miércoles, abril 18, 2007

Trenes hacia Tokio, Alberto Olmos

Lengua de Trapo (X Premio de Arte Joven de Novela de la Comunidad de Madrid), Madrid, 2007. 190 pp. 16,95€

Miguel Baquero

Trenes hacia Tokio es la tercera novela de Alberto Olmos (Segovia, 1975), después de la muy bien acogida por la crítica A bordo del naufragio, y de Así de loco te puedes volver. En esta ocasión, Olmos nos habla sobre su experiencia en Japón, un país donde estuvo ejerciendo cerca de tres años como profesor de idiomas. Pero muy lejos (afortunadamente) de quedarse en la "anécdota nipona", o de detenerse en aquellas peculiaridades que diferencian al país del Sol Naciente de este otro de las siestas y los bocadillos de rabas, lejos, en fin, de regodearse en el costumbrismo y en la novela fácil, Tokio se transforma para Olmos en una inmensa y superpoblada metáfora de la vida moderna, de la soledad en la que vivimos, cuando todo a nuestro alrededor nos parece extraño y con apenas sentido. «Todo es repetitivo. Todos los días las mismas cosas. No más de cinco o seis». Quizás (no nos hundamos en el tópico) este sentimiento de vacío y desamparo no es propio sólo de nuestros tiempos, y en todas las épocas el hombre se ha sentido así, pero nunca como ahora hemos tenido la certeza de lo que antes sólo se sospechaba: que en todos los lugares ocurre lo mismo, que el absurdo del hombre es universal, y que en Japón también dominan los días monótonos, el amor común y los sueños frustrados.
«Todos los martes, indefectiblemente, nos vemos las caras sobre raíles vacíos, a la espera de que un tren nos lleve en direcciones contrarias y, ya que estamos, contrapuestas».
El gran acierto de Olmos, y que hace de éste Trenes hacia Tokio un libro muy recomendable, es que para novelar la sinsustancia (novelar en el buen sentido del término, es decir, creando un mundo literario, con una atmósfera palpable y unos personajes vivos), Olmos no adopta una pose de suficiencia, una actitud crítica ni sarcástica hacia lo que tiene alrededor, aunque muchas veces se preste a la burla; no se da, en fin, importancia, como harían otros muchos; antes por el contrario, Olmos prefiere compartir el ridículo o colaborar en los comportamientos grotescos de esos extraños seres de ojos rasgados. No adopta, como es la triste costumbre, el papel de "hombre blanco", de catalogador de extrañas costumbres, el papel del tipo seguro y firme en la vida (¡por favor, soy escritor!) que mira a los demás, y más si tienen otros rasgos, por encima del hombro. Tampoco, en el extremo opuesto e igualmente sonrojante, se deshace, se licua ante una cultura diferente, ni se pone estupendo para hablarnos de la confraternización mundial, la igualdad entre las razas y otras cosas muy loables, sí, pero tremendamente cursis que edulcoran la literatura de hoy.
Olmos adopta la postura que creo mejor cuadra para hablarnos de otra manera de vivir: la que se denomina "mirada desnuda", una visión que quiere ser inocente, desprejuiciada, que intenta ver las cosas en su esencia, rica o pobre, pero con la mayor honestidad, aunque para ello muchas veces haya de pasar por estúpido o por alelado. Es difícil discernir cuánto hay en ello, en algunos momentos, de cinismo, de tipo que sabe, y de sobra, a lo que conducen todas las cosas en la vida pero que aun así quiere parecer inocente, intenta de veras hacerse de nuevas. En pocos escritores como Olmos he visto un estilo que, en este sentido, camine más al filo, en que una palabra de más o una expresión de menos pueda tirar por tierra la caracterización de un personaje. Olmos se mueve en todo momento sobre el alambre, pero aun así se muestra seguro, incluso en mitad de algunos capítulos practica una pirueta estilística de resultado sorprendente y que acentúa (a mi entender de manera brillantísima) esa inocencia corrupta, esa desconfianza innata, ese hastío del hombre moderno ya desde la juventud que constituyen la esencia del personaje principal y, por ende, la de esta novela:
«Luego hablamos de películas comerciales americanas. Luego hablamos de Tailandia. Luego hablamos de Vietnam. Luego hablamos de pasaportes caducados y arroz. El padre de Kokoro no dice nada nunca. Seguimos hablando de música, mi país, su país, el país de otras personas...»
Es, en fin, un estilo que quiere parecer inocente, a veces torpe, desmañado, como de alguien a quien le diese pereza escribir. Pero precisamente por tratarse de una apariencia, de un recurso, de un desprenderse de toda floritura tan artificial como cubrirse de retórica, es por lo que este estilo parece el más acertado, quizás el único posible, para una novela como Trenes hacia Tokio, para narrar la estancia en Japón de un muchacho desengañado de antemano, antes incluso de emprender el camino, de un joven a la defensiva desde el primer momento pero al que nada le gustaría más que dejarse llevar. El sentimiento seguramente no es nuevo, ni siquiera original, pero en las novelas lo importante no es tanto la anécdota, el suspense o la peripecia, como saber encontrar la voz.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me siento un poco confuso ante esta crítica. REpasando reseñas antiguas del interesante blog LA TORMENTA, que me gusta mucho, llego a esta y no la entiendo: yo leí este libro de Alberto Olmos, y, con todo el respeto, no me interesó nada, me parece flojísimo. No comprendo que alguien escriba esta crítica así: ¿no ha leído el libro? Me encanta este blog de LA TORMENTA, pero este post es un punto negro, negativo. El libro de Alberto Olmos tiene mil defectos de estructura, hasta de sintaxis, y tiende hacia un trazo grueso que el reseñista no he "reseñado".