viernes, marzo 30, 2007

Doble mirada: Ácido sulfúrico, Amélie Nothomb

Trad. Sergi Pàmies. Anagrama, Barcelona, 2007. 168 pp. 15 €

1.
Ada Castells

Que Amélie Nothomb es una exagerada, sus lectores ya lo sabíamos. Que es una excelente narradora de historias cortas y contundentes, también. En Ácido Sulfúrico (Anagrama, en castellano; Anagrama/Empúries, en catalán) hace gala de su doble habilidad: exagerar y narrar. En está novela, de apenas 140 páginas, nos deja bien retratados como espectadores de teleporquería.
Nothomb se inventa un programa televisivo que llega a la cota mítica del cien por cien de audiencia. Se trata de “Concentración”, la copia exacta de un campo nazi pero con una sola diferencia: hay cámaras que lo graban todo por deleite del telespectador. Se tortura, se hacen trabajos forzados, se escoge quien va a la muerte, se pasa hambre... Vaya, un escándalo de éxito irrenunciable. Naturalmente todos los bienpensantes se quejan de que exista un programa tan abominable. Naturalmente, nadie deja de mirarlo.
La escritora belga nos interpela con una pregunta bien clara: ¿Qué haríamos nosotros si se emitiera un programa como “Concentración”? ¿Apagaríamos la tele o lo miraríamos indignados? De hecho, la pregunta es: ¿Qué hacemos ante la teleporquería a la que ya estamos expuestos?
En la novela también encontramos las obsesiones habituales de Nothomb, como su relación con la comida, que ya se perfilaba con más precisión en Biografía del hambre, su novela anterior; o su manía de creerse dios, que ya veíamos en Metafísica de los tubos, para mí una de las mejores.
Quizá Ácido sulfúrico no es la mejor novela de Nothomb pero con ella pasa como con Woody Allen, no siempre está en un mismo nivel porqué es muy prolífica pero siempre se les detectan dos componentes que merecen la pena: el sentido del humor y una gran inteligencia.


2.
Elena Medel

Amélie Nothomb sólo se parece a sí misma. Identificamos sus novelas por el tono claro e ingenioso, sencillo y sorprendente: huye de las complicaciones estilísticas —sin más, narra—, y cada conclusión, cada comparación, dejan con la boca abierta, encadenan hallazgos. Nothomb es una de las autoras más personales de la actualidad: me cuesta situarla en un árbol genealógico determinado. ¿Qué autores han dejado rastro en su prosa? ¿A quiénes ha leído, a quiénes lee Amélie Nothomb? Sus libros recuerdan —mucho— a otros libros suyos, pero nunca suenan a novelas de otros.
Ácido sulfúrico no es una excepción: una obra, jugando con el título, corrosiva, y que pertenece al bloque de obras de ficción genuina de Nothomb —como Higiene del asesino, igual que Cosmética del enemigo o Diccionario de los nombres propios—, en cierto modo ensombrecido frente al éxito cosechado por sus libros de corte más autobiográfico. Las protagonistas de Ácido sulfúrico, Pannonique y Zdena, son secuestradas, encerradas en vagones, y trasladadas a un campo de concentración que nos retrotrae a la época del genocidio nazi. La primera es bella, inteligente, sensible; la segunda, fea, inútil, solitaria. «Telegenia» —el «conjunto de cualidades de una persona que la hacen atractiva en televisión», según el DRAE, procedente, qué curioso, del francés télégénie: una de las palabras más presentes en Ácido sulfúrico y, guiños del destino, el nombre de la empresa que representa a los concursantes del Gran Hermano español— obliga, y ambas se encuentran con el destino contrario al que apuntarían sus cualidades: Pannonique pasa a llamarse CKZ 114, pierde su identidad —su nombre— y es encerrada en el campo de concentración, y Zdena, rebautizada como Kapo Zdena, forma parte del escuadrón de torturadores, quienes explotan, maltratan y condenan a muerte a los presos. Su hermosura no libra a CKZ 114 de pasar hambre o recibir golpes, pero sí propicia que Zdena se enamore de ella, desencadenando una serie de acontecimientos —su hermosura, y el amor de la Kapo, convierten a CKZ 114 en diferente— que alterarán el rumbo trazado no sólo por los responsables del programa, sino por los propios telespectadores.
Dividida en cinco bloques —en los impares Pannonique/CKZ 114 toma la voz cantante, en los pares se escucha más a la kapo Zdena—, Ácido sulfúrico critica sin piedad al fenómeno de la telebasura, aunque quizá en algunos momentos ronde el lugar común y, sobre todo, resulte previsible. Desfallecimientos momentáneos, porque Nothomb se incorpora para firmar, y ya van unas cuantas, una novela concisa, certera y sin desperdicio. En Ácido sulfúrico encontramos, pero de otra manera, sus ya habituales reflexiones sobre la belleza —recordemos la muy celebrada Biografía del hambre—, la religión —igual que la protagonista de Metafísica de los tubos, Pannonique fantasea con sus cualidades divinas—, el poder —¿de qué trataba, si no, Estupor y temblores?— o la identidad —el intercambio de papeles, la importancia de sentir quién eres, ser consciente y reconocerte como tal, ya presente en Antichrista o la propia Estupor y temblores—. Amélie Nothomb sólo se parece a sí misma pero, por primera vez que yo recuerde —y soy una ferviente seguidora de su literatura— juega a ser otros: Diane Arbus y George Orwell. La semejanza con Orwell es evidente: Concentración nace de 1984, y su carga irónica, la caricaturización de sus personajes, bebe de Rebelión en la granja. En cuanto a Arbus, la fotógrafa que supo encontrar belleza en el horror —igual que Pannonique halla, en el bolsillo de su bata, onzas de chocolate que le permiten esquivar la condena del examen matinal diario— guía este viaje al submundo de nosotros mismos. No se alarmen ante la grandilocuencia de esta frase: en Concentración, Amélie Nothomb opta como nunca por el lado oscuro, desde el planteamiento de la trama hasta pequeños detalles como la historia, espeluznante y cruel, de la vieja y la niña.
El máximo logro de Nothomb continúa siendo Estupor y temblores, aquella historia sobre una joven europea empeñada en ser aceptada por su Japón natal, y los lectores continúan entusiasmándose —como decía antes— más con las historias sobre sí misma que con las de ficción. Ácido sulfúrico, no obstante, demuestra su validez para la fabulación, está a la altura de lo que esperamos de esta autora mitad continental, mitad Extremo Oriente. Y se lee del tirón, como todos sus libros —ayuda la brevedad, desde luego, pero también su prosa veloz, hipnótica—, y deja con ganas —muchas— de más.

jueves, marzo 29, 2007

Arthur & George, Julian Barnes

Trad. Jaime Zulaika. Anagrama, Barcelona, 2007. 523 pp. 23 €

Alberto Luque Cortina

Si pudiera establecerse algún paralelismo musical con Julian Barnes (1946) elegiría inmediatamente al compositor francés Maurice Ravel. Ambos son elegantes, sutiles, ingeniosos, fieles a sus raíces, y poseen un profundo conocimiento de la “orquestación”, musical en el segundo caso, literaria en el primero.
De todas ellas, quizá la cualidad más sobresaliente del escritor inglés sea su inteligencia para “deconstruir” una historia y reconstruirla para los lectores desde un nuevo y más sugerente prisma, en un proceso similar al utilizado por Ravel en La valse. Este es el caso de Arthur & George, la historia de George Edalji, un joven abogado inglés de origen parsi que, a principios del siglo XX, fue acusado de mutilar a un poney en un pequeño pueblo de Inglaterra, Great Wyrley, e injustamente condenado a siete años de trabajos forzados. Este hecho, acaecido realmente, ha pasado a la historia judicial inglesa por haber contribuido a la creación del Tribunal de Apelaciones. En su día, la intervención pública del polifacético escritor Arthur Conan Doyle, creador de Sherlock Holmes, fue determinante para rehabilitar al abogado Edalji. A medio camino entre el caso de Gerry Conlon, llevado al cine con notable éxito por Jim Sheridan (En el nombre del padre, 1993), y el caso Dreyfuss, que cuenta también con su correspondiente adaptación cinematográfica, el caso Edalji es no menos aleccionador y dramático.
Barnes, tras una ardua investigación, utiliza estos hechos para crear una historia en la que realidad y ficción se entremezclan, y recrear un gozoso fresco de la Inglaterra de principios del XX, un imperio en decadencia que se debate entre el conservadurismo y la modernidad. Aunque esta técnica podría hacer pensar en El loro de Flaubert —la extraordinaria novela que situó a Barnes entre los grandes del panorama literario internacional— ambas obras son muy diferentes, ya que mientras aquella se aproxima apaciblemente a los paisajes de la metaliteratura, Arthur & George transita por terrenos más convencionales en los que se entrecruzan con habilidad diversos géneros, desde el costumbrista hasta el policíaco.
Barnes, que ha escrito varias obras policíacas con el seudónimo de Dan Kavanagh, consigue en este caso crear una gran novela de misterio que adquiere en algunos pasajes atmósferas sumamente inquietantes y en otros recuerda, cómo no, a las aventuras de Sherlock Holmes, eso sí, desde una óptica deformante.
Arthur & George es también una novela costumbrista, muy “inglesa”, como lo son todas las obras de Barnes, tan inglesa como “francesa” es la música de Ravel. La contraposición entre el conservadurismo y la modernidad de la sociedad británica de principios del XX se perfila a través de los dos protagonistas: George (Edalji), de padre indio y madre escocesa, inglés de nacimiento pero cuyos rasgos orientales no pasan desapercibidos, es un defensor de la tradición y el orden establecido al tiempo que encarnación viviente de la típica flema británica. En la otra orilla, Arthur (Conan Doyle), “inglés” de pura cepa y con un apabullante árbol genealógico a sus espaldas, hombre de notable éxito económico y social, impulsivo y en ocasiones presuntuoso, puede permitirse el lujo de criticar a la sociedad que le respeta y admira. De alguna manera ambos, poseedores de una consistente moralidad, son representantes de una Inglaterra en transformación y por ello se complementan, a pesar de las grandes diferencias que presumiblemente deberían separarles.
Arthur & George es, en resumen, una nueva muestra del talento narrativo de Barnes. Lectura ágil, muy agradable, de ritmo inteligente, con una trama de suspense muy bien urdida, y con el sello de calidad del escritor inglés. Una propuesta sin duda interesante.

miércoles, marzo 28, 2007

El batallón de los perdedores, Salvador Gutiérrez Solís

Berenice, Córdoba, 2006. 260 pp. 17 €

Amadeo Cobas

Éste no es un libro al uso. Es un collage en el que se entremezclan la novela, las últimas tecnologías (“quien no sale en el Google es que no existe”), el artículo periodístico, la biografía, el ensayo y hasta hay visos de trama policíaca. Salvador Gutiérrez Solís se transforma en Salvador Dalí, pintando una obra con un perpetuo tono divertido, en la que lo real y lo inventado se imbrican como las escamas de un pez escurridizo. Está tan logrado que cuesta saber cuándo un nombre existe en la realidad o es producto de la fantasía de este pintor de fantasmas. Porque de eso se trata también: de fantasmas. No se salva ni el apuntador. La sátira que hace del mundillo que rodea la escritura no es pequeña. Las fiestas y veladas literarias, los autores, los (más bien “las”) agentes, los editores, los críticos, los certámenes literarios (con crudeza suma cuando de los jurados se trata), aquí no queda títere con cabeza.
El protagonista, Germán Buenaventura, vuelve a la carga. Tras siete años de silencio, en el que nos sumió desde la aparición de La novela de un novelista malaleche (DVD Ediciones, 1999), Germán (¿o su alter ego, Salvador?) ha tenido tiempo para recargar la escopeta y descubrir lo fatuo que es el mundillo literario, las poses que se estilan en esos ambientes, donde las conversaciones densas proliferan, trufadas de arrogancia, cursilería y empalago, surcadas de adulación falsaria siempre pendiente de un favor; en definitiva, las paradas de monstruos o clubes en los que sólo ingresa quien domina con soltura el idioma que allí se maneja: el amiguismo.
Y lo hace con la sutileza de su pluma, cuando quiere, y una sorna constante, en ocasiones desternillante (hay escenas de verdad hilarantes, por ejemplo la entrevista que el protagonista “perpetra” con un boquiabierto Javier Cercas). La premisa es simple: el jefazo encomienda a Buenaventura que le escriba una novela sobre la guerra civil, pero distinta a lo que ya se ha escrito sobre este tema. Luego aquél pondrá su nombre a la obra. Esto es, que ejerza de “negro”. Al caradura de Germán no se le ocurre otra cosa más que contratar a su primo para que, a su vez, ejerza de “negro” para él, y escriba esa novela. Encima, se justifica: «En realidad lo mío es algo muy actual, muy de la especulación inmobiliaria, y lo que hago es subcontratar el trabajo porque lo único que cuenta es el resultado final».
El resultado final es una trama que se urde en torno a las peripecias del protagonista y los avatares de una editorial muy peculiar, con alternancias de la primera persona en la que narra Germán Buenaventura, con frecuencia de forma atolondrada, lo que obliga a la aparición de un narrador omnisciente que, en tercera, se ve impelido a aclarar aspectos oscuros... o que el protagonista principal ha tergiversado a su conveniencia.
No sé si Gutiérrez Solís ganará muchos amigos dentro del gremio con esta novela, porque a nadie le gusta que le mencionen sus defectos ni le saquen las vergüenzas a la luz. Novela escrita a contracorriente, donde lo mismo denuesta a los bestsellers que atestan los escaparates de las librerías y se hinchan a vender ediciones, como a los escritores que persiguen alcanzar esos éxitos de ventas sin ningún escrúpulo. Muchos de ellos repitiendo el consabido y recurrente tema de la guerra civil.
En resumen, un collage bien trenzado y muy recomendable para pasar un rato más que entretenido, redactado con soltura, casi descaro, poblado de personajes conmovedores, caracterizados sabiamente, y otros algo odiosos, como el caso de don Arturo, empeñado en demostrar que con dinero se consigue lo que haga falta. Si es preciso, hasta que alguien escriba una novela para que tú la pongas luego a tu nombre y ganes un premio literario.
¿Será posible tal cosa?

martes, marzo 27, 2007

La cosa en sí, Andrés Trapiello

Pre-Textos, Valencia, 2006. 730 pp. 35 €

Juan Marqués

A estas alturas hace falta tener muchos prejuicios o leer con muchas dioptrías (o, simplemente, no leer) para no advertir o no saber que lo que esta haciendo Andrés Trapiello con su Salón de pasos perdidos es el mayor proyecto narrativo que se está llevando a cabo en este país, y seguramente en nuestra lengua. Y lo de “mayor”, desde luego, no es sólo por lo voluminoso (van catorce entregas que, reunidas, rozan ya las diez mil páginas) sino por la trascendencia de lo que en ellos se va tejiendo, convirtiéndose tomo a tomo (y con mucho más silencio y humildad de lo que alguno pudiera pensar) en una particularísima y preciosa crónica de lo que nos está pasando. Estoy seguro de que en el futuro estos libros serán aún más leídos que ahora, ya que de ellos tendrá que quedar lo que más importa: no tanto lo que tienen de divertido y malicioso paseo por las cloacas y las tripas de la “vida literaria” nacional, sino la vida y poesía que rebosan de las páginas dedicadas al campo extremeño, al Rastro, a las gentes sencillas y humildes que se cruzan en su camino, o a su familia y amigos. Trapiello cita muy a menudo (sin —insisto— el menor asomo de soberbia) aquella declaración en la que Stendhal aseguraba estar escribiendo para el lector de ochenta años después. Los que lleguen a estos diarios dentro de ocho o más décadas quizá puedan comprender algo de este tiempo, al encontrar en ellos mucho de nuestras miserias y debilidades y de las tristes cosas que nos ocupan y preocupan, pero también el testimonio de lo mejor que tenemos (esos pueblos todavía no completamente abandonados, ese amor por ciertos libros y por aquellos que los editan, los guardan, los cuidan..., esas ciudades hermosas y continuamente amenazadas —en este caso, claro, Madrid o León, pero también Sevilla («...la ciudad más hermosa de España» —p. 697—), Roma, México D.F., Cartagena de Indias...—) y también de lo mejor que, sin duda, tendremos siempre (esa ternura y limpia intimidad al escribir sobre las personas con las que se comparte la vida, esa compasión hacia los débiles y los derrotados —que convive con la ironía o incluso dureza con la que Trapiello habla sobre poderosísimos políticos, banqueros, periodistas, académicos, profesores o escritores laureados e “intocables”—, o esa fidelidad y cariño hacia los amigos, entre los que destaca, una vez más, su devoción por Ramón Gaya, del que tanto ha aprendido...).
«Yo sé, Señor, que a la hora de la muerte todo parecerá como es en sí», se lee en el bíblico Eclesiastés, y no sé si en la muerte (ni, mucho menos, en «el Señor») pensaba Trapiello al poner ese título a estos cuadernos del año 2000, pero sí en algo muy cercano: en la verdad profunda de las cosas, en esas misteriosas revelaciones que sólo parcialmente recibimos y comprendemos, pero que nos ayudan a intuir y aceptar el misterio que nos rodea, la incertidumbre, los caprichos de la suerte y el tiempo... que, en efecto, quizá sólo cuando todo acabe adquieran un sentido completo. Los que acudan a este libro leyéndolo a saltos para encontrar cotilleos, desahogos o ajustes de cuentas quedarán excluidos de su magia, de su espíritu, de su verdad, y sólo se llevarán las migajas más vistosas, entretenidas y prescindibles de un libro que es mucho más que eso, y que, en cierto sentido (y como debe de ser), está muy por encima de sí mismo. Para irritación de algunos puristas del género (de los que este libro se pitorrea a conciencia) Trapiello no nos está contando su vida sino la nuestra, la de todos, la vida en sí...; la parte de vida que él conoce y contempla, la que le ha correspondido, y en la que todos estamos implicados.
Andrés Trapiello es fundamentalmente un poeta (y uno de los mejores que tenemos) y a la luz de sus versos hemos de acercarnos a estos diarios. Unos y otros suponen lo mejor de una obra literaria integral en la que también hay preciosas novelas, ensayos insustituibles o artículos exactos, lo cual se completa con la actividad de Trapiello como editor, tipógrafo, ilustrador, prologuista, conferenciante, crítico literario... Todo es uno, y todo responde a ese «trabajo gustoso» del que hablaba Juan Ramón Jiménez (otra continua presencia en la obra de Trapiello), a ese amor por la literatura que le ha llevado a hacer aportaciones fundamentales y, por fortuna, cada vez más reconocidas.
Augusto Monterroso recordaba (en “Memorias del subdesarrollo”, en Movimiento perpetuo) que la biblioteca de su barrio era tan pobre que sólo tenía libros buenos. Yo miro mis pocas estanterías y, cerca de las novelas y ensayos de Trapiello, veo en un lugar privilegiado sus libros de poemas y sus diarios. En mi humilde biblioteca, pues, cuánta riqueza...

lunes, marzo 26, 2007

El coleccionista de almas perdidas, Irene Gracia

Siruela, Madrid, 2006. 228 pp. 18,90 €

Félix Palma

A finales del siglo XIX todo era posible. La incipiente ciencia aún no había establecido los límites del mundo, todavía no había decidido qué podía suceder y qué no dentro de sus fronteras, pero cada nuevo invento contribuía a avivar la ilusión de que cualquier idea de la imaginación podía llevarse a la práctica, sensación que reflejaron los novelistas de la época, con Julio Verne y H. G. Wells a la cabeza. Fueron las exposiciones universales y las ferias, como la del Cristal Palace, aquella ballena traslúcida varada en Hyde Park en cuyo vientre se acumularon los logros de la industria británica para mayor gloria del Imperio, o la de París, donde la Torre Eiffel ejerció de emblemático pórtico de entrada, las encargadas de ordenar los frutos de aquella ciencia candorosa, encarnados para la posteridad en unas máquinas profusas de remaches y bielas y gruesos caños de tuberías, que cada cierto tiempo exhalaban lúgubres bufidos de vapor, y que hoy se nos antojan tan ingenuas como entrañables. De aquel descorche de inventos —surgieron el fonógrafo, la bombilla, el cinematógrafo, las vacunas, la turbina de vapor, el telégrafo— que llevó al director de la oficina de patentes de Nueva York a solicitar el cierre del servicio, arguyendo que «ya estaba inventado todo lo que podía inventarse», sin duda el más curioso, desasosegante y literario, por razones obvias, es el autómata, réplica mecánica de un ser animado, que el suizo Pierre Jaquet-Droz llevó a su máxima expresión.
Las postrimerías del siglo XIX y su ciencia bobalicona, abrevadero idóneo del fantástico, que hace unas décadas propició el subgénero etiquetado como steampunk, es el periodo escogido como escenario por la escritora madrileña Irene Gracia en su última novela, El coleccionista de almas perdidas, una de las obras finalistas del último premio de la Fundación José Manuel Lara de Novela. Vaya por delante que no estamos ante una novela histórica —esperemos que alguien la escriba pronto, dado lo atractivo del material— pues Irene Gracia no es precisamente una escritora convencional interesada en fabricar novelas digeribles para leer en los aviones, como muestra su trayectoria, jalonada de obras tan personales como Mordake o la condición infame, Hijas de la noche en llamas o Fiebre para siempre, que le valió el premio Ojo Crítico.
Como hemos dicho, la novela arranca a finales del siglo XIX, pero abarca hasta la primera gran guerra, pues se trata de la narración de una vida, la de Anatol Chat en este caso, miembro de una peculiar familia atrapada en el sueño demiúrgico de la fabricación de réplicas humanas. Con un derroche de imaginación inusual en estos lares, Gracia nos sumerge de la mano de sus pintorescos personajes en el mundo de lo pequeño, donde lo insignificante se vuelve bello y el tiempo parece coagularse, un mundo donde enseguida se disuelven las fronteras que separan la realidad de la fantasía a causa de la obsesión constructora de los Chat, que les lleva a confeccionar réplicas inclusos de los muertos, convirtiendo la novela en un retablo de personajes de cuya humanidad acabamos desconfiando. «Tú le darás cuerda a tu hermana y yo a mi mujer», anuncia el padre de Anatol en un representativo pasaje de la novela que recoge su idea seminal: ¿qué da la vida? De un modo sesgado, discreto, casi inevitable, la novela plantea cuestiones filosóficas y teológicas de candente actualidad. La peripecia principal se halla espolvoreada de cuentos de distinta extensión, a la manera de Las mil y una noches, que revindican el placer de contar, otro acto de creación. Dichas historias acarician con ecos de Poe, Hoffmann y otros promotores de la literatura de terror gótica una obra poliédrica que, debido a los enamoramientos desmesurados, deseos transcendentes y alucinaciones varias que teledirigen a sus personajes, podríamos calificar, si tuviésemos que venderla a una productora de Hollywood, como un Blade Runner filtrado por el realismo mágico.
Pero como suele ocurrir con las buenas novelas, El coleccionista de almas perdidas no es de fácil lectura. Gracia no presta especial atención a los nudos que articulan la trama —el modo terriblemente hermoso pero exento de dramatismo con que despacha la muerte en globo de la madre y la hermana de Anatol es una clara muestra de ello—, optando por una uniformidad lírica que confunde lo importante con lo accesorio, obligando al lector a estar pendiente de cada detalle y buscar los simbolismos ocultos en la acción. El coleccionista de almas perdidas es, pues, una novela atípica, que desdeña los cómodos caminos de la intriga esculpida a base de golpes de efecto para aventurarse en las sendas menos accesibles de la parábola sutil, una novela que discurre con una cadencia casi musical entre bellísimas escenas oníricas que cada cual debe interpretar, y que si bien perderá muchos lectores en su empinada lectura, sin duda recompensará a todos aquellos que logren llegar a su cumbre, pues habrán conocido el quehacer de una escritora inconformista y original, que huye de las inertes historias al uso, sabedora de que una novela, al igual que un autómata, no es sino un mecanismo que pretende emular la vida.

viernes, marzo 23, 2007

De amor y hambre, Julian Maclaren-Ross

Trad. Ernesto Montequin. Lumen, Barcelona, 2007. 336 pp. 17 €

Esther García Llovet

Julian Maclaren-Ross vivió y escribió tal como sus apellidos prometían desde el principio: en primera marcha y sin frenos. Hijo de india y de anglocubano, poseía un físico impactante, siempre aderezado con un bastón de caña y unas Ray-Ban que no se quitaba ni en las noches más oscuras del Soho londinense, años treinta, cuando los hombres marchaban a la guerra o al extranjero en busca de fortuna y dejaban los pubs de Fiztrovia a merced de dandies venidos a menos, pálidas viudas, padres de familia en paro y escritores dipsómanos, esa plaga amarilla.
Como escritor Julian repartió su talento en tres o cuatro novelas (De amor y hambre, de 1947, es la primera que se publica en España), un buen puñado de relatos que Cyril Connolly tuvo la presteza de publicar en Horizon, guiones para la radio (algunos de ellos en colaboración con Dylan Thomas y Graham Greene, colegas de letras y de largas borracheras) y un libro de memorias, Memories of the Forties, la que se considera su mejor obra, aunque probablemente su mejor producto fue su propio personaje y así debió creerlo Anthony Powell, quien lo retrató como X Trapnel, el escritor marrullero de ese impresionante y ceniciento legado que es Una danza para la música del tiempo.
De amor y hambre no habla exactamente de amor pero sí de hambre, y mucha. Richard Fanshawe es un periodista recién llegado de Madrás (o “venido de Oriente”, el equivalente a “venido de Cuba” en los sesenta aquí, pero con un agujero en cada bolsillo) que busca trabajo en el Londres de 1939 y no encuentra más que un triste empleo como vendedor ambulante de aspiradoras (empleo que el mismo Maclaren ejerció, así como el de jardinero y “ladie's man”, un término intraducible pero muy fácilmente identificable) en una empresa de tercera en la que se rodea de colegas tan tramposos como él mismo, compañeros que no lo son tanto, gente mal abrigada que entra y sale de su vida como si atravesaran veloces puertas giratorias que llevan siempre a la misma situación, personajes que están ahí, esperando en la acera a ver qué cae, a ver qué pasa, o mejor, que no pase nada en absoluto. No importa. Hay que pillar.
Maclaren estuvo ahí, en esa misma acera. Llevó una vida miserable y fue un miserable, que no tiene que ser necesariamente lo mismo aunque lo primero suele conducir a lo segundo y es en libros como éste donde entendemos por qué. Maclaren lo cuenta con gracia, un humor ácido, triste, un poco desordenado, el tipo de cinismo que esconde un miedo y una desesperanza difícil de ocultar. Cuenta además una historia de amor, el tibio romance entre Fanshawe y la esposa de su mejor amigo, una relación que no acaba de concretarse, que se disuelve como una nube bajo el lechoso cielo londinense, una situación que queda en aire, como todas las que atraviesan la novela. Hay un momento en que Fanshawe enferma de un brote de malaria en casa de otra amante y le pregunta a ella por el significado de la palabra anofeles, el nombre del mosquito que provoca la enfermedad. Ella le contesta que no lo sabe ni tiene diccionario y él se enfada: «¿Cómo que no tienes diccionario? Todo el mundo debería tener uno. Así podrían enterarse de lo que significa anofeles. Si lo supiera tal vez podría derrotar a los mosquitos». Fanshawe mejora, vuelve al trabajo, le despiden, su novia le abandona, y todo vuelve a quedar en nada, en suspenso, porque en esta novela lo único que llega con certeza militar es la guerra.
Julian Maclaren-Ross murió en el año 74, a los sesenta años de edad, no de malaria sino de un infarto, solo, dejando a los acreedores esperando a la puerta de su casa, en el Soho londinense.

«Los aventureros, no obstante, deben estar a la que está
y buscar botines donde botines hay.
Los embates del amor y del hambre quedan atrás,
Y no pueden permitirse ser melindrosos, ay,
Los que gustan de la buena cocina y del paipai,
De cierto estilo de ropa o de tipo,
Deben buscarlos en cierta clase de sitio»
(W.H. Auden y Louis MacNeice, Cartas de Islandia)

jueves, marzo 22, 2007

Comedia onírica, August Strindberg / La noche de las tríbadas, Per Olov Enquist

Trad. Francisco J. Uriz. Nórdica Libros, Madrid, 2007. 233 pp. 16 €

Juan Marqués

Me importa tanto el teatro que casi nunca voy a verlo. De cada diez veces, una salgo satisfecho, cuatro indiferente y cinco enfadado, y eso que me estoy refiriendo a teatro “de verdad”, y no a esos musicales, concursos de monólogos o sucesiones de gags que programan en buena parte de las salas. Tal vez sólo la música sea capaz de superar la capacidad que tiene el teatro de alcanzar esa magia, esa intensidad, esa comunión entre todos los elementos e individuos que se reúnen en la sala..., y por eso frustra tanto ver cómo los que se dicen profesionales del asunto desaprovechan toda esa potencia, cuando no la desprecian. Ante la dificultad de asistir a esa catarsis de la que hablaban los clásicos, queda, al menos, la posibilidad de leer teatro e imaginar cada uno la puesta en escena que le sirva, evitando el “ruido” de la representación y , sobre todo, las interpretaciones o intereses ajenos.
Nórdica Libros publica ahora, dentro de su colección de “Letras Nórdicas” dos obras de teatro de dos de los autores suecos más importantes de los últimos ciento cincuenta años, traducidas y presentadas por Francisco J. Uriz (de quien ya disfrutamos su versión de los poemas de Harry Martinson). La primera es una pieza por la cual su autor, el gran August Strindberg, sentía una debilidad especial, y en la que descarga buena parte de la angustia existencial que le torturaba. Se trata de la Comedia onírica, escrita en 1901 y muy digna de ser considerada todo un precedente del absurdo, aunque es mucho más que eso (entre otras cosas, por lo que imagino, una obra muy difícil de representar). En ella, el dios Indra ve cómo su hija desciende a la Tierra para habitar entre los hombres y asistir a sus desgracias y miserias, mezclándose y confundiéndose entre los mortales, horrorizándose del modo en el que viven. «¡Triste destino el de los hombres! ¡Qué pena dan!», exclama continuamente ella, en lo que se puede considerar el estribillo de la Comedia onírica. En las primeras escenas todavía conserva su optimismo y su voluntad de mejorar las cosas («¡Es un deber buscar la libertad en la luz!», exclama), pero enseguida va contagiándose de la apatía y el sufrimiento común, que no dejan de crecer en los muchos años que pasa en el planeta, observando a los hombres, pero también participando activamente en esa extraña sociedad sobre la que aterriza, trabajando, casándose e incluso siendo madre, todo lo cual no hace sino multiplicar su decepción. «Generalmente en los sueños hay más dolor que alegría», escribe Strindberg en la “Apostilla” que abre la obra, y, aunque no renuncia al humor (aunque sea amargo), mucho más dolor que alegría hay, desde luego, en una Comedia onírica que obedece más al adjetivo que al sustantivo del título. Se habla, por ejemplo, de un personaje que cree que el mar es salado «porque los marineros lloran mucho».
La misma tensión dramática, pero algo menos de interés, se encuentra en la segunda de las piezas recogidas en este volumen: La noche de las tríbadas, de Per Olov Enquist, de quien hace casi diez años Ediciones de la Torre publicó su fascinante novela El ángel caído (y ahora Nórdica Libros anuncia otras dos: La biblioteca del capitán Nemo y La partida de los músicos). Strindberg es ahora el protagonista de la pieza, y Enquist trata de mostrar su carácter intratable, su agobiante inquietud, su soberbia acomplejada, su particular visión de las mujeres. Toda la pieza es el intento, continuamente frustrado por las discusiones y los reproches, de ensayar La más fuerte, otra obra de Strindberg. Los actores con los que cuenta son Siri, su aborrecida esposa, Marie, una antigua y alcohólica amante de ésta, y Schiwe, un actor algo torpe y, sobre todo, inoportuno. El resultado es irónica y previsiblemente catastrófico, pero a Enquist le interesan las conversaciones airadas, el modo en que, por alusiones veladas al principio y acusaciones directas y crudas al final, se van reconstruyendo algunos de los sucesos que han conducido a ese rencor extremo que los espectadores (o lectores) hemos presenciado desde el principio.
Es August Strindberg, pues, quien justifica la publicación conjunta de estas dos piezas, primero como autor genial y después como personaje patético. Y que sea alguien como él el protagonista de este nuevo regalo de Nórdica Libros es suficiente razón para que busquen estas páginas no ya los interesados en la literatura —y ni siquiera en el teatro— sino aquellos que sientan curiosidad por saber quiénes y cómo somos. «Una mujer que baila es una mujer que baila. Una mujer que imita a una mujer que baila no es una mujer que baila», escribió Juan Ramón Jiménez para explicar su antipatía hacia las representaciones teatrales. Pero en el teatro leído, sin la intermediación de directores y actores, las mujeres sí bailan. Aunque sean actrices de una obra de Strindberg; aunque sea el propio Strindberg; aunque sea la hija de un dios; aunque sea un dios.

miércoles, marzo 21, 2007

Guía de hoteles inventados, Óscar Sipán

IX Premio de Libro Ilustrado para Adultos. Ilustraciones de Óscar Sanmartín. Badajoz, Diputación Provincial, 2006. 122 pp. 9,60 €

Sofía Rhei

Perteneciendo a la más frecuente categoría de libros que sumergen explícitamente sus raíces rizomáticas en muchos otros textos, la Guía de hoteles inventados de Óscar Sipán y Óscar Sanmartín (pues las ilustraciones están tan profundamente ligadas al texto que el libro sin ellas sería otro) forma parte de un tipo mucho menos frecuente de narraciones: aquellas en las que lo que sucede, lo que cabría en un resumen, tiene una importancia mucho menor que todos los detalles, digresiones y comentarios de alrededor.
De hecho, no se sabe si se trata de un conjunto de cuentos o de una narración continuada. Un viajero es el hilo conductor del libro, y salvo algunas excepciones vemos lo que sucede a través de sus ojos: visita ciertas ciudades (en el libro se nos habla de tres, que siguen el orden alfabético) y los hoteles dentro de ellas, huyendo no se sabe nunca de qué. Los demás personajes aparecen y reaparecen, como si se tratara de fantasmas de la memoria, dando la sensación (transmitida a la perfección por las excelentes ilustraciones) de que el presente no es sino una niebla, en la que los espejismos del pasado se confunden con lo que está a punto de suceder, con lo que podría ser que sucediera. Los personajes que pueblan estos hoteles nebulosos podrían ser considerados un «gabinete de curiosidades» en sí, mismos, un circo de las excepciones, un catálogo de seres reales (Peggy Guggenheim, Porfirio Rubirosa, Maud Von Thyssen, Luis Buñuel, Lucky Luciano, etcétera) que se entremezclan sin saberlo con un heterónimo (Ricardo Reis) y otros personajes de ficción.
Contaminado de algunos recursos tradicionales del realismo mágico (hay una lluvia de tortugas, un «médico especialista en las enfermedades relacionadas con la suerte», etcétera), como ciertas tácticas de eco («es una sensación como nadar entre ahogados» y «el olor a higos reventados por el calor», por ejemplo, se repiten en momentos diferentes, como queriendo provocar un déja vu), el estilo literario también bebe de la escuela poética de la experiencia: «cargado de exilio y nicotina», «en la Avenida de los Pecados las prostitutas, perfumadas de melisa y mala suerte»...
La afición de Sipán a las anécdotas, las excepciones, las enumeraciones heterogéneas, la sorpresa, los objetos como anclas de la memoria, los museos y colecciones («la almohada manchada de sangre de Antón Chéjov; una onza de vello púbico de la musa Kiki de Montparnasse; un pañuelo perfumado de Oscar Wilde; la boina de Federico Fellini y el sombrero blanco de Bob Dylan; la partida de nacimiento de los hermanos Montgolfier; uno de los cuaderno Gran Jefe de Ignatius Reilly...») y el entrecruzarse constante de realidad y ficción son las constantes de este libro, cuya lectura es indudablemente sugestiva, pero a la vez un constante reto referencial, por lo tanto, es necesario poseer cierta cultura literaria e histórica para poder apreciarlo en su plenitud.
Las deudas literarias comienzan con Italo Calvino, pues el primer párrafo de la novela, perteneciente al cuaderno de viaje del protagonista, recuerda incluso en el estilo literario al gran escritor italiano, y no puede ser sino una alusión a Las ciudades invisibles: la última frase del libro «los hoteles que no existen». Después hay alusiones explícitas a Stefan Zweig, Duncan Madox, Baroja, Cervantes, John Kennedy Toole (como se ha visto), y un largo etcétera: autores heterogéneos como J. A. Fortea, oscenses como Guillermo Goussen y Carlos Castán, y también como el propio Sipán, una de cuyas primeras novelas aparece nombrada en ésta.

martes, marzo 20, 2007

Manteca colorá, Montero Glez

Debolsillo, Barcelona, 2007. 128 pp. 7,50 €

Miguel Baquero

Contra el sentido común y las más elementales normas de la higiene, tengo algunos amigos escritores, con los cuales, para mayor insensatez, suelo a veces hablar sobre libros y sobre el modo en que practican su arte o como se llame eso. En nuestras largas y, lo confieso, alcohólicas y tabacunas reuniones, acostumbra a aparecer de vez en cuando el nombre de un autor, un tipo joven, peculiar y ya asentado en la cosa ésta de la literatura: Montero Glez. Para quien no lo conozca todavía, Montero Glez es, indudablemente, el tipo más duro de las Letras actuales, el escritor más canalla del hemisferio norte, una especie de Bukowski pasado de vueltas. Un auténtico poeta de lo abrupto, gamberro de raza, que llegó a la literatura (pronto se echa de ver) como el mejor medio de escapar a la civilidad. Para muchos de mis amigos escritores, Montero Glez es un autor poderoso y genuino, pletórico de fuerza y que encuentra su mayor valor en los excesos:
—Ya está bien —protestan—, de autores finos y comedidos, de escritores clonados en un curso de creación literaria.
Para otros tantos, sin embargo, tras lo que escribe Montero Glez se encierra el truco.
—Tamaña violencia —me comentaba uno de ellos—, tanta navaja, esperma, escupitajo, incluso sangre de menstruación, tanto alijo de coca y guardia civil, tal despliegue de ambientes sórdidos y tipos patibularios, no es más que una forma sencilla y barata de hacerse el interesante cuando no hay nada que decir.
—Porque es muy fácil, sí —insistía otro de esa cuerda—, construir poesía sobre los cañones de las pistolas e hilvanar metáforas en los pasillos largos y penumbrosos de los burdeles.
—Eso parece —les interrumpió uno de los “monteroglecistas”—, pero, en realidad, se necesita tener el pulso muy firme para perpetrar una novela “canalla” como Manteca colorá. El pulso muy firme y, al mismo tiempo, la sangre a punto de ebullición para mantener el ritmo, continuar en el crescendo y no permitirse ni un momento de relajo. Casi una página entera está hecha, por ejemplo, de sonido de balas: “¡Ziaaiiing! ¡Ziaaiiing! ¡Tatatatata! ¡Tatatatata! ¡Tatatatata!...”
—Un recurso de tebeo, no me jodas.
—Un recurso, amigo, que no se te hubiera ocurrido a ti, porque para saltarse de esa forma las normas de lo literariamente correcto, olvidarse de la estética y desprenderse de la vergüenza y de la tradición, hace falta tener un sentido propio y genuino, apenas contaminado, de lo que es narrar. Hace falta el coraje suficiente para escribir a tu modo.
—Yo en todo eso, sin embargo, no veo más que fuerza bruta...
—Bastante sería, de todos modos, la fuerza bruta en medio de la complacencia general. Sin embargo, en Manteca colorá y en otros libros de Montero Glez, hay fuerza, desde luego, pero no es una fuerza ciega, todo lo contrario. Es una fuerza que busca una expresión propia, un estilo, que no se contenta con emplear las fórmulas sobadas en miles de novelas.
—Para acabar en un estilo barroco. A estas alturas.
—¿Y? No todo ha de ser minimalismo, periodo corto, frase tajante. No todo va a ser aquello que tanto cacarean las escuelas: la economía del relato, adjetivos los justos, conjunciones ningunas, ni un sustantivo de más. No hay nada de malo en desbordar la página...
—El problema es cuando el estilo parece bastarse a sí mismo, es decir, cuando el autor cree que por haber encontrado un modo de expresión original y unas imágenes a veces exuberantes ya está todo hecho. Porque en un libro como Manteca colorá, si barroco es el estilo, no menos barroca es toda la estructura: hay un continuo ir y venir sobre lo ya narrado, se vuelve atrás, se dan de pronto dos saltos adelante, una escena se presenta lenta y rica en descripciones, la siguiente está apenas esquematizada...
—Es posible, pero cuando Montero Glez consigue impactar de pleno, cuando alcanza el hígado de la historia, su golpe tiene más fuerza que las obras completas de muchos que, a tu manera, construyen excelentemente y hacen del novelar un pulcro ejercicio de arquitectura.
—Al fin y a la postre, estoy viendo que el “caso Montero Glez” se reduce a una mera cuestión de gustos...
—Yo creo que es un asunto, más bien, de forma de ver la vida. Hay quienes se desayunan con salmón y mantequilla y hay quienes con manteca colorá.
—Ahí le diste —concluí, mientras apuraba el cigarrillo y pedía otra cerveza.

lunes, marzo 19, 2007

Maestro Cela, Gaspar Sánchez Salas

Berenice, Córdoba, 2006. 201 pp. 16 €

Pedro M. Domene

El autor de La familia de Pascual Duarte (1942), Viaje a la Alcarria (1948), La colmena (1951), Oficio de tinieblas 5 (1973) o Madera de boj (1999), Camilo José Cela, ese controvertido personaje en las últimas décadas de su vida, ha sido —desde muy diferentes puntos de vista— injustamente tratado en alguno de los libros que, sobre ciertas etapas de su vida o de su obra, se han sucedido tras su muerte, ocurrida el 17 de enero de 2002. Gaspar Sánchez Salas (Campillo del Río, Jaén, 1970), vinculado al escritor gallego durante dos décadas, ha publicado hasta el momento una serie de monografías, tituladas Mis mejores anécdotas junto a Cela (2002), Cela: mi derecho a contar la verdad (2004) y Apuntaciones críticas sobre la obra de Cela (2004), en un intento por ordenar y desbrozar ciertos aspectos sobre quien fuera su mentor o maestro durante una etapa fundamental de su vida académica posterior, como secretario particular del académico. Ahora entrega Maestro Cela (2006), ensayos, anécdotas y una interesante entrevista inédita, realizada el 4 de abril de 1992 en la finca El Espinar.
El libro, que no dejará indiferente a nadie, recoge en su índice apartados con datos nuevos acerca de las obras más significativas del Cela más clásico: La familia de Pascual Duarte y Viaje a la Alcarria, y un interesante capítulo dedicado a la «Dictadología tópica», el ambicioso proyecto inacabado del escritor para realizar el Diccionario geográfico popular de España, con la posibilidad ensayada de representar todas y cada una de las provincias españolas con sus refranes, cantares, chascarrillos, como señala Sánchez Salas; ensayo donde enumera el complejo proceso llevado a cabo durante años y el ingente material que quedó sin publicar, desechado por la viuda después de la muerte del escritor, que aseguraba no tener sentido alguno a seguir con semejante proyecto. Una denuncia que expresa Sánchez Salas porque, según se percibe en el elaborado capítulo, se trataba de una investigación rigurosa e interesante.
A lo largo de estas páginas podemos leer el proceso creativo de una de las grandes y esperadas novelas de la última etapa celiana, Madera de boj, y sobre todo las prisas del autor gallego por terminar una obra iniciada en 1989, y retomada casi diez años más tarde; se reproducen las dos hojas conservadas durante una década, y los cambios sufridos en su posterior redacción, hasta las doscientas cuarenta y ocho páginas a las que Cela puso punto y final. La novela se presentaría en una especie de acto de Estado en el año 1999, con la presencia de los principales políticos del gobierno. Alguna que otra curiosidad más, como la entrevista realizada en la finca El Espinar que reproduce el diálogo entre el joven universitario, entonces, y el maestro Cela, en torno a su novela La colmena; y en un anexo se incluye el currículum completo de Camilo José Cela. Aunque el libro no resulte ser una minuciosa monografía, sí ofrece esos datos que conformarán el material para esa gran biografía que el escritor merece tener en un futuro. Curiosamente, en el prólogo que acompaña al libro, firmado por Ian Gibson, éste afirma «que aún queda mucho por decir acerca del aquel insólito, y hasta cierto punto enigmático, hijo de Iria Flavia, que un día tendrá la gran biografía que se merece».

viernes, marzo 16, 2007

El sentido de la vista, John Berger

Edición e introducción de Lloyd Spencer. Trad. Pilar Vázquez Álvarez. Alianza Forma, Madrid, 2006. 319 pp. 30 €

Marta Sanz

El sentido de la vista es una recopilación de ensayos breves que John Berger ha ido escribiendo para un público amplio a lo largo de más de tres décadas. Los temas y las maneras de abordarlos son diversos: las metodologías de aproximación a la materia artística; la mirada en general y la mirada particular sobre Hals, Rembrandt, Goya, Van Gogh o Cézanne; el dibujo y la fotografía; las maneras de comer de campesinos y burgueses; la masacre de Hiroshima, el concepto de terrorismo y del mal; la poesía de Mayakovsky... Pero, si los temas despiertan interés, lo más curioso son los modos de enfocar los asuntos, porque Berger escribe poemas, estampas, artículos con un registro académico, fragmentos de un relato, biografías, descripciones... y con todos ellos consigue exactamente lo que se empeña en subrayar a lo largo de las páginas de El sentido de la vista: rellenar el hueco de una ausencia. La escritura se convierte en un ejercicio casi siempre elegíaco y cargado de una nostalgia luctuosa (“Los ojos de Claude Monet” es uno de los ensayos más bellos de esta recopilación); en una necesidad urgente de apresar lo efímero de la experiencia que, no por ello, deja de entrañar momentos de lucidez positiva, de modo que incluso el mayor pesimismo es más constructivo que destructivo, así lo señala el propio Berger en “Leopardi”: «La realidad siempre está necesitada. Incluso de nosotros, por malditos y marginados que seamos. Por eso, lo que Leopardi llamaba Intensidad(...) forma parte del continuo acto de creación, de la producción interminable de significado frente a la “nulidad de las cosas”. Y por eso también el pesimismo de Leopardi se trasciende a sí mismo» (pág. 295).
El carácter misceláneo de El sentido de la vista vincula este fragmento de la obra bergeriana con los orígenes del ensayo como género literario —si alguien no ha disfrutado aún de la lectura de Feijoo, le sugiero que no se lo pierda...— y, a la vez, supone una experiencia en torno a los límites y transformaciones de los géneros, a las movedizas fronteras e interacciones que se producen entre los ámbitos de las bellas artes y la literatura. Los textos de Berger son cuadros, ensayos filosóficos, poemas y narraciones sobre colores, sinestesias, cruces de percepción y razón, fogonazos y gárrulas lápidas. Algunos ensayos —casi todos— son piezas maestras. En “Una noche en Estrasburgo” el autor reflexiona sobre la pasión, describiendo una escena desde la desnudez de la epidermis: el pensamiento se incrusta en un paisaje con figuras humanas y, a partir de esa intersección, el lector, que se siente también desnudo, retado, tan perdido como al tener que juzgar una situación cualquiera de la vida, saca sus propias conclusiones; se establece una doble corriente de empatía en la que hay algo intelectual que es vital y la corriente vital se hace pensamiento, como cuando se experimenta un hueco de desamparo en la boca del estómago y esa sensación remueve la inteligencia: lo físico y lo perceptivo, lo material, son el punto de partida de la abstracción, mientras que las ideas, a su vez, se somatizan. Las reflexiones de Berger, sobre todo en las partes iniciales del libro, son las de un viajero que se ensimisma con un ensimismamiento permeable al entorno, curioso, despierto. Otras veces, el autor se formula y nos formula preguntas que deberían ser contestadas, como en “En el Bósforo” (pág. 81): «¿Por qué describir los mosaicos de la Mezquita de Rustán Pasa —su intenso rojo, su intenso verde, perdidos en un azul aún más intenso— en una ciudad en la que acaba de imponerse la ley marcial?».
En el bloque titulado “El abc del amor”, Berger articula sus ideas en torno al enamoramiento y las pone al servicio de un proyecto formativo: enseñarnos a mirar cuadros desde el amor. Desde esa perspectiva erótica, quizás La maja desnuda no es realmente una maja desnuda, sino una maja desvestida, y las obras pictóricas de Bonnard o de Modigliani no pueden ser analizadas más que a partir de la imbricación de la pasión, la fidelidad y las admiraciones con los rasgos definitorios de sus estilos. En “El momento del cubismo”, el lector revisa los conceptos de arte o inspiración y asume o cuestiona las metáforas que a Berger le sirven para comprender —para didactizar— parte de la historia del arte de Occidente: el espejo, como metáfora del Renacimiento; el escenario teatral como metáfora del Barroco; el testimonio personal a partir de Rousseau; el diagrama, en el cubismo...
John Berger, como un fotógrafo, congela con su escritura instantáneas efímeras de la existencia; sin embargo, hay cosas que no se pueden fotografiar y, entonces, va más allá y dibuja formas que activan la memoria, vivifican el pasado y lo hacen perdurar en el presente, porque el pasado es uno de los átomos que configuran el presente: el pasado es presente, está aquí. Berger juzga el arte y la vida desde el ejercicio del arte y de la vida. Y quizás estas razones son las que le llevan también a dibujar por escrito o con un carboncillo a mano alzada el retrato de sus muertos: el del filósofo marxista Ernst Fischer, el de su propio padre... «La gente suele hablar de la frescura de la visión, de la intensidad de ver algo por primera vez, pero la intensidad de ver algo por última vez es, creo yo, superior» (pág. 170) Dibujo escrito sobre un dibujo dibujado, superposiciones, palimpsestos, memoria y presente, acción y modos de ordenar los hechos, pensar para vivir y vivir para pensar, recrear, transformar, tratar en último término de aprehender la felicidad incluso desde las visiones más negras y la tristeza profunda de saber que «toda la riqueza es mal conseguida en un mundo de pobreza como el nuestro» (pág. 280). Vivir con los ojos estremecedoramente abiertos. Utilizar, hasta sus últimas consecuencias, el sentido de la vista.
Los ensayos de Berger nos ayudan a mirar, a pensar y a ver desde otro sitio, que no es el de las rutinas de la ideología mediática ni el de ese cliché de valores y creencias, cristalizados en hábitos, costumbres y opiniones comúnmente aceptadas, que el artista ha de cuestionar: en definitiva, estos ensayos sirven para articular la gasa interpuesta, el tejido de relaciones conceptuales, que transforma la confusión de los acontecimientos —históricos, sociales, culturales, políticos—, el devenir incesante de la experiencia y de la acción humanas, en ese entramado, pulido como un diamante por un punto de vista inevitablemente ideológico, que llamamos realidad.

jueves, marzo 15, 2007

Sesenta relatos, Dino Buzzatti

Trad. Mercedes Corral. Acantilado, Barcelona, 2006. 613 pp. 28 €

José Gutiérrez Román

«¿No será entonces una alegoría? ¿Un símbolo de la muerte, por decirlo de alguna manera? ¿O de un peligro que acecha? ¿O los años que pasan? [...] Os digo que no, que hablo en serio, que no hay dobles sentidos. [...] Se trata simplemente de una gota de agua que de noche sube por la escalera.», es lo que nos repite Buzzati (1906-1972) en uno de sus relatos más turbadores, “La gota”. Y, sin embargo, es imposible no intuir en muchos de sus cuentos el reflejo de temores inherentes a nuestra condición humana. Pareciera que, a través de sus espléndidos relatos, se hubiera propuesto mostrarnos cómo se proyectan nuestros miedos. Pero quizá haya mucho menos de lo que imaginamos, tal vez sea cierto lo que nos dice Buzzati y, tras esas inquietantes escenas, no haya ningún significado especial, lo cual resulta aún más sobrecogedor. ¿Y entonces, qué? Tal vez era esto lo que quería el escritor italiano, llevarnos a ese punto en el cual sus historias, como la de la obstinada gota, nos incomodan porque no acabamos de encontrarles un lugar en nuestra razón. Pero quién sabe lo que buscaba realmente Buzzati, si es que realmente tenía algún propósito concreto. Así pues, nos encontramos ante una de las virtudes de su literatura, y en particular de sus relatos: la ambigüedad.
Sirva esta introducción para ejemplificar lo que podría ser el motivo inicial de uno de sus cuentos: alguien que se obsesiona (porque en Buzzati casi todo es obsesión) con la obra de un escritor y sus posibles interpretaciones, lo cual acaba desembocando en una situación dramática o ridícula.
Somos muchos los que esperábamos desde hace años la publicación en España de más cuentos de Dino Buzzati. Hasta la fecha sólo contábamos con la acertada antología publicada por Alianza, Los siete mensajeros y otros relatos. En los últimos años, gracias sobre todo a la apuesta que la editorial Gadir ha hecho por la obra del escritor transalpino (El secreto del bosque viejo, La famosa invasión de Sicilia por los osos, Un amor), y al éxito obtenido, se ha recuperado su figura en nuestro país y, con ella, la edición de gran parte de sus obras, como esta cuidada edición de sus cuentos, brillantemente traducida por Mercedes Corral. Sesenta relatos reúne la producción de Buzzati en este género entre los años 1942 y 1958, que comprende tres de sus libros más importantes: Los siete mensajeros, Miedo en la Scala y El desplome de la Baliverna. Como suele ocurrir en estos conjuntos de relatos tan amplios, la temática, estilo y calidad son irregulares, pero esto también nos ayuda a conocer el recorrido exacto que efectuó la narrativa de este autor tan apreciado por Borges y Calvino.
Quienes se sientan fascinados por su famosa novela El desierto de los tártaros, se sentirán igualmente seducidos por muchos de estos relatos, en los que, a veces, también se aguarda a la espera de algo que no acaba de llegar, donde lo absurdo se deja ver en la maraña forjada por las actividades de los hombres y donde las instituciones generan situaciones kafkianas. Los relatos de Buzzati hablan del miedo al qué dirán o a que ocurra una desgracia, que acaba funcionando como una profecía autocumplida. Ese temor a lo desconocido, y que siempre permanece oculto tanto para el protagonista del relato como para el lector, queda plasmado a la perfección en “Algo había pasado”, donde un viajero, a medida que avanza su tren, empieza a notar expresiones de sobresalto en las personas que están fuera. Buzzati describe también la vergüenza y del sentimiento de culpa, el de un hombre que, accidentalmente, cree haber provocado el derrumbe de un edificio (“El derrumbe de la Baliverna”), o el de un pueblo gobernado por la mirada acusadora de un perro (“El perro que ha visto a Dios”). Otras veces es la fatalidad que se cierne sobre los protagonistas de manera aparentemente casual, como en el paciente que ingresa en el hospital de “Siete plantas”. Para contarnos todo esto Buzzati utiliza diversos estilos. A veces, a través de planteamientos fabulosos de corte clásico (viajeros que parten a tierras lejanas que nunca acaban de encontrar, soldados extenuados que regresan de la guerra escondiendo un misterio, o enigmáticas ciudades amuralladas en las que nadie ha entrado); en otras ocasiones se vale de situaciones surrealistas llenas de humor (un sacerdote entabla un debate sobre teología con un extraterrestre) o de cuentos que esconden pequeños ensayos, como “Una bola de papel”, en el que teoriza sucintamente sobre la poesía. Mención aparte merece “Invitaciones superfluas”, uno de los relatos más bellos que se haya escrito sobre el desencuentro amoroso, y que resulta insólito en la narrativa breve de Buzzati por su temática y por su forma.
Como decíamos al principio, es posible que al leer muchos de estos relatos surja la inevitable pregunta: ¿son alegóricos? Júzguelo el lector. Para Buzzati parece que se trataba sólo de una simple «gota de agua que de noche sube por la escalera. Tic, tic, misteriosamente, de peldaño en peldaño. Y que por eso —precisamente— tenemos miedo.»

miércoles, marzo 14, 2007

La defensa siciliana, Alejandro Luque

IV Premio Alfonso de Cossío de Relatos Cortos. Algaida, Sevilla, 2006. 205 pp. 14 €

Salvador Gutiérrez Solís

Músico, periodista, ensayista, poeta, narrador..., no cabe duda de que el gaditano Alejandro Luque, en sus treinta y pocos años, no ha perdido el tiempo. Y si tenemos en cuenta de que no se trata de ese tipo de autor multidisciplinar, tan abundante en nuestro tiempo —artistas gustan de llamarse, que es más renacentista, culto y elevado—, que lo roza todo, pero que no toca realmente nada, más certera es la apreciación: Alejandro ha empleado muy bien su tiempo, y todo lo que emprende no lo roza, se funde en un profundo abrazo. Su entrega más reciente, La defensa siciliana, es un espléndido libro de relatos, ocho en concreto, de manufactura certera, arquitectónicos en sus estructuras, sutiles en sus definiciones y vibrantes en cuanto a los personajes que se asoman y deambulan por ellos. A La defensa siciliana, empleando un símil futbolístico, no la entrenaría Capello, resultadista y rocoso. Esta defensa no es de patadón y catenaccio: miman al balón —y de paso al lector—. Es un libro certero en el sentido que cada uno de los ocho cuentos que componen La defensa siciliana son mundos concretos, historias con punto y final, universos absolutamente definibles, que se pueden entender y justificar en su unidad, sin dañar o lastimar la totalidad. Cada cuento funciona individualmente, y cumple con las siempre estrictas reglas del relato a rajatabla, y aunque pueden ser entendidos como piezas de un gran puzzle —todo el libro—, no pierden su identidad. Es decir, se podrían independizar del gran hogar familiar, sin que los padres desheredaran a sus hijos. La defensa siciliana es un libro arquitectónico ya que cuenta con un nexo común, o nexo superior, que articula y compartimenta todos los espacios. Normalmente, nos solemos encontrar con libros de relatos que no dejan de ser autoantologías del propio autor, ya que se emplean como un cajón desastre donde caben ese cuento que publiqué en un periódico, ese otro con el que gané un premio o aquel que se me quedó huérfano y abandonado en un archivo de word que raramente se extiende sobre la pantalla del ordenador. Esta ordenación arquitectónica la podemos encontrar desde la primera cita con la comienza el libro, del majestuoso jugador de ajedrez Raúl Capablanca, en donde reflexiona de los riesgos del juego, de la derrota y del comportamiento que ha de mantener el buen jugador.
Es La defensa siciliana un hábil catálogo de la sutileza, de la insinuación, de lo mucho que se dice tras una frase inconclusa, de los silencios que esconden gritos manifiestos. Personajes que van proyectando su pasado, y su presente, mediante ligeras pinceladas, hasta que el nítido retrato se representa sobre la historia. Alejandro Luque nos muestra un amplio catálogo de personajes, niños con especiales habilidades, amantes atrapados en un extraño juego de coincidencias e iniciales, mayores que se abrazan a sus recuerdos, escritores repudiados por el éxito, dotándolos todos de su propia personalidad, rebosantes de pasión y vida, pura vida. La defensa siciliana desprende el aroma de un atardecer junto al mar, la mirada sepia y melancólica de quien se asoma a su pasado, el murmullo de una barra de bar. Ocho historias elaboradas con esa artesanía que es tan difícil encontrar en estos tiempos de prisa y clonación.

martes, marzo 13, 2007

Ojos de agua, Domingo Villar

Trad. del autor. Siruela, Madrid, 2006. 180 pp. 16,90 €

Julián Díez

De un tiempo a esta parte, el elemento costumbrista ha terminado por convertirse en el eje fundamental de buena parte de la novela policiaca. Este tipo de literatura ha estado de siempre ligada al entorno, sea en términos de denuncia o como parte de su intríngulis argumental. Pero esa tendencia, a mi juicio, se viene acentuando últimamente merced a la aparición de los que podríamos llamar “los detectives de representatividad regional”. El número uno es, a mi juicio, ese tremendo comisario Salvo Montalbano de Andrea Camilleri, mimetizado con el paisaje y el paisanaje siciliano. Pero también tenemos el detective sueco, el detective griego, la detective rusa...
Bebiendo de manera nada oculta de la fuente de Camilleri —al que incluso cita—, Domingo Villar nos presenta a un muy satifactorio detective gallego, Leo Caldas. Tranquilo, reflexivo, levemente amargado y, en resumen, muy gallego en sus comportamientos, Caldas aparece por primera vez en esta novela de lectura fluida y apacible. Desde esta presentación, Villar tiene el acierto de colocar a su lado un personaje que le sirva de contrapunto, el detective Rafael Estévez, de carácter pendenciero e impaciencia aragonesa, decididamente inadaptado —y, posiblemente, inadaptable— a los modos de hacer gallegos. Del contraste de ambos surgen algunos de los momentos más agradecidos de la novela. Caldas suma otras características adicionales de interés, como el hecho de que participe en un programa de radio con un envanecido presentador, que engrosa la sensación de que Villar tiene preparado un sólido escenario para la serie.
A cambio de este fluir costumbrista, la novela peca de lo mismo que algunas de las de Camilleri —algo que no le pasaba casi nunca al modelo que a su vez guiaba al italiano, Vázquez Montalbán—: una cierta endeblez en el aspecto puramente detectivesco del relato. La forma en que se resuelve el misterio puede ligarse de manera directa a una corazonada de Caldas, apoyada en la investigación sobre el uso de un producto de consumo bastante cotidiano como el formol, que se emplea como agente asesino. Dado que la lejía utilizada de la manera en que se hace en la novela produciría efectos similares, y que puede comprarse formol casi en cualquier droguería un poco grande, puede entenderse que la línea de investigación seguida al respecto con éxito por Caldas resulte un tanto inverosímil.
Salvo su resolución, el desarrollo caso en sí, por lo demás, resulta bastante interesante. Se sigue la muerte de un saxofonista, integrante de un grupo de jazz y profesor, en circunstancias francamente macabras. El caso llevará a los investigadores a los ambientes homosexuales de Vigo, descritos sin sensacionalismo, y nos permitirá conocer a algún secundario con potencial para posterior desarrollo. Libro en sí poco ambicioso, Ojos de agua (que hace referencia al color de los ojos de la víctima) está escrito con un estilo funcional pero solvente, se cierra con un sentimiento de satisfacción, y deja el decidido deseo de conocer posteriores aventuras de Caldas, para las cuales esperemos que Villar depure las debilidades de esta primera novela.

lunes, marzo 12, 2007

El día que fue ayer, Julio Espinosa Guerra

Mago Editores, Santiago de Chile, 2006. 168 pp. 10 €

Miguel Baquero


Hace apenas unos meses, nuestros telediarios se abrían con la noticia de la muerte de Augusto Pinochet. Hace más de treinta años, nuestros padres se estremecían con la noticia del golpe de Estado en Chile, con las imágenes de la Casa de la Moneda humeante, con la fotografía de Salvador Allende, armado con una metralleta de mano y sin más protección que un pequeño casco, dispuesto a plantear la última batalla...
Julio Espinosa nació en Chile en 1974, apenas un año después del levantamiento militar. Autor de varios libros de poesía, El día que fue ayer es su primera novela y en ella nos habla sobre el golpe o, por mejor decir, sobre las secuelas del golpe, y no tanto sobre los miles de exiliados, torturados, represaliados que el sangriento cuartelazo produjo, como sobre la impresión que todo ello dejó, y todavía perdura, en los chilenos supervivientes. Aunque por las páginas de la novela desfilen personajes “vivos” cuyo latir sentimos y cuyas emociones nos son cálidas y cercanas, estos personajes, sin embargo, parecen ceder su protagonismo a los ausentes, a los desaparecidos, a los que cayeron en los primeros días del golpe o a los que fueron cayendo, en un vil goteo, en las semanas, meses, años siguientes. Esa presencia grave de los que faltan, de las víctimas, planea sobre toda la novela, por encima de los supervivientes, marcando su ritmo de vida, sus decisiones, su cordura...
En El día que fue ayer se nos dibuja un sentimiento tan viejo como el hombre pero, pese a todo, tan poco descrito, de tanta dificultad literaria, como es la vergüenza de sobrevivir, la culpa que inunda a quienes han logrado escapar de los acontecimientos mientras otros, siempre los mejores, han caído en la vorágine. Un sentimiento de casi imposible descripción pero que impregna toda la novela y condiciona a todos los personajes, como a la joven que, por miedo, colaboró a identificar elementos izquierdistas y que acaba, presa de los remordimientos, perdiendo la razón (convirtiéndose así, también ella, en una víctima más, en el desecho humano que envidiaba), o como el joven que, eludiendo por mera suerte la captura, logra llegar a un país extranjero del que, corroído por la infamia de haberse salvado, nunca retornará a Chile. Una culpa que, en diferentes grados, pero culpa al fin, parece salpicar a todos: a quienes mataron, por supuesto, pero también a quienes salvaron la vida. Sobre todos ellos, los ausentes, los desaparecidos, alzan sus voces desde el fondo del mar.
En este sentido, es importante volver sobre el dato de que Julio Espinosa nació en 1974, un año después del golpe, es decir, que pertenece a una generación “nueva”, en todos los sentidos, forma parte de esos chilenos que ahora surgen a la vida y se apropian de la voz, esos chilenos que empiezan a pisar las viejas calles de lo que fue Santiago ensangrentada. Y aunque, al amparo de esto, le hubiera sido muy fácil a Espinosa hacer una obra política, inflarse a clara de huevo y escribir luego una epopeya sobre los buenos y los malos que arrancara el aplauso fácil del público, tal como ocurre en nuestro país, Espinosa, sin embargo, busca hacer de su novela una obra honda, amplia, fundada en la nobleza y la humanidad que hubiera podido quedar entre las ruinas. En el día que fue ayer no se retorna al pasado en busca de piedras que arrojar en una lucha presuntamente eterna, no se cae en ningún momento en el revisionismo; antes bien, Espinosa nos habla sobre un sentimiento que une y que no entiende de partidos: el sentimiento de soledad que afecta a quienes quedan. Espinosa no busca reabrir juicios; nada más (nada menos) busca describirnos ese tiempo, ayer de su país, mañana de cualquier otro, en que sólo los muertos pueden llamarse inocentes.
En ningún momento, en fin, ha tratado Espinosa de enzarzarse en un juego estúpido sobre quién escupe más lejos, sino que ha tratado, como un día dijo Azaña, de verter sobre los campos «paz, piedad y perdón». Ojalá les vaya bonito, a Espinosa y a los jóvenes chilenos a quienes ha llegado el turno de enfrentarse a la historia; ojalá que en aquella nación de tan extraña geografía no ocurra como en esta vieja piel de toro, en que, pese a cuanto en su día pudiera parecer, finalmente nos resulta imposible librarnos de nuestro lastre y echar a andar hacia el futuro.

viernes, marzo 09, 2007

Kafka en la orilla, Haruki Murakami

Trad. Lourdes Porta. Tusquets, Barcelona, 2006. 592 pp. 24 €

Ángeles López

«Más, quiero más...» Ese es el estado anímico que sobreviene al terminar cualquier libro de Murakami. Como si se emergiera de un trance, una vez concluida la historia es cuando sus personajes te visitan para convivir contigo hasta tal punto, que resulta imposible sumergirte en otro libro durante varias semanas. Con avidez te descubres persiguiendo al malquerido Tamura en el rostro de cualquier niño que viaje en un vagón de metro; escucharás a Nakata en la esquina de una tarde charlar amigablemente con un gato siamés en el umbral de una celosía; rogarás al cielo que lluevan caballas o sanguijuelas y desearás tener un amigo bibliotecario transexual que te esconda en una cabaña cuyo balcón conecta con un pliegue en el tiempo.
La última novela del escritor del país flotante es un aparato de inverosimilitud construido a través de una búsqueda que es al tiempo una travesía... Una odisea ucrónica en donde aspectos del pasado se pueden transformar en algo actual, e instantes presentes se conjugan no sólo en pretérito sino también en futuro. Esta vez su protagonista no es un varón de treinta y tantos, amante del jazz, el alcohol y el cine negro. Se trata de un quinceañero huído de casa, sin más compañía que un alter ego invisible llamado Cuervo. Rebautizado como Kafka Tamura, el adolescente huye de un padre cuya sombría maledicencia le ha llevado a predecir, edípicamente, que matará a su progenitor y se acostará con su madre y su hermana, desaparecidas cuando el niño contaba cuatro años. De forma paralela, asistimos al relato del anciano Satoru Nakata que perdió sus recuerdos y parte de su inteligencia durante un coma colectivo durante la Segunda Guerra Mundial... Pero, a cambio, adquirió el preciado don de hablar con los gatos. Las dos historias no llegan jamás a converger por tratarse de los polos opuestos de una misión fatal que tiene que ver con una metafísica puerta, de la que ambos son llave y cerrojo.
Por su imaginería le conoceréis... Así, planteados estos mimbres narrativos asistimos al cumplimiento metafórico de la profecía, al más puro estilo de la factoría Murakami: a través de la presencia de felinos, largas disertaciones literarias, metamorfosis, suicidios, exploración de traumas, continuas masturbaciones, descubrimiento del sexo en brazos de mujeres maduras... Pero, en medio de tanta esquizofrenia resulta curioso advertir cómo el lector se busca a sí mismo a través de la deserción del pequeño Kafka Tamura, bajo el que se esconde un herido Antoine Doinel.
Con una prosa lavada, a fuerza de ser dolorosamente sencilla, huye de los habituales artificios del suspenso. El narrador es pasivo y muchos de sus argumentos se antojan absurdos, pero, pese a todo, se establece una corriente irresistible hacia cala renglón de la historia porque no es una ficción traposa y sí un bosquejo «imposiblemente posible». Como si de un híbrido literario entre Los cuatrocientos Golpes y Terciopelo Azul, se tratara.
Hacia el final del libro, en lo profundo de un bosque, Kafka Tamura se topa con dos soldados del ejército imperial que durante la guerra se introdujeron en un gusano espacio-temporal porque no podían soportar su destino de matar o morir. A partir hebras del inconsciente del narrador, asistimos a una novela que contesta a la incapacidad de vivir, a la apatía, el aislamiento, la angustia, la cólera y el sordo dolor.
Desde hace algunos libros lo de Murakami ha dejado de ser un secreto parar convertirse una verdad a gritos: que es un escritor de culto, uno de los mejores de nuestro tiempo. Nadie debería perder la oportunidad de leerle, y poder vivir una temporada instalados en su escéptica “raritud” de la que muchos desearíamos no regresar.

jueves, marzo 08, 2007

Encyclopédie. El triunfo de la razón en tiempos irracionales, Philipp Blom

Trad. Javier Calzada. Anagrama, Barcelona, 2007. 464 pp. 22 €

Sofía Rhei

«La verdadera historia de la Encyclopédie comenzó con una pelea a puñetazos». Si nos encontramos con esta frase al abrir un libro (es el comienzo de uno de los primeros capítulos), podemos pensar que existen dos posibilidades: una, que se trate de un pirotécnico libro de divulgación pseudocumental, acaso entretenido pero escasa o defectuosamente argumentado, o dos, que estemos ante uno de esos ensayos que da gusto leer, y que se convierten en algo más que un ensayo. Afortunadamente, este libro es un excelente ejemplo del segundo caso, llevando a cabo una eficaz una indagación en el contexto y los procesos que dieron lugar a la elaboración de la enciclopedia francesa, y apuntando las repercusiones de la obra en aquel momento histórico. El interés de Philipp Blom por los proyectos de recolección del universo no es reciente, y su historia del coleccionismo To have and to hold se ha convertido en un volumen de referencia.
Aquí, el autor ha optado por hacer una selección equilibrada entre la ingente cantidad de material recolectado que se adivina al trasluz de las páginas, optando por una trama en la que se mezclan historia pública y privada, datos de archivo, comentarios filológicos, anécdotas y citas, sin abusar de ninguno de estos métodos. El ensayo comienza con un completo prólogo, que podríamos llamar panorámico, y que además de servir como enumeración de todos los proyectos enciclopédicos anteriores, es capaz de sumergirnos en los matices históricos fundamentales de la cuestión: lo que empezó siendo el proyecto de traducir la obra inglesa de Chambers tomó su propio camino sembrado de dificultades. Tras el prólogo, el autor nos lleva a las entrañas del París de la época con una rápida y eficaz mezcla de datos y sugerencias visuales que marca el ritmo narrativo, en el que se engarzan los retratos de situaciones y personas sin que decaiga el ritmo. Cada capítulo se inicia con una verdadera entrada de la Encyclopédie y con una reproducción de una de sus láminas (no necesariamente correspondientes), y la presencia de citas de la obra original acompaña al texto sin hacer que este pierda amenidad, sino todo lo contrario, puesto que los fragmentos escogidos para su reproducción o su resumen dicen mucho más de lo que parece, cuando no resultan chocantes, inesperados, o son francamente divertidos. No este el caso de la cita siguiente, perteneciente al artículo ABEJA, que más bien podría calificarse de profética: «Los zánganos son más pequeños que la reina, pero de mayor tamaño que las abejas obreras; […] se alimentan sólo de miel, en tanto que las obreras comen cera sin elaborar. A la salida del sol, estas últimas salen para su jornada de trabajo, mientras que los zánganos lo hacen mucho después y se limitan a retozar alrededor de la colmena, sin trabajar. […] La única utilidad de los zánganos es fecundar a la reina. Y, una vez lo han hecho, las obreras los persiguen y los matan.»
Las maneras de decir y no decir cobran una relevancia inevitable en un contexto en el que la carrera del saber corría tan pareja con los intereses religiosos y políticos. Blom nos cuenta la historia de las ideas que iban naciendo o siendo rescatadas, templándose a la luz de las velas, tomando su propia forma y mezclándose con otras, casi como si se tratase de formas biológicas de expansión inevitable.
A la cabeza de ese barco en aguas turbulentas nos habla de la fascinante figura de Diderot, entusiasta hombre del renacimiento con una gran cultura científica, histórica y literaria, que sin embargo tuvo una vida marcada por la persecución, el encarcelamiento, y la desgracia familiar de perder a sus tres hijos. Gran parte de la redacción del primer tomo de la enciclopedia, del que Diderot solo escribió casi la mitad, se llevó a cabo en prisión, pero este hecho, lejos de desanimar al joven erudito, dio lugar a situaciones como la siguiente: «Durante el primer mes de encierro en el calabozo de la torre del castillo, no le habían permitido tener ningún material de escritura. Y había improvisado una pluma con un mondadientes y tinta con vino y hollín, con los que había compuesto una “Apología de Sócrates” en los márgenes de unas Obras de Milton que tenía consigo».
Hay, sin embargo, otros personajes menos conocidos que aparecen en estas páginas reivindicados por el punto de vista contemporáneo: Malesherbes, el censor que no sólo no censuró la obra a pesar de las fuertes corrientes de oposición a ella, sino que protegió físicamente volúmenes y archivos en su propio despacho más adelante, cuando el proyecto tropezó también con el Parlement; el abbé Edme Mallet, que con sus irreprochables pero plomíferos artículos sobre religión quizá se llevó más clientes de la iglesia que los que acercó a ella (es fascinante la sugerencia de Blom de encontrar en él un San Manuel Bueno en versión erudita), y el Chevalier Louis de Jaucourt, que escribió 40.000 artículos («la mitad de las entradas de los diez últimos volúmenes»), a tiempo de salvar la enciclopedia, sufriendo además pérdidas económicas personales. El autor consigue que estos y los personajes históricos más conocidos (Rousseau, Madame de Pompadour, Grimm, el gran amigo de Diderot y de Louise d’Épinay, Montesquieu y Voltaire, etcétera) cobren vida gracias a luminosas descripciones de su aspecto y carácter y de la inclusión de anécdotas siempre reveladoras: los encuentros, desencuentros, amistades, rivalidades e intrigas de estos personajes consiguen atrapar a quien lee.
La idea que subraya Philipp Blom es la capital importancia que en el desarrollo posterior de los acontecimientos franceses y europeos tuvo el trabajo de los enciclopedistas. «Diderot, el hijo de un cuchillero, y D’Alembert, adoptado por un cristalero», quisieron dibujar una idea de progreso material que pasaba necesariamente por las técnicas, por las máquinas y por los oficios, como paso necesario para el progreso espiritual. Sin embargo, la neutralidad científica, lejos de ser percibida como un intento de objetividad, se interpretaba como una declaración de intenciones muy concreta que conllevaba agresión al sistema religioso y al político. Así pues, la Encyclopédie es un importante eslabón histórico entre todos aquellos que desembocaron en la toma de la bastilla, pero, sobre todo, es una de las piezas de otra cadena, que une sus tomos unos con otros desde la antigua Babilonia y la antigua China sin tomar más armas que las tablillas, las plumas o las imprentas: la defensa del conocimiento por sí mismo.
«A pesar de sus ideas progresistas, de su anticlericalismo y de sus críticas a las políticas oficiales, muy pocos de entre los enciclopedistas tuvieron un papel activo en la revolución, con la notable excepción de Alexandre Deleyre, que votaría a favor de la muerte de Louis XVI. Esto se debió en parte a razones generacionales —la mayoría de ellos tenía sesenta o setenta años cuando la revolución estalló—, pero fue asimismo un problema de orientación. Los enciclopedistas pretendían la evolución, no la revolución».

miércoles, marzo 07, 2007

El anarquista de las bengalas, Santiago Montobbio

March Editor, Vallbona de les Monges, 2005. 165 pp. 13,70 €

Román Piña

El azar ha querido que el mismo día que terminaba de leer Las vírgenes suicidas, estupenda ópera prima de Eugenides, un amigo me recomendase la novela de Arto Paasilinna Delicioso suicidio en grupo, Arcadi Espada publicase un extenso artículo sobre el papel/deber de la prensa en el tratamiento de los suicidios, y me metiese en un cine a ver Las vidas de otros, gran película alemana en la que un director teatral represaliado por la Stasi de la RDA en 1984 se cuelga en su casa.
Si uno de los grandes temas de todo arte es la muerte, deberíamos estar acostumbrados e inmunizados ante su presencia en forma de suicidio. Y también ante el suicidio por defecto, por omisión. Pues de hecho el arte, y muy en especial la poesía, es un típico recurso terapéutico para vencer la tentación de quitarse uno la vida, una herramienta útil para aplazar esa decisión traumática. A veces uno escribe para consolarse, para fabricarse muletas con que andar por la depresión o la melancolía, pero a veces también uno escribe al borde de la muerte, sin tonterías.
Leyendo los poemas recogidos en el libro El anarquista de las bengalas, de Santiago Montobbio, he creído estar leyendo una novela autobiográfica marcada por el convencimiento de que no vale la pena suicidarse, porque la muerte y la vida seguramente son la misma cosa. ¿Entonces? Entonces no nos suicidamos porque vivos al menos estamos seguros de poder escribir y leer. A Montobbio, un poeta triste, le intuimos salvado por una euforia azul, demasiado enamorado de las palabras, aunque sepa que no conducen sino a una «oscura travesía».
Onetti se identificó con el primer libro de Montobbio, Hospital de inocentes. La vida es una araña absurda, dice Montobbio, todas las mañanas nacen muertas, pero acepta que en la escritura, en buscar su nombre, quizá vive y vence la soledad y el miedo. “Huesos, miedo” son el centro mismo del poeta. Hablo de un poeta desnudo, que no juega, no inventa, no engaña, sino que se acoge a la literatura como forma de tomarle el pulso a las miserias. «Hablo en plural para fingir no estar tan solo», dice en el poema titulado “¿De parte de quién?”, y luego comprobamos que esa soledad se ha instalado para siempre. Este libro extenso nos habla de una vida gris, de un alma atormentada que declara: «el único modo en que me soporto es cuando me hiero». Ese gris no varía apenas, persiste. La voz del poeta siempre suena con el alma afectada por un resfriado. «Nos pasamos unos años creyendo que vivíamos»: hay una alusión permanente a la juventud perdida. Pero un poeta solo puede ser poeta siendo joven, aclara Motobbio en “Limbo”, la tercera parte de este volumen que consta de cinco. «Yo sólo sé escribir por amor y mientras baila un miedo». Más adelante cree que dejó de ser poeta como dejó de ser joven, pero que ahora escribe «garabatos, muertes, agujeros», para creer salvarse. Discrepamos: se salva. Tanta tristeza es soportable en tanto en cuanto Montobbio es capaz de sublimarla por la belleza, por la imaginación, por su audacia verbal. Un rostro de tortuga le recuerda a una mujer. Es apenas un rastro de humor en este océano de dolor.
Hay luz en la poesía de Santiago Montobbio. No molesta tanto egotismo, porque se evidencia necesario, no impostado. El suicidio se descarta porque «alguien desde lejos intenta que yo aún crea que tengo que vivir». En fin, este libro me ha impresionado, por la belleza y la libertad que esparce en tantos versos, escritos con el corazón mordido.