jueves, diciembre 31, 2009

Los papeles de Aspern, Henry James

Trad. Catalina Martínez Muñoz. Alba, Barcelona, 2009. 166 pp. 16 €

Coradino Vega

El realismo norteamericano se fraguó en la segunda mitad del siglo XIX de la mano de escritores como Mark Twain, William Dean Howells o Henry James. Pero mientras al primero le interesó el mundo rural del sur y el oeste, y al segundo el ambiente industrial y urbano del norte, Henry James parece que no prestó demasiada atención a la honda transformación del país surgido de la Guerra Civil (1861-1865), sino a la vieja Europa, territorio que contenía —según él— las condiciones necesarias que permitieran el desarrollo de la cultura y la imaginación que carecía la nueva América. Su máxima aportación se centró más bien en el orden técnico o formal. El control del punto de vista, como manera de superar la narración omnisciente, facilitó la profundización del análisis psicológico de sus personajes y las complejidades que habitan el alma humana. De él al stream of consciousness, experimentado por Virginia Woolf, Faulkner o Joyce, había sólo un pequeño e inevitable paso.
Henry James fue un auténtico maestro de la novela larga, el relato corto y la nouvelle. A este tercer tipo pertenece Los papeles de Aspern. Un joven editor y crítico descubre que aún vive una de las musas y amantes de Jeffrey Aspern, idolatrado poeta sobre quien está escribiendo un libro. La anciana señorita Bordereau vive encerrada en un palazzo veneciano con la única compañía de su sobrina Tina. El editor decide entonces convencerlas para que le acepten como inquilino a la espera de poder acceder a los misteriosos papeles de Aspern que Juliana Bordereau guarda con impenetrable celo. (Por lo visto, la historia tiene su origen en una noticia que llegó a oídos de Henry James cuando pasaba una temporada en Florencia: allí seguía viviendo Claire Clairmont, amante de Byron y amiga de Shelley, y cierto investigador había intentado trabar amistad con esta anciana y su sobrina con el objetivo de obtener unas cartas privadas del poeta.) Pero la ambigüedad e hipocresía iniciales irán adquiriendo una tensión dramática in crescendo en la que nada acabará siendo lo que parece que es. ¿Hasta dónde será capaz de llegar el editor para conseguir los preciados papeles?
La novela transcurre en un ambiente entre encantador y decadente (un verano en la Venecia de los canales y las fondamenta), pero que también tiene algo de fantasmagórico (el tipo de vida que llevan las señoritas Bordereau clausuradas durante tanto tiempo); y la temática del libro, junto a las sombras de la casa donde transcurre la acción, hace que nos acordemos de otras dos novelas cortas de Henry James como son La lección del maestro y la archiconocida Otra vuelta de tuerca. Su lectura es agradable a la vez que inquietante, ya que el magistral manejo del suspense, unido a la inteligencia de los giros de la trama y de los diálogos, hace que esta nouvelle sea una auténtica breve obra maestra. El amable editor ¿es un idealista o un ser sin escrúpulos? ¿Quién se supone que está engañando a quién? ¿Qué significa todo ese contexto paródico de jardines tapiados: la inaccesibilidad del pasado? Hay algo de fábula moral en esta novela: la reflexión sobre los límites de la privacidad unida a una cómica contraposición entre el pasado romántico y la mediocridad del presente. Y como en otras obras de James, está latente (en este caso, centrado en la figura de Tina) la pérdida de la inocencia americana ante el peso cultural de la resabiada Europa.
Leer a Henry James es una verdadera delicia: la ironía, la sutileza y la elegancia de su prosa siempre esconde algún secreto que hace que el lector no pueda parar hasta descubrirlo.

miércoles, diciembre 30, 2009

La máquina de languidecer, Ángel Olgoso

Páginas de Espuma, Madrid, 2009. 131 pp. 14 €

Rubén Castillo Gallego

No sé muy bien si los microrrelatos proceden del magisterio de los haikus orientales o de las enseñanzas cazurras y sincréticas del jesuita Baltasar Gracián (“Más obran quintaesencias que fárragos”), pero lo cierto es que el género, en los últimos años, está interesando a un número creciente de lectores. Sin duda, buena parte de esta curiosidad ha sido despertada por autores como Ángel Olgoso, titán de las mini-estructuras e intrépido explorador de sus mil bifurcaciones y recovecos. Su último libro continúa la línea, con elogiable brillantez. Se trata de un tomo que le publica Páginas de Espuma, con una magnífica portada de Santiago Caruso, y que lleva por título La máquina de languidecer. Cien historias densas, proteicas, intrigantes, humorísticas, filosóficas, desasosegantes y llenas de guiños, donde el autor granadino da rienda suelta a sus fantasmas, sus obsesiones y sus temas recurrentes, para conformar un cosmos de inquietante perfección, donde cabe casi todo: las revisiones de los mitos homéricos, contemplados desde una óptica nueva (“Ulises”); los relatos de terror o de aldeanismo supersticioso, que viran en sus últimas palabras hacia el humor (“El lobo viejo de las desgracias”); los textos donde las fronteras entre el fracaso y el éxito, entre la ignominia y la liberación, entre el ayer y el hoy, desdibujan sus límites (“La larga digestión del dragón de Komodo”); sangrientas ceremonias precolombinas que acaban de un modo lánguido, humano, casi suplicante (“Quauhxicalli”); las parábolas donde la vida queda codificada en una serie de elementos comunes (“La derrota”, “Umbrales”, “Subir abajo”); ínfimas disputas fraternas que adquieren una dimensión simbólica, inquietante o tremebunda en apenas siete líneas (“Vidas privadas”); enumeraciones culturales que se rizan, al final, en una carcajada lingüística (“Un mélange mitológico”); o textos espeluznantes, que sobrecogen como latigazos, donde nuestro mundo queda retratado con macabra nitidez (“Conjugación”).
Ángel Olgoso acude a todos los senderos, pulsa todos los resortes, maneja todas las variantes, indaga todas las cuevas. Parece como si no quisiera dejarse ni una sola posibilidad por ensayar, ni siquiera la micro-novela, que está representada por textos tan memorables como “Crimen perfecto” o “Caballería volante”... Por fortuna, sus lectores sabemos que es mentira, y que su prosa y su fantasía son como el ave Fénix: están en constante ejercicio germinativo. Apenas dadas a la imprenta estas producciones, Ángel Olgoso estará componiendo otras historias, cincelando otros mundos. Y seguramente, aunque parezca imposible, nos volverá a sorprender con esas páginas. Por ahora, y a pesar de nuestra avaricia, tendremos que soportar la espera leyendo y releyendo este prodigioso volumen, lo que tampoco está mal.

martes, diciembre 29, 2009

Como una moto. La vida galopante de John Belushi, Bob Woodward

Trad. Miguel Izquierdo. Global Rhythm, Barcelona, 2009. 528 pp. 25.50 €

Martí Sales

Tornado Belushi, vorágine Belushi, terremoto Belushi. Todo fenómeno metereológico de largo alcance o de consecuencias imprevisibles se le puede aplicar. John Belushi (1949-1982), el gran cómico, vivió inmerso en el descontrol de alguien que se droga a todas horas, sin dejar de rodar episodios del seminal y grandioso programa Saturday Night Live (de donde salieron Bill Murray, Chevy Chase, Dan Ayrkroyd y tantos otros) o películas que pincharon en la taquilla como 1941, de Spielberg, o The Blues Brothers, de Landis. Bob Woodward, el autor de esta biografía (que apareció en 1984, sólo dos años después de la muerte de Belushi), se documentó a fondo: entrevistó a todo el mundo que le había conocido: desde estrellas del cine como De Niro y Nicholson hasta taxistas y camellos. Así consiguió que su libro fuera polifónico y poliédrico y la visión de la vida de Belushi, muy completa. Su mujer, Judy Belushi, años más tarde de su muerte y también de la aparición de este libro, escribió su versión de la vida de su famoso marido, una visión más tierna y próxima, según ella, que creía que Como una moto. La vida galopante de John Belushi (Wired: the fast times and short life of John Belushi, en el original) se centraba demasiado en el consumo de drogas de su difunto marido. Sí, es verdad: hay un montón de drogas en Como una moto. Como las había en la vida de Belushi, lo queramos o no. El libro es, precisamente, la crónica de una muerte anunciada por un abuso sistemático de la mayoría de sustancias estupefacientes que había a su disposición en aquella época; o sea, un “no seas tan bestia/tonto como él y no lo hagas” medio encubierto. También es un retrato del funcionamiento interno de Hollywood de los setenta y de los avatares de la fama (John Belushi celebró su treinta aniversario en 1979 y aquel mismo día su película Animal House (Desmadre a la americana) era número uno de recaudación en taquilla, su disco Briefcase full of blues, con los Blues Brothers, era el más vendido y su programa de televisión SNL el más visto); vaya, otra vez la historia del ascenso paulatino y placentero y de la rauda caída final, pero no se hace pesado (aunque no esté especialmente bien escrito; con dignidad, solamente) porque el personaje tiene mucha enjundia: era tan animal que te partes y te estremeces de un párrafo a otro. Hay la descripción de muchos gags y de muchas farras, de muchas intentos fracasados para reconducir su autodestrucción y de muchos dislates, éxitos y gamberradas. Para quien no lo conocimos pero lo admiramos, este un libro fantástico, ya que después de haberlo leído nos parece que entendemos y estamos mucho más cerca de este gran cómico y destroyer que fue John Belushi.

lunes, diciembre 28, 2009

Una revolución pequeña, Juan Aparicio-Belmonte.

Lengua de Trapo, Madrid, 2009. 272 pp. 18.90 €

Miguel Baquero

Una revolución pequeña, la última novela de Juan Aparicio-Belmonte tras El disparatado círculo de los pájaros borrachos, es un nuevo acercamiento al género negro, en el que tan bien se desenvuelve el autor; ahora bien, siempre de acuerdo a un estilo peculiar, un tanto (o un mucho) apartado de las convenciones del género. En esta nueva novela, algo extraño presiente el lector desde el primer momento, desde que se le presenta la escena inicial muy cercana al disparate, pero aun así el argumento parece contenerse dentro de unos límites lógicos, o al no menos no demasiado extraños. En un determinado momento, sin embargo -en una página en concreto, en una escena específica-, la realidad tal y como lo entendemos cae hecha añicos. Una joven le cuenta a sus padres que acaba de asesinar a un hombre y, después de unos momentos en que los padres quedan boquiabiertas, acaban por levantarse y felicitarla efusivamente, contentos de que su hija, ¡por fin!, haya decidido seguir con la tradición homicida familiar.
Una vez que en este momento la lógica, o por mejor decir: la convención se rompe, la novela se convierte en una constante sorpresa, sostenida en el humor y el espíritu crítico, pero sin olvidar por ello la verosimilitud. En gran medida, Una revolución pequeña es la lucha entre la familia excéntrica, ajena a las normas y que ha roto con todos los esquemas, contra un cuerpo policial que, en lo posible, se atañe al raciocinio, al procedimiento y a la norma. Una confrontación dentro de unos límites estrechos que la hacen posible, porque el autor ha acotado el escenario de tal forma que los unos son parientes, conocidos o allegados de los del bando opuesto. El resultado es un círculo cerrado donde se respira una atmósfera especial de disparate lógico, o de lógica disparatada, cuya frescura y originalidad siempre es de agradecer.
Entre los muchos y extravagantes personajes (algunos más que otros, pero extravagantes todos) que pueblan la novela, llama la atención la figura de la víctima, un profesor universitario izquierdista recalcitrante, soviético de la vieja escuela, leninista-estalinista de carril. Con su muerte, Aparicio-Belmonte parece estar rindiendo viejas cuentas, en especial la de la caricaturización de este tipo sociopolítico hace poco tan común y sobre el que parecía flotar un velo de “intocabilidad”. Al hacerle caer bajo el peso contundente del busto de Lenin, Aparicio-Belmonte parece liberar, como una “pequeña revolución”, la carcajada que hasta ayer mismo nos obligábamos a contener en tocando a estos personajes, y en este sentido también esta última novela de Juan Aparicio-Belmonte aporta frescura y aires nuevos.
Una buena novela, en suma, que bajo su apariencia lúdica y su expresión ágil y cotidiana parece esconder un deseo de encontrar un camino más despejado, una lógica distinta libre de acartonamientos y prejuicios.

viernes, diciembre 25, 2009

jueves, diciembre 24, 2009

Submundo, Don DeLillo

Trad. Gian Castelli Gair. Seix Barral, Barcelona, 2009. 902 pp. 27 €

Coradino Vega

Desde Hawthorne hasta Pynchon, o desde Melville hasta Eugenides (pasando por gente como Steinbeck, Dos Passos o Henry Roth), parece que son muchos los que han intentado escribir la Gran Novela Americana: ese libro que, como el poema de Whitman, transustancie el alma del vasto país en pura materia literaria. Nada que objetar. Sólo decir que Don DeLillo engrosa esa lista con la reconocida obra de 1997 que ahora se reedita en España.
El primer capítulo de Submundo narra un partido de béisbol que aconteció el 3 de octubre de 1951. Se trata de un magnífico relato en el que la Historia (el ensayo de bomba atómica materializado por la Unión Soviética) se entrelaza de forma magistral con lo que el propio DeLillo ha denominado “contrahistoria”, es decir, cómo la gente de a pie vive a contramano la Historia, protegiéndose de ella. El paradero de la pelota que protagonizó el home run final del épico encuentro entre los Giants y los Dodgers servirá de hilo conductor a parte de una trama que rastrea cincuenta años de un país, de manera fragmentada y cronológicamente a la inversa, en la que las figuras de Nick Shay y Klara Sax parecen ser el tronco de una estructura que, sólo en apariencia, resulta azarosa. DeLillo cuenta sin preocuparse de ninguna deontología narrativa, a su antojo, cambiando las personas y el punto de vista con una libertad sin orden ni autolímite. Y lo hace con ese lenguaje suyo mezcla de coloquialismo típicamente norteamericano con una precisión metafórica de verdadera altura poética. No faltan asimismo la simbología, como la profesión de Nick (que trabaja para una empresa de residuos), ni la subterránea reflexión sobre el paso del tiempo que caracteriza a casi toda buena (y larga) novela que se precie. Tampoco se echa en falta la conceptualización literaria del absurdo y la tendencia a la paranoia catastrofista sobre las que DeLillo montó su también aclamada Ruido de fondo.
Hay hoy día una auténtica legión (incluso en este país) de discípulos de Don DeLillo. Dicen que el más brillante de ellos fue David Foster Wallace. Y hay que reconocer que, bajo lo que James Wood ha calificado de “hiperrealismo” o “realismo histérico”, el mayor logro de este tipo de escritura radica en su manera de reflejar la naturaleza del tedio tecnológico, ultracontemporáneo. Sin embargo, caben dudas de que consiga modificar en el lector la concepción de esa realidad, de ese mundo. Esta novela podría ser un buen ejemplo de ello: tras su grandilocuente y acumulativa realización, late una ausencia, una falta de objetivo puede que pretendida, que se parece demasiado a la simple y desoladora vacuidad de mil televisores encendidos.

miércoles, diciembre 23, 2009

Elevación, elegancia y entusiasmo, Francisco Casavella

Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2009. 1020 pp. 35 €

Martí Sales

A veces un libro te da algo. A veces te lo devuelve. No existen paliativos a la tremenda pérdida que representa la ausencia de Francisco Casavella para quien lo conocimos o para quien lo leyeron a fondo y con todas las consecuencias. Sin embargo, mil páginas de la integral de todos sus artículos escritos desde 1984 hasta 2008 son una gran, inmensa alegría. Por dos razones: la primera, porque en este Elevación, elegancia y entusiasmo (frase que aparece en el libreto interior de la obra maestra de John Coltrane, A love supreme, y que fue escrita por Thomas Mann en su Doctor Faustus) encontramos una elevada cantidad del cerebro elegante y entusiasta de Francis, su filias y sus fobias, su memoria desmedida y ningún personaje de ficción salvo él en persona. Y la segunda, es que a parte de las chanzas y enseñanzas, este libro nos devuelve su voz, su hablar de historia, libros, discos y trifulcas siempre con aquel humor ácido tan suyo, con aquella gracia hilvanadora de gran conversador –del gran narrador ya teníamos toda su obra–, una gracia de conversador nato, todoterreno, al que no se le escapaba nada.
Qué bálsamo y qué agarradero representa para muchos este libro tan a tiempo y tan bien concebido: los bloques temáticos que lo componen, su despegue poderosísimo –y dramático por clarividente–, el propio orden de artículos, ¡este índice onomástico brutal!, la labor arqueológica de rastreo de textos y el amor evidente con el que se ha editado, que se nota de portada a contraportada y en cada una de sus mil y nueve páginas. Elevación, elegancia y entusiasmo es un libro para subrayar, plagado de frases memorables, sentencias nada sentenciosas llenas de sabiduría sin impostar, ácratas y directas como él. Y el empuje de su visión es contagioso. Un ejemplo: como en las primeras páginas del libro habla muy elogiosamente de Saul Bellow, yo, que no lo había catado, ni corto ni perezoso me acerco cual estudiante de bachillerato a por sus libros de texto a la librería más cercana para hacerme con alguna de sus obras. Al cabo de un par de días charlo de Bellow con un amiga y me dice que ella también lo ha empezado a leer a raíz de la reciente aparición de la integral de los artículos casavellianos. Si la fe mueve montañas, la pasión mueve la gente. Para mi, Elevación, elegancia y entusiasmo es la pasión según Francisco Casavella. Es como el I-Ching –ábrelo por donde quieras y empieza a leer–, o la Biblia –porque está todo, todito, todo, desde Sergio y Estíbaliz hasta Ingmar Bergman, pasando por Sciascia, Chic, Scorsese, El Pescaílla, Derrida, Machín, Pynchon, Prince Buster, Cervantes, Napoleón, Los Soprano o Héctor Lavoe; todo juega, todo suma, están todas las conexiones ocultas que sólo él conocía. Elevación, elegancia y entusiasmo es, en definitiva, la manera de seguir charlando con Francis, este escritor mitómano y entusiasta, vividor y autodidacta, sabio e independiente cuya sed permanece y se distribuye por las librerías.

martes, diciembre 22, 2009

Nocaut, Antonio García Villarán

Cangrejo Pistolero Ediciones, Sevilla, 2009. 96 pp. 12 €

Elena Medel

En su nota previa a Perversiones y ternuras, Déborah Vukusic afirma que «la poesía y el teatro» comparten «fines», y califica sus textos de «poemas algunos para ser leídos; textos, la mayoría, para ser escuchados». El anterior libro de Antonio García Villarán, Sois estúpidos —que inauguró la colección de poesía ilustrada de Cangrejo Pistolero Ediciones—, se subtitulaba poesía escénica: contenía versos para leer, desde luego, pero también versos para representar ante un público. La labor de Antonio en cuanto a la difusión de la poesía escénica, de la perfopoesía y, en definitiva, de las manifestaciones del poema más allá del papel, ha resultado crucial para quienes experimentan hoy con las posibilidades de la literatura que no sólo se lee: tanto con su propia obra, que con Nocaut alcanza su tercer título, como con su esfuerzo en la coordinación (junto con Nuria Mezquita) del ciclo semanal de recitales “Las Noches del Cangrejo”, o del Festival Internacional de Perfopoesía de Sevilla.




Pero hablemos de Nocaut. Toda manifestación artística implica un riesgo, o al menos así —como lectora— lo espero; y el posible tropezón de la poesía escénica es el coqueteo con el peligro de acomodarse en el adjetivo, y eludir la intención literaria: el peligro, es decir, de llamarse más escénica que poesía, de ‘funcionar’ bajo los focos, y ‘fallar’ en papel. Porque un poema es —ante todo, escénico o no— poema: debe resistir la lectura en casa, en la intimidad, y debe vencer en el reto del poeta frente al lector, aunque después el autor —también— lo transmita al público de forma poderosa. La poesía de Antonio, Nocaut o no, supera todos los asaltos. Leyéndole he recordado —procuro no olvidarla— una petición de Hemingway a sus compañeros de oficio, y de la que Antonio García Villarán ha tomado buena nota: las palabras deben golpear, noquear, picar igual que un puñetazo.




«Entonces me levanté,/ ajusté mis guantes amarillos/ y seguí escribiendo»: así termina el primer poema de Nocaut, y así avanza Antonio sus intenciones. Porque Nocaut es una larga, e intensa, reflexión sobre la poesía: cómo escribimos, para qué, sobre qué, de qué forma la poesía se integra en nuestras vidas y las zarandea, se transforma en necesaria. «No aprendemos la lección si/no nos torcemos tres veces el tobillo», advierte en su “Declaración de intenciones I”; «(…) ¡Qué se necesita/ para hacer/ buena poesía!// Después/ de un pausado/ silencio,/ escupió:// —¡FLECHAS!», prosigue en “Todo lo que siempre quiso saber sobre el vino y la poesía y nunca se atrevió a preguntar”, un poema consciente de que «ni los niños/ ni los borrachos/ mienten/ nunca». Poética en cuatro tiempos, del simbólico bloque “Ego canalla” a la corrosiva parte titulada “Perro oeste”, Antonio García Villarán se porta con los poemas más extensos como con el enemigo más fiero, y en cuestión de guantes y estrofas nadie le gana, y casi tutea a la poesía popular andaluza —la que se canta— en los poemas más breves: pienso en “Patriotismo” y los sentimientos como trozos «de tela», en píldoras irónicas como “Prometo”, o en los más haikus que seguidillas incluidos en el grupo de poemas “In vino veritas”.




«La poesía no es agua limpia/ rosa fresca, c-o-r-a-z-o-n-e-s,/ la poesía es fritanga/ cargada de escorpiones», escribe Antonio en “¿Y tú me lo preguntas?”, lanzando un golpe definitivo en uno de mis poemas favoritos de Nocaut. Otro de los poemas, “Gancho de izquierda”, funciona —casi— como árbol genealógico, sin matar al padre pero sí noqueándolo: «mi casa se llama piso/ y es humilde/ porque es un bajo», remeda a Antonio Machado en otro de los poemas. Textos —por cierto— que ha fogueado recital tras recital, testando la recepción en quienes escuchaban, consciente de escribir para los demás. Textos que me entusiasmaron y que yo recordaba vivamente, como si ya los hubiera leído, y que —sorpresa— se exhiben por primera vez en Nocaut ante los ojos no el espectador, sino del lector.




Para terminar, un verso de Luis Melgarejo: «palabras como golpes, compañeras». En el caso de Nocaut, de Antonio García Villarán, también las palabras duelen «como golpes», también las palabras acompañan. Con un tono cercano, de ritmo coloquial, pero sobre todo de ritmo insistente, musical y poderosísimo, y a la vez con un tono duro, rotundo, igual que los nudillos de otro enfrentándose a nuestros párpados, Nocaut contiene buenos poemas que se leen —y que también se escuchan— sobre lo que más nos importa: la vida, la poesía. Gong.


lunes, diciembre 21, 2009

22 escarabajos. Antología hispánica del cuento Beatle, Ed. Mario Cuenca Sandoval

Páginas de Espuma, Madrid, 2009. 318 pp. 16 €

Amadeo Cobas

Los Beatles y su música son el cauce por el que discurre este río narrativo, que es plácido en ocasiones y turbulento en otras; así sucede cuando afloran los rápidos del miedo, a la entrada de un bosque donde hay una presencia fantasmagórica. Presencia que saldrá más tarde, vestida con ropajes distintos pero con intenciones igualmente desconcertantes. Los textos, las letras de sus canciones sirven para ser parafraseadas y confeccionar un curioso relato en spanglish, por poner un ejemplo. Y es que hay situaciones tremendas a lo largo y ancho de estas variopintas historias. Otro ejemplo: tiene que ser indignante que te roben tu “hermosa colección de vinilos de los Beatles” unos rateros/raperos que se acompañan de un reggaetón infame. ¡Vil afrenta para los amantes de la buena música!
Hay una destacada imaginación inmersa en muchas de las propuestas aquí contenidas, como podría decirse del momento en que se produce la contraposición bipartidista del maccartneísmo frente al marxismo-lennonismo, en una contienda que va mucho más allá de la porfía política.
Tienen estos pasajes el cálido aroma de la nostalgia, traen habilidades, en mayor o menor medida, practicadas durante la niñez y allá arrumbadas, como el intento de sacar grillos de su escondrijo en el suelo, a fuerza de aplicar el movimiento de una paja introducida en su cueva. Y nos sirven para comprobar una verdad poderosa: que “la vida sin música no es vida”. No me negarán que la música jalona los distintos momentos de la vida de todos nosotros. No en vano, asociamos instantes pasados con una melodía: nos reconfortamos al rememorar una buena noticia al compás de aquellos acordes que ayudaron a hacerla feliz; por el contrario, hay fracasos que suenan fúnebres en nuestra mente, derrotas, abandonos, soledades…
La música de los Beatles es estudiada pormenorizadamente, al igual que el resto de la música rock and roll, para descubrir inmersa en sus letras una invocación satánica… No vaya a ser que en el concierto a celebrar en la sosegada Ayacucho, Rock in the Andes, venga y venza el Anticristo, apoderándose de esta hermosa localidad peruana como inicio para algo imparable… “Néver in de laif”, opone el grupo de honestos ciudadanos que quiere impedirlo a toda costa.
A la par, hay pesquisas sobre los posibles mensajes cifrados encerrados en los álbumes editados por el grupo protagonista, o en sus portadas. ¿Tienen éstas un significado ulterior, premonitorio? Opiniones campean en ambos sentidos. En definitiva, hay vida a lo largo de estas páginas, aunque en determinados lances hay muerte, como ya se ha anunciado. Porque emanan ectoplasmas en la imagen del presunto beatle fallecido y sustituido por otro de forma más o menos inadvertida. El cual (aquél, digo) tiene la suerte de hacérsele presente a un John Lennon con el que habla y debate. Pero es amarga su presencia, no le endulza su vida de fantasma ni el aroma de tarta de compota de manzana. De John precisamente hay hasta una hipotética versión nueva de su asesinato, presentada como algo real… ¿O es un deseo?
Huelga decir con qué música de acompañamiento recomendamos leer este abigarrado libro…

viernes, diciembre 18, 2009

La casa roja, Juan Carlos Mestre

Premio Nacional de Poesía 2009. Calambur, Madrid, 2008. 164 pp. 15 €

Ignacio Sanz

Quien haya
escuchado en alguna ocasión las recitaciones de Juan Carlos Mestre, habrá advertido un ligero estremecimiento recorriendo su espina dorsal. Su voz brota de un manantial profundo, como si saliera al aire empujado por un torrente misterioso que nos trastoca y nos emociona.
Así, no resulta extraño que el cantautor
Amancio Prada, que ha musicado a tantos excelsos poetas de nuestra tradición lírica, le haya convertido en invitado habitual de sus recitales como un contrapunto a las canciones.
Con todas estas idas y venidas por los escenarios, rodeado de músicos, el propio
Mestre ha incorporado a sus lecturas un acordeón quejumbroso, desfallecido por los años, al que llama «la caja triste de hacer música», con el que se ayuda a marcar ritmos a su voz subyugante.
Pero antes que juglar excelso, antes incluso que grabador refinado, Juan Carlos Mestre es un poeta integral. Es más, tal como él mismo dijo en una ocasión refiriéndose a García Lorca, cabría decir que Juan Carlos Mestre es La Poesía. Una poesía atildada, vestida de blanco, con los calcetines purpúreos de los cardenales romanos.
Nacido en Villafranca del Bierzo, en 1957, su obra, marcada por persistentes ráfagas de surrealismo cabalga a lomos de un caballo de ajedrez cuyos saltos arriesgados crean imágenes deslumbrantes. Posee una habilidad especial para casar árboles y lunas, hogazas y barcos de papel. Como si su voz surgiera desde una azotea abrasada por un sol lujurioso y libérrimo. De modo que, el lector, atrapado el las cabriolas relampagueantes de su verbo, no puede sino caer rendido por el fulgor desquiciante de tanta belleza.
Sus amigos
Rafael Pérez Estrada o Vicente Núñez, además de los clásicos se señalan el camino. Rimbaud, Gamoneda, Claudio Rodríguez, Cortázar, Lezama, Huidobro, Ory, Ullán... son algunas de las muchas referencias que salpican estos poemas. Con todo, la variedad de registros es muy dispar. Este lector, más inclinado hacia la poesía narrativa, prefiere aquellos poemas más breves que podrían leerse como relatos cortos. Son bastantes. En algunos se advierten huellas biográficas y el compromiso radical y explícito con los valores éticos y solidarios que vienen caracterizando su obra: «Yo tenía una libélula en el corazón como otros tienen una patria a la que adulan con la semilla de sus ojos.»
Algunos poemas despiertan la sonrisa cómplice. En ellos se advierte un giro hacía la ironía, como si
Mestre hubiera hecho suya la lección que, como una divisa en la torre, campea en la obra de otro de sus maestros y amigos: Antonio Pereira. Este escritor y paisano suyo, recientemente desaparecido, le admiraba tanto que le decía: «soy tan sólo el Bautista que he venido a anunciarte.»
Definitivamente, J.C. Mestre camina sobre las aguas de la imaginación. Creo que La casa roja es su fruto más maduro y depurado. No se corre ningún riesgo al escribir esta reseña porque el libro ha sido sancionado con el Premio Nacional de Poesía 2009. Es decir, campa por los escaparates confortado por las más altas bendiciones. Los que no puedan oírle de viva voz, leyendo estos versos acaso puedan sentir también más de un latigazo recorriendo su espina dorsal.

jueves, diciembre 17, 2009

En las montañas de Holanda, Cees Nooteboom

Trad. Felip Lorda i Alaiz. Siruela, Madrid, 2009. 160 pp. 16.90 €

Martí Sales

“¿Qué es un cuento de hadas?” Esa sería la primera pregunta, y: “¿Cómo lo cuento yo, Cees Nooteboom, escritor reputado y con voz propia, sin salirme del cuento pero sin dejar de ser yo –mi escritura y yo, más bien?”, su extensión. Las respuestas son este libro, En las montañas de Holanda, cuyo título paradójico ya da una idea de qué nos encontraremos en sus páginas –paradójico, evidentemente, porque en Holanda no hay montañas. Alfonso Tiburón de Mendoza, trasunto del propio Nooteboom, inspector de carreteras, se encierra en un colegio vacío por vacaciones en un rincón perdido de Aragón para escribir una historia –un cuento de hadas, para ser precisos. El cuento pasa en un lugar inventado –estas montañas– donde una pareja de bellísimos actores de circo, Kai y Lucía ven como se precipita su destino y se les escapa de las manos. Una mala malísima, la Reina de Hielo, secuestra a Kai para convertirlo en su concubino pero Lucía, con el sacrificio y la ayuda de Anna la payasa, lo acaba liberando. La historia es sencilla, como en cualquier cuento de hadas, y en este caso, lo que importa son las reflexiones y la imbricación del narrador en la trama de ficción. Nooteboom es un gran escritor y se nota en el dominio del fraseo, en los pequeños golpes de efecto, en la perfecta relación entre digresión y historia; es un gustazo leer las dudas literarias que tiene el narrador a medida que va contando el relato, no son gratuitas, son acertadas y la nuez del libro. Esa yuxtaposición de realidad y ficción que las enriquece a ambas –por un lado, un cuento con sus normas de siempre, y por el otro, plena libertad para avanzar hacia donde se quiera– hace de En las montañas de Holanda, y cito a Alberto Manguel, que en el prólogo lo explica muy bien, «una pequeña obra maestra, un cuento de hadas cuyo protagonista es la lengua, creadora de palabras, diversificadora de sentido, desentrañadora de misterios.»

miércoles, diciembre 16, 2009

Confesiones de una vieja dama indigna, Esther Tusquets

Bruguera, Barcelona, 2009. 380 pp. 19,50 €

Care Santos

¿Por qué leemos memorias de editores? ¿Sólo para conocer de primera mano algunas menudencias de un mundo que interesa a cuatro gatos? ¿Para tener el placer de comprobar una vez más la máxima de Mario Muchnik de que "lo peor no son los autores"¿ ¿Porque en el fondo somos unos obsesivos, unos pobrecitos que ni siquiera cuando leen abandonan el mundo editorial, su hábitat? Sí, lo confieso, soy adicta a las memorias de editores y no alcanzo a saber por qué motivo. ¿Será porque tengo comprobado que un editor no se pone a escribir si no tiene mucha memoria o mucha bilis? O ambas cosas. Y debo reconocer que ambas cosas me interesan como materia prima literaria.
Esther Tusquets dice que no escribe para ajustar cuentas sino para recordar lo que no desea que se olvide. Está de vuelta de todo, amparada en la coraza de "dama indigna" que ya no necesita callar ni quedar bien y que tantas veces esgrime a lo largo del libro. Para aquellos que no estén al tanto: Esta dignísima dama de 73 años fue la propietaria y directora de la editorial Lumen durante 40 años, desde que en los últimos 50 la recibiera de las generosas manos de su padre hasta que mediados los 90 tuvo que venderla a la multinacional Bertlesmann. A lo largo de esos 40 años aprendió, disfrutó, pasó miedo, dio ejemplo y, sobre todo, creó un catálogo que hoy es su mejor bandera porque, volviendo a Mario Muchnik, un editor es, ante todo, su catálogo.
Tusquets desborda pasión hable de lo que hable: de libros, de la estupenda biblioteca de sus padres donde todo comenzó, de su propio oficio de escritora -al que se refiere sobre todo en los últimos capítulos, que narran el modo en que escribió, a salto de mata y mientras a su alrededor reinaba el caos, la primera de sus novelas, El mismo mar de todos los veranos- o de los cuerpos amados a lo largo de toda una vida.
Parte importante son, como en todo libro memorialístico que se precie, los compañeros de viaje. Desde una taciturna y modesta Ana María Moix hasta un generoso Miguel Delibes, pasando por un Cela retratado en su faceta de pesetero y provocador, un Quino muy afecto a las menudencias o una Ana María Matute sumida en un silencio con el que castigaba al mundo y, sobre todo, a su primer marido. Los amantes de la carnaza editorial, no deben perderse el capítulo dedicado a los asuntos con Rosa Regás (ejerciendo ésta como editora, aclaro) o la versión de lo ocurrido con el libro biográfico dedicado a la familia Maragall, del cual Tusquets es coautora.
Tampoco tienen desperdicio las anécdotas que hacen referencia a algunos de los mejores editores que ha dado la industria del libro en nuestro país, comenzando por Carlos Barral -cuyo retrato de hombre caprichoso y generoso a partes iguales termina resultando demoledor-, Joan Seix, Jorge Herralde -casi invisible en estas páginas, obviamente que con toda intención- o Beatriz de Moura (de ahora en adelante inevitablemente "Bebe", por lo menos para los que hemos transitado por estas páginas). Tusquets consigue hacer que envidiemos la efervescencia de aquellos jóvenes editores, su pasión por hacer algo distinto, por enfrentarse al mundo, por cambiar las cosas, por reír a carcajadas mientras fundaban distribuidoras o creaban pioneras colecciones de bolsillo. Realmente, protagonizaron un momento único -el de los años 60 y 70- que sin ellos, sin duda, no habría sido igual. ¿O acaso los lectores que hoy tenemos 40 años o más podemos imaginar una librería sin libros de Tusquets, Anagrama o Lumen? ¿Qué habríamos leído? ¿Con qué autores habríamos crecido?
Por último, en las memorias de Esther Tusquets está la vida. La suya, por descontado. Y sólo parcialmente, sospecho. Sus enamoramientos, sus parejas masculinas -las femeninas supongo que las reserva para mejor ocasión-, sus grandes amistades, la relación con sus hijos... y, por encima de todo, esa visión del mundo inteligente y cínica que ya conocemos sus lectores de sus obras de ficción, pero que aquí se muestra sin aditivos, en toda su crudeza y toda su grandeza.
¿Para qué se leen memorias de editores? Está claro: para conocer mejor nuestro mundo, aquel del que no salimos ni siquiera cuando leemos por placer. Y, por descontado, para contarle a los amigos los chismes recién leídos. Qué placer.

martes, diciembre 15, 2009

Anónimo viajero, Octavio Fernández Zotes

Ediciones Hontanar, León, 2009. 102 pp.

Miguel Baquero

Anónimo viajero, el último libro de poesías de Octavio Fernández Zotes (Cabañeros, 1935) es, en gran medida, y como indica el título, la crónica de un viaje interior, el relato metafórico de un periplo que se inició con la pregunta: ¿Hay vida en la poesía? Como el anónimo viajero que tantas veces puede haberse planteado esta pregunta, Fernández Zotes, una vez terminada su carrera profesional, decidió internarse en esa vertiginosa pasión ante cuyas puertas tantas veces y durante tantos años había retrocedido. Situado ante ese umbral, Fernández Zotes confiesa sobre el papel sus temores y, con los primeros pasos, la maravilla que le aturde al sentir que algo, difusamente, se concreta.
«Parece inválido, / pero un enigma, / en trance de poema, / emerge, y muestra su impaciencia / por desbrozar la prosa, / por horadar salida a la muralla».
A la búsqueda de ese “algo” que parece esconderse siempre en la siguiente página, hay en todo este libro, Anónimo viajero, un sentido de vagar hacia delante, de caminar con la mirada despierta, “en trance de poema”, en el afán primero de capturar el poema que parece aletear delante de él y verterlo sobre el folio diseccionado. Pronto, sin embargo, entiende el poeta que la poesía, quizás, dejé de serlo en el momento que se consigue dominar: «Dentro del alma se consumen / las últimas palabras, las imágenes / brillantes como brasas, / retóricas metáforas que arden / y sólo dejan un silente polvo gris / de tedio y calma». Pronto entiende que para continuar “ese viaje en espiral” que ha emprendido hacia un centro que siente palpitante, es necesario despojarse de las expresiones brillantes, de los versos asombrosos, de todo el aparato externo de la poesía. Y es partir de entonces cuando el poeta, despojado de todo, anónimo, comienza el auténtico viaje.
Un viaje entre objetos que parecen sin sentido, “mariposas heridas por la espera”, sin el recurso a disculpar, edulcorar, disfrazar los hechos ocurridos para que no resulten crueles, para que el pasado no dañe “cruelmente, como una segur que hiere a ciegas”. Un ambiente que, lejos de hermoso, visto con ojos claros y sinceros parece un largo y desagradable desfiladero que se va cerrando en torno del poeta, a quien sólo mantiene en el camino en esos momentos «la ávida impaciencia / hacia el misterio que se oculta en la neblina / del otoño eterno de Vallejo», un final que no ve pero que adivina que se estremece ante el rumor “del hombre que se acerca”, aunque sólo sea para descubrir que «hablando como Rilke, / hay ángeles tan bellos que te matan / con el abrazo».
Este es otro de los rasgos del Anónimo Viajero según avanza en su indagación: el reconocimiento y la admiración hacia los que le precedieron en el camino por entre escarpadas paredes, más allá de donde terminan los cantos de las sirenas. «A veces veo brillos / de auroras boreales / que se acercan deprisa / y marcan un camino, / más luego se oscurecen / y el camino se borra». En determinado momento, se detiene para expresar su impotencia por no saber, seguramente, mirar en torno con esa claridad y esa sensibilidad con que miraron otros, con no saber «desentrañar, en el alfoz del tiempo, / el santo y seña que permita / respirar el viento fácilmente, sin asfixia”. Detenido en el “intermezzo” de su camino, se pregunta el poeta “¿de qué horizonte llegan las melodías de Mahler? (…), ¿Por qué remonta el vuelo / a cielos infinitos el pincel de Chagall?»
El viaje prosigue, el camino se estrecha, todo ese largo y cansado periplo parece conducir al fin no a otro lugar sino al punto de partida, al interior de uno mismo: «Busco sentimientos comunes / en el ancestral legado de los verbos. / Y sólo encuentro / fingidos versos hiperbólicos que dejan / sensación de hambre y de hastío».
«Murió la poesía. / Tan sólo queda la belleza que nace del desgarro, / del grito insufrible de la sangre; / de la carne rota por el filo invisible / de la navaja cortante de la vida».
Pero al fin, y pese a todo, aun queda una última esperanza. Aún debe quedar una última esperanza. Una esperanza para la que Fernández Zotes recurre a las palabras de Luther King: «Si supiera que el mundo acaba mañana, yo, hoy todavía, plantaría un árbol”. Es la esperanza de la ilusión, del asombro diario, “hasta dejar colmado el espacio comprendido / entre una nada que forma ya parte del pasado / y otra nada que ha de venir y aún no ha venido».
Y aunque pueda parecer, por todo ello, que ha sucedido un viaje frustrado, Anónimo viajero es, por su sinceridad, por su honestidad y por la profundidad que busca, un magnífico libro de poesía.

lunes, diciembre 14, 2009

Grendel, John Gardner

Trad. y Prol. Jon Bilbao. Meettok, Donostia / San Sebastián, 2009. 212 pp. 17 €

Nere Basabe

Cuando John Gardner, profesor de literatura medieval y de escritura creativa en la Universidad norteamericana de Chico de, entre otros alumnos, un joven Raymond Carver que soñaba con convertirse en escritor, fue interpelado por un estudiante acerca de la supuesta vigencia del clásico Beowulf, Gardner apeló a la figura del monstruo de la leyenda, Grendel, y su racionalidad corrupta que comparó con el existencialismo de Jean Paul Sartre; en ese momento, tal y como confesó más tarde, Gardner tuvo la idea de que tras esa cuestión se escondía una novela. (En otra entrevista, no obstante, declararía en términos más prosaicos que Grendel no era más que una historia de Disney despojada de todo sentimentalismo). Grendel tuvo que esperar pese a todo unos cuantos años en una caja de cartón, junto a otros numerosos manuscritos, hasta que su autor se animó a mostrárselos a un renombrado editor de Harper and Row. La novela fue finalmente publicada en 1971 y conoció un éxito inmediato, convirtiéndose en un clásico contemporáneo que hoy nos llega a las manos en la traducción (y excelente y muy instructivo prólogo) de Jon Bilbao.
En tanto que recreación del poema épico Beowulf, texto fundacional de la literatura anglosajona, Grendel presenta ya de por sí un interés que despierta la curiosidad de todo aficionado; la reivindicación de su actualidad queda con sobra demostrada en esta novela eminentemente posmoderna, que reúne en sí todas las características para ser considerada como tal: la interpelación e intertextualidad con un clásico, constantes consideraciones metalingüísticas y sobre la creación artística, técnicas narrativas desmontadas, las reflexiones sobre la verdad y la relatividad, el orden del mundo y del discurso cuestionados tanto como la Historia o la religión, la novela psicológica o sobre todo la inversión de perspectiva y el hecho de dar la palabra al “otro”, aquél que carecía de voz en el relato original: el monstruo.
En otro nivel de lectura, Grendel es también una novela de aventuras, la historia de los caballeros del rey Hrothgar en guerra contra un monstruo, llena de pasajes sangrientos, supuestos héroes y dragones nihilistas. Pero sobre todo constituye una reflexión filosófica, intensamente existencialista, tras la excusa de una bestia cruel y asesina (“monstruo inútil y ridículo”, tal y como se define a sí mismo), arrojada a un mundo que no comprende, y que no parece tener más sentido que el que el discurso (maraña de palabras que crea el universo parpadeo a parpadeo) pueda otorgarle: «Las estrellas (…) tientan mi sentido común hacia significados inexistentes». Ignorado por un cielo impertérrito, desnudo bajo la fría mecánica de las estrellas, el cielo parece expandirse «desarrollándose como una injusticia irreversible», y ante tanta vacuidad de unas esperanzas que saben que no hay nada que esperar («¡No puedo creer que un dolor tan horroroso no conduzca a nada!») y frente a la realidad “como una forma de angustia”, Grendel se instala en el tedio (“el peor de los sufrimientos”) y la subversión ética total, en el odio a los árboles que brotan, a esos pájaros escandalosos (cabrones como en la albada de Gil de Biedma), y a los hombres y sus construcciones ilusorias: su religión, su Historia, pero especialmente contra esa poesía con la que intentan disimular que son tan sangrientos como él mismo. Grendel sabe que la lírica del arpista ciego, el bardo al que elocuentemente llaman el Creador es mentira, pero a pesar de todo es capaz de arrancarle las lágrimas:

«El arpista había hecho que incluso a mí todo me pareciera bello y verdadero”; “Aquel hombre había cambiado el mundo, había arrancado el pasado de raíz y lo había cambiado por otro diferente, y ellos, aun sabiendo la verdad, ahora lo recordaban todo de esta nueva forma, y yo también”; “Él crea el mundo, como su nombre indica. Estudia la irracionalidad que lo rodea y transforma la escoria en oro”; “El Creador les proporciona una ilusión de realidad; junta los hechos con un pegajoso espejismo de interconexión. Simples juegos de ingenio”; “frases que se enroscaban, magníficas, doradas, y todas ellas, de forma increíble, falsas”; “La poesía es basura, simples nubes de palabras, un consuelo para los desesperados».
El monstruo Grendel se lamenta sobre todo de no tener con quién hablar, y se afana en comprender lo que no tiene sentido, mientras su madre (“hinchada, sufriente y desconcertada bruja”) le suplica “¡No preguntes!”, y un dragón que no cree más que en su oro le muestra que el universo es tan sólo un accidente sin sentido en el remolino del tiempo, sin causa ni efecto, donde reina el caos y la violencia. La narración se va deshilvanando y desestructurando de forma paralela a estas desesperanzadas conclusiones, y es que la ficción novelada no es finalmente más que una excusa para el ensayo filosófico, que no tiene empacho en cuajarse de referencias anacrónicas, mezclando teoría política (el Estado como monopolio legítimo de la violencia, etc.) con metafísica existencialista:
«La mente ordena el mundo por categorías mientras el acallado impulso de la sangre aguarda su venganza. Toda forma de orden es sólo teórica, irreal; una barrera inofensiva, juiciosa y bienintencionada que los hombres interponen entre las dos grandes realidades: el yo y el universo, sendos fosos de víboras”; “El sentido es la inmanencia de lo infinito en lo finito; lo finito sólo es expresión. No hay ni comienzo ni final, sólo un pequeño remolino en la corriente del tiempo».
El autoconocimiento se presenta así como la única compensación, si bien se alcanza necesariamente a través del sufrimiento. Grendel, como otros monstruos clásicos de la modernidad (Frankestein, por ejemplo, otro clásico de la literatura inglesa con el que guarda una deuda destacable), no nos ofrece finalmente el conocimiento del otro, sino una inmersión en la propia condición humana, de la que se apunta —evocando una vez más la fórmula hobbesiana— que ningún lobo es tan despiadado con los demás lobos como los hombres entre sí, y por eso no dejan de causar espanto a la misma bestia que los atemoriza: «Tú les permites mejorar, mi niño. ¿No te das cuenta? ¡Los estimulas! Les haces pensar, trazar planes. Los conduces a la poesía, a la ciencia, a la religión, a todo lo que los convierte en lo que son. Tú eres, por expresarlo de algún modo, la bestia con la que se comparan para definirse a sí mismos (…). Tú eres parte de la humanidad, o de la condición humana», es la clave de su existencia que le ofrece el omnisciente dragón.
En la novela posmoderna, en contraste con el poema épico medieval, no hay héroes, los únicos para los que el relato del mundo puede albergar algún sentido. Grendel no se erige por tanto ni en nuevo héroe (aunque el lector empatice y desee su triunfo en la guerra contra los hombres) ni en un antihéroe, y representa tan sólo al monstruo que habita en cada uno de nosotros, ése que ha comprendido con angustia que de la nada sólo surge la nada, y se revuelve; su muerte por tanto no será ya la épica de la leyenda, sino la del azaroso resbalón, que no por ello deja de constituir un destino trágico: «—Fue un accidente. —Ciego, irracional, mecánico. La mera lógica del azar. —El pobre Grendel ha tenido un accidente. A todos os puede pasar».

viernes, diciembre 11, 2009

Los años, Virginia Woolf

Trad. Andrés Bosch. Lumen, Madrid, 2009. 491 pp. 22.90 €

Pilar Adón

Existen tantas maneras de enfrentarse en un texto al hastío, a la decadencia, al dolor y a la recurrente rebelión contra ese dolor como escritores han sido y serán. Habrá quien opte por describir el decaimiento y la pérdida de la esperanza de una manera abierta, sin grandes florituras, porque no le parecerá al autor que sean necesarias las florituras o el adorno para representar la angustia de sus personajes y, quién sabe, tal vez de forma velada también la suya, y habrá quien decida que nada mejor que los hermosos circunloquios para que el lector aprecie que, más allá de tanta retórica, de tanta divagación, no hay más que vacío y tristeza en el ánimo de sus protagonistas.
Esta segunda opción es por la que parece optar Virginia Woolf (1882-1941) en sus escritos de ficción y, de manera muy especial, en Los años (1937). Por ese motivo, tras haber leído y releído párrafos y páginas de una belleza verbal casi enajenante, tras haber paseado por unas calles de Londres invadidas por el viento del otoño, tras haber asistido al inicio de la temporada social, con sus prisas y sus pretensiones, tras estar en cada fiesta y contemplar los colores de cada vestido, y tras volver a sentir en la cara el sol de la primavera inglesa, el lector termina con la media sonrisa gentil que le produce la impresión de haber devorado un precioso manual de buenas maneras (cómo servir el té, cómo sentarse a la mesa para cenar, cómo sonreír con discreción, cómo devolver el saludo), y, a la vez, con la media sonrisa mordaz de haber dejado atrás a un montón de personajes hundidos en sus miserias y en el desengaño que produce la contemplación del paso del tiempo, que tanto promete y que, finalmente, nada nuevo aporta.
Precisamente, ese paso del tiempo va a ser el personaje principal de Los años, última novela que Virginia Woolf publicara en vida y que resultó ser su obra más popular aunque, también, la que menos elogios obtuviera por parte de la crítica, tal vez debido a una factura más clásica y menos experimental que la de obras anteriores. Partiendo de 1880 y hasta llegar a “nuestros días” (primeros años de la década de 1930), rastreamos la historia de tres generaciones de la familia Pargiter, formada por un grupo de individuos perfectamente burgueses y perfectamente educados que se encuentran y desencuentran a lo largo de esos cincuenta años por un Londres omnipresente. De su mano asistimos a las transformaciones que va sufriendo la ciudad, a los cambios en las costumbres, a las expectativas por lo que podría deparar el cambio de siglo y a ciertos episodios que sacudieron las vidas y las conciencias de los ingleses: la muerte de Parnell en 1891; la muerte del rey Eduardo VII en 1910; las manifestaciones de las sufragistas en 1911, el inicio de la guerra… Todo ello envuelto de una exquisita y deliciosa minuciosidad en las descripciones, de un regodeo en el empleo del lenguaje, que hace de la lectura una experiencia hipnótica y poco centrada en el devenir histórico. Así, las páginas se suceden en una especie de hechizo y al final lo que menos importa es si Parnell ha muerto o si esa circunstancia va a implicar modificación alguna en la vida de los personajes, porque sabemos que la narración seguirá siendo tan exquisita y pausada como hasta el momento.
¿Quiere esto decir que todo es forma y nada es fondo? No. Lo que quiere decir es que la forma es tan magnífica que el lector puede entregarse a ella como quien se entrega a la contemplación de la Ofelia de Millais, sabiendo que detrás de toda esa atención por los detalles y de esa belleza hay una gran complejidad y una enorme tragedia. Habrá, por tanto, diferentes niveles de lectura, y cada lector podrá dedicar más atención al que mejor le parezca.
Siguiendo con el tiempo, pero en esta ocasión con el meteorológico, las pequeñeces y las fatigas de los miembros de la familia Pargiter aparecen precedidas en cada capítulo (que viene, a su vez, marcado por un año) de una exhaustiva descripción del clima. Por poner unos pocos ejemplos, los primeros capítulos de la novela empiezan como sigue: 1880: “Era una primavera vacilante”; 1891: “El viento del otoño soplaba sobre Inglaterra”; 1907: “Era mediados de verano y las noches eran calurosas”; 1908: “Corría el mes de marzo y soplaba viento”; 1910: “En el campo era un día bastante normal”; 1911: “Salía el sol”. Se nos ofrece así un pormenorizado análisis atmosférico y, tras él, un rápido paso hacia las meditaciones de los personajes, que bucean en sus ensoñaciones de una manera bastante aleatoria al saber que, de no haberlas cazado al vuelo, podrían haberles pasado completamente desapercibidas, sustituidas por otras en el inagotable flujo habitual de reflexión y memoria. No obstante, dada la tendencia de la familia Pargiter hacia la introspección, resulta bastante sencillo que sus opiniones y juicios queden atrapados en la mente de cada personaje, y que a partir de ahí fructifiquen y se expandan. Los protagonistas de Virginia Woolf se aferran a sus pensamientos y los contemplan como si sólo así pudieran sentir que aprovechan la vida. Como si de ese modo lograran reconocer la esencia de lo que les rodea y, a la vez, reconocerse a sí mismos.
Las conversaciones que se celebran en medio de todo este ensimismamiento son casi siempre de una frialdad desgarrada, reflejo del descreimiento y de la apatía que caracteriza la manera de ser y de comportarse de ciertos miembros de los Pargiter. Otras veces, en cambio, aparecen bajo un signo más comprensivo y frágil:
«- El alma, el ser íntegramente considerado… –comenzó a explicar Nicholas. Ahuecó las palmas de las manos, como si entre las dos quisiera encerrar una esfera–. Desea su expansión, desea la aventura, desea formar… nuevas combinaciones, ¿verdad?
- Sí, sí –dijo Eleanor como si quisiera confirmarle que sus palabras eran correctas.
- En tanto que ahora –Nicholas se enderezó; juntó los pies; parecía una vieja señora atemorizada por un ratón– vivimos así, tensos, atados en un nudo pequeño y prieto, ¿verdad?
- En un nudo, un nudo, sí, es verdad. –Asintió con la cabeza.
El miedo y sus mil formas. En esta ocasión, bajo el aspecto de un nudo que ata y aprieta.»
Habrá quien piense que sobre Virginia Woolf ya está todo escrito y publicado, y que no queda mucho por descubrir en sus obras. Yo, por mi parte, discrepo, y creo que hay que felicitar una vez más a Lumen por su Biblioteca de autores y, en concreto, por ésta dedicada a Virginia Woolf. Siempre es satisfactorio leer y releer sus obras. Ese dominio del lenguaje y de la técnica, ese amor por la literatura que se percibe en cada página, son impagables.

jueves, diciembre 10, 2009

El violinista de Mauthausen, Andrés Pérez Domínguez

XLI Premio Ateneo de Sevilla de Novela. Algaida, Sevilla, 2009. 480 pp. 20 €

Gregorio León

Uno de los más maravillosos misterios de la naturaleza es como, una simple e insignificante semilla es capaz de transformarse en un recio árbol, frondoso. Ha contado Andrés Pérez Domínguez que el germen de El violinista de Mauthausen fue una imagen que captó en el metro de Viena. Una pareja bailaba un vals, sin música. A partir de esa minúscula semilla el escritor sevillano ha construido una historia que emociona desde la primera página. No es una novela con ritmo trepidante, de esas que te dejan sin aliento, al borde de la asfixia, como si acabaras de correr una marathon y cuando llegas a la meta te sientes estúpido (aparte de muy cansado). Claro que ocurren cosas, hay acción, pero todo pasa dentro de los corazones de los personajes, impecablemente trazados. Sé que muchos lectores se quedarán con Rubén Castro y sus padecimientos en Mauthausen por culpa de las penalidades que impone el campo de concentración, y sobre todo, por la ausencia de Anna Cavour, con la que inició un romance abortado por culpa de la guerra. Otros preferirán a Franz Müller, ingeniero alemán que hace todo lo posible por alejarse de las doctrinas del nacionalsocialismo, violín en mano, y que acabará enamorándose de Anna mientras su prometido se consume en Mauthausen. Pero yo elijo la figura de Robert Bishop, ante de la OSS, que recluta a Anna para la causa aliada. Y es aquí donde Andrés Pérez Domínguez despliega la maestría en el viaje al mundo de los servicios secretos, del juego de la seducción y la mentira. Bishop es un espía americano, de la mejor estirpe, de la que solo podemos encontrar en autores como Graham Greene. Y leyendo El violinista de Mauthausen he sentido el mismo placer que cuando tuve en mis manos El factor humano o Nuestro hombre en La Habana. Andrés se mueve como pez en el agua en ese territorio, como si él, porque todos somos espías, le hubiera arrebatado a los grandes maestros el manual de claves para escribir una buena novela de espías. Pero El violinista de Mauthausen es mucho más. Nunca había sentido tanta angustia dentro de un campo de concentración desde que descubrí a Primo Levi. No hay tremendismos, no hay truculencias. Solo la rutina de la muerte, la lenta e inexorable extinción de las vidas que no merecen ser vividas. Por eso tenemos sed cuando viajamos con Rubén Castro en el convoy que le conducirá al campo, notamos en el pecho el hueco por la falta de Anna, y hasta estamos tentados también de saltar al vacío con un bloque de piedra a la espalda desde lo alto de la escalera de la cantera de Mauthausen.
Hay escenas que nos sobrecogen, incluso en su comicidad que esconde toda la brutalidad en la que se ejercitó el Tercer Reich: un niño celebra en el campo de exterminio su undécimo cumpleaños, y recibe como regalo una pistola, pero no de plástico, sino de verdad: una Luger. Y, automáticamente, como si acabaran de regalarle el derecho de decidir sobre la vida o la muerte, apunta con ella a un camarero preso que ha cometido el delito de resbalar y romper parte de la vajilla. O el momento en el que Rubén se lanza desesperadamente, como otros prisioneros, a beber agua en un charco, como si no fuera más que un perro, un animal despojado de dignidad. Como ese hay varios pasajes que justificarían por si solos la lectura de esta obra.
Contar una historia tan dolorosa, mostrar las dudas, contradicciones y sentimientos cruzados de los personajes, requería un lenguaje efectivo que no la ahogara. Aquí la prosa no estorba, sino que te lleva a caballo, página a página, hasta el final. Una prosa limpia, elegante, justa, que se acomoda como un guante a una estructura aparentemente sencilla. Y digo aparentemente porque no es fácil para un autor mover la cámara y enfocar capítulo a capítulo a cada personaje, para mostrarnos su punto de vista, de tal modo que al final las piezas encajen sin que tengamos la sensación de que durante toda la novela hemos estado completando un puzzle.
Desasosiego, incertidumbre, suspense, angustia. Todo eso está dentro de esta novela. Andrés Pérez Domínguez ha conseguido con su violinista ese objetivo que anhela todo escritor: contar bien una historia. Una historia que se quedará para siempre alojada en nuestros corazones, como esos amores que solo olvidamos cuando morimos.

miércoles, diciembre 09, 2009

Bizancio, Judith Herrin

Trad. Francisco J. Ramos Mena. Debate, Barcelona, 2009. 496 pp. 27,90 €

Julián Díez

Resulta grato el periódico redescubrimiento de Bizancio por parte de nuestras editoriales, pero también un tanto frustrante. Mientras que de otros periodos históricos se publican monografías sobre temas concretos, la práctica totalidad de la bibliografía sobre Bizancio en castellano está compuesta por libros generalistas, que llegan puntualmente cada par de años de la mano de esta o aquella editorial, en cada caso con la sensación de que se pretende cubrir un hueco y descubrir un período histórico maravilloso, pero desconocido.
A diferencia de otros libros por el estilo, esta obra sí puede contribuir a que nuevos lectores curiosos se sumen al grupo de raritos a los que nos interesa singularmente la historia bizantina. Herrin opta por eludir el relato cronológico tradicional, para estructurar su obra en capítulos que tratan cada una de las singularidades o momentos cumbres del imperio: desde el fuego griego hasta la iconoclastia, pasando por figuras singulares como la emperatriz cortesana Teodora, la culta Ana Comnena o el belicoso Basilio II, o por momentos puntuales de interés como la construcción de Santa Sofía, la Cuarta Cruzada o la caída final de Constantinopla en poder del turco.
Lo más valioso de la labor de la autora es cómo es capaz, a partir de esos artículos puntuales que pueden leerse de manera suelta, de construir el retrato completo de la sociedad bizantina y su importancia histórica. En realidad, se trata de un procedimiento muy bizantino: es un mosaico en el que las teselas forman la imagen completa.
A cambio, hay ciertos problemas de reiteración, fruto de ese entramado. Y, como suele ser habitual en la historiografía bizantina, un pequeño exceso de entusiasmo: el hecho de que se trate de un estado de importancia capital para entender la construcción europea, y que sin embargo se le racanee ese protagonismo, suele conducir a ello.
El volumen tiene con todo un incuestionable valor introductorio, añade alguna historia poco conocida o fruto del trabajo de investigación más reciente, y está repleto de los valores que generalmente atraen a los bizantinófilos: numerosas dosis de grandeza, otras tantas de violencia sin sentido; fascinación por la continuidad del legado romano, y también por la conversión de las carreras del hipódromo o las estatuas de la virgen en cuestiones de estado. En suma, refleja unos de los periodos de la historia más bizarros y novelescos, pero también de los más influyentes, en un cúmulo de contradicciones que Herrin maneja con acierto.

martes, diciembre 08, 2009

Las vacas de Stalin, Sofi Oksanen

Trad. Úrsula Ojanen y Rafael García Anguita. 451 editores, Madrid, 2008. 474 pp. 21,50 €

Guillermo Ruiz Villagordo

La joven de aspecto gótico que nos mira desde la contracubierta de esta novela es una autora de éxito en su país, como una somera navegación por internet puede desvelar. Importa hacer notar esto para que no se la prejuzgue al mezclar este dato con el hecho de que uno de los temas principales de esta novela sea la bulimia. Y lo digo porque un tema tan poco (o nada) tratado por la literatura se toca con una total seriedad (no de la forma lacrimógena que acostumbran en tantas y tantas películas para televisión), lo que implica meterse en la mente del enfermo, entender sus ‘razones’ y no eludir los momentos escabrosos de su obsesión, pero ante todo por la significación que este trastorno adquiere en el contexto de la historia que nos cuenta este libro.
Las vacas de Stalin nos hace partícipes del mundo interior de tres mujeres de generaciones distintas, inmersas en un vaivén político y cultural que viven a distintos niveles: Anna, finlandesa de pleno derecho y bulímica plenamente consciente; su madre, Katariina, inmigrante estonia en Finlandia tras una huida en busca de mejores oportunidades que no salió según lo esperado; y su abuela, Sofia, testigo vivo y cuasi mudo de la reciente historia de Estonia. Anna quiere un destino mejor que el de su madre, que huyendo del infierno soviético cayó en otro de distinto signo al casarse con un alcohólico que las abandonó, además de tener que soportar el racismo que los estonios, y especialmente las estonias, sufren por parte de los finlandeses. Mientras, al otro lado de la frontera, Sofía, sin una voz tan individualizada como la de su hija y su nieta, ha vivido en carne propia la opresión de la Estonia sojuzgada por el comunismo ruso, que la convirtió en tierra de racionamientos y restricción de movimientos físicos y espirituales, y ve desde lejos ese supuesto paraíso finlandés en el que viven sus familiares.
Todo ello nos lo cuenta Oksanen en diversos saltos temporales, bien mediante la voz de Anna, bien por lo que nos revela un narrador omnisciente, en los que hace gala de una escritura directa, desnuda y dura que resalta su lacerante crítica social, convenientemente diseñada para no ser tan evidente como para asistir a una soflama, y que realiza en las varias capas ya mencionadas. Por si esto no fuera suficiente y dejando aparte la atención dedicada a la creación de ambientes angustiosos y claustrofóbicos, hay un detalle (y con esto volvemos a la afirmación del final del primer párrafo de esta crítica) donde muestra su mayor fuerza y empeño: cómo bascula inteligentemente (es decir, sin moralina, sin esconder los aspectos desagradables pero a la vez sin una transparencia forzada) entre el hambre impuesta por el sistema dictatorial estalinista y el paradójico desorden alimenticio que propicia una sociedad libre como la actual. En suma, una novela viva, tanto respecto al pasado como al presente, lo que al menos en mi modesta opinión no es decir poco.

lunes, diciembre 07, 2009

Diario de un gato nocturno, Javier Gato

Cangrejo Pistolero Ediciones, Sevilla, 2009. 96 pp. 12€

Nacho Montoto

¿ Y qué son las estrellas? Ojos de gato en la oscuridad. Algo así pensé tras leer este implacable poemario. Y no porque me iluminaran en la madrugada, no. “Entre jadeos, azotes y desgarros” fluye la poesía de Javier Gato. A las puertas del “neoposmodernismo”, Javier, sorprende a propios y extraños con una inmejorable carta de presentación en el panorama poético nacional: Diario de un gato nocturno. Otra obra de arte que la editorial sevillana Cangrejo pistolero ediciones nos regala a los lectores de poesía. El mundo es una gran discoteca en el que la diosa Mae alumbra a los seres de la noche. Javier Gato: un torrente que arrasa con todo lo que se le ponga por delante. Domador del escenario, equilibrista del verso y funambulista de la noche, ha dado el salto definitivo y sin gastar ninguna de sus siete vidas. Intacto su imaginario. Asoma un escritor de gustos neobarrocos que en sus garras tiene grabados, a sangre, la noche y un laberinto de sexo, drogas, alcohol y vida. Porque «un insignificante copo de nieve se empapó una noche de sangre», y no nos dejó fríos, no. Como bien dice Elena Medel en el epílogo de este libro, hay en Javier Gato un guiño que nos apunta a Pablo García Baena, quizá un descaro que nos esboza John Giorno, un poso de poeta que hacen de Javier Gato un dominador de la performance, un estilista del verso y, acaso, un mentor de criaturas en la madrugada. Metáforas que nos golpean sin ningún tipo de pudor, que nos hieren pero terminan por generar un halo de ternura en sus desgarradores gritos al desamor. A medida que avanzamos por esta procesión de palabras e imágenes, comprobamos que, en Javier Gato, están implícitos los ojos de la noche que devora almas a golpe de música, sudor y psicodelia. La mirada felina y observadora que no es ajena a la realidad. Una estética manierista que va salpicando a Kavafis, Panero y demás príncipes de la noche. No, no es decadencia lo que rodea a este poemario, es el mundo en su visión más certera y humana. Un latido que «nos penetra a la manera de los animales/ desde atrás/ como las bestias que somos». Una riada de hombres y mujeres que, en su día a día, son funcionarios, abogados, albañiles y amas de casa, pero que, al llegar la noche, se quitan el disfraz de ciudadanos para pasar a ser ellos mismos: criaturas de la madrugada que saben que el sexo lo cura todo. Diario de un gato nocturno, un poemario que marcará un antes y un después en la incipiente carrera literaria de este joven poeta sevillano, y que demuestra que la poesía joven camina con paso firme y seguro. «Quien tenga bigotes, que oiga y así cace». Que nadie lo dude, habrá más tejados sobre los que saltar de la mano de este joven poeta. Cuestión de tiempo.

viernes, diciembre 04, 2009

Mi Pushkin, Marina Tsvietáieva

Acantilado, Barcelona, 2009. 95 pp. 10 €

Sofía Castañón

No nos engañemos, quizás con las primeras páginas pienses “y esto qué”. Al fin y al cabo la experiencia de un lector, sea cual sea, podría ser también tu historia. Las reflexiones de quien ha leído el qué y en qué edad pueden pertenecer también a una noche de licores, con ambiente propicio para divagar un poco: una de esas veladas en las que todo el mundo es más listo y más guapo de lo que se revelará a la mañana siguiente, clavo en la cabeza mediante. Eso, que y qué que Marina Tsvietáieva leyera de niña a Pushkin, dirás. Anda que no habrás leído tú también a Pushkin
La virtud de este librito, tremendamente híbrido, juguetón como quien vuelve a ser la niña pequeña que aprendió a leer con Pushkin, está en el más allá de la lectura. De tanto traspasar los géneros Mi Pushkin no se puede considerar en absoluto un estudio, ni tan siquiera uno muy personal, sobre el poeta ruso. Tampoco es el recorte de una autobiografía, (las memorias de la infancia siempre se apoderan de la historia de cada vida, como si en la literatura también se tendiera al alzheimer), ni un ensayo de esos que se adornan el pelo con prosa poética como si fueran pequeñas flores frutales.
El librito que teje desde la madurez Tsvietáieva es un ejercicio de creación mutante, que torna el tono casi en cada párrafo. Narra escenas de niñez, describe a una Marina revoltosa, muy lista, que recuerda también a aquella Sor Juan Inés de la Cruz, lista y replicante. Habla de las calles de entonces, de cómo las distancias se medían desde Pushkin, o hasta Pushkin (la parte por el todo, la estatua de Pushkin también es Pushkin). Y desde esta perspectiva infantil y lúcida, caótica como la mente dispersa de una chiquilla hiperactiva, la autora elabora un relato con mucho de iniciático, pero al lector no se le escapa que hay algo más.
Porque se trata también del descubrimiento no sólo de un autor si no de la materia poética, de la palabra. La autora, desde el paso de los años, vuelve a abrir mucho los ojos, alucinada casi por aquello que es nuevo y brilla, que seduce profundamente. Desde la primera seducción hasta el análisis posterior, Mi Pushkin habla no tanto de literatura en sí como de la vida en la literatura. Y comulga con la extendida idea que justifica la existencia de un modo redondo, narrativo. Todo, como sucedía en Ciudadano Kane, remite a la infancia. Allí nace y se cierra un ciclo. El de la mujer poeta. El de la niña lectora. El de la vida y una reconocida acción de gracias a un proceso, por lo demás, intangible.

jueves, diciembre 03, 2009

Cuentos de amigas, Ed. y prol. de Laura Freixas

Anagrama, Barcelona, 2009. 272 pp. 18 €

Carmen Fernández Etreros

A veces llega a nuestras manos un libro que no esperamos. Un libro que al abrirlo uno piensa que va a ofrecer una serie de cuentos sobre la amistad entre mujeres, pero que al comenzar a leerlos se va dando cuenta de que se trata de todo un hallazgo, un descubrimiento. Cuentos de mujeres es un libro en el que se dibuja mediante pinceladas-cuentos un mapa en el tiempo de las relaciones entre mujeres desde mediados del siglo pasado en España hasta nuestros días.
En el prólogo Laura Freixas nos cuenta para explicar lo que le animó a comenzar esta recopilación esa relación personal de iluminación entre lo vivido y lo leído: «...lo leído sirve mejor para entender lo vivido y esto a su vez traduce lo leído a términos personales; uno y otro se iluminan mutuamente, se matizan, se comparan, se contradicen a veces». (pp.12)
La autora se dio cuenta de que no encontraba esos cuentos sobre la amistad entre mujeres, así como si había leído otros sobre la maternidad o el amor. En Cuentos de amigas, al igual que en Madres e hijas (Anagrama, 1996), Laura Freixas incluye relatos ya publicados por algunas de las principales escritoras españolas en lengua castellana: Rosa Chacel, Carmen Martín Gaite, Josefina R. Aldecoa, Cristina Peri Rossi, Cristina Fernández Cubas, Soledad Puértolas, Nuria Amat, Lucía Etxebarria y Espido Freire. También otros cuentos que han sido escritos expresamente para este libro como los de Esther Tusquets, Paloma Díaz-Mas, Clara Sánchez, Juana Salabert, Flavia Company y Luisa Castro. Escritoras que han logrado en este último siglo enriquecer nuestra literatura de historias sobre personajes femeninos poliédricos y diferentes —también masculinos por supuesto—.
«Es difícil escribir sobre los vivos, porque son gente que está siempre cambiando», anuncia Flavia Company en el cuento La carta perdida de Andrea Mayo. La amistad femenina ha ido cambiando a lo largo del tiempo como podemos entrever leyendo estos cuentos, escritos con destreza y sensibilidad. Ha ido cargándose de matices y diferencias pero sigue siendo para muchas mujeres un pilar en sus vidas como el amor, el trabajo o la maternidad.
Los cuentos de este libro no sólo nos acercan a historias sobre amistades tradicionales forjadas desde la infancia o la adolescencia y mantenidas o no en el tiempo, sino también a aquellas amistades difíciles que se basan en la confidencia de secretos insospechados como infidelidades del marido, enfermedades y maltratos ocultos. También historias de amantes que se olvidan de matrimonios aburridos ocultas en habitaciones de hoteles de Nueva York o que descubren la intensidad de su amor cuando ya es demasiado tarde. No sólo en los cuentos aparece el cariño y las confidencias entre las amigas, sino también la rivalidad entre mujeres, el aburrimiento y la soledad, las traiciones a la amistad por el amor o el deseo hacia un hombre, las envidias, y los celos y rivalidades...
Un libro poblado de personajes femeninos dibujados a plumilla con calma y trazo: desde Cecilia la niña de la portera del cuento de Carmen Martín Gaite que ve por la ventana como se van llevando los muebles de su amiga del alma los señores de la mudanza a Milena la esposa embarazada y presa por los celos a la nueva criada protagonista del cuento de Espido Freire. Por primera vez tenemos en nuestras manos una recopilación de estos cuentos de amigas y esperemos que pronto tengamos más cuentos y más historias que nos ayuden desde su lectura a «iluminarnos desde lo vivido y también de lo leído».