lunes, agosto 27, 2007

El incendio cerise, Antonio Agredano

Plurabelle, Córdoba, 2006. 61 pp. 9 €

Guillermo Ruiz Villagordo

En la poesía joven actual es difícil encontrar verdaderos poemas de amor. Abundan, eso sí, versiones y pastiches, juegos con el concepto del deseo, amplios y gratuitos imaginarios pornográficos, algún “querer” o “amar” disperso aquí y allá, cursilería a palas llenas. Tal vez porque, de tan manido, el tema no llama la atención a no ser que se subvierta (la típica estrategia de epatar al burgués, que somos nosotros y el poeta) y es sabido que ése es el principal objetivo de muchos poetas jóvenes: sorprender, y deslumbrar si se puede. Pero, siendo menos extremistas, a lo mejor lo que ocurre es que el tema ya no interesa poéticamente, sino como realidad corpórea, y la vida se defiende bien ella sola sin que tengamos que adornarla en versos sin mesura.
Este primer libro de Antonio Agredano es único por varias razones, la primera de las cuales es ser un magnífico ejemplo de cómo tratar el tema amoroso sin sensiblería o fingida profundidad, sin renunciar por ello a la intensidad. La segunda es que no se trata de una colección de poemas, sino de uno solo dividido artificiosamente en partes cuyo orden parece aleatorio, de manera que podemos leer cualquier página al azar y no necesitar un contexto claro para situarnos: el camino es todos los caminos. La cohesión interna la dan varios aspectos, todos elementos del sentimiento amoroso: las personas que hablan y de las que se habla, un “tú”, un “yo” y un “nosotros” en los que el lector se ve siempre implicado; el paso de pasado a presente, este último contaminado por aquél en el terreno del recuerdo (la hermosa «estoy utilizando la ternura de esos días como un arma»); la mezcla de dudas y afirmaciones, que posibilitan rescatar imágenes anteriores en un desquiciante ir y venir. En cuanto a éstas, se presentan a modo de visiones, impresiones tras un colocón, máximas aparentemente herméticas pero transparentes una vez asimiladas.
No es baladí hacer notar que Agredano, además de poeta, es bajista del exquisito grupo cordobés Deneuve. Los que le conocemos sabemos que valora más lo musical que lo literario, pero en el fondo es consciente de que ambas le son imprescindibles. Aquí la musicalidad estriba tanto en la cadencia del verso libre como en la disposición tipográfica del texto, que parece pretender moldear el espacio en blanco. El aprecio por las dos disciplinas lo comprobamos en sus dos influencias más evidentes: Jim Morrison, con su desprecio de lo visual («habitamos la dictadura del ojo») a favor de otros medios de aprehensión de la realidad, y Louis Aragon, al que rinde homenaje mediante una cita de Habitaciones que se convierte en un fragmento más del libro.
No queda mucho más que decir que no se pueda descubrir en la propia lectura de este gran poema, titulado El incendio cerise en honor a la salvaje y agridulce pasión. Si acaso dejar constancia de su emocionante comienzo:

si tanto nos amamos

por qué los límites cálidos
los golpes en la frontera las alarmas y a lo lejos
los besos

tan lejos que aún confundo tus labios con heridas

y su lúcido final:

se devoran a escondidas

así debe ser y no de otro modo


El resto, como diría Fernando Merlo, «está roto a la perfección».

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