viernes, septiembre 28, 2007

Tu rostro mañana 3: Veneno y sombra y adiós, Javier Marías

Madrid, Alfaguara, 2007. 712 pp. 22,50 €

Juan Marqués

Uno es de los que ha dedicado algunas de las mejores horas de este verano a releer con gusto y cuidado las dos primeras entregas de Tu rostro mañana, sabiendo que este nuevo curso literario comenzaría con su desenlace. Y ahora que se ha hecho público, se puede afirmar que la espera ha merecido la pena, aunque tal vez no con todo el entusiasmo que esperábamos y querríamos. Acaso sea un problema de expectativas: deseábamos que se rematara una obra maestra, y al final todo ha quedado en una novela apasionante y, en más de un sentido, extraordinaria, así que en ningún caso puede haber queja.
Parece demostrado que el mejor Javier Marías es el meditativo, el que reflexiona o aun divaga sobre determinados temas, y mejor cuanto más abstractos (los arranques de las tres entregas, por ejemplo, son dignos de ovación). Parecía que esta última parte iba a contener más páginas “ensayísticas” (concretamente sobre la guerra, el odio, la crueldad, el mal en la Historia) pero en realidad trae tanta o más acción que cualquiera de las precedentes, y ése es un terreno en el que el autor se mueve con menos acierto. Hay sin embargo —y otra vez— sendas conversaciones entre el protagonista y su padre, y entre aquél y su anciano amigo Peter Wheeler, y esas páginas son sin duda las más altas de la novela, donde Marías demuestra su enorme talento de narrador capaz de pensar con enorme profundidad y elegancia, y de emocionar sin ningún atisbo de sensiblería. La bondad inteligente del padre (que tejía los momentos más inolvidables de Baile y sueño) aparece aquí en presente, ya que en esta entrega Deza narra una intensa escapada a Madrid. Y también es presente (y tiene igualmente carácter de despedida definitiva) el encuentro, de vuelta a Inglaterra, con Wheeler, que casi cierra la novela, elevándola para siempre.
Pero para llegar a esas páginas hay que atravesar, no sin recurrir a veces a la paciencia, episodios que parecerían más trepidantes pero que a mí me resultan mucho más aburridos, y además inflados, alargados excesivamente sin razones claras para ello. Tampoco acierta Marías cuando pretende ser gracioso, y sobre todo cuando se desahoga repartiendo pullas (o incluso insultos) a diestro y siniestro (y conste que a menudo comparto sus opiniones, su leve pesimismo, su sensación de extrañeza..., especialmente en lo que respecta a la sociedad española). Toda la humildad, el respeto y el cariño con el que escucha y trata a Wheeler y al anciano Deza, se convierten en indisimulada aversión al enfrentarse a la mayor parte de sus contemporáneos. Si en las anteriores entregas atacaba de frente —aunque sin nombrarlos— al Andrés Trapiello de Las armas y las letras o al Javier Cercas de Soldados de Salamina, ahora arremete, con mayor o menor intensidad (y con mayor o menor razón), contra los raperos («cuantos se dedican a canturrear con gesticulaciones esas monsergas sin gracia ni mérito» —p. 286—), los hombres que llevan sandalias o pantalones cortos o sombrero o coleta..., los católicos, los últimos alcaldes de Madrid, los carteros, Iberia, el ABC y The Sun, ciertas formas de feminismo, o contra los escritores que publican diarios e incluso quienes los leemos (que seríamos «incautos o muy mezquinos y vacuos» —p. 260—). Por el contrario, se le va la mano a la hora de alabar a su amigo Francisco Rico en el cameo que éste protagoniza, donde leemos adjetivos y alabanzas extremas y continuas que (por mucho que Rico las merezca, y aunque puedan ser fruto de bromas privadas) Marías no perdonaría en una obra ajena. Así Rico sería «hombre de gran saber», «bien vestido y calzado», «muy notable», «admirable», «una de nuestras máximas autoridades literarias», «gran lumbrera», «Profesor egregio», «hombre eximio», «prestigioso», «famoso erudito», «era distinguida su mano y su puño de la camisa muy fino», «parecía de esos hombres que no soportan tener la cabeza inactiva», «su saber era inmensurable» y «debía de vivir muy harto de la ignorancia circundante, debía de maldecir sin pausa haber nacido en esta época iletrada por la que sentiría un desprecio enorme». Todo eso en unas pocas páginas (282-297). (Y por cierto que, aunque aquel profesor Del Diestro que aparecía en Todas las almas estaba basado en Rico —según explicó Marías en su maravillosa Negra espalda del tiempo—, no es la misma persona o el mismo personaje, ya que en esta novela Deza no conoce personalmente a Rico, y en aquélla lo veíamos conversar con Del Diestro en una discoteca. No es éste el único guiño a pasadas novelas de Marías. También se recita aquí el “estribillo” o ritornello shakesperiano de Mañana en la batalla piensa en mí —p. 466— (novela a la que también se alude, con complicidad, en la página 154), o hay referencias a Juan Ranz y su mujer Luisa, protagonistas de Corazón tan blanco y de algunos cuentos del autor —p. 369—).
Por otra parte, se diría que la condición de “novela por entregas” de Tu rostro mañana le ha jugado a su autor alguna mala pasada, algún pequeño y no importante error de cálculo. Hay asuntos que no parece que se hayan acabado de desarrollar (el caso de Incompara, el personaje del vecino bailarín...) y otros que directamente ha decidido no acometer (esa prometedora conversación sobre episodios bélicos en Constantinopla y Tánger que Tupra le anunciaba a Deza en los últimos párrafos de Baile y sueño, por ejemplo... ¿O es que podemos encontrar las noticias sobre aquellas guerras en algunos de los libros de la editorial Reino de Redonda, que dirige Marías —como en el excelente La caída de Constantinopla 1453 de Sir Steven Runciman?—...).
Antes de llegar a la ultima línea de la novela (que remite a un inspirado momento del comienzo de Fiebre y lanza —pp. 61-62—: un premio a los lectores con buena memoria, o a quienes releen), se deja abierta la posibilidad de futuras continuaciones, bajo la forma de una mirada amenazante por parte de un personaje que se incorpora a la novela en esta última entrega (aunque en las anteriores el protagonista temía o sospechaba su existencia). Marías lleva años advirtiendo que se va a tomar un buen descanso como narrador, si es que alguna vez vuelve a escribir novelas, pero esa desasosegante imagen (que es casi pictórica o cinematográfica: un hombre con aspecto de mosquetero mirando a alguien con odio mientras tranquiliza a un caballo) deja lugar a una esperanza que esperamos que se cumpla. Javier Marías es uno de esos novelistas a los que uno no querría renunciar nunca, porque sus textos siempre traen emoción, reflexiones lúcidas o sublimes, miradas desengañadas e hipercríticas sobre nuestro mundo. Los pequeños detalles que nos puedan irritar de su a menudo irritado estilo, quedan compensados por su calidad, por su pausado y tan personal ritmo, por las exigencias que impone al lector (aunque sus novelas no sean exactamente de lectura difícil). Leer a Marías siempre enriquece, siempre enseña, siempre ayuda a pensar. Confiemos en que podamos saber cómo será su escritura mañana.

1 comentario:

El detective amaestrado dijo...

Estoy empezando a leerla justo desde hoy. Su arranque, magnífico, como siempre...Creo que actualmente en España no hay prosistas que le puedan hacer mucha sombra a Javier Marías. Su uso preciso del lenguaje, su peculiar estilo, su malhumor escribiendo, incluso, me parece que día a día van a a mejor.Ojalá su amenaza de no volver a la novela sea tan verídica como cuando el torero promete no volver a los ruedos...