lunes, noviembre 30, 2009

Romper una canción. Así se escribió el disco "Vinagre y rosas" de Joaquín Sabina. Benjamín Prado

Aguilar, Madrid, 2009. 223 pp. 16 €

Care Santos

Odio a la ex de Benjamín Prado. He aquí mis motivos: Si mis cálculos no fallan, es la responsable de que uno de mis poetas favoritos escribiera el que, a mi juicio, es el más irregular de sus poemarios, llevado por un estado de felicidad y enamoramiento de esos que puede que hagan felices a los poetas pero, desde luego, hacen muy infelices a los lectores de los poetas. Bueno, bien pensado, tal vez esté exagerando un poco. En realidad, de Marea humana, yo arrancaría exactamente 19 páginas -las que van de la 38 a la 59. El resto, puede quedarse, pero no seré yo quien las relea, como sí hago con otros de sus libros.
Mi segundo motivo para odiar a la ex de Benjamín Prado es, me temo, algo mimético, y sólo se justifica tras la lectura de este libro que hoy me ocupa, en el que el autor afirma: "no estaba deprimido por perderla a ella, sino por la cantidad de cosas que había tenido que perder hasta entonces para conservarla (...) la más importante de todas: mi capacidad para escribir".
Ah, no. Por eso sí que no paso. Que uno de mis autores vivos favoritos sólo haya publicado en los últimos tres años una ampliación de una antigua recopilación de poesía, me parece intolerable. Desolador panorama, en sus palabras: "También tenía por ahí (...) una novela parada que sentía como un cuchillo clavado en la espalda y cuya hoja se oxida día a día". Todos los lectores de la estupenda Mala gente que camina, la última novela de Prado, podemos sentir también cómo avanza el óxido sólo con leer lo anterior.
Este nuevo libro parece tratar de la cocina del último disco de Joaquín Sabina. No es del todo exacto. En realidad, este libro trata de cómo la amistad es a veces una maravillosa tabla de salvación y de cómo el náufrago es un señor que se está muriendo y que precisamente por eso tiene unas ocurrencias buenísimas. De modo que Sabina, tan gato viejo como viejo amigo de uno de mis poetas favoritos, tuvo a bien decir a Prado algo estupendo: "Mira, Benja, te voy a proponer algo. Yo vivo en una felicidad doméstica de la que es impsible sacar un verso; pero tú estás hecho polvo, y eso es una mina. Te propongo aprovecharme de tus desgracias y que nos vayamos por ahí a escribir canciones contra tu ex novia. Donde tú quieras: La Habana, Lisboa, Nueva York, Praga... ¿Qué me dices?".
Prado eligió Praga. Allí, ambos vivieron, bebieron, discutieron, escandalizaron camareros, despilfarraron, conocieron chicas y, en suma, hicieron aquello que de ellos espera cualquier lector que se asome a este libro. Pero al mismo tiempo hicieron también algo extraordinario: parir las cinco primeras canciones del nuevo álbum de Sabina. A saber: "Cristales de Bohemia", "Mentirosa", "Agua pasada", "Virgen de la Amargura" y "Menos dos alas". No necesariamente en este orden, advierto. El libro cuenta su método de trabajo, sus discusiones sempiternas en torno de la escritura -"después de siete meses peleándonos, no hemos discutido ni una sola vez". afirma el autor- y algunos secretos graciosos para quienes escuchen el disco, como por ejemplo de dónde salió el trombón que Sabina luce en la cubierta o a qué improvisada versificadora y a qué circunstancias deben dos versos que acabaron en una de las canciones como por obra de un ser del más allá.
En esta crónica del viaje a Praga, Prado dirige hacia su amigo una mirada cargada de sentido del humor pero, sobre todo, de toneladas de ternura. La misma que destila, por cierto, la crónica de la canción que le compusieron al poeta y amigo común Ángel González, amparándose en tres excusas que pronto se convirtieron en tres razones: "Está demasiado poco muerto. No ha pasado ni un año. Aún lo echamos demasiado de menos". La letra de la canción, que recomiendo vivamente, es magnífica: "González era un Ángel menos dos alas", comienza.
Luego, Praga queda atrás, y el proceso de composición del disco continúa. Prado trabaja en él entre viaje y viaje. Se reúne con Sabina de vez en cuando. Los músicos se incorporan al asunto. Aparece el estudio de grabación. Las canciones sufren cambios, algunas veces verdaderas metamorfosis. Nosotros, los lectores que no pertenecemos a ese mundo de la música, asistimos maravillados a todo ello. Y también a las fiestas de cumpleaños, a las grabaciones de Fernando León de Aranoa, las lecturas públicas de poemas y la mucha camaradería al estilo de lo que Jaime Gil de Biedma llamó "amistad a lo ancho".
El anecdotario es estupendo. El relato de cómo Joaquín Sabina se presentó en el cumpleaños de Almudena Grandes llevando como regalo al mismísimo García Márquez, casi increíble de puro surrealista. O las de menor voltaje, pero que en la pluma de Benjamín Prado adquieren la categoría de verdaderos gags, como el momento en que un guardia civil les detiene de regreso de un recital y somete a Prado a un control de alcoholemia, un segundo antes de descubrir a Sabina en el asiento del copiloto. Y, en paralelo, o al mismo tiempo, la constante referencia al hecho de escribir, a la dificultad de sacar oro del lugar común donde todos vivimos, las mil manías y los mil trucos de ambos autores y que podrían sintetizarse en una sola frase: "Da igual si la ballena es negra o blanca, mientras la cace Melville".
Me sirve esta cita para terminar esta recomendación. Todo este material, en manos de otro escritor habría dado como resultado una aburrida crónica de idas y venidas y de angustia -o exaltación- creativa, sin más. Habríamos visto ciertas interioridades de Sabina y nos habríamos creído satisfechos. Prado, en cambio, convierte todo esto en un relato acerca de la camaradería, el respeto, la admiración, la suerte de trabajar con alguien a quien quieres y la satisfación de hacerlo bien. Lo que se nos cuenta aquí va más allá del frugal cotilleo. Tiene que ver con las cosas que de verdad dan sentido a nuestra vida. Y la amistad, sin duda, es una de ellas. La Literatura es otra, claro.
Aunque, un momento. Tal vez debería pedirle disculpas a la ex de Benjamín Prado por haberla odiado hace un momento. En realidad, sin ella nada de todo esto habría existido. Sí, es cierto, tampoco aquellas 19 páginas. Pero, ¿qué son 19 páginas? Nobody's perfect, dijo el actor Joe E. Brown para rematar una historia genial (¿o era al principio de otra cosa?). A quien ha escrito "Cava el pozo de lo que nadie ha dicho / y persigue el rumor de las cosas sin nombre (Iceberg, Visor, 2002) no me queda más remedio que perdonárselo todo. O esto otro: "De repente, sabrás / que la vida es mentira / que es un calle larga / con viejos hospitales; / que un poema se piensa / como se piensa un crimen; / que hay gentes emboscadas / al fondo del amor" (Ecuador. Poesía 1986-2001, Hiperión, 2002). Sólo una más: "Lo atroz es no querer saber quién eres / agua pasada, tierra quemada, / que dé igual esperarte o que me esperes / que no seas tú entre todas las mujeres, / que la cuenta esté saldada".
Estos últimos versos, por cierto, pertenecen al disco Vinagre y rosas. Harán bien en escucharlo.

viernes, noviembre 27, 2009

Relatos autobiográficos, Thomas Bernhard

Trad. Miguel Sáenz. Anagrama, Barcelona, 2009. 496 pp. 21.50 €

Rubén Castillo Gallego

Thomas Bernhard (1931-1989) es un escritor que puede provocar en sus lectores unas reacciones auténticamente viscerales, a favor y en contra. Para unos, se trata de uno de los mejores narradores del siglo XX; para otros, de un insufrible prosista que maneja las espirales, las redundancias, los paralelismos sintácticos y las reiteraciones léxicas con una enervante prolijidad. La editorial Anagrama, con el auxilio traductor de Miguel Sáenz, nos ofrece ahora en su catálogo una obra de dimensiones mastodónticas (bordea el medio millar de páginas) que contiene todas las páginas autobiográficas del austríaco. Los volúmenes El origen, El sótano, El aliento, El frío y Un niño nos van entregando, con la morosidad y el desgarro habituales de Bernhard, su universo de miedos, vacíos, frustraciones, convicciones y traumas. Mediante frases prolijas, elongadas, llenas de subordinadas, raíces, ramas y recovecos, vamos penetrando en su época de interno en Salzburgo; en sus estudios de violín, tan fascinantes como breves; en el agobio que le producían sus preceptores pro-nazis; en el primer bombardeo que sufrió su ciudad, en octubre de 1944 («En la acera, delante de la capilla del Bürgerspital, pisé un objeto blando y, al mirar ese objeto, creí que se trataba de una mano de muñeca, y también mis compañeros de colegio creyeron que se trataba de una mano de muñeca, pero era una mano de niño arrancada a un niño», p.35); en el olvido voluntario que todo el mundo parece haber decretado acerca de quienes vivieron aquellos años atroces («Hay un cine en el lugar donde en otro tiempo hubo una fonda en la que la señora de Hannover me daba clases de inglés, y nadie sabe de qué hablo cuando hablo de ello, lo mismo que todos, al parecer, han perdido la memoria en lo que se refiere a las muchas casas destruidas y personas muertas de entonces, lo han olvidado todo o no quieren saber nada de ello cuando se les dirige la palabra», pp.40-41); en su abuela, que lo llevaba todas las semanas a visitar cementerios, criptas y tumbas; en su época como aprendiz en el almacén de Podlaha, en el poblado de Scherzhauserfeld, donde se siente por primera vez en su vida útil (repite esa palabra obsesivamente en muchas páginas de este volumen); etc. Con una morosidad especial, donde las frases se convierten en galerías subterráneas, llenas de sofoco, aire viciado y carácter letánico, Thomas Bernhard nos entrega este denso vademécum de dolores, en el que arremete contra la ciudad de Salzburgo («Creo que esta ciudad nada tiene que ver conmigo, porque no quiero tener nada que ver con ella», p.51); contra las ideologías, sean del signo que sean («Tanto el nacionalsocialismo como el catolicismo son enfermedades contagiosas, enfermedades del espíritu y nada más», p.83); contra el sistema de enseñanza tradicional (propone que los institutos de enseñanza secundaria se supriman, y que queden sólo las escuelas elementales —para todos— y las universidades —para aquellos dotados de más cerebro—); o contra la ampulosidad de los pedantes («Cuando habla un hombre sencillo, es una bendición. Cuanto más culta se vuelve la gente, tanto más insoportable se hace su parloteo», p.405). Thomas Bernhard demuestra en estas páginas que su capacidad analítica y la agudeza de su pensamiento son tales que el mundo entero puede convertirse en continuo objeto de su contemplación y exégesis. Ese reconocimiento no es obstáculo para señalar que, en determinadas páginas de este volumen, su repetición de términos o la forma pegajosamente reiterativa de su sintaxis llegan a extremos quizá excesivos. Por ejemplo, en la página 49 nos encontramos con esta secuencia: «Durante diez días estuvo mi abuelo expuesto en el cementerio de Maxglan, pero el párroco de Maxglan denegó su inhumación porque mi abuelo no estaba casado por la Iglesia, la mujer que dejaba, mi abuela, y su hijo hicieron todo lo humanamente posible para conseguir su inhumación en el cementerio de Maxglan, que era el que le correspondía a mi abuelo, pero no se permitió su inhumación en el cementerio de Maxglan, en el que mi abuelo había deseado ser inhumado»... y continúa así durante más líneas, en una pirueta cansina que no te deja avanzar por el relato. Y en la página 95 (me ceñiré a dos ejemplos) repite hasta diecisiete veces la palabra ‘instituto’. Con todo, hay que leer a Bernhard. Sin duda nos encontramos ante uno de los puntales de la prosa del siglo XX, y conviene que bebamos en esa fuente que Miguel Sáenz y Anagrama nos ponen, en un cuidado tomo, al alcance de la mano.

jueves, noviembre 26, 2009

La raíz rota, Arturo Barea

Salto de Página, Madrid, 2009. 405 pp. 21,95 €

Recaredo Veredas

Arturo Barea es conocido, sobre todo, por haber escrito la trilogía autobiográfica La forja de un rebelde donde describe, con coraje y un considerable vigor narrativo, la España de la decadencia colonial y la guerra civil. Aunque La raíz rota sea una novela protagonizada por personajes ficticios podría considerarse la continuación de la trilogía, ya que muestra los desastres de la posguerra. Como pretexto para ello escoge el regreso de un exiliado desde Londres y el reencuentro con su familia, destrozada por la represión y la pobreza. El título adelanta con nitidez el tema central de la obra: el desarraigo.
Antolín, el protagonista, parece un correlato del propio Barea, aunque este nunca regresara a España. Hallamos a un personaje dividido entre la fidelidad a su país, a sus ideales y lo que ha contemplado más allá de nuestras fronteras. Se debate entre su sentido de deber hacia un país que no reconoce como propio, una familia a la que no quiere y su propia libertad. Barea no cae en el maniqueísmo e intenta buscar las causas y la verdad de cada personaje: así, el hijo falangista de Antolín no es solo un fascista descreído y corrupto que trata de medrar entre la miseria sino también un joven abandonado, que ha tomado la única opción de supervivencia que le restaba.
Barea no es un estilista o, mejor dicho, no se recrea en la palabra más de lo imprescindible. Existe en su obra una voluntad de anulación de la belleza, sustituida por la urgencia. Y la urgencia precisa contundencia y claridad. Es, por lo tanto, un autor nítidamente español cuya referencia más obvia es nuestra tradición realista. También pueden hallarse influencias foráneas, como Dos Passos, sobre todo en unas descripciones caóticas y diáfanas a un tiempo, aunque bastante más toscas que las del americano: «Todo era tal y como Antolín lo recordaba de otros tiempos: gente paseándose en la hora perezosa entre el fin del trabajo y la cena, conversaciones a gritos, alegría ruidosa, tiroteo de bromas y piropos, un zumbido constante de miles de voces que ahogaba el ruido del tráfico». Utiliza un narrador apoyado en el protagonista pero no se imbuye de su subjetividad. Serpentea por los espacios sin elevar nunca la mirada más allá de los ojos de los personajes. Es la suya una voz que no opina pero tampoco resulta aséptica ni distante. Sabe que los hechos que expone son tan brutales que no precisan ningún subrayado.
Además de un considerable valor literario, La raíz rota posee una fuerte importancia testimonial. Expone con claridad cómo era la España de la posguerra. Muestra con rigor, con dureza pero sin tremendismo cuáles eran los sufrimientos y las escasas dichas de nuestros abuelos, olvidadas con inusitada rapidez. La familia del protagonista recorre el limitado espectro de la sociedad de la época, desde la adhesión obligada al régimen a la desorganizada resistencia. Contemplamos la absoluta falta de solidez de nuestro país y la asunción de la corrupción como algo inevitable. Era una tierra donde aún se pasaba hambre, donde en las afueras, ahora dominadas por inmensos centro comerciales, solo crecían poblados chabolistas. Un país donde el estado de derecho no existía y la tortura, o las detenciones ilegales, se practicaban con total impunidad. Barea no ahorra críticas a la resistencia. Entre sus miembros contemplamos el mismo provincianismo e idéntica racanería que en el otro bando. Incluso introduce temas sumamente novedosos, que ya entonces causaban escándalo, como el tráfico de cocaína.
¿Qué puede aprenderse de Barea en 2009? Su fuerza, su coraje y, sobre todo, su capacidad para narrar. Solo narrar.

miércoles, noviembre 25, 2009

La patria de todos los vascos, Iban Zaldua

Trad. del autor. Lengua de Trapo, Madrid, 2009. 144 pp. 15 €

Inés Matute

Me gusta leer a Iban Zaldua (la “b” de su nombre no es una paletada mía, sino la variante euskaldún del nombre) de tanto en tanto. No sólo porque me permite establecer un cierto grado de conexión con mi tierra, sino porque en muy pocas páginas consigue que me congratule de haber tomado distancia, de vivir en el Mediterráneo, a mil kilómetros de historias y planteamientos morales que empiezan a hacérseme extraños. Al protagonista de su última novela comienza a ocurrirle lo que hace años nos sucedió a miles de vascos que escogimos el exilio voluntario: el aire que en ese momento se respiraba en Euskadi era demasiado “espeso”. Súmese a lo anterior el fin de una tregua etarra y el punto de arranque del texto está servido.
El planteamiento de La patria de todos los vascos es ocurrente: un profesor cree ver en el último Zutabe de la banda amenazas veladas hacia su persona. Tal vez sea una paranoia personal o el modo de iniciar una huída hacia delante, pues nadie en su entorno percibe esa amenaza, ese peligro incierto que a él le quita el sueño. Un repentino hastío por todo lo vasco le conduce a aceptar una invitación de la universidad de Alaska, donde desempeñará, temporalmente, el cargo de profesor de Historia del País Vasco. A nadie se le escapa, sin embargo, que su vida personal también hace aguas, y que la ocasión, dadas las circunstancias, la pintan calva.
Dado que su asignatura es optativa, sus compañeros de aventura s sociológico-culturales serán un puñado de ignorantes alumnos —el tópico de la estupidez del alumnado americano se repite, también los tics que se nos mostraron en la cautivadora serie Médico en Alaska— que no dudarán en situar a Euskadi en pleno Cáucaso. Desde el primer día, Joseba, el imaginativo profesor, comprenderá dos cosas: que en realidad no hay mucho que contar y que, dada la incultura de sus oyentes, puede, perfectamente, dar un tratamiento fantasioso a la asignatura, dado que nadie se percatará del engaño. Y eso es lo que hace: manipula y crea una identidad colectiva muy mejorada. En un acto de honestidad sin precedentes, Zaldua llega a afirmar, entre otras perlas, que «La historia de la literatura en vascuence es una de las más decepcionantes del todo el hemisferio oriental».
Mientras ignora todos los e-mails que le conectan con su tierra y se va familiarizando con el bellísimo entorno de Anchorage, Joseba convertirá a “sus vascos” en un pueblo ancestral, misterioso e indomable. En lo tocante al euskera, su labor tendrá más de ocultación de datos —por ejemplo, que más del 60% de las palabras vascas proceden, inequívocamente, del latín— que de simple desvarío. Recurriendo al humor y a la ironía, recursos en los que Zaldua se maneja con comodidad, los habitantes de Euskal Herria acabarán conectados con la mítica Atlántida, levantando las piedras de Stonehenge o llegando a costas americanas mucho antes que Colón. La historia, maquillada y recreada a placer, nos parece simpática, sin por ello olvidarnos del hecho de que, efectivamente, en muchas ocasiones los vascos más radicales han inventado una identidad y un pasado diseñados en función de sus pretensiones políticas. No hay que olvidar que quien se cree “distinto”, raramente se cree inferior, presentando esa supuesta diferencia como un rasgo de superioridad incuestionable.
Con La patria de los vascos y sus nada pedagógicos anzuelos, Iban Zaldua consigue arrancarnos una sonrisa, desdramatizar el problema de los nacionalismos mal entendidos y recordarnos que la manipulación ideológica acaba, frecuentemente, convirtiéndonos en extraños en nuestras propias vidas.

martes, noviembre 24, 2009

Los que rugen, Care Santos

Páginas de Espuma, Madrid, 2009. 168 pp. 14.99 €

Ignacio Sanz

Conozco a Care Santos desde que era una niña de teta. Pocas veces he visto una pasión literaria vivida de forma tan radical, forjada desde la adolescencia contra viento y marea, desde tantos registros, con tanta ferocidad, tan incansable e ilusionadamente.
Todavía no ha cumplido cuarenta años y, si no me equivoco, cuenta con una obra que la desborda en títulos a sus años. Alguna vez, a través de Internet, he podido comprobar la pasión que suscita en los lectores juveniles. De aquí y de allá, es decir, en España y en Hispanoamérica. Porque Care Santos, novelista, cuentista, narradora infantil y juvenil y poeta, es conocida, sobre todo, por grandes hornadas de lectores adolescentes. No en balde ha conseguido casi todos los premios que se convocan desde las grandes colecciones asentadas en el mercado. Conecta de manera extraordinaria con sus gustos, como si ella misma fuera una adolescente.
Esa parte más visible de su obra acaso esté nublando la que escribe en paralelo, lejos de etiquetas de género, con reposo, desnuda frente al espejo. Al respecto me pareció muy interesante Matar al padre, su segundo libro de relatos, en el que hace un homenaje a sus muchos padres literarios, un libro emocionante que sólo puede escribir una mano envenenada por la literatura.
Los que rugen compila los cuentos que la escritora ha escrito en medio de sus grandes producciones juveniles a lo largo de los últimos siete años, entre octubre de 2002 y agosto de 2009. Son trece cuentos de diferente registro y atmósfera, producto, sin duda, de trece iluminaciones.
Abunda lo autobiográfico, pasado por el tamiz de la ficción, así como lo metaliterario. Parece inevitable que sea así porque estos cuentos son trasunto y prolongación de la propia vida. Para eso sirve la literatura, para viajar a regiones remotas y luego contarlo con alguna variante como hace Care Santos en “Círculo Polar Ártico”, o para viajar por regiones de ensueño y traer al presente personas queridas que nos han dejado como hace también de manera magistral en “Amanecer con monstruos marinos”. Dos cuentos maravillosos.
Otras veces se impone la ironía. Incluso en aquellos cuentos de apariencia ligera como “Marcar un gol” que, en realidad, nos cuenta un drama compartido por tantos adolescentes, un drama que ella resuelve con un desenlace ligeramente cruel que mueve a la sonrisa.
Care Santos demuestra en esta colección de cuentos que la literatura y la vida son vasos que se comunican y retroalimentan y que ella domina las claves de ambas asignaturas. De hecho aborda este libro con una mirada profunda, acaso sosegada, como si estas historias escritas acaso en momentos de tránsito entre sus grandes novelas, hubieran surgido bajo el resplandor de esa luz tamizada con que a veces nos sorprende el cielo detrás de las grandes tormentas. Una luz que nos muestra los recovecos más íntimos de su alma.

lunes, noviembre 23, 2009

La partida inmortal, David Shenk

Trad. Miguel Martínez-Lage y Carlos Pranger. Turner, Madrid, 2009. 319 pp. 24 €

Alberto Luque Cortina

El ajedrez no es sólo un juego, es también una manifestación cultural de ámbito universal: los indios lo crearon, los árabes lo difundieron, los europeos lo perfeccionaron, y hoy se juega en todas partes con las mismas reglas. Juegues o no, todo el mundo sabe qué es el ajedrez. A ello ha contribuido, desde luego, su eficacia como juego —es apasionante— pero también su naturaleza de universo cerrado con reglas propias e inamovibles, tan propensa a la metáfora. Así, dependiendo de épocas y lugares, el ajedrez sirvió para ilustrar el arte de la guerra, o bien justificar la monarquía absoluta o por el contrario la lucha de clases. En realidad vale para todo. Por ejemplo, como alegoría de la vida, o del tiempo, funciona bastante bien, ¿recordáis la partida entre Max von Sidow y la mismísima Muerte en El Séptimo Sello?
Su fuerza simbólica lo ha convertido en icono cultural, y como tal está presente en todo tipo de manifestaciones artísticas. En el cine, sin ir más lejos. En 2001, una odisea del espacio (Stanley Kubrick, 1968), Hal 9000 y el astronauta Frank Poole desarrollan una partida de ingenioso desenlace jugada a principios del siglo XX entre Rosch y Schlage. Sin salir de la ciencia ficción, el final de la partida que enfrenta al replicante Roy, en busca del secreto de la vida, y a su creador, el humano Tyrell, (Blade Runner, Ridley Scott, 1982) reproduce la jugada en 1851 por Anderssen y Kieseritzky, conocida desde entonces por los ajedrecistas como La Partida Inmortal.
En su momento esta partida dio la vuelta al mundo, pues exponía el ideal del ajedrez romántico, en el que primaba el ataque y se ignoraba la naturaleza y la oscura belleza del juego posicional. El juego ha evolucionado mucho desde entonces y hoy se considera un ejemplo sobresaliente de arqueología ajedrecística. Precisamente a mediados del XIX comenzó a gestarse una nueva forma de entender el tablero gracias a jugadores como el estadounidense Morphy, quien por cierto se convirtió en campeón oficioso del mundo tras derrotar a Anderssen. Morphy fue un visionario, uno de los jugadores más grandes de la historia, admirado, entre otros, por su compatriota Bobby Fischer, quien al igual que Morphy, pero un siglo después, abandonó el ajedrez en el cénit de su carrera. Fischer protagonizó junto al ruso Spassky otro de los episodios “míticos” del ajedrez: en este caso el llamado “macht del siglo”. Se ha escrito mucho sobre este enfrentamiento —Reikiavik, 1975—. Como es sabido Fischer resultó vencedor tras casi dos meses de competición. Aún hoy Spassky no descarta que la CIA utilizara cualquier género de artefacto electrónico para interferir en sus ondas cerebrales.
Esta última afirmación parece confirmar la opinión común de que los grandes jugadores de ajedrez son tipos huraños y excéntricos, cuando no geniales dementes (?). Esto no es cierto, pero sin duda nutre la leyenda del ajedrez, que parece debatirse entre la delgada “línea de sombra” que separa la genialidad de la locura. El austriaco Wilhelm Steinitz (1836-1900), por ejemplo, campeón mundial que fijó las bases del juego posicional, acabó recluido en un sanatorio mental, y de él se dice que afirmó que podría vencer a Dios dándole un peón de ventaja, anécdota recogida en la interesante película El jugador de ajedrez (Wolfang Peterssen, 1978).
En realidad, del mismo modo que los exegetas de la alta montaña ensalzan las grandes cumbres por el número de escaladores que perdieron la vida en ellas, muchos cronistas del ajedrez han explotado el triángulo “ajedrez - genialidad - locura”, pero esta visión es muy reduccionista, como lo es el querer explicar la música de Bach a través de las excentricidades de Glen Gould. El ajedrez es, y con esto vuelvo al principio, mucho más que un juego o una mera compilación de anécdotas. Como producto cultural lleva presente en la historia de la Humanidad desde hace casi quince siglos. Existen, desde luego, numerosas obras que relatan y explican su historia, sus claves, y sus numerosas ramificaciones —Murray, Eales, Hooper y Whyld, y Calvo, entre otros—, aunque la mayoría resultan impenetrables al lector medio por su densidad.
David Shenk (Cincinnati, 1966), conocido divulgador estadounidense y ajedrecista aficionado, se ha propuesto escribir una historia sobre el ajedrez apta para todos los públicos, incluso para aquellos que jamás han jugado una partida. Para ello toma como motivo principal La Partida Inmortal, que da título a su obra. A través del estimulante desarrollo de este lance, y utilizando técnicas narrativas más propias de la novela o el cine, construye a través de sucesivos “flash backs” una historia apasionante que comenzó hace casi mil quinientos años con el chatrang indio y que hoy goza de una excelente salud.
Para ello, Shenk ha realizado un importante esfuerzo compilatorio, fruto del cual muestra un amplio panorama del juego a través de su evolución, sus grandes protagonistas y su impacto en las diferentes sociedades. La lectura es ágil y amena, y gracias a sus numerosos gráficos y comentarios no resultará dificultosa para quienes ignoran las reglas del juego. Por el contrario, los iniciados advertirán algunas ausencias significativas, presumiblemente debidas al afán pedagógico de Shenk.
En cualquier caso La partida inmortal es una obra tan interesante como accesible, y es posible que su lectura sirva para inocular en los no iniciados el mismo virus que contagió, entre la incontable legión de fieles, a artistas como Duchamp, pensadores como Franklin, estrategas como Napoleón, —quien por cierto fue un mal jugador—, o escritores como Nabokov o Stefan Zweig, quien en 1941 escribió Novela de ajedrez, en mi opinión la mejor ficción escrita sobre el juego.

viernes, noviembre 20, 2009

Picados suaves sobre el agua, Antonio Luis Ginés

Bartleby, Madrid, 2009. 60 pp. 9 €

Eduardo García
Firma invitada

La paulatina maduración de una voz poética es un misterio. Nadie sabe a qué territorios puede llevarle la escritura al cabo de los años, qué tortuosas trayectorias puedan finalmente conducir al adensamiento de una voz, su óptima afinación en uno u otro tono. Tampoco cabe seguridad alguna sobre el éxito de tal evolución; ni una edad donde quepa esperar ese salto cualitativo. Y sin embargo, a veces sucede: a fuerza de honestidad y entrega un poeta logra encontrarse a sí mismo. Al leer Picados suaves sobre el agua tuve esa indefinible sensación, la certeza de que el poeta Antonio Luis Ginés encontraba al fin su voz. Tres libros y cerca de 15 años de escritura tuvo que recorrer hasta llegar aquí. En este nuevo poemario todo lo que ya venía apuntándose en los anteriores parece haber encontrado su cauce, el registro más apropiado para desarrollar en plenitud su singularidad.
Crónica de la desolación del sujeto contemporáneo, estos poemas en prosa expresan de manera más descarnada que lo haría el verso tradicional la experiencia vital del individuo perdido en la multitud. Se alcanza así un reduplicado distanciamiento. Se sitúa la voz en las antípodas de la tradición elegíaca y su estetización de la pérdida. Por el contrario, el lector se siente conmovido por el sistemático despojamiento de lirismo en el poema. Todo aquello que no se dice, lo que queda entre líneas, adquiere la máxima relevancia. La angustia se aloja en esa mirada implacable, cámara fija que enuncia el poema sin aspavientos emocionales. El desgarro es omnipresente, telón de fondo que apenas se sugiere en claroscuro, pero se sortea el patetismo del yo. La clave se halla en la singular disposición de la voz: un narrador que acostumbra situarse fuera de escena, registrándolo todo con aparente objetividad. El poema es aquí la huella de una mirada, a trechos cinematográfica, en donde el sujeto entra y sale subrepticiamente del poema. Si nos emociona es precisamente por esa actitud “despoetizada”, de donde toda belleza convencional, todo lirismo, han sido cuidadosamente desterrados.
Poesía tras la muerte de la lírica: en prosa, desde un sujeto tachado, sin concesiones esteticistas de ninguna clase. Un yo que apenas se manifiesta en cuanto desilusionado espectador de sí mismo. La sequedad de la expresión aporta tensión al discurso; la cámara objetivista alimenta nuestra inquietud. La ausencia del lamento, la desaparición de un sujeto explícito y su desplazamiento por una voz en off, traza un hueco en el discurso que el lector percibe como un latigazo de desasosiego. Tan sólo de través alcanza a manifestarse la subjetividad, mediante vacilantes apreciaciones (quizás…, parece…, podría…), basculando siempre en la duda de un siempre precario equilibrismo de las emociones. El sujeto tachado habita la incertidumbre, navega a duras penas en el océano de la confusión, intentando inútilmente reunir sus fragmentos.
Se desarrolla así toda una poética de la inquietud. Sobrevuela el libro el tema obsesivo de la precariedad de las ilusiones humanas, devastadas por la prosaica realidad. Poema a poema queda siempre latente el deseo insatisfecho, los afanes condenados al fracaso de antemano. De ahí que la prosa, despojada de adornos estilísticos, se revele el mejor vehículo para transmitir tan minuciosa como impenetrable desolación. Semejante adecuación de fondo y forma, lo manifiesto y lo latente, encontramos en el sistemático cultivo de la fragmentación. Una percepción existencial de tan contenido desgarramiento encuentra su despliegue natural en la sucesión de escenas fragmentarias. A menudo el poema se cierra sin concluir, la situación queda interrumpida, en suspenso, dejándonos al borde de una resolución que nunca llega. Es más, antes de devolvernos al blanco de la página los poemas en prosa suelen desembocar en unos pocos versos vacilantes en los que -lejos de trazarse una síntesis final- se va diluyendo la voz, como si de una señal de radioaficionado que se extinguiera en la noche se tratase. Se nos ofrece una información parcial, tan sólo retazos de una sórdida realidad, dispersas pinceladas que no alcanzan a conformar un sentido. Se nos hurta cuanto sucede fuera de cámara, adonde el lector no es invitado. Frente a la tradición del poema perfecto, cerrado sobre sí mismo, que se propone generar un simulacro de orden, una ficción de un yo integrado y sin fisuras, la fragmentación del discurso apunta aquí a un sujeto estallado en mil pedazos, incapaz de reconstruir su imagen en el espejo, condenado a la disgregación, al desarraigo. Queda apenas una estela de datos dispersos, fugaces impresiones que señalan el hueco de una fractura vital, por donde se precipita el sinsentido.
Los lacónicos títulos —a menudo una sola palabra—, que apenas se abren a la velada sugerencia, abundan en ese radical distanciamiento que constituye la apuesta medular del libro. Una poesía nacida de un yo abocado a una existencia sin fundamento, que acaba hundiendo su bisturí introspectivo en la herida existencial de la incomunicación. Con frecuencia observamos desde fuera a sujetos atrapados en sí mismos, sometidos a un implacable cerco del que quisieran salir hacia el otro. Cada cual atrapado en su celdilla, deseoso de alguien a quien amar, con quien compartir… Pero el lenguaje se revela insuficiente; las emociones se resisten a manifestarse en plenitud a través de las palabras. Una inefabilidad de la emoción despojada del resplandor de lo sublime, hundida en una seca cotidianeidad sin concesión alguna al lirismo tradicional.
Y sin embargo reaparece una y otra vez la nostalgia de lo que pudo ser y no fue, el eco de un deseo que no acaba de resignarse a la extenuación. Proliferan los fragmentos en los que el afán de transformación se abre paso… para derrumbarse una y otra vez. Así pues el deseo destinado a la nada, la búsqueda de lo que jamás será, acaban por encarnarse en un destino trágico: un fatum sin sombra ya de mito, más terrible si cabe por su prosaica cercanía, desnudo ahora de toda romántica grandeza y toda solemnidad. Como nos revelara Sartre, “el hombre es una pasión inútil”. Antonio Luis Ginés parece saberlo bien, o mejor, ha sabido sentirlo hasta las últimas consecuencias, dándole una vuelta de tuerca más, a la luz de nuestro tiempo. El poeta se hace eco aquí de la angustia existencial, pero actualizándola desde un radical nihilismo posmoderno: un fingido objetivismo, una radical fragmentación, sin el consuelo del heroísmo trágico de los existencialistas ni su esperanza de un futuro mejor por construir. Poesía, como decía, tras la muerte de la lírica.
Asistimos al debatirse interior de seres rotos, abocados a una pseudovida, una existencia inauténtica, que sin embargo aspiran a recuperar siquiera un simulacro de la vida verdadera que parecían augurar los sueños de la adolescencia. De ahí la continua movilidad, el incesante trayecto, omnipresente en estos poemas en donde el viaje sin meta es un recurrente leit-motiv. Inagotable vuelo en círculos: “ese continuo desplazarse sin rumbo fijo”. La voz poética encarna así a un Sísifo de nuestros días, entregado a una febril movilidad que tan sólo conduce una y otra vez al mismo punto de partida, al mismo desaliento. Encontramos en ello uno de los más notables aciertos de este libro, pues es aquí donde el poeta da con la acertada expresión de una de las claves de la sentimentalidad de nuestro tiempo. Al fin y al cabo, así vivimos en la era de la ausencia del sentido: en una fugacidad continua sin porqué, un incesante viaje… hacia ninguna parte.
Integrado en esa familia de jóvenes poetas que desde hace más de una década encuentran en la minimalista tradición norteamericana de un Raymond Carver o una Anne Sexton su punto de partida, Antonio Luis Ginés parece haber encontrado con Picados suaves sobre el agua el tono y la modulación de una enérgica voz, ya madura, a tener muy en cuenta en los próximos años. Un lector dispuesto a mirar cara a cara el espejo roto de la inquietud contemporánea encontrará en él un libro imprescindible.

jueves, noviembre 19, 2009

El hombre inquieto, Henning Mankell

Trad. Carmen Montes. Tusquets, Barcelona, 2009. 464 pp. 20 €

Julián Díez

De repente caí en la cuenta: Kurt Wallander es una de las cuarenta o cincuenta persona que mejor conozco en el mundo. Tras once libros, conozco cada detalle del pensamiento de este entrañable, mediocre y tozudo sabueso sueco. Su razonamiento repetitivo y circular que termina por llevarle casi casualmente a la resolución del caso. Sus aprensiones, que jamás remedia cambiando de hábitos. Sus fracasos amorosos. Sus pequeños placeres musicales. Su amor profundo por su hija, su aprecio por algunos, pocos, amigos, que se han ido marchando.
Hacía diez años que no sabíamos de él. Wallander tiene ya 60 en El hombre inquieto. Es, como cualquier hombre que se ha avejentado, una versión acentuada de sí mismo. Más enfermo, más solitario, totalmente fracasado. En su camino se pondrá un nuevo caso de interés: sus nuevos suegros, un marino de la Armada retirado y su esposa, desaparecerán sin razón aparente. Él estaba obsesionado con la presencia de submarinos rusos en aguas suecas en los años ochenta, y poco más tenemos para que Wallander tire de la manta. Que lo hará, por supuesto. Porque jamás puede dejar un cabo suelto. Aunque se trate de una cuestión política y él, como nos reconoce una y otra vez, jamás se ha interesado por la política, y con su inacción, como la de otros muchos suecos, ha permitido la evolución del país hacia el punto en que se encuentra.
Por el camino de los descubrimientos habrá mucho más de lo mismo. Pequeños excesos para llenar una vida vacía. Instantes de intimidad atesorados. Cansancio, fatiga, malestar físico. Paisajes desolados del sur sueco, esa desconocida Escania que Wallander ha puesto en el mapa. Recuerdos, toneladas de recuerdos de lo ocurrido en los libros precedentes, que fue conformando la triste biografía del protagonista. Que ahora, por cierto, ya tiene un rostro definido, tan icónico como el de Basil Rathbone encarnando a Sherlock Holmes: el de Kenneth Brannagh, el veterano actor inglés que le interpretó el pasado año en una magistral miniserie para la BBC.
El demiurgo que guía los pasos de Wallander, mi viejo amigo Wallander, parece haberle tomado alguna clase de extraña ojeriza como la que sentía por Holmes su creador. Hay una extraña crueldad en la forma en que Mankell conduce esta novela, sin apenas satisfacciones para su personaje y sus lectores. No atino a descubrir si le motiva el odio, o si no se trata de una forma de identificarnos aún más con nuestro amigo. Además del tremendo cierre, el maltrato es continuo. La vida es así, nos dice Mankell, después de once libros, después de más de 5.000 páginas, sólo queda el vacío. Qué terrible. Qué perfecto, a su sórdida manera.

miércoles, noviembre 18, 2009

Las bibliotecas de Dédalo, Enis Batur

Trad. Rafael Carpintero. Errata Naturae, Madrid, 2009. 96 pp. 9.90 €

Luis Manuel Ruiz

El libro, cualquier libro, es una máquina sorprendente. Estira la memoria de un individuo hasta hacerla coincidir con la de la gran masa de los congéneres que le rodean, guarda detalles de personas, objetos, ciudades y bosques que desaparecieron sin dejar traza en el aire, interroga a quien se le aproxima haciéndole reparar en esos rincones de sombra que rodean toda vida y que hasta el momento sólo había observado de soslayo. Si la muleta es la extensión de nuestro muslo y el telescopio un ojo elevado al cuadrado, el libro significa el aumento artificial de la imaginación y de la memoria humanas: un miembro ortopédico que nos ayuda a desenvolvernos en el mundo impidiéndonos tropezar. Por eso la biblioteca (o la Biblioteca, tal y como la mayúscula Enis Batur, para distinguir el modelo impresionante y platónico de las colecciones domésticas de los aficionados a los libros) es una imagen, o un símbolo, que no deja de excitar continuamente la fantasía de artistas e intelectuales. La Biblioteca, donde cabe todo el saber, todas las mentiras, y los sueños, y las sospechas, y los desmentidos, es un trasunto del propio universo. Y, como el universo, caudalosa e indescifrable: nadie sabe cuántos volúmenes contiene, qué orden respetan dichos volúmenes, quién los colocó ahí, dónde comienzan o terminan, para qué.
A lo largo de su existencia, todo bibliófilo intenta, con mejor o peor fortuna, alcanzar un atisbo de esa Biblioteca monstruosa montando una pequeña maqueta en casa. Es lo que también hizo Enis Batur, escritor turco, autor de Las bibliotecas de Dédalo, una obra laberíntica y obsesiva, igual que el tema que trata de abordar: por qué hay ciertas personas que dedican su vida a coleccionar o perseguir libros, por qué hay libros que salvan la vida de ciertas personas. El bibliófilo (o bibliópata) busca compulsivamente el olor a papel viejo de las librerías de lance y se demora recogiendo el polvo de las estanterías con las yemas de los dedos. Visita con ojos aturdidos las grandes colecciones donde los lomos se aúpan unos sobre otros como los bloques de un zigurat, la British Library, la Nationale, la Marziana, la del Congreso, y registra sin miramientos ni educación los estantes del salón en cuanto entra en casa de un desconocido que, por azares del trabajo o la vecindad, le ha invitado a cenar. La bibliofilia, la bibliotecofilia, son afecciones extrañas que Enis Batur comparte con otros muchos extraviados (Alberto Manguel, Luis Alberto de Cuenca, Borges, Robert Burton, Montaigne, Aby Warburg, Mario Praz, yo mismo) pero en la que sólo él se detuvo a pensar cuando un suceso aciago le dejó la vida a oscuras de repente: su biblioteca personal se incendió, como la del protagonista de Canetti, una tarde de verano.
En capítulos breves que asemejan entradas de un diario o conversaciones entrecortadas con la posteridad o con el olvido (que son lo mismo), Batur indaga en los principales síntomas de esta enfermedad de papel y cuero. La Biblioteca que le obsesiona, el prototipo en el que las menores y cotidianas se reflejan indirectamente como rostros en gotas de agua, es un edificio inacabable, diseñado por Étienne-Louis Boullée, con pasillos como los de las fábulas de Kafka y las escaleras entrecruzadas que ilustran los delirios de Piranesi. Todo lo que se ha escrito está en esa Biblioteca, que le amenaza noche tras noche con el peso de lo que está a punto de olvidar, o peor, de lo que no leerá jamás, porque es imposible leerlo todo: «Soy lector —admite en el capítulo 12—, por lo tanto soy mortal». La Biblioteca es un símbolo que nos inquieta con la misma fuerza que el del laberinto, o el del universo que comienza al otro lado de nuestra córnea y nuestros dedos. Biblioteca, laberinto, universo constituyen tres facetas de lo mismo: un lugar extraño que aparentemente guarda una estructura o un sentido, pero por el que no cesamos de vagar en busca de un centro. Por eso aprovisionarse de libros y colocarlos en el mueble de casa siguiendo una pauta cierta tiene algo de hilo de Ariadna que nos consuela y nos redime; la vida puede habernos traicionado y haberse burlado de nosotros en las bifurcaciones, pero tenemos los libros: ahí hay un orden. Ernst Cassirer definió la biblioteca de Aby Warburg, que no estaba organizada sobre ningún esquema aparente, no como una colección de libros, sino como una colección de problemas. «Cassirer comprendió que la biblioteca Warburg era ‘un laberinto’ —anota Enis Batur en el capítulo 19—. O huyen de él, o serán sus prisioneros durante años. Nunca se me había ocurrido pensar seriamente que una buena biblioteca pudiera ser cualquier otra cosa».

martes, noviembre 17, 2009

Tres vidas de santos, Eduardo Mendoza

Seix Barral, Barcelona, 2009. 192 pp. 16,50 

Care Santos

Últimamente me cuesta bastante trabajo querer a Eduardo Mendoza. Lo último de él que me llevó al arrebato amoroso fue La aventura del tocador de señoras. Después, me dejó tibia con Mauricio o las elecciones primarias y fría, helada, tiesa de rabia, El viaje de Pomponio Flato. De hecho, el amor que le profeso me impidió terminar este último. Pero, como el amor es como es, he regresado a Mendoza a pesar de que últimamente no me daba más que disgustos, y he obtenido la merecida recompensa a mi constancia. Con la sosegada estima de quien ya conoce algún que otro defectillo de su amado y a pesar de todo (o tal vez por eso mismo) le sigue queriendo, me dispongo a defender su última entrega.
Explica Mendoza en el prólogo -a mi juicio, prescindible- que abre este libro, que los tres relatos que lo componen están escritos en tres etapas muy diversas de su vida. "La ballena" surgió en una etapa primeriza, "El final de Bubslav" corresponde a una etapa intermedia -que yo podríamos imaginar contemporánea a su novela El año del diluvio- y el último "El malentendido", es también el más reciente (y el autor se refiere a la etapa "final" de su carrera literaria diciendo que elude referirse a ella). Tal vez sea como él dice. Tal vez estos cuentos dormían en algún cajón del autor de La ciudad de los prodigios y sólo ahora han requerido ver la luz. O tal vez Mendoza nos engaña -al fin y al cabo, es novelista- y la supuesta cronología no es tal, o es aquella que los lectores mendocianos disfrutamos imaginando. En mi opinión, hay una unidad estilística en los tres textos que no acaba de concordar con esa datación de su autor, pero en fin. El detalle no tiene tanta importancia.
En realidad, lo que sí tiene que ver con las diferentes etapas mendocianas son los temas de los tres relatos. Unificados, supuestamente, por las entregas a causas casi hagiográficas en que consumen sus vidas los tres protagonistas -un nexo traído por los pelos, por cierto, pese a lo afurtunado del título-, en estas tres historias se reconocen con facilidad los rasgos caracteríosticos de gran parte de la obra de su autor. El primero, que por su extensión debe ser considerada una novela breve, narra la peripecia de un obispo centroamericano que es acogido por una familia burguesa barcelonesa durante la celebración del Congreso Eucarístico de 1962. Terminado el gran acontecimiento, el obispo no puede regresar a su país y acaba convertido en una carga para la familia y en un parásito para la sociedad, hasta que de un modo nada caritativo se halla el modo de resolver el problema. Es un relato interesante, en que Mendoza regresa a las clases pudientes catalanas y las retrata con la mestría y la falta de piedad que en él son habituales. Su Barcelona, la que tanto han encumbrado sus novelas, reluce aquí tanto como las joyas de la señora protagonista, mientras que el personaje del obispo ofrece una metáfora de la denigración de un ser humano que actúa como contrapunto a la escenografía perfecta. Los personajes son estupendos, del primero al último, el caricaturesco obispo aguanta el embite de una cierta inverosimulitud gracias a su carácter esperpéntico y la microhistoria de la familia protagonista se relata de cabo a rabo con esa socarronería tan poco inocente que es marca de la casa. Le pondría reparos al final, pero no lo haré: cuando Mendoza deja abierto el enigma del último párrafo, yo hacía dos páginas que lo había cerrado. De modo que, de nuevo, miro a otro lado. Y qué duda cabe que ese desenlace hará las delicias de clubes de lectura y tertulias literarias, que se devanarán los sesos durante lustros pensando qué narices ha pasado. Con todo, los mendocianos de pro hemos hallado en este cuento motivos para revalidar nuestra fe en su autor. De modo que bendito sea.
El menos logrado es el segundo. Y ello a pesar de que la locura del personaje resulta creíble, el retrato de la aldea africana en la que recala, hilarante, y su discurso final, colofón de todo lo anterior, de admirada lectura. Será que el Mendoza que se escapa de sus coordenadas no me satisface tanto como el otro. A ver si será verdad que siempre hay algo que se espera de nosotros, como escritores, y el lector no perdona que incumplamos esas expectativas.
El tercero y último texto es, a mi modo de ver, el mejor. Cuenta la historia de Antolín Cabrales, un recluso condenado por atraco a mano armada, que gracias a un curso de literatura y a una profesora con iniciativa se hace un experto lector. Con el tiempo, deviene escritor de gran renombre, concede entrevistas y frecuenta los actos académicos centrados en su obra, que recrea los bajos fondos de los que procede. No sería destacable decir que en este relato aflora el Mendoza desencantado con el mundillo literario, el cansado de la misma vida que lleva su protagonista, de la que -es sabido- el autor intenta huir desde hace décadas. Lo inaudito es que el autor pone en boca de su protagonista amargas reflexiones sobre el propio hecho de escribir, de dedicarse a inventar historias -"vender baratijas", dice él-: "Entendí exactamente lo que era la literatura" -dice el escritor de ficción-: "no lo que usted decía, no un vehículo para contar historias, para expresar sentimientos o para transmitir emociones, sino una forma. Forma y nada más". Y concluye con un juicio descarnado: "Los lectores creen estar leyendo historias atormentadas, cargadas de significación, y sólo leen artimañas".
Cabe pensar, por supuesto, que tras todo esto se agazapa el Eduardo Mendoza provocador de los últimos años, aquel que de repente pronosticó la muerte de la novela o el que estos días anda diciendo que sus relatos ni empiezan ni terminan. No hay que tomar muy en serio al personaje, y sí muy en serio al escritor. Por eso mismo, me permito creer, sobre todo, al invento del escritor antes que a éste -"la verdad está en la ficción", Martin Amis dixit- y me entran ganas de discutirle algunas cosas a uno de mis novelistas favoritos. Decirle, por ejemplo, que su literatura sigue emocionando, y proporcionando momentos de enorme placer literario, así como de profunda reflexión sobre las cuestiones más importantes de la existencia: la soledad, el papel que jugamos en esta partida interminable, el papel salvador del arte, la verdad o la mentira de la creación o el poder innegable le del azar.
Que no pienso tenerle en cuenta esas otras novelas si me promete que seguirá fiel a sus temas y a sus modos, ni que sea de vez en cuando.
Y con respecto a lo demás, acaso tenga razón Antolín Cabrales, y puede que sólo sea forma.

lunes, noviembre 16, 2009

Yo, lo superfluo y el error. Historias de vida o muerte sobre ciencia y literatura. Jorge Wagensberg

Tusquets, Barcelona, 2009. 288 pp. 19 €

Ángeles Escudero

Qué relación tienen dos ámbitos, en principio tan alejados, como la ciencia y la literatura? La respuesta parece excesivamente obvia. Quizás por eso, Wagensberg se arriesga a plantear una hipótesis diferente. Y de su atrevimiento surgen interesantes cuestiones fruto de la fecundación recíproca entre la comprensión científica y la literaria. Por ejemplo: ¿Y si la ciencia recuperase el yo (ese del que pretende prescindir para concentrarse en lo esencial y evitar el error); ansiase lo superfluo (esa excusa de la literatura para recrearse en el matiz), e indultase el error? ¿Y si la literatura contemplase la naturaleza con la máxima objetividad? Esto supondría habitar en terrenos fronterizos, en esas líneas que parecen dividir y separar pero que, en realidad, ponen en contacto. El autor nos ofrece la vía del mestizaje como una visión enriquecida de la realidad. Que la ciencia quede contaminada por la literatura y viceversa nos ofrece un nuevo y amplio espectro de posibilidades.
El corazón helado de Almudena Grandes conecta estos dos mundos en un juego hábil que se centra en una frase: «El todo es igual a la suma de las partes sólo cando las pares se ignoran entre sí». Dentro del libro, esta afirmación, es un pequeño universo que cobra vida y nos ofrece un hilo conductor. Y no es casualidad su entusiasta agradecimiento a un científico amigo y, a la postre, autor de este libro. ¿Ambos se han contaminado? La escritora bucea por el subsuelo de la ciencia, y el científico hace lo propio por las orillas de la literatura.
Comienza Wagensberg describiendo el método científico, y lo hace en base a sus tres principios: objetivación (con la que gana universalidad), inteligibilidad (gana en capacidad de anticipación respecto a la incertidumbre) y el principio dialéctico (que buscando contradicciones gana en progreso). Como vemos alaba sus virtudes pero termina por señalar sus limitaciones. Además, como científico pretende alcanzar estos beneficios pero sin pulverizar su identidad, sin sacrificar la mente creadora. Lo difícil, pero extraordinario, será llegar a puntos de encuentro entre quien quiere evitar la incertidumbre —la ciencia— y quien se alimenta de posibilidades —la literatura—. “Más alta que la realidad está la posibilidad” . Por eso el objetivo será rescatar el yo y hacer un elogio de lo superfluo, y el autor afrontará este reto en la segunda parte del libro, en los relatos que forman parte de sus historias de vida o muerte sobre ciencia y literatura. En ellos buscará la conciliación entre lo esencial y lo superfluo. Y ya os adelanto que lo conseguirá, al igual que encuentra la manera de no excluir el error, de no disolverlo definitivamente, sino integrarlo, e incluso indultarlo como un mal necesario o inevitable.
Porque la realidad es inteligible y podemos comprenderla, Wagensberg utiliza un mecanismo diferente para comprender en literatura al que sigue la mente científica: el método del gozo intelectual. Y, plantea cómo no puede ser tan difícil conectar ambas realidades cuando la principal divergencia, o la única, radica en que la ciencia no conoce el valor cognitivo de la realidad simulada.
Las historias que nos cuenta, nos presentan una realidad de la que nada se excluye. Son relatos de ciencia porque intentan arrancar de una manera objetiva de observar el mundo, pero aspiran a ser relatos literarios (y lo son) porque persiguen devolver al narrador al interior mismo de la historia, volver al yo. En sus relatos Wagensberg hace que las palabras crucen la frontera y se conviertan en literatura, aunque lleven a sus espaldas una mochila, que no un lastre, cargada de ciencia. Esta forma de conocimiento se deja ver en los temas, en los términos, pero también se deja vislumbrar en esa lucidez y brillo especial en la mente de este hombre de ciencia.
Especialmente interesantes son los relatos más cortos con recursos expresivos y licencias poéticas que les dan intensidad, como el original uso del paréntesis en “La fiesta”, herencia de su condición de científico. Son relatos fulgurantes unos, intensos otros —los que más—, pero también muestran esa asombrosa facilidad para hacer creíbles situaciones diversas, como en “Las momias de San Severo”. En “La biblioteca de la casa junto al lago” pone el punto y final con una sutileza trabajada que es muy difícil conseguir. Y lo mismo ocurre con la última frase de “La conjura” o el microrrelato “La muerte” que yo firmaría sin reservas pese al tema. De los mejores “Romeo y Julieta” que, en cuatro líneas, nos cuenta desde otro ángulo una historia manoseada pero vigente. Y, especial mención merece “Un día es un día” por su brillantez y genialidad que no están reñidas con su sencillez.
Y dos cosas más. Hacer alusión a la fotografías, en blanco y negro, que ilustran el libro, entre las que destacaría “Garra para nubes”. Y una recomendación: no dejéis de consultar la extensa y particular bibliografía que ha utilizado el autor, posiblemente despierte nuevas inquietudes.

viernes, noviembre 13, 2009

El mapa de la vida, Adolfo García Ortega

Seix Barral, Barcelona, 2009. 544 pp. 19 €

Ignacio Sanz

Me interesó mucho El comprador de aniversarios, de Adolfo García Ortega, la novela anterior a la que suscita este comentario, sobre todo por el punto de partida. Toma como protagonista a un niño al que se refiere Primo Levi, un niño judío deforme sometido a las torturas y privaciones propias de un campo de concentración, objeto de mofas por parte de unos y objeto también de los cuidados y protección de los presos. El niño murió, como es lógico, pero lo que hace García Ortega es imaginar vidas para esa vida truncada. De esta manera el niño vive al menos sobre el papel las vidas posibles que el autor alienta en su imaginación.
El mapa de la vida parte de otro hecho trágico: los atentados del 11 de marzo en la estación de Atocha de 2004. Las primeras páginas son terribles porque nos habla con la distancia que lo haría un entomólogo de cada uno de los individuos que iban en los trenes de Atocha y nos describe su vida con pequeños detalles, su procedencia, su trabajo, sus circunstancias familiares. Y nos describe también de manera minuciosa cómo el atentado revienta los cuerpos y expande los miembros y hace que la sangre corra y se confunda con la ropa desgarrada. Por supuesto, no se recrea en todo ello, tan solo relata con objetividad y distancia.
Tras ese comienzo impactante la atención de Adolfo García Ortega se centra sobre todo en dos personajes que salvan su vida, Gabriel y Ada; son personajes que andan en la mitad de la existencia, con una vida propia perfectamente conformada; Gabriel diseña montañas rusas y Ada es especialista en el Renacimiento Italiano, en concreto en Giotto y en Fra Angélico. A los dos le ha sorprendido el atentado por un puro azar ya que no eran usuarios habituales de los trenes y los dos quedan tocados, no sólo por las consecuencias físicas que tienen que arrostrar; hay una desazón latente que se les remueve por dentro, algo que les impulsa a romper con la vida sentimental que llevaban hasta ese momento, una vida sobre todo en el caso de Ada, perfectamente burguesa. Y ahí comienza la novela, en ese descubrimiento mutuo, en esa nueva dimensión de sus vidas, unas vidas en las que, de pronto, aparece la condición angelical, aunque no a la manera que la entendemos a través de la herencia cultural cristiana, sino de una forma difusa. Lo cierto es que ambos están tocados por una gracia propia de los seres alados.
Como contrapunto a estos dos personaje, centrales en la novela aparece también Sayyid, un musulmán iluminado que, por si no hubiera tenido bastante con lo ocurrido, proyecta nuevos atentados para purificar la atmósfera pecaminosa que se desparrama en las calles de Madrid. La muerte redime al infiel, nos dice. La muerte salva a los dos, a quien mata y a quien es matado, por tanto, la muerte es buena. Al fin, es un designio divino.
De este modo se entrecruzan dos universos contrapuestos, que siguen ahí, latentes, observándose con recelo, aunque se toleran sobre el papel, pero que viven enfrentados desde los propios textos religiosos que legitiman acciones de barbarie como las padecidas aquel día aciago en Madrid. Su lectura me ha recordado la tesis de enfrentamiento radical que al respecto mantiene el novelista Martín Amis, cuando habla de la ingenuidad de la civilización cristiana, en cuya estela se coloca García Ortega.
Pese al drama y a las circunstancias que describe, El mapa de la vida no está carente de sentido del humor y de escenas de ternura que hacen más transitable la atmósfera densa que retrata.

jueves, noviembre 12, 2009

Sanshiro, Natsume Soseki

Trad. Yoshino Ogata. Impedimenta, Madrid, 2009. 330 pp. 21.95 €

José Manuel de la Huerga

Pobre Sanshiro. Del pueblo a la Universidad de Tokio. Y todo se le atraganta. En medio de ninguna parte. Su madre le dice: no quiero que te cases con ninguna chica de Tokio, a ésas no hay quien las entienda. Su amigo Yojiro le sentencia: qué mala cara tienes, parece que tienes el mal de fin de siglo. Del siglo XIX. Ya saben, lo de la abulia y el hastío de vivir. Y él es consciente. Lo suyo no llegaba a ser una pose a la moda. Era simple y llanamente despiste. Despiste porque se encuentra en un interesante y desfigurador cruce de caminos: del Japón medieval al moderno de la Era Meiji, con chicas que deciden si quieren o no quieren casarse, con chicas que quieren posar o no para pintores, y dónde y cómo, profesores que no llegan a la cita de sus clases, y gente de valía que vive en el umbral de la miseria, todo regado con cenas literarias, artículos de revista que no dicen nada, veladas teatrales e inauguración de cuadros impresionistas.
Este es el delicado tránsito, un si es no es con que nos deleita el genial Natsume Soseki. Soseki es el padre de la novela contemporánea japonesa. Así por lo menos lo reconocen Kenzaburo Oé y Murakami. Intuyo que es su Pío Baroja, para que nos entendamos. Pero sin ese pesimismo enfermizo del impío don Pío, con un humor sutil desengrasante, bastante de levedad inteligente y eso que nos dejó escrito otro del cambio de siglo a la española, Antonio Machado: el arte es largo, y además no importa. Por lo demás, Soseki aprende rápido la manera de escribir de los europeos de comienzo del XX: no importa la causa-consecuencia pesada del positivismo realista, importa la creación de atmósferas, importa el personaje.
Soseki vivió un par de años en Londres, en ese cambio de siglo, en torno al 1902. Las debió pasar canutas. La experiencia le vino bien para inventar un granuja que ayuda a colarse en el mundo cosmopolita tokiota al pardillo de pueblo, al que le mete en embrollos económicos y mujeriegos. Debía de dar penita cuando le vio por primera vez, cuando le largo su receta, excelente: súbete a un tranvía, y da vueltas y vueltas hasta que te mezcles con esa ciudad que es la vida y la muerte, el nuevo Tokio.
Además la novela cuenta con el profesor que echa volutas de humo filosófico, divertido, guasón, escéptico, también tierno y cercano. Es Hirota. A él va a visitar Sanshiro varias veces, para pedirle consejo, por ejemplo sobre mujeres, nunca directo. Y en torno a él se urdirá una trama de honor y defenestración de la universidad que mostrará a un maestro en el arte del pasar de largo con volutas filosóficas.
La imposibilidad del amor hará del novato Sanshiro un hombre nuevo en la ciudad europea que ya era Tokio. Pensó en escribirle a su madre, Tokio no es una ciudad muy interesante. Pero se quedó dormido.

miércoles, noviembre 11, 2009

Cuentos completos, John McGahern

Trad. Gerardo Gambolini. Adriana Hidalgo Editora, Buenos Aires, 2009. 578 pp. 23 €

Pepe Cervera

No tenía ni idea de la existencia de John McGahern. No había leído ni oído nada acerca de este escritor irlandés, hasta que hace pocas semanas mis dedos fueron a dar con el lomo de sus cuentos completos (Adriana Hidalgo editora — http://www.adrianahidalgo.com/) en la librería “Tres rosas amarillas” de Madrid. Ahora sé que nació y falleció en Dublín (noviembre de 1934, marzo de 2006) y que es considerado uno de los escritores más destacados de su generación. Sé que creció en el seno de una familia numerosa y que su padre fue un hombre severo, sargento de policía —casi con toda seguridad se trata del sargento del relato titulado "Tragos", donde las minucias que debe atender un policía rural y las elevadas cuestiones que afectan la vida de un topógrafo venido de la ciudad, se contraponen para ilustrar las desdichas del primero; pero también puede tratarse del padre estricto de "Reloj de oro” y sobre todo del sargento y padre del magistral “De antes”, uno de los mejores cuentos del libro a mi entender.
Ahora que lo he leído sé que las autoridades católicas irlandesas condenaron a McGahern cuando se publicó su segunda novela, titulada La oscuridad, que censuraron la obra —ahí están los conflictos religiosos que se plantean sus personajes, esas dudas espirituales que aportan a sus personalidades un componente de inequívoca zozobra, y una necesidad ineludible de reconocerse en esa comunidad hermética en la que viven— que prohibieron la obra, digo, y su autor fue despedido de su trabajo como maestro de escuela y tuvo que trasladar su residencia lejos de Irlanda. Otro enorme escritor, el norteamericano Jim Harrison, dice que “es importante escribir sobre lo que realmente conoces. El paisaje y la gente están totalmente conectados”. John McGahern también lo sabía, estoy seguro, conocía muy bien todo aquello sobre lo que escribió, se nota, sí, vaya si se nota. Él mismo dice en la contracubierta del libro que sus cuentos más difíciles fueron tomados directamente de la vida. Y ese es el argumento de sus cuentos: la vida. ¡Ahí es nada! Ni más ni menos que la vida. Es fácil deducir que la existencia de McGahern tiene mucho que ver con lo que son sus historias, de la misma forma que tiene mucho que ver la existencia de la gente de campo con la que convivió, el vínculo creado entre las personas y su entorno, lo que le sirvió para reflexionar sobre una época y los distintos niveles establecidos en esa sociedad —en “Corazones de roble y panzas de latón” un grupo de trabajadores de la construcción permite al autor explicar lo que para él representa esa clase social. Destacando la objetividad frente al sentimentalismo John McGahern utiliza la descripción de situaciones cotidianas para exponer los problemas políticos, los misterios del hombre, sus choques sociales. Por eso hay maestros de escuela en estos relatos, y hay granjeros y hay jubilados e inseminadores de ganado, y oficiales del ejército inglés y personajes de indudable abolengo y gente que en un momento dado abandonó su casa y esa misma gente que años más tarde es incapaz de oponerse al regreso.
El protagonista y narrador de “El oficial de reclutamiento” da en el clavo cuando dice: «La sensación de que, en esta vida, hacer una cosa da casi lo mismo que hacer cualquier otra». Así es, los héroes de estos cuentos carecen en cierta medida de voluntad; anhelan prosperar pero no luchan, saben que no servirá de nada, nadie conseguirá huir de donde se ha nacido por muy lejos que se llegue. Sin embargo, más que resignación, lo que transmiten es conformismo, el convencimiento de que la existencia les viene dada, ajena a todo esfuerzo, a todo azar. Las raíces están demasiado profundas en la tierra que los ha visto nacer y necesitan esa tierra para desarrollarse, necesitan su sustancia para seguir creciendo. La tierra. El terruño. Son héroes desesperanzados que no consiguen mantenerse lejos de esa irlanda rural. McGahern también es de los que regresó a su tierra en la década de los ’70 y allí siguió escribiendo y trabajando como profesor hasta su muerte. Ahora lo sé. Si los primeros relatos del volumen poseen un componente iniciático —como en “Lavin”, donde se narra de manera brusca y sin adornos la iniciación sexual de dos adolescentes—, o de considerable desorientación —como en “Mi amor, mi paraguas”, donde se recoge una de las más certeras y breves descripciones que he leído últimamente sobre lo que es un orgasmo femenino: «Hicimos otra vez el amor bajo la lluvia, ella la más fogosa, y después de derramada la simiente dijo “Espera” y, moviéndose sobre un pene moribundo bajo el paraguas que oscilaba en sus manos, tembló hasta lanzar un inarticulado grito de placer»—, los personajes de los últimos cuentos son más dóciles, menos vehementes, ya no esperan tantas cosas de la vida, aunque siguen formando parte de una sociedad que condiciona en exceso su carácter, en la mayoría de los casos, como cuando se enfrentan al orden establecido, para constreñirlos. No obstante las historias, ya digo, son más tranquilas, más melancólicas, de tal forma en el dramático y hermoso “Amor al mundo” —al reflexionar sobre su propia vida, uno de sus personajes dice que lo único que ha hecho es “estar” y que incluso donde en ese momento se encuentra todo sigue siendo muy interesante, a veces incluso demasiado interesante. Y no puede estar más en lo cierto, porque estos cuentos convierten en trascendental las situaciones más triviales, en pepita de oro al más miserable guijarro.
Ahora que lo he leído sé que John McGahern escribió siete novelas, varias obras teatrales y guiones para series de televisión, sé que es considerado el sucesor de James Joyce, aunque también sé que no hace falta compararlo con nadie para apreciarlo como uno de los grandes. Y sé que escribió los 30 relatos que se incluyen en su libro Cuentos completos y que todos ellos son precisos y admirables y estremecedores y sublimes y no sé cuántos adjetivos más dedicarle a estas historias que desde ahora son para mí de lectura necesaria. Ahora que lo he leído, lo sé.

martes, noviembre 10, 2009

Litrona, Juan Luis Mira

Introducción de Antonia Jiménez Rodríguez. Algar, Alzira, 2009. 91 pp. 10 €

Juan Pablo Heras

Cuando Ignacio del Moral escribió en 1992 su pieza breve Oseznos, no imaginaba que una obrita tan pequeña llevara en sí la semilla de lo que todo autor desea: generar en otras mentes creaciones independientes, tan absolutamente autónomas como inimaginables sin su origen seminal. Me refiero a la película Barrio (1998), de Fernando León de Aranoa, y a la obra dramática que nos ocupa, Litrona, de Juan Luis Mira. El texto de Ignacio del Moral es fácilmente accesible en Internet en una estupenda versión ampliada de 2003, La noche del oso; Barrio es sobradamente conocida y fácil de encontrar; mientras que Litrona, que se estrenó en 1995, se publica ahora por primera vez gracias a la iniciativa de Algar, que apuesta con su colección “Joven teatro de papel” por el género dramático, tan desatendido habitualmente por la mayoría de las editoriales especializadas en el público juvenil.
Litrona está protagonizada por un grupo de adolescentes (seis chicas y cinco chicos) que no sólo comparten cerveza, sino sueños, frustraciones, miedos y tentativas de trascender el estrecho y oscuro parque en el que se reúnen para beber y charlar. El empeño de Juanluís Mira (así prefiere él que se escriba su nombre) de reproducir fielmente tanto el lenguaje como los efímeros referentes culturales de los jóvenes, particularmente los de los suburbios valencianos, le ha obligado a actualizar buena parte del texto que ahora deben protagonizar aquellos que apenas habían nacido cuando se estrenó. Es verdad que parte de esa actualización se ha quedado a medias (a no ser que los quinceañeros valencianos todavía digan “flipaba buscando una titi para buscar rollo”), pero la pequeña adaptación que requerirá en el futuro cada puesta en escena al lugar y al tiempo en el que se trasladen será sumamente fácil; lo difícil será encontrar textos tan acertados como éste para reflejar las inquietudes de la adolescencia. Litrona se seguirá montando, cuando sea y donde sea, aunque se prohíba el alcohol y los jóvenes se limiten a beber sus pensamientos a través del Messenger, porque, como dice la autora de la introducción, “seguirán ilusionándose y desesperándose por su futuro; seguirán amando y sufriendo por la chica o el chico equivocado; y, por supuesto, siempre habrá un lugar apartado y secreto donde compartirán su día a día”. Y, que no quepa duda, siempre quedará alguno que quiera ser Jim Morrison.
La lectura de Litrona produce una sensación similar a la que nos produjo Barrio en el cine: la de que en la acción dramática no se percibe apenas peripecia, entendida como cambio de fortuna, porque aquellos que ven realizados sus sueños (o sus pesadillas) caen fuera de la escena y vuelven sólo para recuperar su sitio o ser rechazados por traicionar sus orígenes. Estos personajes, triunfadores o fracasados, quedan como referentes de lo deseado y lo aborrecido para unos chavales que apenas evolucionan pero que resultan irresistiblemente vivos, los mismos que sin levantarse del banco más que para pasarse la botella se arrojan los unos a los otros sus filias y sus fobias mientras luchan agónicamente por autodefinirse y emanciparse de una infancia de la que no quieren huir del todo. Los personajes de Litrona crecen en un ambiente social que ha sido silenciosamente excluido, un lugar en el mundo en el que el cumplimiento de toda ilusión o posibilidad de libertad se ve cuestionado por situaciones incomprensibles e injustas que contradicen la noción de éxito social que les han inculcado desde muy pequeños.
Juanluís Mira es un nombre imprescindible si hablamos de teatro para jóvenes en España. Le avalan décadas de experiencia no sólo como autor, sino como profesor, director de escena y promotor de numerosas iniciativas culturales. Merece la pena acercarse a sus obras.

lunes, noviembre 09, 2009

Cineclub, David Gilmour

Trad. Ignacio Gómez Calvo. Mondadori, Barcelona, 2009. 249 pp. 16,90 €

Care Santos

¿Cuál es el significado exacto de la palabra "educación"? ¿Cuál es la mejor manera de tratar a un adolescente, o la más educativa? A estas preguntas intenta responder este relato autobiográfico sin desperdicio. Y yo lanzo una tercera pregunta, aunque sin respuesta satisfactoria: ¿Por qué se empeñan los editores españoles en subtitular las obras? Ésta por ejemplo: "Un padre, su hijo y una educación nada convencional". ¿Tan lerdos somos los lectores autóctono que necesitamos que todo nos sea sobreexplicado desde la misma cubierta? El caso es que, más que un subtítulo, la frasecita antedicha es casi un resumen: en este libro autoficcional hay un padre, un hijo y una educación nada convencional, en efecto. El padre es David Gilmour, a la sazón autor del libro, un guionista y periodista cultural (que se llama igual que el guitarrista de Pink Floyd, sí, para confusión de muchos), ateo confeso y descreído de la educación establecida. El hijo es Jesse, adolescente de 16 años, nada interesado en los estudios y mucho en las chicas y la música, que lleva camino de convertirse en un verdedero berzotas.
De modo que un buen día, cansado de verle lidiar con unos deberes que le superan, el padre propone a Jesse un trato que haría feliz a cualquier adolescente: podrá dejar el instituto si a cambio acepta ver con él tres películas por la semana. Por supuesto, el hijo acepta (¿y quién no lo hubiera hecho?) y el padre comienza su particular programa educativo con Los cuatrocientos golpes, de Truffaud quien, por cierto, tampoco fue precisamente una lumbrera en las aulas. Al principio, el padre explica, alecciona, discursea acerca de las películas. Luego, a medida que el cineclub avanza, se limita a llamar la atención del joven acerca de cierta escena o determinada toma. "La simple regla de oro: cíñete a lo elemental. Si quiere saber más, ya preguntará", se dice. En suma, le deja que juzgue por sí mismo. Luego , como mucho, comentan lo visto. Y así, hasta la siguiente sesión.
Paralelamente, la vida avanza. El padre busca trabajo y el hijo vive sus primeros problemas con las mujeres. Son especialmente emotivos los pasajes en los que el padre intenta explicarle cómo se hace para sobrevivir a un disgusto amoroso ("Las mujeres pueden ser un deporte sangriento"."No puedes estar con una mujer con la que no puedes ir al cine") y al mismo tiempo le acompaña en un sufrimiento que conoce bien. También es fantástico el capítulo en que el padre acude a ver tocar al grupo de su hijo y tiene la oportunidad de escuchar por vez primera las canciones que Jesse ha compuesto en el sótano. Y se lleva una sorpresa monumental: "Pero, como ocurre a menudo con los hijos, me equivoqué de nuevo. Crees que los conoces mejor que cualquier otra persona, después de todos esos años subiendo y bajando la escalera, arropándolos, triste, feliz, despreocupado, inquieto, pero no es así. Al final, siempre tiene algo en el bolsillo que no imaginabas". De alguna manera, esa canción que el padre descubre llena de talento será la confirmación de que no estuvo tan descaminado al proponer esa educación alternativa de la que habla el libro. El hijo vale y está dispuesto a luchar por demostrarlo: "Definitivamente, las cosas estaban cambiando entre nosotros. Sabía que en un futuro no muy lejano íbamos a tener un tiroteo y yo iba a perder. Como el resto de los padres de todos los tiempos".
Por supuesto, paralela a la peripecia de David y Jesse, la historia contiene un verdadero curso de cine que seducirá a los interesados por el séptimo arte. y, en general, al arte de contar historias. Algunos de los comentarios de Gilmour merecen realmente la pena, como cuando después de hablar de algunas anécdotas de rodaje de El Exorcista afirma que la película causa la sensación en el espectador "de estar en el umbral de un lugar que no debería visitar jamás" . O cuando defiende el disfrute que proporciona una película mala: "Hay que aprender a abandonase a esas cosas", dice. Anecdotario, lecciones de crítica de cine, comentarios sobre la obra de un buen puñado de directores y una verdadera lista de sugerencias, gracias a las cuales cualquier lector puede reproducir el currículo que siguió Jesse, y disfrutarlo.
Y todo hasta que se termina, simplemente. Hasta que la vida decide que a partir de determinado momento las cosas ocurrirán de otro modo. "Criar hijos es una serie de adioses, uno detrás de otro: a los pañales y luego a los monos de invierno y por último al propio niño". De modo que Jesse vuela. Se hace crítico de cine (no podía ser de otro modo) y decide, para sorpresa de su padre, volver al instituto. El autor lo resume de un modo admirable: "Y entonces, sin más, se marchó. Pensé: Tiene diecinueve años, así son las cosas. Por lo menos sabe que Michael Curtiz rodó dos finales para Casablanca por si uno no salía bien. Eso tiene que servirle de ayuda en el mundo. No se puede decir que haya enviado a mi hijo indefenso".


viernes, noviembre 06, 2009

Warlock, Oakley Hall

Trad. Benito Gómez Ibáñez. Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, Barcelona, 2009. 687 pp. 23 €

Martí Sales

¿Sobre qué lodazal se levanta la sociedad americana?, o: ¿en qué rica pero peligrosa mina? ¿Qué fundamentos tiene y cuál fue el precio que tuvieron que pagar? ¿Cuándo y cómo se trazaron los límites entre lo legal y lo ilegal, entre lo moralmente reprobable y lo socialmente respetable —¿alguna vez coincidían?, ¿había conflicto?, ¿o paradoja? ¿Qué relación hay entre lo tácitamente aceptado —aquello de lo que nunca se habla— y lo visible pero inventado que sirve de zanahoria para que el mundo avance?
Warlock es un western de casi setecientas páginas escrito por Oakley Hall en 1958, un novelón de agárrate y no te menees narrado con una solvencia impresionante —no decae, no decae. Hall cuenta la historia de la fundación de la sociedad americana a partir de los hechos que acontecen en la ciudad de Warlock durante el año 1880. Tanto por el lugar —Warlock está casi en tierra de nadie, en la frontera con México— como por la época —por aquel entonces Norteamérica era un continente apenas delimitado y por legislar—, Hall está lidiando con material mítico, es decir, con los temas básicos sobre los que se asienta el imaginario de una nación, que no son otros que el héroe, la lucha entre el bien y el mal (la justicia, la violencia, la muerte), la identidad propia (la diferencia, el otro) y la identidad colectiva —la vida en comunidad, la ciudad… En toda narración épica que se precie, la historia tiene que atraparte desde el primer instante pues este será el anzuelo, su metértela doblada. Mientras que hay un nivel, digamos, superficial de lectura —unos personajes atractivos, unas circunstancias extremas, unas situaciones emocionantes— que sólo pretende entretener, agarrado a él y sustentándolo está la real razón de ser de este libro (y de la épica en general), es decir, explicar el pasado mítico de donde venimos: ir hacia un porqué.
Una de las grandes bazas de Hall son sus personajes: ninguno es unidimensional, todos tienen intenciones, motivaciones y pasados que se retuercen en su interior cual nido de culebras —sea la “angelical” señorita Jessie, sea el “desalmado” Abe McQuown, sea el gran “héroe” Clay Blaisedell, sea Kate Dollar “la mujerzuela”, sea el “traicionero” Tom Morgan o Bud Gannon “el infeliz”. Todos se resisten a ser descritos con un solo adjetivo y se revelan como personajes complejos y mucho más imprevisibles de lo que en un principio parecían. (A día de hoy, si hay algún proyecto de similar envergadura narrativa que desarrolle con tanta pericia sus personajes, tendríamos que remitirnos, sin dudarlo, a The Sopranos, la obra maestra de David Chase, que, aunque no sea un libro, es una cumbre de excelencia narrativa.)
La forja del héroe —o qué hacer con la imagen distorsionada y multiplicada de uno mismo que le devuelve la sociedad sedienta de referencias y seguridad—, los entresijos del poder —jueces, ayudantes de comisario, comités de ciudadanos, esbozos de sindicatos—, el delirio al que conduce el afán sin límites —McQuown, Morgan, McDowell, o lo que es lo mismo: cuatreros, jugadores, propietarios de minas—, el poder de las mujeres en un mundo, como bien decía James Brown, de hombres —la puta y la santa, Kate y Jessie… Hall trata todos estos temas con una sencillez y, a la vez, exhaustividad totales —las dicotomías iniciales se revelan falsas mientras que las antagonías sí que son eternas pero movedizas. Hall nos describe el parto desgarrador de una sociedad con todos su matices y lo hace con maestría. Warlock apabulla por su cualidad, deslumbra por su potencia y se te atrinchera en un lugar destacado de tu biblioteca particular. Warlock es vida entera en el papel —vida entera de papel, no real, pero verdadera.

jueves, noviembre 05, 2009

La ansiedad de la influencia, Harold Bloom

Trad. Antonio Lastra y Javier Alcoriza  Trotta, Zaragoza, 2009. 192 pp. 12 €

José Morella

En el prefacio de Harold Bloom a la segunda edición de su libro hay algo muy sencillo (cosa de agradecer en un autor tan sesudo) que puede ayudarnos a entenderle. Justo después de una extensa cita de Emerson, Bloom aísla una de sus afirmaciones: “(Shakespeare) escribió el texto de la vida moderna”. Dice, de esta frase, que es “el corazón del asunto”; esto es, la esencia de lo que Emerson quería expresar. Bloom, que escribe en la segunda parte del siglo XX y a principios del XXI, cree firmemente que los asuntos (los textos) tienen un corazón señalable. Un corazón concreto, que vive, por así decirlo, dentro del escrito, en sus letras, entre sus sintagmas. Y cree también, por si eso fuera poco, que un lector puede discernir cuál es ese corazón. Por eso el pobre hombre se ha pasado casi toda su vida aislado académicamente, intentando luchar contra lo que él llama “la escuela del resentimiento” (según él, todos los demás, o casi todos): la deconstrucción, los feminismos, los estudios culturales, el new historicism, la teoría queer, el postestructuralismo francés... En este prefacio destila una especial ironía y saña contra los postestructuralistas franceses, sobre todo Foucault. Todos ellos tendrían reservas para hablar de valores intrínsecamente “literarios” en Shakespeare o en cualquier otro. Es decir, que todos esos “resentidos” ponen el corazón de lo que existe fuera de lo que existe. No creen, normalmente, en sentidos previos o esenciales, sino más bien en la construcción, a posteriori, de ese corazón mediante la lectura. Sentido diferido que permite releer la historia de la cultura a la luz de todo aquello que las estructuras dominantes han tenido que hacer para dominar. Gracias a esos “resentidos” hemos podido leer textos que nos han contado, por ejemplo, cómo la eṕoca que conocemos como Renacimiento es, desde la perspectiva de la Historia de la mujer, justo lo contrario: decadencia. Las historiadoras que dicen esto no pueden, claro está, encontrar el corazón de los autores y pintores renacentistas en sus palabras o sus pinturas. Está, más bien, en lo que no dicen o lo que no pintan. O en las condiciones sociales que se dieron para que lo dicho o pintado fuera como fue.
Aparte de intelectual, la de Bloom y los “resentidos” es una batalla material. Cientos de departamentos universitarios de todo el mundo que pagan sus sueldos, sus dietas y sus viajes a seminarios internacionales a bastante gente, con dinero público en algunos países y con el de los papás de los estudiantes en otros. Una tajada bien gorda. Eruditos conocedores de los clásicos canónicos contra defensores (a menudo también eruditos) de minorías étnicas, mujeres, gays y lesbianas... Todos tratando de entrar a vivir en la rara y preciosa burbuja que es una facultad de letras.
Después de este resumen vergonzosamente rápido y simplificador por mi parte del corazón del asunto, tengo que hablar del libro de Bloom. Y antes tengo que reconocer que a mí siempre me han convencido más los “resentidos”. Pero también que la lectura de Bloom es un placer. Lo leo como un lector agnóstico lee la historia de Jesús: con gusto, porque es una buena historia. Las palabras de Bloom están llenas de una inteligencia viva que supera mucho a la mía de lector; sus intuiciones son profundas y serenas, muy nítidas, y su erudición nunca molesta y enseña más cosas de las que uno imaginaría, incluso cuando no lo pretende. Es un escritor impecable, un admirable maestro y un señor cuya mala leche es de lo más entrañable y divertida.
La ansiedad de la influencia habla de la experiencia desasosegante que consiste en darse cuenta de la existencia de huellas de autores previos en la obra propia. Según Bloom, el impacto de esta toma de conciencia hace que los poetas débiles se paralicen, mientras que los poetas fuertes consiguen superar esa sensación subsumiendo lo antiguo; haciendo de ello algo nuevo y, aquí está la gracia, original. Bloom vincula la poesía al psicoanálisis, puesto que el conflicto de la influencia es, para él, un conflicto generacional. Hay un equívoco poético, una mala interpretación en la lectura de los clásicos inmediatamente previos, que dejan en el autor nuevo un espacio para la originalidad. El colmo de la originalidad para Bloom es Shakespeare, que supera hasta tal punto a su “padre” literario, Christopher Marlowe, que, por así decirlo, se lo traga entero. No habría, según Bloom, ningún poeta que haya digerido y transformado lo anterior de un modo tan perfecto como Shakespeare, que superó de golpe, en un sencillo calentón de fiebre creativa, su gripe poética, su ansiedad de la influencia. Bloom casi lo diviniza, diciendo cosas como que inventó lo humano, o que es el sinónimo exacto de la literatura.
Lo cierto es que la lectura de cualquier libro de Bloom, por exagerado que parezca cuando se le parafrasea, casi siempre nos convence o está a punto de convencernos. Habría que decir, en su defensa, que sus libros tienen una aceptación tan grande entre los lectores como suscitan resquemor entre los especialistas. Siendo mal visto en ámbitos académicos, sobre todo en el mundo anglosajón, algunos de sus libros han vendido más de cien mil ejemplares, cifra tremenda para un señor teórico, que no teórico señor. A sus charlas suelen asistir cientos de personas. Tal vez Bloom nos seduzca porque encarna con mucho mérito la resistencia del mundo a una disolución cultural que, aunque a algunos de nosotros nos guste pensar como catártica y necesaria, todavía nos asusta demasiado.