que, a través de la seca prosa de un cuaderno de bitácora, podemos pese a todo vibrar con el sabor de una aventura a la vieja usanza, verídica para mayor encanto.

lunes, julio 20, 2009

Los demonios de Berlín, Ignacio del Valle

Alfaguara, Madrid, 2009. 432 pp. 20 €

Jorge Díaz

Si tuviera que titular esta reseña elegiría “La épica de la derrota” o “El arte de terminar novelas”, pronto diré por qué. Vayan por delante dos afirmaciones: Ignacio del Valle es uno de los novelistas españoles más sólidos y Los demonios de Berlín una de sus novelas más interesantes. Hecha esta declaración de principios, parece obvio que voy a hablar bien de esta obra.
Como todas las buenas novelas, ésta guarda muchas historias en su interior: las peripecias de un grupo de españoles en la guerra mundial o de un zoológico en medio de los bombardeos, la planificación de un robo a un banco o de una bomba atómica que no sabemos si existe o no, la investigación de un asesinato... Como todas las buenas novelas, está por encima de sus historias, va de mucho más, del amor, la ambición, la supervivencia, los sueños…
Del Valle trabaja bien y mucho las novelas. Afirma la promoción que Los demonios de Berlín es el resultado de tres años de trabajo y se nota. El autor está fascinado por la caída de Berlín, sabe más que nadie del tema y posee la virtud de contagiar su entusiasmo. Los quince últimos días de la ciudad, acosada por el ejército soviético, bombardeada día y noche sin descanso… Sabemos que lo mejor para la humanidad es lo que ocurrió: que los rusos entren de una vez y termine la pesadilla del nazismo, que Hitler se suicide y se liberen los campos de exterminio; sin embargo, Ignacio del Valle se introduce dentro de la guarida del lobo y nos muestra que allí también hay personas, fanatizadas y equivocadas pero personas, con miedo a lo que se acerca. Se acaba su mundo y saben que van a ser asesinados, que las mujeres serán previamente violadas; han fracasado, se enfrentan a la derrota de sus sueños y sus delirios.
Los demonios de Berlín es la tercera novela de una trilogía protagonizada por Arturo Andrade. Esto no debe asustar a ningún lector, son completamente independientes y no es necesario haber leído una para entender las otras. Hace poco más de un mes leí la primera, El arte de matar dragones, hasta ese momento no conocía la obra del autor. Me encontré con una magnífica novela, bien documentada, con ritmo, con un protagonista, Arturo Andrade, muy bien construido… Sin embargo, se me cayó en las últimas treinta o cuarenta páginas. No digo que fueran malas, sólo que en mi opinión no estaban a la altura de las expectativas que creaban las trescientas o cuatrocientas primeras. Cerraba con temas que, como lector, me daban igual.
Cuando empecé a leer Los demonios de Berlín, pensé en eso. La novela me gustaba, más incluso que El arte de matar dragones, la historia, pese a no sentir ningún interés por el nazismo, me iba atrapando, en Arturo Andrade veía las virtudes que ya había observado antes, el estilo me agradaba… Pero pensaba que cuando llegara al final todo se me volvería a caer.
Afortunadamente, a escribir se aprende escribiendo. Ignacio del Valle ha aprendido a terminar las novelas. En Los demonios de Berlín deja para el final lo más importante, la épica de la derrota. No crea un final espectacular pero falso, se ha dado cuenta de que lo importante es la verdad íntima de los personajes y no el fuego de artificio de la trama.
No sé si habrá más historias de Arturo Andrade, para ser honesto y no incurrir en lo que en el mundo audiovisual se llama spoiler, o sea, destripar la trama, ni siquiera puedo afirmar si al terminar esta historia continúa en condiciones de seguir. De lo que sí estoy seguro es de que habrá más novelas de su autor y que, de seguir su progresión, serán muy buenas.

viernes, julio 17, 2009

Perturbaciones. Antología del relato fantástico español actual, VV.AA.

Edición y prólogo de Juan Jacinto Muñoz Rengel. Salto de Página, Madrid, 2009. 380 pp. 20,95 €.

Julián Díez

Las evidencias se acumulan para denunciar una falacia largo tiempo sostenida: la literatura española tiene cabida para los géneros fantásticos. Al reconocimiento absoluto de la obra de dos escritores capitales como José María Merino y Cristina Fernández Cubas, se va sumando la incorporación progresiva de Elia Barceló, Félix J. Palma o Pilar Pedraza al mercado editorial masivo.
Viene este volumen, por tanto, a suponer un nuevo jalón en un proceso imparable, al que ya contribuyeron previamente los trabajos de Juan Molina Porras (Cuentos fantásticos en la España del realismo, Cátedra) David Roas y Ana Casas (La realidad oculta. Cuentos fantásticos españoles del siglo XX, Menoscuarto). A diferencia de esos volúmenes plagados de nombres indiscutibles, éste apuesta por autores vivos y en plena producción; entre todos ellos conforman un retrato desmitificador y convincente de la literatura española del último siglo.
También es, por tanto, un ejercicio algo más arriesgado. A riesgo de no conocer lo suficiente la obra de algunos de los seleccionados más jóvenes como para considerar su “representatividad”, lo que sí hay que decir a favor del trabajo de Muñoz Rangel es que la práctica totalidad de las historias seleccionadas son convincentemente buenas, y se defienden por sí solas.
Personalmente, destacaría los trabajos incluidos de Pilar Pedraza, con el terror directo pero elegante de Balneario; Cristina Fernández Cubas, siempre tan inquietante y sutil como en este La mujer de verde; Norberto Luis Romero, en el evocador Capitán Seymour Sea; y Félix Palma, con el sutil juego, de origen cienciaficcionero, que plantea en Venco a la molinera. No conozco en detalle —y me propongo remediarlo de inmediato— la obra de Carlos Castán, de la que si El andén de nieve es un ejemplo representativo, sólo puedo esperar delicias.
En el debe de la antología sólo cabe reseñar un cierto aroma monocorde. La literatura fantástica es un campo mucho más amplio en potencial que la realista, pero Muñoz ha elegido la fantasía cotidiana como cimiento de casi cada relato escogido. Es la vertiente literariamente más consolidada del género, la que ha ofrecido mejores resultados a la literatura en lengua castellana desde que Julio Cortázar la consagrara más allá de toda duda, pero no es la única. Sin acceder a territorios más alejados como el de la ciencia ficción –por cierto que, aunque el antologista dice que no la tocará, hay cuentos con extraterrestres y universos paralelos-, alguna representación de la literatura maravillosa, o de historias entroncadas con las tradiciones legendarias españolas, podría haberse agradecido para ofrecer un panorama más rico.
Quede pendiente, tal vez, para otro volumen esa recuperación, así como una mayor presencia –muy deseable- de los autores que están practicando este género “desde dentro”, en el campo de las publicaciones especializadas, con autores que se aprestan a dar el mismo salto de Barceló o Palma, como es el caso de Santiago Eximeno, Marc R. Soto, José Antonio Cotrina o Alfredo Álamo.

jueves, julio 16, 2009

Papeles inesperados, Julio Cortázar

Alfaguara, Madrid, 2009. 488 pp. 21.50 €

Fernando Sánchez Calvo

Por fin y de nuevo nuevos papeles que unir a las obras siempre incompletas de Julio Cortázar. El que fuera el autor más europeo del famoso Boom hispanoamericano recibe otro homenaje llevado a cabo una vez más por la editorial Alfaguara. Con prólogo de Carles Álvarez Garriga y edición del mismo junto a Aurora Bernárdez, esposa y albacea del genio que nació, según sus propias palabras, gracias al turismo y a la diplomacia, la presente edición se divide en tres bloques: “Prosas”, “Entrevistas ante el espejo” y “Poemas”. Como podrá intuir el lector, el primero de los bloques es el más extenso, el segundo el más revelador y el tercero el menos conocido. Los tres conforman un todo que desfila desde versiones de cuentos ya publicados hasta autoentrevistas, pasando por versos, fragmentos descartados, prólogos, reseñas y otras miniaturas literarias frecuentadas por este ciudadano del mundo. Obviamente (no supone ninguna sorpresa) Cortázar-narrador eclipsa a Cortázar-poeta, pero no sucede lo mismo con Cortázar-articulista, en cuyas manifestaciones podemos apreciar variopintas disquisiciones sobre el panorama político, social y literario contemporáneo al autor.
Acertadamente, y dada la imagen que un escritor suele proyectar sobre sus fieles, el libro se abre con las prosas, o lo que es lo mismo: los cronopios, las extravagancias de Lucas, antecedentes del microcuento, relatos que nunca aparecieron en clásicos como Final de Juego, Bestiario o Las armas secretas y hasta un capítulo expurgado del Libro de Manuel. Además, y como preludio de la segunda parte, la aparición de personalidades como Fidel Castro, Jorge Luis Borges, García Márquez o Carlos Fuentes tejen la faceta crítica de Cortázar. El artículo redactado como fruto de la famosa entrevista otorgada en su día a la revista norteamericana Life es, quizás, el mejor ejemplo de la labor ensayística del autor en la presente edición; en él la necesidad de universalización de la literatura hispanoamericana frente al rancio localismo, la defensa del hombre por encima de todas las cosas (incluso del arte) y la eterna lucha entre marxismo y capitalismo (cuya victoria, muy a su pesar, está anticipada en dichas líneas) estructuran las principales líneas de pensamiento. Tras las cuatro autoentrevistas, la edición se cierra con algunos poemas de corte amoroso y surrealista donde unas veces el verso libre y el compromiso político nos acercan a autores como el recién fallecido Mario Benedetti y en otras la experimentación lúdica recuerda a Nicanor Parra y a otros grandes de la poesía visual hispanoamericana.
Libro por lo tanto para fieles, no para iniciados. Digo esto no por sibaritismo, sino por posibles peligros. Peligro porque para adentrarse en los “despojos” de un autor antes hay que revisar los clásicos del mismo. Peligro porque, incluso siendo un experto en el tema, se puede caer en el error de adoptar una imagen inadecuada viciada por nuevas lecturas. Peligro porque, aunque es obvio que el presente volumen no recoge lo mejor de Julio Cortázar, también es obvio que el que tuvo retuvo, incluso en sus papeles póstumos. En autores de este calibre, hasta los desechos encontrados en cualquier viejo cajón piden, por lo menos, ser queridos por alguien. Franz Kafka dijo en su día que estaba más agradecido por los manuscritos que le habían devuelto que por aquellos que le habían publicado. Los fieles, sin embargo, que no atendemos ni a razones ni a purgas, somos como Borges: estamos orgullosos de lo que hemos leído, y nos cuesta imaginar que nuestros genios escribiesen algo malo, nos cuesta entender por qué se ocultaron estos papeles. Si estuvieron escondidos, es porque esperaban ser descubiertos.

miércoles, julio 15, 2009

Señora de rojo sobre fondo gris, Miguel Delibes

Destino, Barcelona, 2009. 130 pp. 17 €

Recaredo Veredas


Escrita en 1991, Señora de rojo sobre fondo gris es una espléndida novela sobre la difícil aceptación de la pérdida y del consiguiente vacío. Transcurre en un entorno muy adecuado, perfecto correlato de la agonía de la protagonista: los últimos años del franquismo. Nos adentramos en dos mundos que se desmoronan en paralelo: el pequeño parnaso del narrador —acosado por la nostalgia y el alcohol— y la estructura de todo un régimen, cuyos sucesores quedan perfectamente perfilados en unos hijos ilustrados y levemente rebeldes, paradigma de las élites que pronto heredarían el poder.
Posee, además, un altísimo interés social, casi antropológico, por la descripción del adocenado ambiente artístico de la época. No en vano, el narrador es un rígido pintor realista, quien considera que uno de los mayores méritos de su esposa es su diletancia, su falta de determinación a la hora de llevar adelante una carrera profesional y su absoluta supeditación a los intereses de su marido, de sus hijos y de su clase social. Haber sido, como se dice de Doña Sofía, una excelente profesional.
Pero no es una novela espléndida por lo antes mencionado o, al menos, no sólo por esas causas. Cuenta con un elevado interés literario: el narrador elegido es, como ya he indicado, una primera persona moderadamente subjetiva, que dosifica la información con pulcritud y precisión, planteando preguntas y ofreciendo respuestas con perfecta sincronía. Resulta también destacable la creación del interlocutor, del narratario a quien se dirige la voz, esa hija que ha pasado por la cárcel y a quien se intenta transmitir un recuerdo imborrable de su madre. La distorsión etílica del narrador incrementa su parcialidad -aunque nunca se aproxime al delirio- y el interés de la coprotagonista, demasiado plana en su perfección absoluta.
Posee una más que notable dominio del suspense, materializado en una ralentización casi sádica del tiempo. Sabemos desde el inicio que esa Señora de rojo sobre fondo gris morirá y nos preguntamos inevitablemente el cómo, permanentemente desviado en un juego macabro que roza la trampa pero, gracias a la sinceridad de la pena del narrador, no termina de apelar al morbo. La habilidad de Delibes para el regate en distancias cortas, para manipular al lector sin caer en la ofensa es poco frecuente en estos insípidos tiempos. Se ejemplifica en la catalogación del tumor como benigno a escasas páginas del final y culmina en un cierre peligrosamente cercano al deus ex machina. Sólo la maestría técnica del autor evita la caída en tan penoso recurso.
Señora de rojo sobre fondo gris posiblemente se edite y reedite durante cien años más, mientras cientos de luminarias caen en el olvido. La causa: ayuda a comprender el dolor. El propio y el de los demás.

martes, julio 14, 2009

Todo lo que quería decir sobre Gustave Flaubert, Guy de Maupassant

Trad. Manuel Arranz. Periférica, Cáceres, 2009. 132 pp. 14 €

Alba González Sanz

De un tiempo a esta parte algunas de nuestras principales editoriales están haciendo una encomiable labor de rescate de autores y obras hasta ahora no traducidos, o hace mucho tiempo olvidados por el mercado. En lo que toca a los autores franceses de la segunda mitad del siglo XIX y del celebrado fin de siècle, la veta es extensa y no poco importante. Así, la editorial Sexto Piso rescataba el célebre Las diabólicas, del extravagante Barbey d’Aurevilly (en muchos aspectos padre espiritual de los jóvenes decadentistas). Ahora, Periférica ofrece reunidos los dos textos más interesantes que Maupassant escribió sobre uno de los maestros del diecinueve francés: Gustave Flaubert.
Ambos textos tienen como centro el recuerdo de la figura de Flaubert, muerto en 1880. El primero es un artículo de prensa de 1884 y el segundo, el prólogo que el joven relatista colocó a la edición de la correspondencia entre éste y George Sand, en 1890. Es curioso notar, a este respecto, que el extenso prefacio tiene un único centro de atención en la figura del creador de Emma Bovary, diciendo apenas nada de la escritora que es mero pretexto para uno de los mejores análisis sobre la obra de Flaubert antes hechos.
Puntualizado esto, toca resaltar lo que de bueno e interesante para el lector tiene este libro. Ya el prólogo del traductor, Mauro Arranz, ofrece las coordenadas básicas para quienes lleguen a los dos autores citados con algo de despiste. Los recuerdos biográficos y literarios de Maupassant completarán a la perfección un fresco de época sin el cual resulta muy difícil, a día de hoy, entender cuestiones claves de nuestra literatura. Así que el especialista tendrá al alcance estos dos textos en castellano y quien no lo sea tendrá ante sí un tiempo de la historia literaria francesa detenido y narrado por una de sus voces principales en diálogo con la escritura de otra ellas.
Decir que Maupassant adoraba a un hombre a quien conoció en sus inicios y que marcó su relación con la escritura a pesar de la diferencia de edad, es decir algo sabido. En estos textos asistimos a un ejercicio de recuerdo que no mitifica hasta lo sobrenatural, pero que busca defender –y lo consigue- la dignidad y memoria de quien ya no está para defenderse a través de un finísimo análisis de su obra y la teoría que la sustenta. Y si la crítica tiene fama de ser afilada, invitaría a los curiosos a un repaso por las revistas y periódicos franceses del momento para ver hasta qué punto ante ciertas cuestiones la moral burguesa tocó a rebato sin compasión. Y Flaubert, con su estudio minucioso del alma humana, con esos coqueteos con la más pura esencia finisecular que son Las Tentaciones de San Antonio o su Salambó, no iba a librarse.
Maupassant repasa, en el prólogo a la correspondencia con Sand, las inquietudes novelísticas de Flaubert en el aspecto intelectual, en el aspecto de fondo. También habla de lo sensorial, pero le interesa llegado un punto referir un peculiar conjunto de anotaciones que Monsieur Gustave atesoraba y relacionaba: el conjunto de ellas componía una reflexión general sobre la estupidez humana: citas erróneas, respuestas falsas, boutades de todo calibre… Lamento no poder confirmar si esas notas han sido alguna vez editadas al completo o si quiera en español, pero su acceso virtual en francés es relativamente sencillo. Muchas de las citas provienen de autores reputadísimos en su época y en épocas anteriores, todavía hoy admirados. Al mordaz y fino Flaubert no se le escapa nada. Podría citar muchas pero me quedo con una de Descartes en apariencia no tan flagrante como otras, que reza: «Los soberanos tienen derecho a cambiar algo de las costumbres», se puede leer en el Discurso del método.
Ofrece Maupassant en la parte final del prólogo una descripción de taller de escritor. Si tan célebres fueron en la época las novelas de artista, algo de ellas hay en la manera en que describe la ropa, el lugar y los ritmos de Flaubert. Más interesante es sin duda cómo desmenuza la que para él es la poética del escritor, sus ideas en torno al estilo, la novela, la sociedad o sus integrantes en el otro artículo, pero los aspectos humanos no sobran, resultan por el respecto de quien los escribe, enriquecedores.
En definitiva, una buena manera de acercarse a dos autores franceses que, cada uno en su tiempo y en su estilo, sobresalieron y dejaron huella. También, como he comentado, una ventana a la sociedad literaria del fin de siglo francés, época que rara vez no atrapa por completo al lector.

lunes, julio 13, 2009

La chica de la nariz torcida, Ted Botha

Trad. Ismael Attrache. Alba, Barcelona, 2009. 312 pp. 24 €

Pedro A. Ramos García

Con el extenso subtítulo de Muerte y obsesión en la vida de un escultor forense, se nos presenta esta novela, La chica de la nariz torcida, que nos narra la biografía de Frank Bender, según su página web (www.frankbender.us) un “autodidact forensic and fine artist” (un forense autodidacta y estupendo artista).
Escrita por Ted Botha, colaborador de The New York Times y Los Angeles Times entre otros, a veces parece ser el propio Frank Bender el que toma la palabra para narrarnos sus orígenes, allá por octubre de 1977, como estudiante del turno de noche en la Academia de Bellas Artes de Pensilvania, después de terminar su jornada laboral como fotógrafo. Su curiosidad, falta de escrúpulos con los cadáveres (que se narra de una forma casi médica y exacta) e intuición para dotar sus reconstrucciones de detalles que terminan resultando fundamentales para su identificación; le han convertido en uno de los más reputados y conocidos escultores forenses, profesión de reciente creación y muy mal remunerada.
Sin embargo, este aspecto poco o nada parece importarle a Frank, nuestro protagonista, que siempre consigue hallar un modo de seguir pagando las facturas: como fotógrafo, como buzo, como albañil… Sus peleas, como la de cualquier autónomo, se centran en reclamar a diferentes cuerpos de policía que le paguen las reconstrucciones que ha realizado para ellos, algunas de las cuales han tenido éxito y han servido para identificar el cadáver. Porque una de las principales virtudes de este libro, una biografía novelada o una crónica biográfica, es la de humanizar un estereotipo tan de moda en las series de televisión tipo CSI o Bones y desprenderlo de todo el glamour del que el entretenimiento masivo parece precisar. De glamour y elipsis porque en este libro podemos encontrar la narración detallada de todo el proceso, no sólo desde que le suministran el cráneo y Frank empieza a trabajar, sino las negociaciones previas entre el escultor forense y el departamento de policía que le quiere contratar. Sin duda, este aspecto burocrático, que dota de realismo a la narración es un hándicap para aquellos que busquen un thriller o una novela de género porque, aunque tiene todos los ingredientes, Ted Botha no claudica en ningún momento y se mantiene fiel a la estructura que propone desde el principio: discontinúa, con marcados saltos temporales y breves resúmenes que nos permiten ubicarnos casi de inmediato; fiel a su protagonista, un aprendiz de artista que evoluciona como tal y como persona, que crece y se equivoca, que es infiel y tiene problemas para ser el padre, el novio perfecto, que antepone su pasión por reconstruir rostros a sus obligaciones afectivas y económicas, porque para Frank Bender “la ciencia forense satisfacía varios impulsos primordiales de su interior. Modelaba para obtener justicia, para ayudar a cerrar un caso, pero, sobre todo, en busca de un arte que sirviera para algo”.

Ciudad Juárez, México.
Gran parte del libro se centra en la época en que Frank Bender fue contratado para poner rostro a algunas de las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez y, lamentablemente, no arroja ninguna esperanza sobre que se puedan esclarecer los feminicidios que se llevan cometiendo allí desde 1993, con una media de dos desaparecidas al mes. Todo lo contrario. Leyendo el libro uno llega a la conclusión que la única motivación de las autoridades mexicanas para contratar a Frank fue lavar su imagen cara a la opinión pública. Desalentador, por realista. Y lo demás es Hollywood (sí, existe: Bordertown, dirigida por Gregory Nava, protagonizada por Jennifer López).

viernes, julio 10, 2009

Avestruces por la noche. Dos nouvelles, Guillermo Roz

La Mirada Malva, Madrid, 2009. 234 pp. 17 €

Andrés Neuman

1. El avestruz de Kafka

Susan y Goyo tienen orígenes opuestos y comparten un amor laborioso. Los dos son ingenieros y construyen poco a poco sus vidas, cuyas estructuras se tambalearán de repente.
El libro nos recibe con una sencillez y una humildad que no sólo narran el argumento, sino que se trasladan limpiamente a la escritura. Ciertas imágenes esporádicas, y por cierto brillantes, equilibran el pulcro costumbrismo con el que se nos engaña al principio. Esas imágenes se irán apoderando del relato, o mejor dicho, o nunca mejor dicho, secuestrándolo, hasta llenar la Pampa de pesadillas.
Al principio, sólo al principio, durante una veintena de páginas, se nos ofrece una introspección explícitamente familiar, aunque también implícitamente ideológica, en la educación de Goyo y Susan. En este arranque se insinúan algunos reflejos políticos en los microscópicos detalles domésticos, un poco a la manera del Perec de Las cosas o del Aira de El Tilo. Pero entonces pasa algo. Algo grande y extraño.
En esta primera novela corta, igual que en su escritura, lo apacible es tan sólo la postergación de un golpe, una preparación de lo inquietante. Una noche cualquiera Goyo y Susan se acuestan tomados de la mano, escrutando en el techo la modesta perfección de sus vidas. No sabemos si consiguen dormirse. Y ahí, exactamente, se suspende la historia de ella y recomienza la de él, transformado en Goyo Samsa al abrir los ojos y encontrarse con el vacío pampeano, si se me permite la redundancia.
Esta escena fantástica es sin duda memorable y nos recuerda qué pasó en Argentina el año del corralito, qué podría pasar en cualquier país cualquier año. La potencia onírica del relato de Guillermo Roz (Buenos Aires, 1973, residente en Madrid, que ya había publicado hace dos años la novela La vida me engañó) da una vuelta de tuerca, o de «ganzúa de payaso», a la tradición apocalíptica. El apocalipsis es una tentación de la literatura argentina, pero también una tentación del capitalismo global.
Después del silencioso cataclismo, el relato progresa con humor surreal. Como una novela negra lisérgica o un El show de Truman gaucho. Digámoslo así: Goyo podría ser el Kafka de todos los Kafkas. Se despierta convertido en otra criatura, no sabe de qué lo acusan y ya no puede entrar en su propia casa. O quizá Goyo sea el Aira de todos los Airas: cautivo en el desierto, nos cuenta cómo se hizo avestruz.
No debemos revelar más, salvo que los lectores se verán asaltados por una laberinto que poblarán sus propios fantasmas personales. En el fondo, todos los lectores somos un poco avestruces. Avestruces que entierran la cabeza en la noche de un libro para poder ver mejor.

2. Anaconda viajando hacia sí misma

La literatura llama a las cosas por su nombre porque les pone un nombre nuevo. Aunque a veces hay cosas innombrables. Como el nombre y la infancia de Anaconda.
¿Y Anaconda quién es? ¿Tiene algo de Quiroga? No. Nada. O sí, pero al final, sólo al final. Mientras tanto, más que a aguardiente, el aliento del relato huele a coca-cola con pajita. Y, más que en la selva, todo empieza en un cine de barrio.
La escritura de esta segunda novela es más directa, más nerviosa, quizá más apresurada. Como la propia adolescencia que retrata. Ese retrato está lleno de humor triste y de crueldades tiernas. También de escatologías. Y, exactamente igual que le sucede a la protagonista, hay escenas para cagarse de risa.
De coprotagonista aparece Gerardo, GG, no Graham Greene. Gerardo el Casanova precoz, que al principio parece la serpiente de la historia, la auténtica anaconda que devora a su presa, y que poco a poco irá mudando la piel hasta convertirse en un mecánico bonachón, desamparado. Al mismo tiempo ella, Anaconda, irá perdiendo pieles para encontrar la suya, la que le corresponde, la que la llevará de ser una gordita acomplejada y temerosa a ser una veterinaria insatisfecha con su destino. ¿Pero cuál es su destino? Su destino es Brasil. Anaconda nació predestinada para ir al Amazonas y por eso, por la misma obviedad de ese destino, le lleva una vida entera decidirse.
La novela nos cuenta un doble relato de iniciación: Gerardo y Anaconda, cada uno a su modo, son trágicamente inexpertos. O sea, «son fantasmas y afantasman lo que ven». La narración de Roz oscila raramente entre el sarcasmo y la candidez, yendo y viniendo de la descreída mirada adulta a la ilusionada perspectiva del que empieza a vivir. Así vivimos con ellos su intenso despertar sexual, que en realidad consiste, como siempre, en darse cuenta de que todavía están dormidos. El erotismo de esas páginas parece una mezcla de un Bryce barrial y un Miller cariñoso.
Entre otras muchas, dos lecciones nos deja este relato. Una: «la muerte tiene eso que nos pone respetuosos». Dos: la vida tiene eso que nos va desmintiendo. Antes de ser cazado (con zeta, no con ese), Gerardo el Casanova se cree capaz de liderar la aventura de Anaconda, de conquistarla a dos manos. Así mismo nos conquista Roz con estas dos novelas de humanos animales.

jueves, julio 09, 2009

Los relatos del padre Brown, G. K. Chesterton

Trad.Miguel Temprano García. Acantilado. Barcelona, 2008. 1176 pp. 33 €

Luis Manuel Ruiz García

Para la inmensa mayoría de lectores contemporáneos, decir novela policíaca significa bajos fondos, ex presidiarios de nariz rota, detectives acabados con un ventilador en el despacho que de repente chocan con el asesinato de su vida y mujeres de piernas verticales a las que el humo no molesta en los ojos cada vez que aspiran el cigarrillo. Pero antes de ese álbum de tópicos, el género fue otra cosa. Salvador Vázquez de Parga, en su escrupulosa historia del relato policíaco, data en torno a los últimos años veinte la cesura que dividiría en dos todo este orbe de sangre: fue entonces cuando el detective se mudó de los aristocráticos cottages ingleses a la Gran Manzana y el pausado ejercicio intelectual de reunir pistas que racionalmente debían conducir a la identificación de un culpable cedió paso al puñetazo y tentetieso, a la jerga de la calle. Podrían, sin duda, marcarse otras fases, pero las dos esenciales que jalonan la evolución del género preferido de los quioscos son estas: la inicial, inaugurada con el monsieur Dupin de Poe, continuada por Conan Doyle, llevada hasta sus últimas consecuencias por Agatha Christie, conocida habitualmente como fair play; y la negra, cuya denominación proviene del roman noire acuñado por primera vez por Marcel Duhamel para designar ese nuevo linaje de novelas americanas que, con Dashiell Hammet a la cabeza, estaban llenando las editoriales de pistolas, adulterios y whisky.
En este contexto, la saga del padre Brown constituye todo un capítulo aparte, culminación y epílogo de la primera de las fases mencionadas. Hasta la fecha del primero de sus relatos, 1910, el protagonista del relato policial había solido coincidir con una criatura impersonal, de frialdad matemática, apenas sin espesor, liberado de las molestias de la vida doméstica que atribulan al resto de los mortales: Dupin, Holmes, Van Dusen consistían, parafraseando al último de ellos, en puras máquinas de pensar. El padre Brown va a ampliar la paleta de ese retrato en blanco y negro con una nueva gama de pinceladas humanas, demasiado humanas: lejos de la torre de marfil en la que se recluyen los detectives puramente cerebrales que le han antecedido, Brown es orondo, torpe, benévolo, paciente, trivial. Sin lugar a dudas, la mayor aportación de Chesterton al género es la invención de este personaje, cuya enormidad reside precisamente en su insignificancia; otras, por supuesto, son la promoción del cuento policíaco a algo más que un mero pasatiempo intelectual y su conversión en literatura de primer orden, rebasando la condición de comida rápida que hasta el momento se le solía atribuir.
Junto a Shakespeare o Milton, Gilbert Keith Chesterton (1874 -1936) comparte el raro honor de pertenecer a los escritores menos ingleses de la literatura inglesa. Un estilo barroco, cercano al desafuero, una tendencia al panfleto que a veces abusa de la paciencia del lector, un gusto por los tintes más extremos de la realidad en lugar de los tonos medios no concuerdan con esa enfermiza tendencia al autocontrol y la expresión sobria que caracteriza a la mayoría de sus compatriotas, de siglos anteriores y de los que habrían de venir. Amante de la polémica y del pensamiento paradójico, Chesterton llegó al extremo de volverse católico y de defender públicamente su credo en un entorno que no podía mirarle sino como un animal exótico (como el enorme elefante blanco, digamos, de una de sus más famosas novelas). Quizá la vena principal de su literatura consista en el anhelo o la persecución de un orden, sea religioso, ideológico o social, que mitigue la profunda sinrazón sobre la que levita la condición humana y que él, mejor que muchos otros, supo sospechar en ciertas actitudes y ciertos gestos; quizá su inclinación al humor siniestro o su uso reiterado de los andamios del argumento policíaco tengan por objeto la introducción de racionalidad o de sentido común en un universo que, por principio, carece de él. Ambos géneros, el humorístico y el criminal (a veces revueltos) se reparten la mayoría de sus títulos más recordados: entre los primeros podrían mencionarse El club de los negocios raros (1905) o El poeta y los lunáticos (1929); de los últimos, aparte de los que ahora nos ocupan, citemos El hombre que sabía demasiado (1922), Las paradojas de Mr. Pond (1937), y, sobre todo, ese delicioso alegato político-estético-vivencial que constituye a la vez uno de los más acabados ejemplos de novela de suspense y que lleva por título El hombre que fue Jueves (1908).
Quizá el análisis más lúcido sobre la saga del padre Brown corresponda, como en muchos otros casos, a Borges. En la cuarta conferencia de su Borges oral (Alianza, 1998) el maestro argentino ha desvelado con pulso de cirujano qué es lo que diferencia netamente a la creación de Chesterton de cuantas le han antecedido y llegado más tarde y en qué radica su valor. En primer lugar, queda claro que a lo largo de sus cinco volúmenes (El candor del padre Brown, de 1910; La sagacidad del padre Brown, 1914; La incredulidad del padre Brown, 1926; El secreto del padre Brown, 1927; El escándalo del padre Brown, 1935) se nos ofrece un tipo de narración insólita que el género policíaco no había abordado todavía y que luego rara vez se atreverá a retomar. Cada cuento del padre Brown constituye, al tiempo que un acertijo criminal, una obra de teatro y un apólogo. La identificación del culpable supone sólo un detalle marginal dentro de la profusa serie de peripecias y altibajos de cada episodio: mucho más cruciales resultan el desvelamiento de cómo pudo producirse el crimen y de su porqué. El relato suele concluir con una absolución o con un arrepentimiento; lo que importa es que el malhechor comprenda que ha violado la ley y que eso está muy mal, sin necesidad de meter en juego a la policía, ya bastante ocupada en detener anarquistas. Asimismo, el esquema de la narración se desenvuelve respetando un escrupuloso programa de calidad, que convierte a Chesterton en uno de los más exigentes orfebres del fair play. Autores previos habían escondido la solución al enigma de sus tramas en un detalle inadvertido del pasado de los personajes, del mobiliario en el que tuvo lugar el crimen o en un descuido del detective; Chesterton, más puntilloso y genial, llega a ocultar sus ases en rutinas de pensamiento o formas de expresarnos que empleamos todos los días. El programa de calidad que he mencionado antes cuenta, entre otras, con las siguientes exigencias: ha de existir un crimen inexplicable; en algún momento el lector ha de entrever una solución razonable a dicho crimen; en algún momento esa razón ha de resultar imposible, sobrenatural; finalmente, la razón depende de un detalle venial que se había dejado pasar por alto. Todo ello comprimido en apenas quince páginas de debates, agudezas, desmayos y moralina parroquial.
Mis pobres conocimientos editoriales registran la existencia de otras cuatro ediciones previas en castellano de la saga del padre Brown, algunas de ellas incompletas: los dos primeros títulos formaron parte de la inevitable colección El Libro de Bolsillo de Alianza entre 1988 y 1998; Anaya publicó los cinco volúmenes en su no menos ubicua Tus Libros durante los primeros ochenta; muy anteriores son las versiones, generalmente suramericanas, que la casa cristiana Encuentro ha vuelto a reeditar en fecha tan reciente como 2008; de entre 2000 y 2007 proceden los coquetos ejemplares ilustrados de Valdemar. A todos ellos, la presente de Acantilado suma virtudes inéditas: traducciones actualizadas, márgenes que invitan a usar el lápiz, papel de primera calidad y tres relatos nunca traducidos al castellano.

miércoles, julio 08, 2009

Diciembre / Clase, Guillermo Calderón

Artezblai, Bilbao, 2008. 127 pp. 9 €

Juan Pablo Heras

Conocemos poco la dramaturgia chilena. Y eso que hay algunos nombres que apenas resuenan pero que han fertilizado durante años los viveros de los autores teatrales más conocidos hoy en España. Pienso, por ejemplo, en los maestros Jorge Díaz y Marco Antonio de la Parra. A una nueva generación, esperemos que no menos fructífera, pertenece Guillermo Calderón (1971), que ya se ha dado a conocer en el prestigioso Festival Iberoamericano de Teatro de Cádiz y en muchos otros escenarios internacionales.
Para los que no hemos tenido el gusto de presenciar sus montajes, tenemos a nuestro alcance dos de sus textos más recientes, Diciembre y Clase. El primero nos propone una distopía que recuerda levemente a la que planteó De la Parra en su Madrid/Sarajevo: si éste nos situaba en una Guerra Civil española contemporánea a las guerras que despedazaron Yugoslavia en los 90, Calderón nos lleva al futuro inmediato, al año 2014, a un Santiago de Chile en cuyas calles sólo hay mujeres porque los hombres están combatiendo contra Perú y Bolivia en una guerra tan incomprensible como encarnizada, mientras los mapuches se han rebelado en el sur y han creado un estado propio, Mapu. La cronología fantástica de estas distopías es tan cercana que el dramaturgo no necesita crear nuevos referentes. Se trata de nuestro mundo, pero dislocado de repente por la guerra; se trata de nosotros mismos puestos frente al espejo de la destrucción inminente, y por lo tanto desnudos por primera vez. Diciembre se articula en varios diciembres: cenas familiares, navideñas, en las que tres hermanos, Jorge, Trinidad y Paula, triangulan un combate dialéctico en torno al mundo desvelado por la guerra. Actitudes contrapuestas pero defendidas con buenas armas, entre las dos mujeres que disfrutan del estado de excepción que supone vivir en la retaguardia mientras su hermano, que desertó de la deserción, goza de un paraíso artificial creado por hombres en el límite del desfiladero. Progresivamente, los referentes de las cuidadas líneas que dicen los personajes de Diciembre se van desdibujando y adquieren un carácter casi onírico, como si los armazones falsos que sujetaban la identidad inicial de los personajes entrara en una metamorfosis de resultados imprevisibles. Diciembre es irresistible: está escrita con exquisitez admirable y con un fino sentido del humor que agrava más que alivia.
Clase reduce la acción a dos personajes y un espacio: un profesor y una alumna que se quedan solos en clase mientras los demás protestan en una manifestación. Ella ha preparado una disertación sobre Buda y por nada del mundo quiere dejar de presentársela a su profesor. Éste, en cambio, decide darle una clase, una clase sobre “la tragedia”, es decir, sobre sí mismo. Se trata de un hombre desgastado por la vida, de vuelta de todas las cosas y ahogado en una mediocridad que sólo se contradice con lo inquieto de su mirada. Sus enseñanzas son advertencias, avisos de una decepción que es inevitable porque es el tiempo mismo. En la respuesta de la alumna, la virgen (pero avisada) esperanza de la juventud. Es decir, el eterno conflicto entre el sueño revolucionario y la iluminación paralizadora de lo real; nada nuevo, pero presentado con el temblor de lo inquietante. El texto se resuelve en una sucesión de enumeraciones versificadas, de imágenes lanzadas como flechas desde todas partes, en ese modo tan querido por el teatro posdramático y que da lugar a textos con aspecto alucinatorio cuyo mayor potencial está en la sugerencia y en la pluralidad de significados.
Diciembre y Clase son dos textos son de una riqueza extraordinaria, y Guillermo Calderón un nombre que no deberíamos dejar pasar. Ojalá llegue pronto a nuestros escenarios. Mientras tanto tenemos los libros, para llevarnos el teatro en el bolsillo.

martes, julio 07, 2009

Las vírgenes sabias, Leonard Woolf

Trad. Marian Womack. Impedimenta, Madrid, 2009. 328 pp. 21,95 €

Ana Muñoz de la Torre

La primera impresión que me queda tras leer Las vírgenes sabias es que la sombra de Virginia Woolf resultó tan alargada que llegó a eclipsar incluso al hombre de quien tomaría su apellido para formar parte de la Historia de la literatura. Con ello no pretendo dar a entender que entre la obra de Leonard y Virginia se puedan ni se deban establecer comparaciones, pues en tanto la de él se encuadra en el realismo, siguiendo la línea de contemporáneos como E. M. Forster, la de ella, modernista, marcaría un antes y un después en el terreno de la forma. Sin embargo, sí deseo destacar que el título objeto de esta reseña no nos descubre a un aspirante a escritor mediocre, alguien que un buen día comenzó a emborronar papeles de manera gratuita en un intento de emular a artistas muy próximos (su esposa y sus amistades del Círculo de Bloomsbury, presentes en la novela). Por el contrario, la prosa de Leonard Woolf nos sitúa ante un autor que maneja con solvencia las distintas herramientas narrativas y que está capacitado tanto para elaborar la orografía de una época como para trazar con precisión de cirujano la psicología de sus personajes.
De considerable carga autobiográfica, Las vírgenes sabias provocó una enorme conmoción en el momento en que fue publicada (1914), hasta tal punto que la familia de Leonard le retiró la palabra y la propia Virginia atravesó una de las mayores crisis nerviosas de cuantas sufriría a lo largo de su vida, al verse retratada, de forma cristalina, en la liberal y excéntrica Camilla Lawrence.
La acción de la novela se desarrolla en un suburbio imaginario de Londres: Richstead (combinación de Richmond y Hampstead), y representa una sátira de la puritana sociedad de las primeras décadas del siglo XX. El protagonista, Harry Davis, es un joven judío que se vanagloria de serlo. Ateo, crítico y asocial, estudia pintura en una escuela de arte, lugar donde conocerá a la modelo Camilla Lawrence, alter ego de Virginia Woolf. El carácter provocador, inadaptado e inconformista de Harry, así como su hastío ante la hipocresía que lo rodea, recuerda a otros antihéroes literarios, igualmente rebeldes y desorientados, como Franny Glass (Franny y Zooey, J.D. Salinger) o Colling Smith (La soledad del corredor de fondo, Allan Sillitoe). Harry se nos presenta como un soñador cínico, sarcástico y desubicado que aprueba la mentira como medio de escape de situaciones incómodas, reconoce su odio manifiesto al clero y desprecia a las muchachas mojigatas y sumisas de su cotidianidad, esas vírgenes superficiales e ignorantes, tan distintas de las hermanas Lawrence (Camilla y Katharine), auténticas vírgenes sabias.
Conforme la narración avanza, es posible que el lector evoque la novela de Somerset Maugham Al filo de la navaja, ya que ambas obras constituyen una radiografía de los usos y costumbres de un período determinado (los Estados Unidos y la Europa posteriores a la Gran Depresión en Al filo de la navaja, y los albores del siglo XX en Londres en Las vírgenes sabias) y de unas sociedades donde sus protagonistas no encajan. La principal diferencia entre el personaje creado por Maugham y el de Woolf radica en que, mientras Larry Darrell opta por encontrar su lugar en el mundo y vivir ajeno a imposiciones externas, Harry Davis acabará acatando la sentencia dictada por su entorno contra él. Por ello, puede afirmarse que Las vírgenes sabias es la historia de una derrota personal, la de su protagonista, un fracaso vital provocado a partes iguales por el rechazo de su amada Camilla y su obediencia final a las rígidas normas morales que ha ido cuestionando a lo largo de la narración.
Sin duda alguna, nos encontramos ante una obra valiente, que aboga por la libertad del individuo como un derecho fundamental e inalienable, y que viene a corroborar que el hombre siempre será asediado por pasiones, dudas y temores idénticos a los sufridos por sus ancestros.
Una de las partes más valiosas del libro es la que muestra abiertamente la postura de Camilla-Virginia hacia el matrimonio, su incapacidad de sentir pasión, de entregarse, su temor a verse apartada del mundo una vez que se convierta en esposa, el miedo a perder su independencia… Años más tarde, la autora londinense publicaría el ensayo titulado Una habitación propia.
Katharine (nombre que en la ficción recibe Vanessa, hermana de Virginia) aparece como contrapunto de Camilla y elemento perturbador de Harry, quien por momentos duda en elegir entre el espíritu terrenal de aquélla y el carácter etéreo de ésta, entre la capacidad de comprensión de la primera y la imaginación de la segunda. Katharine se dirige siempre a su hermana con esa sinceridad brutal que cabe únicamente entre las personas que se adoran. Por eso, cuando Camilla le pregunta si debería casarse con Harry en caso de que se lo pidiese, le responde: «No naciste para casarte, no naciste para tener marido e hijos […] Querrás encontrar algo más. El amor nos deja estancados, supongo».
Cualquier cosa, excepto estancado, se quedará el buen lector tras disfrutar de Las vírgenes sabias, una obra que todo amante del universo Woolf estimará una joya.

lunes, julio 06, 2009

Muerte a la americana, Jessica Mitford

Trad. Ana Mata Buil. Global Rythm, Barcelona, 2008. 440 pp. 22 €

Guillermo Ruiz Villagordo

Hace unos meses Enrique Redel reseñó en este mismo blog con mucha gracia e ingenio un libro no menos gracioso e ingenioso, La fascinante vida de los cadáveres, de Mary Roach. En parte por la reseña y en parte por su tema marginal (los diversos aspectos que rodean al cuerpo una vez ha fallecido, tales como la putrefacción, la donación a la ciencia, el supuesto uso medicinal de los cadáveres…), me hice con él y lo leí de un tirón, mayormente en mis entonces frecuentes viajes en autobús (lo que, todo sea dicho, me gusta pensar debe haber desconcertado a algún que otro pasajero).
Ahora la misma editorial, Global Rythm, publica una de las fuentes más importantes y acicate principal de aquel ensayo humorístico, que no es otro que esta Muerte a la americana, subtitulado "El negocio de la pompa fúnebre en Estados Unidos". Sobre su autora sólo diremos, para dar alguna breve nota que el lector podría encontrar en cualquier parte, que se trata de una de las seis hermanas Mitford, que por diversas razones fueron conocidas el siglo pasado, unas como escritoras (la misma Jessica y Nancy, cuyas novelas tan exquisitamente está recuperando Libros del Asteroide), otras por sus querencias filonazis.
El tema de este ensayo no es otro que la denuncia de un abuso comercial. Abusos comerciales todos conocemos alguno y nos han sucedido en cualquier circunstancia y área, de la alimentaria a la bancaria pasando por la escolar, pero la clave del libro de Mitford es que en este caso se produce en una situación de particular indefensión, en la que el cliente no tiene sus cinco sentidos alerta para sortear unas injusticias que le costaría advertir aunque pusiese la mayor atención, puesto que suelen basarse en leyes inventadas ad hoc por los mismos profesionales del ramo para justificar sus elevadísimas ganancias, amén de usar trucos psicológicos abyectos que incluyen hasta estrategias de sutil intimidación. Pero no se queda ahí, sino que investiga la estructura empresarial que vincula funerarias y cementerios y descubre fraudes como el uso especulativo del suelo público de éstos, por no hablar de casos repugnantes que se encarga de rescatar y volver a sacar a la luz pública, como la reventa de nichos (éstos sí, menos mal, bastante infrecuentes).
Con gran habilidad, la autora analiza ordenada y exhaustivamente las distintas parcelas de las que se compone el acto funerario y nos muestra en su cruda desnudez a quienes lo llevan a cabo, haciendo uso de un estilo que une una información impecablemente objetiva con una mirada ácida y divertida una vez expuestos los hechos. Pero aunque permea todo el libro esa actitud sarcástica, hay momentos en que la dureza de los datos impide cualquier ironía y éstos se imponen de manera dramática, como cuando, al tratar la supuesta obligatoriedad por ley del embalsamiento, que invocaban las funerarias para engordar las facturas, recuerda que en los comienzos del SIDA éstas se negaban a cumplir esa ley creada por ellos mismos y que, al ser amonestadas por su falta de caridad, accedieron a realizarla previo pago de unos cientos de dólares más.
Mitford se apoya siempre que puede (que es la mayoría de las veces) en artículos, libros, conferencias y declaraciones de los propios miembros del negocio funerario (de hecho, llegó a participar en algún encuentro con empresarios de pompas fúnebres, lo que era meterse de lleno en la boca del lobo, como nos cuenta en el primer capítulo del libro). En esto es donde se ve más a las claras su afán de buena periodista y en esto radica su mayor interés: desvelar un mundo ignorado y por eso mismo tan manipulable por los que viven de ello con el mayor número de pruebas en la mano.