jueves, abril 30, 2009

Ayer, Agota Kristof

Trad. Ana Herrera Ferrer. El Aleph, Barcelona, 2009. 112 pp. 14,95 €

Miguel Baquero

He leído Ayer, la última novela de la escritora húngara Agota Kristof publicada en España, durante estas pequeñas vacaciones de Semana Santa en un hotel rural, uno de esos pequeños lujos que aún nos puede regalar esta agónica Sociedad del Bienestar. La novela de Kristof narra (o mejor, describe, porque en un principio apenas sucede nada en ella) la vida de Sandor Lester, un emigrante empleado en una cadena de montaje y que día a día se ve obligado a levantarse a la misma hora, tomar el mismo desayuno, subir al mismo autobús y perforar, con el mismo movimiento, la pieza de un engranaje. Asimismo, todos los fines de semana recurre al mismo ocio, a iguales desahogos. Esta situación monótona, eterna, esta condena de Sísifo ha situado a Sandor al borde de la locura…
El planteamiento, sentado en la terraza, leyendo al cálido sol de primavera, me parece un tanto excesivo. El personaje de Sandor no tiene cargas familiares, nada le obliga a seguir esclavizado a esa rutina, no hay nada que le impida romper con la eterna cadena. Y, sin embargo, no hace nada por escapar. La cosa, en un primer momento, me resulta ilógica, pero luego caigo en la cuenta de que allí a dos días yo mismo tenía que coger el coche e integrarme en la caravana, en el lento desfile para volver a la ciudad y, como todos, reincorporarnos a la oficina, a la barra, al volante, a la cadena. Y que no falte, rezamos, cuando quizás –nunca nos hemos parado a pensarlo- no hubo en su día razón alguna de peso para que ingresáramos en esa dinámica. O, mejor dicho, en esa falta de dinámica.
«En la tierra no hay más que la cosecha, la espera insoportable, el silencio indecible». Pese a todo, Sandor (como todos, imagino) soporta esa grisura en la confianza de que algún día sucederá algo que la haga cambiar. En la esperanza de que un día aparecerá Line, la mujer con la que sueña, la oportunidad que hará que todo se revolucione. Y un día, en efecto, aparece Line y trastorna su vida. Pero no en el sentido que él esperaba, no es aquélla irrupción clásica de la literatura gracias a la cual el protagonista encuentra un sentido a su existencia y se salva. La llegada de Line remueve el pasado del protagonista, desata los fantasmas que ocultaba, le pone frente a su verdad y desencadena el cambio.
En términos literarios, la llegada de Line da comienzo a la acción y esta toma muy pronto visos de melodrama (amores turbios, asesinatos, secretos del pasado, incluso relaciones incestuosas) pero no es uno de esos viejos melodramas en los que, si no se ve al fondo una luz, al menor la truculencia de los hechos sirve de entretenimiento y de consuelo. Muy al contrario, el melodrama que se desata en Ayer pronto se advierte que no tiene solución, ni sentido, y que condena aún más al protagonista al desastre. Los hechos no avanzan hacia una conclusión: se precipitan hacia la cotidianidad.
Mucho se ha escrito del estilo de Agota Kristof desde que surgió su primera novela, El gran cuaderno, en 1987, cuando la autora, refugiada en Suiza, contaba con más de cincuenta años. Es un estilo seco, sin concesiones, sin adjetivos; diálogos tajantes, reacciones directas y sin enmascarar. Una «prosa descarnada», dicen algunos críticos, «No hay sentimientos, no hay opiniones. Hay hechos. Narrativa objetual: no sé si la mejor, pero desde luego una de las cimas de esa cordillera inacabable que es el estilo», dice en su blog el Lector mal-herido (he aquí una referencia para quien guste así mismo de la crítica acerada y concreta). Kristof me recuerda en muchos aspectos a ese otro gran escritor que es John Berger y sus historias crudas y desnudas sobre ese mundo campesino que ha perdido su sentido ante el ruido atronador de la máquina. Los últimos restos del campo, o, en el caso de Kristof, la gente de Europa del Este que se encuentra de pronto con la esencia desnaturalizada de Occidente y la febril producción industrial en que se sustenta todo.
Una autora, en fin, recomendable y un libro inquietante, y por eso mismo literatura de gran nivel. Acabo de leer Ayer y dejo la novela entre las que el hotel rural tiene en sus estanterías para los clientes. Quizás un día un huésped desprevenido dé con ella y le sacuda de igual manera este extraño sentimiento de indefensión.

miércoles, abril 29, 2009

El secreto del oso hormiguero, Beatriz Osés

Ilustraciones de Miguel Ángel Díez. Factoria K de Libros, Vigo, 2009. 64 pp. 12 €

Ignacio Sanz

Si existe una hora mágica para el niño, ésa hora es la de meterse en la cama y esperar que el sueño le venza, mientras navega por regiones misteriosas. Para facilitar las cosas en ese tránsito, los adultos buscan auxilio en los cuentos. De este modo entran en un estado de ensoñación que les endulza la despedida del día. Pues bien, El secreto del oso hormiguero, libro de poesía infantil compuesto por 31 poemas, todos relacionados con animales, a veces reales y en ocasiones imaginarios como las azofaifas o los gamusinos, trata de ese momento mágico en el que los niños se despiden del día.
Este es uno de los aciertos innegables del libro, la elección de ese momento que da a cada poema un mismo punto de partida, además de adentrarse en lo que podríamos llamar la “sicología” de cada animal, sus anhelos y sus sueños.
Beatriz Osés maneja con soltura la poesía, una poesía de apariencia sencilla, pegadiza, de rimas asonantes y ritmo de canción de comba. A veces, en breves poemas, apenas un escorzo, nos cuenta una historia que remarca las características conocidas del animal en cuestión:
Para muestra, un botón:

El problema de los caracoles

Mientras se lavan los cuernos
y se ponen el pijama,
se les hace ya de día
y no han llegado a la cama.

Abunda el humor y la ternura, así como cierta imaginación disparatada. No faltan tampoco los juegos de palabras que tratan de romper con la lógica del lenguaje y remarcan la condición de estos poemas-juguetes que nos propone la autora.
Con estos méritos Beatriz Osés se hizo acreedora del primer premio de poesía para niños y niñas Ciudad de Orihuela, el mejor dotado de cuantos se convocan en España en este género.
Las magníficas ilustraciones de Miguel Ángel Díez vienen a reforzar la fuerza expresiva de los poemas con su colorismo tenue y su fantasía controlada.
En definitiva, estamos ante un libro que viene a cumplir a la perfección la tarea de endulzar los sueños y a reforzar esa relación cargada de simbolismo que el propio niño establece con los animales

martes, abril 28, 2009

Un tiempo libre, Juan Marqués

Comares, Granada, 2009. 64 pp. 9 €.

Sofía Castañón

Usted espera que le recomendemos un libro aunque yo más bien le aconsejaría buscar un buen quitamanchas. Porque igual que está claro que el libro caerá en sus manos, tenga también presente que el mero hecho de pasar por sus hojas le dejará restos en el cuerpo, en la ropa, quizás por entre el pelo. Eso sí, no se equivoque, este es un libro limpio, aunque manche.
Si está intrigado (y no tanto por la poesía —que ya sabemos que no mueve masas, una pena— como por la atracción hacia hechos irresolubles) debe saber que en Un tiempo libre la luz lo inunda todo. Al abrir las páginas, entre tímidas canciones o coplas, entre dosis de verdades esenciales y honestas o escenas sencillas y eternas, se siente ese abrazo reconfortante que nos dan los días de sol, que mientras paseamos o dejamos que la vida se mueva desde un banco o la antojana de casa nos hace sentir queridos, con el mismo rubor en las mejillas que queda cuando alguien nos sonríe. Podría decirles que no hay más que eso, y no despeinarme.
Pero este es el trabajo de un poeta joven, y los jóvenes lo son, en gran medida, porque viven, buscan y entienden que es necesario el exceso. Que para paliar la gripe de la juventud hay que decir que se ha vivido, que se ha estado en el mundo y en los bares más que nadie. Que se ha llorado mucho, bebido mucho, odiado mucho, amado muchísimo. Puede decirse que es energía, pero acaba por mutar en una potencia que «sin control no sirve de nada». Este no es el anuncio para el poemario de Juan Marqués. Como apunta el también escritor zaragozano Julio José Ordovás, no se trara de un libro sucio: no hay vómitos, no hay ceniza ni restos desprovistos de cualquier belleza. Eso no quita para que Marqués se emborrache. Lo que ocurre es que su borrachera es de luz, de vida. Y no piensen que esta es más aséptica. Al contrario, la resaca que deja es mucho más duradera y difícil de llevar.
Así que no se sorprenda si al leer estos poemas les quedan las huellas de «los perros del jardín atravesando/ los dientes de la luz», el olor del laurel en septiembre, los raíles de los trenes o la mina de los lápices. No se sorprenda al encontrar que un libro tan limpio, tan provisto de pureza, le deja un borrón o una mancha. Hay cosas que, de tan buenas, también se quedan sobre la piel o la ropa.
Como solución, y sin tener este quitamanchas aún patentado, uno puede salir a la calle y pasar esta resaca, la que deja Un tiempo libre, a pelo: sin el combinado de neobrufén y zumos, sin gafas de sol. Dicen que es bueno beber al día siguiente lo que provocó la borrachera. Es probable que con la luz, las manchas se vayan quedando en nosotros. Eso que al final acaba por hacer la buena poesía.

lunes, abril 27, 2009

Eres bella y brutal, Rebeca Tabales

XIII Premio Ateneo Joven de Sevilla. Algaida, Sevilla, 2008. 480 pp. 22 €

Inés Matute

No podría yo estar más de acuerdo con el escritor David Torres, quien, en la presentación madrileña de Eres bella y brutal, dijo que se trata de «la novela más impolíticamente correcta del año», ya que, entre otras cosas, penetra en el tortuoso y oscuro mundo de dos hermanos, una monja y un fraile, que a su manera se creen capaces de cambiar el estado de las cosas; una desde el interior de la Iglesia, y el otro metido de lleno en la guerra de Ruanda. En la charla de presentación se emparentó esta primera novela de Rebeca Tabales, una joven psicológa especializada en neurolingüística, con El Corazón de las Tinieblas, de Conrad, no ya sólo por los escenarios africanos, magníficamente descritos y documentados, sino por tratarse de una incursión en el horror del alma humana. Emparentada o no, considero que la verdadera protagonista de esta historia, galardonada con el premio Ateneo Joven 2008, es una niña de trece años que asiste a un colegio de monjas y que sufre la violencia de las compañeras simplemente por ser fea. Aquí podría yo decir «poco agraciada físicamente», pero no me gustan los eufemismos. Crecí en un colegio de monjas, como nuestra pequeña protagonista, y sé que en ese mundo hermético, católico y por lo tanto regido por sus propias normas, absolutamente polarizado, donde las cosas son blancas o son negras, hay alumnas guapas y alumnas feas, listas y tontas, hábiles y torpes, concentrándose toda la “Gracia” en la figura de María, cuyo “mes” por excelencia, trufado de celebraciones y patosas coreografías en el patio, era mayo. Esa niña fea considera que el mundo es el enemigo a batir y, a pesar de su enorme inteligencia sufre por su aspecto, convirtiéndose de un día para otro en torturadora de la beldad oficial del curso, a la que no dudará en secuestrar y esconder en el cuarto de calderas. Hasta aquí, podríamos pensar que nos encontramos ante una novela de rabietas infantiles e inquinas previsibles, cosa que no ocurre por diversos motivos, siendo el más importante la originalidad y la extraordinaria madurez narrativa de la que la autora hace gala. Pero, ¿qué relación guarda esta niña con la monja y el sacerdote que está en Ruanda? ¿Cómo consigue Rebeca Tabales convertir esta historia en apariencia simple en un sugerente argumento triangular? La sinopsis que nos ofrece Algaida no deja lugar a dudas:
«Una estudiante de trece años que se considera a sí misma genial y maltratada por el azar, envía a su profesora de literatura, única a quien considera digna de leerlo, el esbozo de su gran proyecto: una enciclopedia en primera persona. Así, la hermana Teo, monja estricta, sufrida, demonofóbica y con reprimidas inclinaciones detectivescas, será testigo de la particular experiencia que su alumna anónima tiene de las palabras: agua, belleza, caballo, padre, revelación… y de la confesión de un falso crimen que oculta otro verdadero. Al mismo tiempo, en Ruanda, la próspera y pequeña misión de unos frailes en Kigali es sorprendida por la guerra. Para Mateo, el lugar que ama y el proyecto al que ha dedicado su vida dejan de ser un sueño donde refugiarse del pasado. Ahora debe escoger entre poner en riesgo su vida o regresar a España, donde le esperan su hermana Teo y el fantasma de su infancia, más aterrador que la propia muerte. Eres bella y brutal cuenta la historia de tres personajes grises y heridos, que no se pierden en un descenso a los infiernos, sino en el empeño de escalar hacia a luz».
«Un descenso a los infiernos» es una expresión que nos seduce, que aparece frecuentemente en las carátulas de los DVD y también en las contraportadas de los libros. Un descenso a los infiernos no es otra cosa que el encuentro con un personaje que es afortunado, feliz o simplemente “normal” y que, a poco que rasquemos, nos mostrará un alma envenenada, un abanico de miserias que van conquistando su voluntad y dominando sus actos. No nos engañemos: las historias con demonios privados suelen ser historias que, si se cuentan bien, nos entusiasman. En el caso de esta novela, el descenso a los infiernos se da a la inversa, pues tanto la monja como el cura o la niña, sienten la corrupción —lo brutal— tremendamente cerca, y quieren huir de ella buscando bien la redención, bien la belleza. Con todo, no es esta una novela moral, pues aunque los protagonistas se planteen cuestiones éticas, chocan contra un muro de debilidades y contradicciones. Eso sí: su vida espiritual les permite hacerse preguntas que la mayoría de nosotros evitamos.
Sin desvelar qué ocurre con la niña que es arrastrada al cuarto de las calderas, y sin explicar cómo cada uno de los personajes refleja y a la vez deforma a los otros, sí me gustaría destacar algunas definiciones del diccionario que la protagonista elabora a partir de sus propias vivencias. La palabra “belleza”, en su micromundo pedante y egocéntrico, da lugar a profundas reflexiones sobre todos los tipos de belleza posible, regalándonos imágenes tan sutiles como enigmáticas:
«La belleza A es una belleza limpia, rosa, decente. Su hora del día es la mañana, su sabor el dulce, que gusta a los recién nacidos. La primera belleza que se puede reconocer, apta para menores, franca. Puede empalagar, pero nunca miente; ya avisaba desde el principio de su dulzor aburrido. Es la belleza de los cachorros, las flores abiertas, los campos a la luz del mediodía, el olor de la colonia, la bailarina dando vueltas en su cajita de música» (...) «La belleza E es la belleza que sólo algunos ojos pueden detectar. Pasada de moda o futurista. Demasiado cotidiana o demasiado exótica para ser reconocida en un primer golpe de vista. Es una belleza que se infiltra en la voluntad secretamente» (...) «La belleza I es la belleza de lo llamativo. Pavos reales, monos albinos, tartas de boda y adornos tribales. Su sabor es el picante. Es una belleza difícil de ignorar por los sentidos, pero el corazón previene contra ella» (...) «La belleza O es la que guarda un misterio. Hay que mirarla con unos ojos que están en las tripas. Hay que hacer un pacto con los sentidos. Es la belleza de la contradicción. El murciélago, animal del aire y de lo subterráneo, ciego, como Plutón. La serpiente, unas veces el mal, otras, la sabiduría; símbolo de la medicina y la curación» (...) «La belleza U es la que por hábito o piedad se encuentra en lo mediocre o en lo sencillamente feo. Todo objeto compite por el amor de los ojos del mundo, y cada uno tiene su recurso. Los objetos con belleza A, su luz, los objetos con belleza E, su sombra. Los I, su estrépito. Los O, su resistencia. Hay otros objetos que no luchan, sino que piden auxilio. Los perros salchicha, con sus grandes ojos. Los niños pobres, con sus grandes ojos, el tío feo a quien no quiere nadie, con sus grandes ojos. Las causas perdidas».
Las causas perdidas. Demasiadas, sin discusión posible. Pero no por ello renunciamos a luchar, a reivindicar, a esperar un milagro. Eso, al menos, es que lo buscan los personajes de Rebeca Tabales, unos seres grises y heridos: que las cosas cambien, que no sean lo que parecen. Un lujo de novela a la que apetece volver una y otra vez.

viernes, abril 24, 2009

El Padrino, Mario Puzo

Trad. Ángel Arnau Casas. Ediciones B, Barcelona, 2009. 477 pp. 20 €

Recaredo Veredas

Las peripecias de Vito Corleone y su desventurada prole no pueden separarse de los rostros de un maduro Marlon Brando y de un gélido Al Pacino. La trilogía ha devorado totalmente a la novela. No ha dejado ni los huesos. La obra que nos ocupa gozó de un tremendo éxito en el momento de su publicación. Luego fue totalmente desplazada, tanto que estaba fuera de catálogo antes de la actual reedición. Irremediablemente el lector no establece la comparación de la novela con la versión —como sí ocurre con Guerra y Paz, El Gatopardo o A Sangre Fría— sino al contrario.
El padrino es una obra magnífica e imperfecta. Puzo posee un consumado oficio y es capaz de manejar cientos de personajes y decenas de subtramas sin perder en ningún momento el control, sin dejar de emplazar a los personajes exactamente donde quiere y para lo que desea. Es un gran artesano, que posee arrebatos de genio. Entre las muestras de maestría destaca su capacidad para crear un mundo propio, regido por un código muy distinto al de los vulgares ciudadanos, unas leyes ágrafas que derrumban la omnipotencia y la presunción de inocencia del estado de derecho. La imperfección aparece en el tramo intermedio donde zonas apasionantes de la historia -el crecimiento del negocio durante la época que rodea a la segunda guerra mundial y la reveladora actitud de los Corleone frente al conflicto- están narradas con demasiada rapidez, parecen cercanas a la sinopsis sin que existan causas claras que lo justifiquen.
El planeta edificado por Puzo está regido por el Don, un personaje situado en los límites de la divinidad y la omnisciencia, protegido por una meticulosa red de pasos intermedios que imposibilitan su roce con los tribunales o la policía. Es un protagonista parco en matices, porque no los necesita. El mundo que ha creado los tiene por él. Su debilidad más destacada es su afición por Johnny Fontane, ese cantante arruinado, trasunto de Frank Sinatra. Por lo demás es una pieza de acero, llena de grietas, pero de interior macizo.
La mirada sobre el mundo de los Corleone es una traslación lógica de la lúcida filosofía siciliana, magistralmente expuesta en El Gatopardo o en El Breviario de los Políticos de Mazarino (que también tenía orígenes sicilianos). El estado nunca cuidará por sus ciudadanos. Es, únicamente, una plataforma que permite el enriquecimiento de los políticos, de los privilegiados y los arribistas. Quien no sitúe a su familia en alguno de esos escalafones, aunque sea a costa de su propia vida, será un esclavo hasta su muerte. Así lo afirma la cita de Balzac que abre el libro: «Detrás de cada gran fortuna hay un crimen». Y así lo constata el propio Puzo, escondido bajo los pensamientos del Don: «De pronto comprendió las mil oportunidades que para un hombre de su talento existían en aquel otro mundo, que antes había estado cerrado para él, como lo seguiría estando para todos los hombres honrados». Nos encontramos frente al mundo trazado por Hobbes sin otro Leviatán que uno mismo y su prolongación familiar. Todo está permitido y todo se perdona siempre que la causa del desmán sean los negocios, adquirir una mejor posición que permita la protección de la familia, incluso la muerte de un hijo. El peor delito es la colaboración con el estado: no en vano, el mayor enfado del Don ocurre cuando su hijo Michael decide alistarse al ejército: servir a los intereses de otros. Así contempla la Segunda Guerra Mundial: «El mundo era un oasis de paz para todos los que habían jurado fidelidad a su persona, mientras para otros muchos que creían en la ley y el orden era un infierno donde se moría como una rata». Su omnipotencia se define en una de las primeras escenas, omitida en la versión cinematográfica, en la que El Don se despide de su viejo consiglieri, enfermo terminal de cáncer, quien le solicita que medie ante Dios, porque sólo él puede evitar la condena eterna que le aguarda por sus imperdonables pecados. Son sus hijos, finalmente, quienes pagan las consecuencias de su temeridad: Sonny con la muerte, Fredo con la estupidez y Michael con la caída en el infierno. Sin duda este último es el gran personaje de la novela, como también lo es de las tres películas. La causa reside en el crecimiento: Michael evoluciona, de forma a la vez compleja y comprensible. El lector asiste a su descenso al horror con plena conciencia de su inevitabilidad. Es un auténtico personaje de tragedia griega, que debe afrontar un mundo mucho más cruel que el vivido por su padre (Algo debe cambiar para que todo continúe igual, afirmaba Lampedusa). Un mundo que ya no respeta las férreas tradiciones sicilianas, que deben combinarse con el feroz capitalismo de Wall Street, formando un cóctel que, irremediablemente, aboca a la perdición, a un nihilismo brutal e irremediable, una vez destruido el vínculo con el código de honor siciliano. No en vano la novela se cierra con los rezos de su esposa por la irremisible pérdida de su alma.
¿Cuál es la opinión de Puzo sobre los desmanes de sus personajes? Tal vez ahí resida el aspecto más revolucionario de esta obra. Como en la versión cinematográfica, oscila entre el repudio y una velada admiración. Al menos poseen una mirada sobre el mundo propia y actúan en consecuencia. Nos encontramos frente a una novela que ha mantenido su capacidad reveladora. Un oscuro manual de autoayuda, cuyas enseñanzas permanecen vigentes cuarenta años después de su escritura.

jueves, abril 23, 2009

Sólo un muerto más, Ramiro Pinilla

Tusquets, Barcelona,2009. 274 pp, 18.29 €

Salvador Gutiérrez Solís

Si Ramiro Pinilla hubiera trazado una trayectoria literaria “normal”, no me cabe duda de que ahora nos encontraríamos ante uno de los grandes autores en lengua española. Es más, y acogiéndonos a que lo “bueno” y lo “tardío” no casan mal en el refranero popular, a pesar de no haber trazado una trayectoria literaria “normal”, no me cabe duda de que nos encontramos ante uno de los grandes autores en lengua española.
Tras treinta años “apartado” de las grandes editoriales, tras haber ganado el Premio Nadal y el Premio Nacional de la Crítica con su primera novela, Las ciegas hormigas, Ramiro Pinilla ocupó su hueco en el escaparate de la actualidad regalándonos una trilogía tan épica como inmensa titulada Verdes Valles, Colinas rojas, con la que volvió a conquistar los galardones nacionales más prestigiosos.
Debo reconocer que he conocido a Pinilla en su regreso, y también he de reconocer que desde entonces busco su obra, presente y pasada, que saboreo como un raro y exquisito manjar. Antonio B. el Ruso se sitúa en ese presente y pasado que parece coexistir armoniosamente en este autor vasco, que, desde su vuelta, demuestra una vitalidad y fecundidad inusual, muy especialmente si comprobamos su fecha de nacimiento.
Como en Verdes Valles, Colinas Rojas, Ramiro Pinilla acude a su argumentarlo social, sentimental y/o geográfico en Sólo un muerto más. Y no sólo eso, en Sancho Bordaberri, el protagonista de la novela, hay mucho del propio autor. Pinilla, como Sancho, devoró a los Hammett, Chandler y compañía, y como su propio personaje, comenzó a escribir novelas negras en su juventud –necesitado de ser como ellos-, con idéntica fortuna. Y como Sancho, Pinilla un buen día descubrió que las historias, su historia, estaban ahí, sólo tenía que abrir los ojos y contar lo que veía.
Tras una guerra tan cruenta como la nuestra, la extraña muerte de uno de los gemelos Altube, años atrás, no merecía una especial atención. Remitámonos al título: Sólo un muerto más. Sin embargo, la resolución del misterio se convierte en el primer caso del librero/escritor Sancho Bordaberri, bautizado en su nueva faceta detectivesca como Samuel Esparta, en claro homenaje a Sam Spade. Sólo un muerto más es una novela negra, sí, pero es mucho más. Es un maravilloso ejercicio de metaliteratura, de creación en directo, una lección de cómo ha de ordenarse y contarse una historia. El enfrentamiento entre el poeta falangista y el novelista republicano me parece uno de los mejores y mayores ejercicios de estilo que he podido encontrar en una novela.
Y apoyándose en el género, ampliando sus fronteras o mestizando las reglas, Ramiro Pinilla nos habla del nacionalismo, de los desastres y odios generados por la Guerra, de España, del País Vasco, de la importancia de la tierra en la que uno nace y de las sombras que se esconden tras todos nosotros. Además, Sólo un muerto más es un homenaje a la Literatura, y así podemos encontrar el aliento del Quijote, la pulsión de los maestros de la novela negra y los grandes fundamentos de la novela realista. Pero, sobre todo, es la demostración del talento de un hombre/nombre esencial de la Literatura –con mayúsculas, por supuesto- en lengua española.

miércoles, abril 22, 2009

Premios Tormenta 2008: ganadores

Premio Tormenta al mejor libro publicado en castellano en 2008

Todos los cuentos, Cristina Fernández Cubas.
Tusquets, Barcelona, 2008.
507 pp. 24,00 €


«Yo tenía quince años cuando me enteré de que el demonio se llamaba nylon y a él, y sólo a él, deberíamos achacar los malos tiempos que se avecinaban. Me dijeron también que el mundo era cruel y pernicioso. Pero eso lo sabía ya, mucho antes de atravesar la herrumbrosa verja del jardín, escuchar sorprendida el lamento de los goznes oxidados y preguntarme, bajo un sol de plomo y con el cuerpo magullado por el viaje, cuántas chicas de mi edad habrían franqueado aquella misma verja y escuchado el chirriante y sostenido auuuu..., un saludo que tenía algo de consejo o advertencia.»

(Primeras líneas del relato "Mundo")


Cristina Fernández Cubas nació en Arenys de Mar (Barcelona) en 1945. Es autora de cinco libros de relatos (Mi hermana Elba, Los altillos de Brumal, El ángulo del horror, Con Agatha en Estambul y Parientes pobres del diablo), dos novelas (El año de Gracia y El columpio), una obra de teatro (Hermanas de sangre) y las memorias narradas Cosas que ya no existen, títulos que han recibido un caluroso tratamiento por parte de la crítica y del público, y que configuran uno de los universos literarios más singulares de la literatura contemporánea. Su obra está traducida a diez idiomas. En 2008 ha publicado con Tusquets, su editorial de toda la vida, Todos los cuentos: todos sus libros de narrativa breve, más algún relato disperso y un jugoso prólogo de Fernando Valls.
Hablar de Cristina Fernández Cubas es hablar del cuento en España en los últimos veinticinco años; de hecho, la publicación de sus relatos reunidos se ha convertido en el acontecimiento literario español de 2008, refrendado por los premios Ciudad de Barcelona, Salambó, Cálamo, y ahora este Tormenta.



Premio Tormenta al mejor nuevo autor en castellano

Rosas, restos de alas, Pablo Gutiérrez.
La Fábrica, Madrid, 2008.
103 pp. 14 €


«Página impar, autodefinido: vivo de mi trabajo, gano lo justo para poder tener deudas, me educaron con tibios valores, ayudaría a una anciana pero no si la anciana, además de cruzar la calle, quisiera tomarse un café con leche y hablar conmigo de todo lo que echa de menos. Desconfío de la administración, creo que la política es un cuento, miro las etiquetas de caducidad, no bebo agua del grifo, en una discusión defendería con vehemencia mis puntos de vista pero al llegar a casa sentiría vergüenza de mi soberbia, pues de nada estoy tan seguro. Educación pública y por tanto clase media sin aspiración de tirar de las riendas de nada, podría permitirme tener hijos, el gobierno desearía que los tuviera pronto, nuevos afiliados a la seguridad social y sobre todo cons tante consumo de diversos productos de alimentacióne higiene, además de seguros de vida, créditos personales, electrodomésticos, un coche nuevo, compromisos que harán que en el trabajo mire para otro lado cuando sienta que muero por escurrirme de la ajustada camisa de mis rutinas. Como los demás, antes de hacer nada todo lo pienso, heredé miedos católicos y ralo cartesianismo, desprecio a quien de otro modo actúa, al que defrauda y decide levantar en una cañada una casa con piscina y pozo ciego, no es el modo correcto de hacer las cosas, los chicos que beben en la calle comienzan a parecerme unos vándalos.»

(Primeras líneas de Rosas, restos de alas)


Pablo Gutiérrez nació en Huelva en 1978. Es licenciado en Periodismo por la Universidad de Sevilla. Durante un tiempo trabajó como redactor para algunos periódicos locales, pero pronto decidió dedicarse a la enseñanza: actualmente es profesor de lengua y literatura en un instituto de enseñanza secundaria, y vive en Sanlúcar de Barrameda (Cádiz). En 2001 publicó Carne de cerdo, una obra de teatro que quedó finalista del Premio Miguel Romero Esteo de dramaturgia. Rosas, restos de alas, que en 2008 publicó La Fábrica en su muy notable colección de novela corta, es su primera novela.
Desde La tormenta en un vaso hemos creado esta nueva categoría con el objetivo de resaltar la obra de un autor o autora, con un máximo de dos libros publicados, y que suponga ya una apuesta no de futuro, sino de presente. Rosas, restos de alas ha sido el título que, cumpliendo estos requisitos (se trata del segundo título que se edita de Pablo Gutiérrez), ha obtenido más votos en la categoría absoluta de mejor libro en castellano.



Premio Tormenta al mejor libro traducido al castellano en 2008

Lo infraordinario, Georges Perec.
Traducción de Mercedes Cebrián.
Impedimenta, Madrid, 2008.
128 pp. 15,50 €


«Jueves 27 de febrero de 1969, sobre las 16 h

La rue Vilin empieza a la altura del nº 29 de la rue des Couronnes, frente a unos edificios nuevos, viviendas de protección oficial recientes que ya tienen algo de viejas.
Sobre la derecha (acera de los pares), un edificio de tres cuerpos: una fachada que da a la rue Vilin, otra a la rue des Couronnes, la tercera, estrecha, describe el débil ángulo que forman las dos calles entre ellas; en la planta baja, un café restaurante con escaparate azul cielo adornado en amarillo.»

(Primeras líneas de "La rue Vilin", que abre Lo infraordinario)


Georges Perec es un viejo y querido conocido de La Tormenta en un Vaso. Nació en París en 1936, y fue uno de los escritores más sorprendentes, geniales e imaginativos del siglo XX. Miembro de Oulipo, su obra literaria abarca todos los géneros: narrativa, poesía, ensayo, teatro y guión cinematográfico. También elaboró los crucigramas semanales de la revista Le Point de París.
Su primera novela, Les choses (Las cosas; trad. Josep Escué, Anagrama, 1992), obtuvo el premio Renaudot y se publicó en 1965. En 1969 vio la luz La Disparation (El secuestro; trad. Marisol Arbués et al., Anagrama, 1997), una curiosa novela en la que nunca aparece la letra e (a, en la traducción al castellano). Con La Vie mode d'emploi (La vida: instrucciones de uso; trad. Josep Escué, Anagrama, 1988), una original mirada parcial pero totalizadora de un edificio, sus lugares y sus habitantes, obtuvo el Premio Médicis en 1978.
Un año antes había publicado Je me souviens, inexplicablemente inédito en castellano hasta que, en 2006, Yolanda Morató lo tradujo como Me acuerdo para la editorial Berenice, en una edición que ya obtuvo el Premio Tormenta en esta misma categoría. Perec murió en Ivry-sur-Seine, víctima de un cáncer, en 1982.
Según la nota de contraportada, «la materia de Lo infraordinario [que publicó Seuil en 1989] son los cimientos que sustentan la literatura, la observación apasionada y asombrada de lo usual, el cuestionamiento de lo que parece incuestionable; son los paseos de un escritor que trata de ver la realidad con ojos de recién llegado y que pinta una y mil veces el mismo cuadro, como un impresionista». Impedimenta publicará este mismo 2009 otro nuevo Perec, Un hombre que duerme, también traducido por Mercedes Cebrián.

Mercedes Cebrián (Madrid, 1971) es autora del libro de relatos y poemas El malestar al alcance de todos (Caballo de Troya, 2004) y del poemario Mercado Común (Caballo de Troya, 2006). Sus textos han aparecido en los diarios El País y La Vanguardia y en las revistas Turia, Revista de Occidente, Diario de Poesía (Argentina), Eñe o Clarín. Por esta traducción de Lo infraordinario ha recibido el Premio Mots Passants, que el Departamento de Filología Francesa y Románica de la UAB concede a la mejor traducción literaria del francés al castellano publicada en 2008.

martes, abril 21, 2009

Premios Tormenta 2008: finalistas (mejor libro traducido al castellano)



El ladrón de chicles, Douglas Coupland.
Traducción de Bruno Menéndez.
El Aleph, Barcelona, 2008.
288 pp. 18 €






La maravillosa vida breve de Óscar Wao, Junot Díaz.
Traducción de Achy Obejas.
Mondadori, Barcelona, 2008.
309 pp. 22,90 €






Ágape se paga, William Gaddis.
Traducción de Miguel Martínez-Lage.
Sexto Piso, Madrid, 2008.
116 pp. 17 €






Los hombres que no amaban a las mujeres, Stieg Larsson.
Traducción de Martin Lexell y Juan José Ortega Román.
Destino, Barcelona, 2008.
666 pp. 22,50 €






Lo infraordinario, Georges Perec.
Traducción de Mercedes Cebrián.
Impedimenta, Madrid, 2008.
128 pp. 15,50 €






Botchan, Natsume Soseki.
Traducción de José Pazó Espinosa.
Impedimenta, Madrid, 2008.
238 pp. 19 €

lunes, abril 20, 2009

Premios Tormenta 2008: finalistas (mejor libro en castellano)



Todos los cuentos, Cristina Fernández Cubas.
Tusquets, Barcelona, 2008.
507 pp. 24,00 €


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Derrumbe, Ricardo Menéndez Salmón.
Seix Barral, Barcelona, 2008.
192 pp. 16,63 €


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Amarillo, Félix Romeo.
Plot, Madrid, 2008.
160 pp. 15 €


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El país del miedo, Isaac Rosa.
Seix Barral, Barcelona, 2008.
320 pp. 19,50 €


La lección de anatomía, Marta Sanz.
RBA, Barcelona, 2008.
300 pp. 18 €


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viernes, abril 17, 2009

El amor y la risa, Darío Fo

Trad. Carla Matteini. Paidós, Barcelona, 2009. 140 pp. 19 €

Ignacio Sanz

He aquí un bufón ilustrado de antigua estirpe, un hombre de teatro que ha bebido en las fuentes primigenias y conoce los misterios del alma popular. No voy a descubrir a estas alturas a Darío Fo, posiblemente el autor contemporáneo más representado del viejo continente, es decir el que mejor conecta con los gustos y los afanes de la gente. Recuerdo a vuelapluma Aquí no paga nadie, Muerte accidental de un anarquista o Pareja abierta, representadas una y otra vez no sólo por compañías profesionales sino por esos grupos de aficionados que, además de hacer pasar un buen rato, pretenden un teatro socialmente reivindicativo. Todo un fenómeno.
En El amor y la risa Darío Fo nos muestra en cinco textos su cara más erudita, así como su fascinación por aquellos personajes históricos que siembran la inquietud y desafían el poder establecido. Se sirve para ello de dos episodios históricos medievales que relata en forma de cuentos: “Eloisa” e “Historia de Mainfreda, hereje de Milán”, de un monólogo genuino de la casa: “La amansafieras”; de la recreación de un cuento tradicional chino: “Ku, el comunista utópico” y finalmente nos revela en “Los griegos no eran antiguos” algunos aspectos eruditos poco conocidos de la tramoya teatral griega muy interesantes sobre todo para aquellas personas que viven el teatro como una pasión. Además los directores de teatro que pretendan abordar el montaje de una obra de Aristófanes, Eurípides o Sófocles deberían leer previamente este texto que les va a aportar claves para hacer su trabajo no tanto con fidelidad a los textos como al espíritu que emana de ellos. Sin embargo estas reflexiones eruditas sobre el teatro griego acaso resulten prescindibles para el lector ávido de literatura.
Tanto “Eloisa” como “Historia de Mainfreda” nos presenta unos personajes históricos que desafían las leyes del poder religioso, es decir, del poder, puesto que, en aquella época se confundía. Hay un cierto paralelismo en ambas pese a que la primera se desarrolla en Francia y la segunda en Milán. Me ha resultado más cautivadora “Eloisa” por estar narrada en primera persona por su protagonista.
“La amansafieras” es un monólogo descacharrante, con todos los ingredientes propios de la casa Fo que nos presenta una domadora que, como en las viejas fábulas, se sirve de los leones, los tigres, las cebras o los cocodrilos para hablar de las pugnas y contradicciones del hombre, es decir de la lucha entre hombres y mujeres. Un feliz divertimento digno de ser puesto en escena por una actriz animosa y combativa.
“Ku, el comunista utópico” es un relato basado en un cuento popular chino que nos presenta a un bribón, un pícaro ganapán envuelto en mil trapacerías e irreverencias al que, finalmente, vaya por Dios, le acaban cortando la cabeza que sale volando en una cometa.
—¿Pero vuelan las cabezas? –se pregunta el narrador.
Y acaba el relato:
—Pues claro, era un comunista utópico.
En fin, he aquí al viejo maestro Fo, al trasgresor secular que bebe del espíritu del alma popular, también al erudito fisgón y meditativo en su salsa.

jueves, abril 16, 2009

Guerra y lenguaje, Adan Kovacsics

Acantilado, Barcelona, 2008. 162 pp. 14.42 €.

José Luis Gómez Toré

Si todavía alguien cree que el lenguaje no es un arma de destrucción masiva, debería leer este libro. Con Guerra y lenguaje, Adan Kovacsics (Santiago de Chile, 1953) se sitúa en la estela de obras como LTI. Apuntes de un filólogo de Victor Klemperer (que significativamente Kovacsics tradujo al castellano) o Lenguaje y silencio de George Steiner, si bien, en Kovacsics, a diferencia de estos autores, el acontecimiento histórico que da pie a una reflexión sobre la relación entre el lenguaje y el poder no es el nazismo sino la Primera Guerra Mundial. No obstante (como también sucede en la primera parte del libro de Steiner ya citado y en buena medida también en el de Klemperer sobre la lengua del Tercer Reich), el autor nos lleva más allá de los hechos históricos concretos, entre los que cabe destacar la existencia, durante la Gran Guerra, de un Cuartel de Prensa en el que varios escritores trabajaron para crear textos propagandísticos en apoyo al ejército austro-húngaro. La Viena de principios del XX y la Gran Guerra son dos elementos constantes en el libro, pero el autor no se impone ningún límite espacio-temporal y así acaba conduciéndonos hasta la guerra de Irak, pasando por supuesto por el Holocausto y el nazismo. Hay en estas páginas una lucidez que no se conforma con interrogarnos sobre el papel que desempeña el lenguaje en cualquier guerra, sino que acaba preguntándose asimismo por esa tendencia, que parece imparable en nuestros días, consistente en reducir el lenguaje a instrumento, a periodismo y propaganda.
Precisamente esa renuencia a convertir la lengua en instrumento y la tentación del silencio la hallamos en buena parte de los nombres que se dan cita en estas páginas: Hofmannsthal, Benjamin, Celan, Rilke, Kraus, Wittgenstein, Kafka... Como ya en su día hiciera Adorno, Kovacsics encuentra constantes nexos de unión entre la instrumentalización constante del lenguaje (aun cuando dicha instrumentalización se haga en aras de objetivos loables o, en apariencia, inocuos) y la violencia latente que despierta ese intento de sumisión de la palabra: «En la primera guerra gran industrializada, la relación del lenguaje propagandístico con la contienda es la propia del lenguaje con la mercancía. También se puede formular a la inversa: la relación del lenguaje con la mercancía es la propia del lenguaje propagandístico con la guerra».
La posición de Kovacsics ante esta relación con la palabra, que «desprecia su plenitud y le asigna un papel secundario», se refleja en la compleja estructura de su libro, que se desarrolla en varios planos (lo general y lo particular, lo literario y lo filosófico, lo narrativo y lo ensayístico...) que se cruzan y se suporponen. Pareciera como si la inclusión de paisajes narrativos, que rompen en apariencia con la unidad del ensayo, respondiera a ese deseo de dejar a la palabra en libertad, de no enconsertarla en una tesis, en una intencionalidad que desprecia las posibilidades siempre inesperadas del lenguaje. Quizá uno de los elementos más interesantes de Guerra y lenguaje sea esta atención a la realidad ambivalente de la palabra. El lenguaje no sólo esconde un germen siempre latente de violencia, sino también un espacio posible de libertad y de conocimiento.

miércoles, abril 15, 2009

Sal, Manuel García Rubio

Lengua de Trapo, Madrid, 2008. 516 pp. 24,95 €

Sofía Castañón

Esta es la historia de un fracaso. Lo dice Urbano, (o sea, yo), convertido en narrador y personaje de la novela que escribe, que es más bien un guión de cine, o un desastre, que es lo que le augura la Simondebovuá, su profesora en taller literario al que acude con regularidad incierta.
Cuando un actor debe interpretar a un personaje que a su vez quiere ser actor, pero que es malísimo, de repente, actuar mal se convierte en un grado de dificultad mucho mayor. Ser buen actor actuando mal. Esta voltereta, con triple looping y mortal hacia atrás, es la que se marca Manuel García Rubio con Sal: escribe una maravillosa y extensa novela como si fuera un pésimo escritor. Y le sale, claro.
Y entonces una, toda imaginativa, piensa en cómo se podría leer esta novela siendo un pésimo lector. Supongo que entonces, lo primero que tendría que resaltar es que no tiene estilo, porque el narrador combina los registros altos, bajos y desfasados como quien masca chicle, y que además es tramposa, porque con esto de que el narrador no sabe contar —¿o era cosa de ese escritor? ya me pierdo…— nos oculta información por un tubo, y luego a ver quién es el guapo que adivina que el asesino era el mayordomo. De ser una pésima lectora subrayaría la cantidad de información inútil, que no va a ninguna parte —casi igual que en las novelas de Stephen King, en las que te relata la infancia tortuosa de un carnicero que sólo vende carne de auténtica procedencia animal y que, por cierto, no aparece en la historia más que para vender esa carne legítima—, que nos cuela un fragmento de una escena porno a lo Decamerón, con monjas y felación incluida. No diría nada, seguro, de la arquitectura del relato, del talento para crear personajes, de la relación entre el cómo se cuenta una historia y el cómo se suceden las historias. No me pararía ni un segundo a buscar la conexión entre el retrato de una generación que superada la transición transitan sin superarse y la crónica de la vida reciente de una región desahuciada como es Asturias. Y ni mú, oiga, sobre el uso magistral de la ironía, que deja una sonrisa permanente en el lector, que mantiene el pulso y nunca explota en carcajada, porque con el ruido parte del chiste siempre se pierde.
De ser una lectora mala, y para este Stanislavsky he encontrado referentes, me llevaría las manos más canónicas a la cabeza pensando que si una novela ha de ser un espejo en mitad del camino, García Rubio lo fragmenta y así nadie –vamos, ningún lector, que era de lo que hablábamos- se aclara. Ni por la cabeza se me pasaría la idea de que un espejo puede ser también una masa densa, maleable, algo así como un lago que se deje abrazar y nos devuelva, al mismo tiempo, el reflejo a su antojo.
La mala lectora, muy mala ella, no se asomará después por el blog del autor para asistir a un «entre bambalinas» de la novela. La mala lectora andará por ahí muy resentida, y la pobre no habrá disfrutado ni la décima parte que servidora con esta novela. Y, si usted tampoco es malo, entenderá lo que quiero decir.

martes, abril 14, 2009

Limaria y otros poemas de una nueva Arcadia, José Antonio Sáez

EH Editores, Jerez, 2008. 107 pp. 12 €

Pedro M. Domene

Limaria es un espacio físico que impresiona por la inusitada belleza de su desnudez paisajística y por la plasticidad sus colores, un lugar enclavado entre las pequeñas poblaciones rurales de Los Higuerales y La Alijambra, localizado, geográficamente, en la provincia de Almería, pero que de la mano del poeta se convierte en una especie de nueva Arcadia donde aún son perceptibles, por esa magia del recuerdo, ciertos aromas de la infancia, donde aún se oyen murmullos del pasado, y sobresalen las costumbres ancestrales, caprichos que nos devuelven a ese territorio remoto de la inocencia perdida, esa que una vez fue y nunca hemos olvidado; también, es la voz y la plegaria de un poeta de la tierra, José Antonio Sáez (Albox, Almería, 1957), que publica Limaria y otros poemas de una nueva Arcadia (2008), y alcanza así una dimensión de realidad vivida donde, voces y expresiones, se conjugan en una reminiscente recreación sobre los alientos de ese tiempo pasado.
El poeta José Antonio Sáez ha intensificado su presencia en el panorama poético durante estos últimos años desde que hace casi tres décadas publicara Vulnerado arcángel (1983), obra a la que, de una forma regular, han seguido, La visión de arena (1987), Árbol de iluminados (1991), Libro del desvalimiento (1997), Liturgia para desposeídos (2001), La edad de la ceniza (2003), Lugar de toda ausencia (2005), para concluir en proyecto poético de mayor calaje, Las Capitulaciones (2007), y, en cierto sentido ofrecer, en una red de círculos cada vez más amplios, su visión del mundo y del conocimiento humanístico y clásico, como conceptos que gravitan en una profunda hondura del ser, del hombre que sufre, ama, recuerda y sobrevive a su propio desastre. Como todo buen poemario, Limaria... se estructura, arquitectónicamente, en dos libros, el primero con el título general del mismo: el poeta se identifica con la belleza del lugar, («Antorcha de cal viva, la más humilde y pura, »), entrevé el alma del mundo, muestra y se instala en la realidad («aquí vengo a morir, bajo un manto estrellado, /en la noche del mundo y entre luces de frío»); y el segundo, titulado en una suerte de fortuna, «Los brazos en el aire», muestra la ingravidez, el deseo de reintegrarse a la tierra, los brazos anhelan esa mutación humana de convertirse en alas y asumir esa conmemoración del cuerpo, radiante región encendida, para celebrar la unión de la carne. Fuego y lluvia se convierten en esa semilla celeste que fecunda esa región cálida, desértica en el Sur del país. El poeta despliega símbolos e imágenes que recuerdan existencias anteriores; todo en su justa armonía, utilizando un verso de musicalidad e imágenes desveladoras que se traducen en heptasílabos, endecasílabos y alejandrinos («La eternidad es el instante/ en el que, henchido, el ser/ se abandona y diluye/ su entidad en el cosmos/». El tiempo se convierte en esa percepción inmóvil de las cosas, en el disfrute del instante vivido, para concluir, en una tercera parte final, del segundo libro, «Luz en los atrios» y así conjugar la palabra poética, como esa única redención a que como lectores podamos interpretar la voz del poeta, que nos muestra sus secretos, el microcosmos contemplado en la misma palma de la mano o, como sugiere, el propio José Antonio Sáez: «Abres los brazos a la brisa leve/ y te abandonas al luciente espacio».
Las palabras del almeriense buscan acrecentar una visión del mundo, su voz emerge de la experiencia tanto vivida como literaria, del deslumbramiento de su existir y de su propio desvalimiento, de la admiración secreta de cuanto envuelve al poeta, su sentir de la poesía auténtica y verdadera, de su poder de la memoria, como auténtico perfume del alma, aflicción en suma, o incluso deseo ahora satisfecho, y en cierto sentido, espejo donde, inexcusablemente, vemos todas las ausencias, «la soledad tendrán por compañera/ y la locura rondará sus predios.»

lunes, abril 13, 2009

La casa de los encuentros, Martin Amis

Trad. Jesús Zulaika. Anagrama, Barcelona, 2008. 264 pp. 17 €

Pablo Gutiérrez

Acabo de terminar de leer La casa de los encuentros, y no quiero que se me escape la emoción y el bocado de la última página; por eso acudo rápido al cuaderno y sobre la contraportada escribo esta nota muy apresurada.
Primer apunte: Amis escribe como yo deseo escribir (y lo leo traducido, mi inglés apenas me alcanza para alguna simplicidad). Quiero decir, con esas paletadas de ideas y de imágenes que yo no tengo; dije imágenes, sí (no me atrevo a hablar de su prosa sin haberlo leído en inglés, aunque pueda entreverse detrás de la traducción), pero sobre todo me refiero a sus ideas, los carros de ideas que te vuelca a los pies para que hurgues en ellas y te manches los zapatos y elijas algunas para llenarte los bolsillos. ¡Hay tantos escritores (y muchos de mis favoritos) que ni siquiera manejan una sola idea!, una idea cabal e integrada en el discurso, en este caso en la novela, una idea que pueda distinguirse detrás de todo, entorno a todo, una idea que, como se decía antes, forme algo parecido a una tesis.
¿Recuerdan las novelas de tesis, ese concepto que aprendimos en los manuales de literatura? Los profesores hablaban de novela de tesis cuando nos hacían leer a Baroja o a Galdós, y después de las truculencias minuciosas del primero o de las lentitudes del segundo se nos decía: pues todo eso lo escribió este señor para demostrar tal cosa (y en tal cosa poníamos: la imposibilidad de un orden justo, la decadencia de la sociedad del XIX, el opresivo sistema de clases, el caciquismo, etcétera).
Pues bien, La casa de los encuentros es una novela de tesis, muy distinta de El libro de Rachel, Dinero, Campos de Londres o Perro callejero. En éstas, las ideas circulaban en zig-zag, atravesaban a los personajes, cogían al lector de los carrillos y trepidaban en un alegre desconcierto muy cómico, muy brillante, muy ingenioso. En cambio, las piezas dispuestas por Martin Amis en La casa de los encuentros tienen un objetivo, son un vector dirigido a la demostración de una idea, de una tesis, como hacían los viejos abueletes de la literatura pasada. La tesis es: qué enorme traición cometió la izquierda de acá (acá quiere decir la Europa formal), qué ceguera quiso inflingirse al mirar hacia otro lado para no ver la carnicería que se cometía en la Unión Soviética. Y aquí se adjunta con un clip el monstruoso Archipiélago GulagSolzhenitsyn ya describió con minucia esas fauces que se tragaron millones de cuerpos, y la novela de Amis no tendría sentido sin Solzhenitsyn—; pero también se adjunta, porque es indivisible, aquel Koba el Temible con el que el mismo Amis nos noqueó hace algunos años. Koba el Temible... recuerdo que no dejé de anotarlo y subrayarlo y de sentir rubor por todas esas cosas que no sabía, todo ese universo que no conocía, que no imaginaba, ni siquiera después de leer, por ejemplo, La broma de Kundera, porque la magnitud de la crueldad, el dolor y la desesperación se me escapaban, las proporciones eran irreales.
Segundo apunte: no hay duda, La casa de los encuentros parece una novela construida a partir de la digestión de Koba el Temible. Si en Koba... el autor describía la crueldad y la carnicería genocida de Stalin con la forma de una biografía, en La casa... acerca su lupa a la historia de dos hermanos sepultados en uno de los campos de concentración con los que el padre de todos los rusos quiso limpiar las llanuras, ya saben, con ese modo suyo tan delicado de hacer las cosas. Recurriendo otra vez a un concepto de antiguo manual de crítica literaria, aquí se enfrentarían las nociones de Historia y de intrahistoria: Historia en Koba..., intrahistoria en La casa de los encuentros.
Tercer apunte: como espera el lector de Guerra y paz, la narración de Martin Amis trasciende al escenario histórico en el que transcurre y cobra valor por el propio relato y por la construcción de los complejos personajes, con independencia de que eso ocurra durante las guerras napoleónicas o durante el terror soviético. Las descripciones de los grados del dolor y la tortura en el gulag son sobrecogedores, te revuelven y te revientan, pero el verdadero dolor se produce dentro de ti cuando Amis consigue que entiendas que todo ese tormento no se produce en el interior de un gulag, sino en el interior de dos seres concretos, vivos, carnales, próximos, ciertos.
Martin Amis: no puedo decir nada más de él. Comencé a leerlo tarde, hace un par de años, tarde y al revés, desde Perro callejero hasta El libro de Rachel, y aún no sé decir qué contiene su literatura, cuál es su fórmula, el ingrediente. Aunque haya un estilo recurrente en sus novelas, tengo la sensación de que Amis sería capaz de escribir fácilmente con cualquier otro tono, impostando una voz diferente. Cualquier libro podría ser el próximo de Martin Amis; cualquier libro que te sacuda, que te inquiete, que no olvides, como La casa de los encuentros.

viernes, abril 10, 2009

Heridas causadas por tres rinocerontes, Fernando Sanmartín

Xordica, Zaragoza, 2008. 60 pp. 750 €

Juan Marqués

Repasando mis notas de lectura, compruebo que durante el año pasado leí algo más de cien nuevas obras de autores españoles publicadas durante el propio 2008. La más hermosa, limpia y emocionante de todas ellas se titula Heridas causadas por tres rinocerontes y la escribió Fernando Sanmartín. La descubrí en primavera con incredulidad, la releí inmediatamente después con emoción, y he vuelto a recorrerla otras dos veces desde entonces sin que la admiración y la gratitud hayan hecho otra cosa que aumentar.
Hay libros que uno no querría reseñar sino regalar masivamente, copiarlos con buena letra en cuadernos pequeños y dejarlos en los bancos de los parques o de las paradas de autobús, reproducirlos todo lo posible para que más gente pueda llegar hasta ellos y saborearlos. Son libros cuyos derechos debería comprar el Estado para imprimir millones de ejemplares y repartirlos por las casas como si fuese el listín telefónico, ya que su lectura aumentaría no ya el nivel cultural sino la calidad civil de las personas, la bondad y la comprensión de los ciudadanos, la atención popular por las cosas importantes. Sería bueno fundar un país donde sucedieran esas cosas, un lugar donde el poder supiese que hay textos que mejoran a quienes los leen, que producen personas más completas y libres. Yo, por mi parte, he regalado estas Heridas causadas por tres rinocerontes a todos los médicos que conozco, y estoy seguro de que nada de lo que pueda escribir aquí, por muy sincero y entusiasta que sea, sería tan eficaz para recomendarlo como copiar sin más dos o tres de sus mejores páginas.
Confieso que es un libro que ya me gustaba antes de leerlo, no tanto por intuición como por ilusión, por esperanza e incluso por sentido común. Cuando un poeta tan pudoroso y discreto como Fernando Sanmartín (y éste, sea lo que sea, es fundamentalmente el libro de un poeta) publica un breve cuaderno de los días en que su hijo luchaba contra la leucemia, es inmediatamente evidente que estamos ante un título que no se puede dejar escapar porque ha de tratarse de un libro importante, crudo, verdadero. Después las expectativas quedan completamente satisfechas al comprobar que todo está bien en él, desde la preciosa edición de Xordica (ilustrada por el niño que coprotagoniza el diario) hasta casi cada una de sus secciones, de sus páginas, de sus palabras.
En la página 20 de Hacia la tormenta (el anterior diario publicado por Sanmartín —Zaragoza, Xordica, 2005—) nacía Yorgos, el niño que ahora es casi siempre nombrado, sin más, «el niño enfermo», excepto en la dedicatoria, en el prólogo y en algunas pocas ocasiones más. Si ese prólogo no es un epílogo, como tal vez agradecerían ciertos lectores, es seguramente porque en él se nos explica que el niño superó felizmente la enfermedad y que está lleno de vida y futuro, aviso que en buena medida hace menos angustiosa la lectura de todo lo que sigue, sabedores desde el principio de que no va a terminar trágicamente.
Pero el libro es, con todo, estremecedor, y sabe expresar y compartir algo tan inefable y privado como el pánico a una pérdida que resultaría inconcebiblemente dolorosa. «Necesito que cese, en algunos momentos, la desesperación», declara en p. 23, y poco después se nos regala uno de los párrafos más exactos del libro, que he de citar completo: «El destino, la vida, nos corrige. Y lo hace sin delicadeza. Porque vivir es un capricho del destino, una cortesía. Yo quiero escribir contra el destino, quiero negarlo, impedir que siga devorándome. Pero lo único que hago es colorear una máquina de tren con Yorgos, compartir con él ese dibujo, hacer algo en común. Nos intercambiamos pinturas, nos fijamos en los contornos. Yo lo miro a él. Miro su rostro. Su cabeza sin pelo. Su ternura. Mis llagas» (p. 26). Inmediatamente antes de estas palabras se dice algo que, en mi opinión, sería más cierto si se le diera la vuelta: «Yorgos, dentro de dos meses, cumplirá cuatro años. Celebrará ese día, y todos sus cumpleaños futuros, como un amanecer», cuando sucede que en medio del miedo, la enfermedad y el dolor uno celebra cada amanecer como si fuese un cumpleaños.
Se dice también que «el silencio es la herramienta, lo único que hace no quedar mal» (p. 29) y se comprende que «no existen los disfraces si uno se ha desmoronado de verdad» (p. 36), aunque la primera parte ha terminado con una sublime declaración de esperanza: «Hay días en los que subo a un taxi para huir. Los semáforos lo impiden. Y lo impide el equipaje invisible que llevo siempre. Aunque, sobre todo, lo impide mi certeza de que la vida volverá a llenarse de almohadones» (p. 29)...
Estoy completamente convencido de que no puede haber literatura verdaderamente alta que no sea a la vez profundamente humilde. Heridas causadas por tres rinocerontes es, en ese sentido, una lección inolvidable sobre cómo poner la literatura al servicio de la vida, aun teniendo entre mano un tema tan delicado y tan susceptible de desembocar en lo lacrimógeno. Lo que consigue Sanmartín, sin embargo, es de una pulcritud perfecta:
«Le pongo al niño, en sus heridas, unas gotas de Betadine. Me mancho las manos, y el niño se ríe de mis dedos manchados. Y esa risa es un balneario» (p. 34).

jueves, abril 09, 2009

Cartas de París, Alexander Ródchenko

Idea, edición y prólogo de Ginés Garrido. Coordinación de Emilio Ruiz Mateo. Traducción de Sergio Mendezona y Ginés Garrido, revisada por Sara Gutiérrez. La Fábrica, Madrid, 2009. 171 páginas. 22 €

Elena Medel

Supón que eres pintor, fotógrafo, escultor, diseñador gráfico, escenógrafo, activista artístico y gestor cultural en una URSS en pañales; que en 1925, entre marzo y junio, te ofrecen vivir en París, ocupándote —construcción, montaje, etcétera— de algunas de las exhibiciones de tu país para la Exposición Internacional de Artes Decorativas e Industrias Modernas. Y que la ciudad del Sena acoge por entonces, también, a los mayores artistas de vanguardia en cualquier disciplina que puedas imaginar: Braque, Le Corbusier... Te llamas Alexander Ródchenko, has cumplido poco más de treinta años; décadas más tarde se te considerará uno de los autores clave de la historia de la fotografía, en parte por las escenas que has captado —quizá con alma más documental que artística— durante tu periplo francés.
Regresemos: te llamas Alexander Ródchenko, vives para el arte y, sin embargo, París te aburre soberanamente. «Qué sano y sencillo es Oriente, esto se ve con tal claridad solamente desde aquí. Aquí, a pesar de que roban los bailes, los trajes, los colores, la forma de andar, los tipos y las costumbres de Oriente, todo, hacen de todo ello tal abominación y porquería que al fin no queda nada de Oriente», escribe Ródchenko el 25 de marzo de 1925, sólo cuarenta y ocho horas después de llegar a París, en una de sus primeras cartas a las mujeres de su vida: su madre, su pareja —la también artista plástica Várvara Stepánova— y su hija pequeña. Les llama, en tono cariñoso, «Mulka, Mamulka y Mulichka»: mamá, mamaíta, mamita.
Y es que en estas Cartas de París constituyen el diario, en forma de intercambio epistolar —desigual: una cincuentena de misivas de Ródchenko, por sólo seis conservadas de Stepánova—, acerca de la monótona existencia de un genio en una capital de genios; alguien que despierta, trabaja y trabaja, apenas disfruta de jornadas de descanso, y entre ideas, quejas y compras de material para los amigos rechaza conocer a sus homólogos en Francia: cuando un colega y compatriota, el pintor Antoine Pévsner, comunica a Ródchenko el interés de Piccaso y Eremburg por conocerle, éste responde que «mejor dentro de unos días» (2 de abril); casi dos meses más tarde, el 1 de junio, escribe sobre su encuentro con Fernand Léger: «hablé con Léger y me mostré presuntuoso. Soy artista… Lo que hace Léger yo lo he dejado de hacer hace mucho. Y si yo viviera en París, tendría un nombre más grande que Léger. Y aun así no me gustaría vivir aquí… En qué somos peores los de Moscú…»
Alexander Ródchenko compara una y otra vez ambas ciudades, sus costumbres, sus hábitos, sus mundillos artísticos, para despreciar el capitalismo que representa la capital francesa, y subrayar la pureza y calidad de vida de Moscú. «Así es este París, que antes no me apasionaba, pero al que tenía respeto», transmite a su familia el mismo 2 de abril. «Lo raro», continúa, «es que todo el mundo trabaja y todo va bien, tal y como quisiéramos que fuera en nuestro país. Pero, ¿cuál es el fin de todo esto? ¿A dónde quieren llegar? ¿Y para qué? Entonces es cierto que es mejor marcharte a China y, allí, tumbarte, soñar no se sabe con qué». «La exposición, seguramente, no vale la pena ni visitarla; han construido unos pabellones que hasta vistos desde lejos provocan rechazo, y de cerca son un horror. La nuestra [la exposición del sector soviético] es sencillamente genial. En general, desde el punto de vista del gusto artístico, París no es más que una provincia en arquitectura. Los puentes, los ascensores, las escaleras mecánicas, eso sí, eso es bueno», rematará el 5 de abril.
Cartas de París cataloga el trabajo artístico de Ródchenko en los pabellones de la URSS en un doble sentido —el de la minuciosidad con la que Ródchenko registra los avances de su equipo, y el de las imágenes que se incluyen—, pero también narra la historia de un creador con enorme conciencia política: «la luz de Oriente no es solamente la liberación de los trabajadores. La luz de Oriente consiste en una nueva actitud hacia el individuo, la mujer y las cosas» (4 de mayo); «no podremos organizar unas nuevas normas de vida si nuestras relaciones se parecen a las relaciones bohemias de Occidente. Ahí radica el mal» (21 de mayo); «las cosas son el opio de la vida. Sólo se puede ser comunista o capitalista. Aquí no puede haber nada intermedio» (sin fecha). Se nos muestra, pues, a un artista más politizado que político, que compensa el desinterés hacia sus compañeros de profesión con la pasión por el proyecto ideológico de la URSS; y es el peculiar diario de trabajo de un hombre dos únicos anhelos: perder de vista los bidés, y regresar a casa. «Pienso siempre en ti, me apena que no estés conmigo, estoy tan acostumbrado a hacer todo con tus ojos, a hablar con tus oídos y pensar contigo», confiesa a Stepánova el 28 de marzo. «Mañana es ¡día 2! ¡Pronto seré libre! ¡Oriente!», celebra en la recta final de su estancia parisina, harto de los retrasos en la inauguración de los pabellones de la URSS y, por tanto, de los retrasos en su vuelta a Moscú, al hogar y a la familia. Más que el diario de un artista, el diario de un hombre: cansado de su situación, ilusionado con su misión, solo en el fondo. Aunque parezca un tópico, no se lo pierdan.

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Puedes disfrutar de una selección del trabajo de Alexander Ródchenko si haces click aquí.

miércoles, abril 08, 2009

La tormenta, Romain Gary

Trad. Gema Moral Bartolomé. El Cobre Ediciones, Barcelona, 2009. 152 pp. 18 €

Juan Gómez Espinosa

No hay nada mejor para un libro que dejar al lector con ganas de más. El presente, editado por El Cobre, lo consigue de varias maneras. Así, un forofo de Romain Gary se encontrará con pequeñas joyas inéditas en español; por otro lado, a quien desconozca la obra del polaco-francés le abrirá las puertas a un mundo en el que merece la pena adentrarse. En estos breves relatos no sólo se apunta lo mejor del escritor, sino que también se exponen claramente las materias que debe elegir manejar cualquier creador. Entramos así en el eterno debate sobre entretener o expresar, sobre lecturas para el autobús o lecturas para la alcoba. El primero dirigirá su atención a un público para el cual trenzará situaciones, tramas y personajes que lo conduzcan a un bucle dramático; el peligro, obviamente, serán la posible vacuidad emocional de sus personajes, condicionados por la acción, y la ausencia de riesgos en el propio lenguaje, que se mantiene “conservador” a fin de conectar con un público amplio. En la otra orilla, sin embargo, un autor cuya perspectiva sea la de su propio ombligo mostrará sin pudor sus inquietudes, su pulso de entrañas, pero con el riesgo de crear un auténtico tostón a fuerza de onanismo; su lenguaje, sus personajes (si los hubiera), sus acciones (si las hubiera)… estarán marcados siempre por su enfrentamiento individual con el exterior. En Romain Gary la fusión entre ambos tipos de escritor es perfecta, y eso es algo que nunca le podremos agradecer lo suficiente. Sabe crear una trama de pura intriga, ir avisando elegantemente sobre la posibilidad de acción, atraer con la expectación… pero también ir más allá, dar una oportunidad a héroes (por llamarlos de alguna manera) que están gritando en silencio para expresarse de manera autónoma; Gary no se conformaba con los clichés, ni con las argumentaciones de andar por casa. Las menciones a las contiendas del siglo XX no se enmarcan ni en defensas viriles ni en denuncias edulcoradas; la guerra y la violencia aparecen, simplemente, como una siega fría de vidas, tanto las de las víctimas inocentes como las de los ejecutores; estos últimos están condenados a sobrevivir y a ser sepultados en cualquier rincón mínimo y sórdido de la Historia. Gary escribía con brillantez, con maestría, tampoco se conformaba con los recursos lingüísticos y estructurales consensuados. Repasando un relato como La tormenta (el que da título al libro) uno se percata de que su “padre” era una brillante rara avis: sólo él podría hacer que la combinación de un paraje aislado, una mujer hastiada, un marido plomo, un enigmático desconocido y un clima salvaje no se convirtiera en un relatito tópico de amoríos bajo el monzón. Eso por no hablar del frío aislamiento (físico y emocional) en que se mueven los personajes de “Geografía humana”, “Sargento Gnama” o “Diez años después o la historia más vieja del mundo”, en los que la falta de acción evidente deja un vacío desasosegador. “Sin aliento”, “El griego” y “Una mujercita”, tal vez las mejores piezas, estremecen hasta la médula: las dos primeras, por su condición de brillantísimos comienzos (o esbozos) de novelas que nunca llegaron a realizarse (nos queda soñar con sus posibilidades); la tercera… simplemente hay que leerla; luego ya me dirán.

martes, abril 07, 2009

La ruta de Waterloo, Adolfo García Ortega

Menoscuarto, Palencia, 2008. 180 pp. 14.50 €

José Manuel de la Huerga

Son nueve cuentos, probablemente de toda una vida creativa robada al sueño y demás afanes, algunos dormidos en el cajón de la espera. Lo digo por menudencias. Por ejemplo, un hombre paga los servicios de una prostituta con 15.000 pesetas. Y por los estilos: de la alegría narrativa de Hoteles Metropol, a la cadencia reflexiva de Y en otro lugar, John Garfield, pasando por el que, a mi juicio, es el mejor relato de todo el fajo: Vidas, mitad de trayecto, un brillante ejercicio de contención estilística y de azar encadenado, que retrata la comedia humana con su doble rostro de hermosa amargura.
¿Qué da unidad a una colección de cuentos, de variada temática (el lector obsesivo que necesita viajar al lugar de su novela preferida, el exquisito cocinero que recorre Europa trabajando sólo en Hoteles Metropol, el director de cine encarcelado por la caza de brujas de la era McCarthy…) y técnicas muy bien aprendidas en al lectura de los clásicos europeos y americanos de los siglos XIX y XX? Quizá la intención: la voluntad inquebrantable del escritor que persigue la corza herida en cualquiera de las metamorfosis que se le presenten. Quizá el gusto de empaquetar juntos los pequeños presentes de unos cuantos años de vida vinculada a la literatura en todo su proceso creativo, decisivo de edición y amable de lector.
Stendhal y los otros realistas, la ópera, la alta cocina, el cine negro, la historia de Europa en los últimos años del XIX hasta la Revolución rusa, años efervescentes de creación y pasiones, dibujan un territorio donde Adolfo García Ortega se mueve con el placer del cicerone que trabaja gratis, por el placer de enseñar.
Pero hay un cuento, antes mencionado, que verdaderamente me ha imantado y conmocionado, por su radicalidad narrativa, escueto y seco como los relatos de un gran narrador americano como Cormac McCarthy. Es Vidas, mitad de trayecto. (Otra vez el divino Dante en el título.) ¿Qué puede ocurrir en un día laborable, en una gran ciudad, desde las 5.30 horas a las 20.30? Los personajes, apenas entrevistos en una página, van encadenándose con los siguientes, en una gran maraña humana, una colmena, un hormiguero. Son (somos) electrones girando alrededor del núcleo de la vida, asimilándolos o rechazándolos a una vía muerta, por azar. Cruces, coincidencias, cadena de trivialidades. Y un narrador magistral: con su mirada neutra del tú que señala y que a la vez conforta al lector, porque une ante la adversidad de lo desconocido: la vida. Un precioso canto a la soledad solidaria: todo el espectro social, desde un director de museo estatal destituido, una emigrante que limpia su casa, una mujer que se prostituye para completar el mes, parados, un vendedor de cedés abandonado por su mujer, un conductor de autobús, un hombre que va a recoger los resultados de una prueba de cáncer de pulmón…
Era Monterroso el que dejó escrito que un buen cuento tiene que ser triste. Los nueve cumplen con la premisa del maestro del relato. Queda un peso amargo de despedida en ellos, especialmente en Habib, donde un hombre mantiene durante unos días encendida la llama apasionada de su doble vida de homosexual oculto, con un sirio que se prostituye y que en silencio le ama.
De lectura individual, La ruta de Waterloo termina convirtiéndose en un conjunto modulado que deja en el paladar literario el “retrogusto” agridulce de los cuentos amados y amasados por el autor durante largo tiempo, luego dormidos, para ser desempolvados, reunidos en gavilla y, por fin, puestos al sol de los lectores. Un gusto. Menoscuarto se ha convertido en una editorial imprescindible.