lunes, julio 31, 2006

Hasta que te encuentre, John Irving

Trad. Carlos Milla Soler. Tusquets, Barcelona, 2006. 1.015 pp. 29 €

Pedro A. Ramos García

No nos engañemos: Hasta que te encuentre no es un libro cómodo para irse de copas o bajárselo al bar y echarle un vistazo mientras desayunamos. Este libro, escrito por John Irving y publicado por Tusquets, es de los que hacen lomo (como les gusta decir a los editores), son 1.015 páginas y eso sí que llama la atención.
Si nos atrevemos a abrirlo, no nos sentiremos decepcionados. Dentro encontraremos una prosa aguda, llena de ritmo y una fina ironía irlandesa que empapa las descripciones y los personajes. Es una road movie en el más amplio sentido de la palabra. La trama es muy sencilla: seguimos a Jack desde que tiene cuatro años hasta que llega a convertirse en un actor de éxito. Le seguimos literalmente, la palabra elipsis parece haber desaparecido del diccionario de John Irving, porque insiste en mostrarnos paso a paso la evolución de este huérfano (en muchos momentos, la madre parece más una hermana). De esta manera, vamos con Jack a un internado, asistimos a sus primeros escarceos, etc. pero hay, en mi opinión, dos momentos que destacan sobre el resto de la novela. El primero, cuando Jack, con cuatro años, viaja con su madre, tatuadora de profesión, en pro de un padre organista y mujeriego. Su objetivo, el de la madre, no es encontrarle sino que tenga presente lo que hizo. El segundo momento importante es cuando Jack, convertido en un actor de éxito (llega a ganar un Oscar, premio muy valorado por el público de EE.UU. y que sirve para vender entradas de cine en el resto del planeta aunque la película carezca de sustancia) repite aquel viaje. No es que el resto desmerezca, pero el paralelismo entre estos dos viajes y lo que se nos desvela provoca que se nos fijen estos momentos y no el resto de la novela que, en manos de cualquier otro plumilla, no pasaría de la categoría de «cúmulo de anécdotas y demasiadas biografías», pero que gracias a la prosa de Irving nos mantiene despiertos toda la noche y sólo nos damos cuenta cuando el amanecer se cuela por la ventana. Salimos del trance: ahí están las cuatro paredes, la lámpara encendida, el ruido de los primeros coches en despertar…
Si afirmo que la única diferencia insalvable entre cine y literatura, dos armas que John Irving ha demostrado saber manejar, es la extensión, imagino que muchos puristas del séptimo arte y otros tantos literatos se llevarán las manos a la cabeza, pero el cine, comercial o no, dura un hora y media aproximadamente (es lo que hay, lo siento por los puristas), pero ¿cuánto dura un libro? Éste tiene 1.015 páginas, recuérdenlo cuando lo estén disfrutando. Por supuesto, la idea no es mía. Se la escuché a un maestro que quizá lea estas líneas.

viernes, julio 28, 2006

El turista excepcional, Ramón Gómez de la Serna/Hermenegildo Sábat

Libros del Zorro Rojo, Barcelona, 2006. 32 pp. 9,95 €

Villar Arellano

La mirada es lo que distingue a un turista cualquiera de un turista excepcional, la capacidad de sorprender la vida en el justo instante transgresor, de descubrir paisajes excepcionales en el borde doblado de los mapas, de desoír los consejos del guía y, girando la cabeza hacia el oeste, contemplar un amanecer diferente. La mirada del viajero es la clave para transformar una estampa convencional en una singular y genuina visión.
También la mirada es lo que distingue a Ramón Gómez de la Serna. Sintética, certera, ingeniosa y divergente, su visión del mundo capta momentos únicos, situaciones humorísticas que abren la sonrisa e invitan a la metáfora y al símil. El genial maestro de la literatura breve ofrece aquí una perspectiva inédita de algunos de los más típicos destinos del viajero convencional —transformado aquí en viajero excepcional— Pisa, París, Pompeya, Londres...

Hermenegildo Sábat, artista de origen uruguayo, ha dedicado su vida al periodismo gráfico. Desde sus viñetas ha recorrido la actualidad mundial como testigo excepcional de lo inaudito. Para atravesar las páginas de este libro decidió armar al protagonista con una cámara de fotos. Así, apostado a la derecha de cada página, el turista contempla —nos muestra— selección de monumentos universales. La espontaneidad es el principal rasgo de estas ilustraciones que apenas esbozan al viajero y resuelven con mayor precisión, con grandes manchas de acuarela, los escenarios visitados.
Gladys Dalmau de Ghioldi, nuera del escritor, es quien ha proporcionado este texto sencillo pero rebosante de sugerencias y evocaciones que adquiere una especial relevancia gracias a un estupendo trabajo de edición.
La colección Historias microscópicas de Libros del Zorro Rojo es una propuesta de lectura especialmente atractiva para los amantes de libros personales, que se resisten a las clasificaciones. Por eso es difícil definir si este álbum, esta pequeña delicia estética, es un libro de viajes, un cuento, un manual... si es un libro infantil, juvenil o dirigido al público adulto. Su principal encanto es que escapa a las clasificaciones. Gustará a quien guste soñar y pondrá una chispa de lirismo en cualquier plan de lectura (o de vacaciones).
Y es que, como dice Ramón, «ser un turista cualquiera no vale la pena», y para muestra, esta hermosa rareza.

jueves, julio 27, 2006

Doble mirada: Edición conmemorativa del 40 aniversario de Alianza Editorial

Alianza, Madrid, 2006. 10 € c.u.

Ficciones, Jorge Luis Borges; El jugador, Fiodor Dostoyevski; Poemas y canciones, Bertold Brecht; La metamorfosis, Franz Kafka; El lobo estepario, Herman Hesse; El señor de las moscas, William Golding; Tristana, Benito Pérez Galdós; El malestar de la cultura, Sigmund Freud; Muertes de Perro, Francisco Ayala; El corazón de las tiniebles, Joseph Conrad.

1.
Marta Sanuy

Muchos, a la hora de elegir qué vamos a leer, nos fijamos antes en la editorial que en el autor; somos los que averiguamos pronto que una buena editorial era la mejor guía, la que nos recomendaba las lecturas fundamentales, aquellas que nos iban a cambiar. Lamentablemente no hemos vuelto a tener garantías tan rotundas como entonces, cuando tanto las necesitábamos porque éramos lectores nuevos y desnortados. Alianza Editorial, y en concreto la pionera colección Libro de Bolsillo (que todos identificamos por sus siglas en el lomo, LB) fomentó el vicio de la lectura mucho más de lo que puedan pretender mil programas educativos y campañas de animación. Estos diez libros que se vuelven a editar con un precio módico, y con esto repiten en Alianza un acierto, son un reencuentro con diez títulos imprescindibles, obvios: seguro germen de muchos nuevos lectores. Se vuelven a publicar en su formato original pero en tapa dura. En las portadas, vuelven a lucir las ilustraciones de Daniel Gil. Mírenlas después de terminar la lectura y reconocerán la capacidad de síntesis de un genio.
Felicidades a todos aquellos que todavía no leyeron estos diez magníficos libros por todo lo que van a viajar, a sufrir, a pensar, disfrutar y a averiguar. Felicidades también a quienes los reencuentren, podrán degustar el renacimiento de aquellos ejemplares frágiles y con las páginas amarillas, se han metamorfoseado como su esencia requería en sus clónicos robustos, hermosos, de mejor papel. En edición de lujo, como merecía la ocasión.

La primera vez que lei El corazón de las tinieblas me sentí glotona, no me gusta leer las novela de un tranco y a la velocidad de los rayos salvo que carezcan de interés. Aunque aun no he averiguado como defenderme de ese magnetismo de Conrad que me transforma en una lectora compulsiva, he intentado analizar sus estrategias. Joseph Conrad lleva hasta el límite el pacto con el lector, todos sus narradores cuentan a una audiencia atenta a la que el lector se suma: con Conrad pronto dejas de leer para seguir escuchando, formas parte de un grupo que escucha. En El Corazón de las Tinieblas, uno de sus intensos libros, escuchamos un viaje de iniciación, es un viaje largo y dramático a través del rio Congo, su protagonista persigue una voz, la de Kurtz, y un centro remoto en el nacimiento del rio, navega hacia una obsesión tan fértil que inspiro nada menos que Apocalipsis Now, y es que nunca ha inspirado Conrad películas mediocres, Alien también parte de una de sus novelas La línea de sombra. No menos impresión me causo entonces Kafka y su Metamorfosis. Citamos habitualmente a Don Juan y a Otelo, son arquetipos, sin embargo Gregorio Samsa, el protagonista de La metamorfosis, el modelo más cercano al hombre contemporáneo, no ha logrado ser popular. Mejor fortuna tuvo el nombre de su creador, convertido en adjetivo imprescindible durante tanto tiempo que terminó vaciándose de contenido, ¿qué tema no hemos despachado con negligencia pedante diciendo que es "kafkiano"?. La metamorfosis es una metáfora exacta de nuestras impotencias, no intenta ser verosímil, todo en esta obra es subjetivo, exagerado e irreal, tan familiar y ajeno a un tiempo que cada lectura es diferente y todas nos conducen a la perplejidad. En El señor de las moscas logró Golding sintetizar sueños y pesadillas, los condensó en símbolos e impulsos primordiales: el fuego, la fiera, la sangre, la guarida, la necesidad mutua, el ascenso a la montaña, la autoridad, la espiral en una caracola, el odio y el robo del fuego para restituirlo a su origen, el lugar del que lo sustrajo Prometeo. Tomó William Golding el miedo y la fuerza, la fragilidad y la memoria y los hilvano en una historia sencilla: un avión se estrella en una isla, los supervivientes son niños. Nos narra el autor los hechos en un estilo directo, sólo hay descripciones y diálogos, y vamos averiguando como se organizan, como colaboran y se enfrentan, como regresan a un tiempo primigenio y unos mantienen encendida la llama de la civilización, la hoguera es la única esperanza de que les rescaten, mientras los otros descubren el placer de la caza, de la sangre y el barro. El gran mérito de Golding consiste en invertir el tiempo. El sueño del progreso nos muestra su antípoda, todas las metáforas funcionan al revés en el difícil retorno al pasado de la especie que sólo unos pocos autores se han atrevido a abordar, Alejo Carpentier en Los pasos perdidos o Conrad también lo contaron prodigiosamente. El conocimiento es la única posibilidad de salvación: solo las lentes de Piggi sirven para encender el fuego, pero la fuerza y la violencia se van imponiendo como la única manera de vivir el presente. Aunque no todo lo que publico Alianza me gustaba entonces, recuerdo haberle tenido bastante manía a Freud, me parecía omnipresente y no lograba entender que todos los conflictos se explicaran recurriendo a algún suceso sexual traumático y olvidado. Me reconfortó Giovanni Papini cuando en un cuento de Gog hace que su protagonista le regale a Freud una escultura de Edipo y que este, conmovido, le confiese que siempre quiso ser autor de ficciones pero todo el mundo le tomaba en serio. Ahora reconozco que sin Freud no se puede pensar, que tiene esa fuerza que solo consiguen unos pocos y sus análisis han pasado a nuestro lenguaje, es conocido por todos y a todos nos afecta sin necesidad de haberlo leido .
A Galdós llegué a través de las películas de mi paisano Luis Buñuel, hasta entonces sólo supe de Don Benito que le llamaban “el garbancero”, gran error haberle subvalorado. Benito Peréz Galdós es un gran novelista sobre el que merece la pena volver una y otra vez, Tristana es una feminista avant la letre, un personaje que proyecta cada entusiasmo con tanta intensidad que cada pocas páginas se va metamorfoseando, la novela es el espejo de una época y sus limitaciones, pero sobre todo es un mecanismo perfecto, Galdós sabía algo que hoy muchos ignoran; crear una estructura.


2.
Care Santos

Uno de mis primeros recuerdos como lectora tiene que ver con el vértigo, con el miedo a caer al vacío.
Mi primera librería de cabecera, la entonces aún modesta Robafaves, ocupaba un local estrecho y alto en la calle Santa Teresa, de Mataró. El lugar estaba atestado de libros que crecían en vertical, como los cumulonimbos. Para acceder a los que estaban más altos, lo empleados —y, al parecer, sólo ellos, un dato que yo desconocía— utilizaban escalas de gato. Una de las colecciones que pervivía en las alturas era Libro de Bolsillo, cuyos títulos llamaban mi atención como a las polillas las luces. Tendría yo unos doce años, mucha curiosidad y un cierta temeridad derivada de la injustificada fe en mis inexistentes cualidades físicas. Por eso no dudaba ni por un momento en encaramarme a las escalas en busca de tesoros bajo el techo de mi librería, y me molestaba enormemente que al instante apareciera uno de los empleados —algunos de los cuales siguen siendo mis libreros de cabecera— para controlar mis movimientos.
De aquellos anaqueles altísimos, y siempre bajo la mirada severa del odioso vigilante, recuerdo haber extraído mi primer ejemplar de las Ficciones de Borges —la portada me hizo suponer en un primer momento que se trataba de un libro de psicología o de medicina— pero la primera línea —que entonces ya «cataba» in situ, antes de adquirir el libro, una costumbre que sigo practicando— despertó en mí un interés inmediato: «Debo a la conjunción de un espejo y de una enciclopedia el descubrimiento de Uqbar». También mis primeros Dostoyevskis —entre los que no se encontraba El jugador— salieron de allí. Como El lobo estepario, de Hesse, en esta misma edición que ahora revivo, sólo que menos señorial, más sufrida, más modesta y más a mi alcance. En suma, Herman Hesse exactamente como yo lo necesitaba.
«Contiene este libro las anotaciones que nos quedan de aquel hombre, al que, con una expresión que él mismo usaba muchas veces, llamábamos el lobo estepario», me reclamó la novela en la primera línea. Pienso ahora por qué motivo: no es, precisamente, una frase anticipatoria, ni con gancho, ni siquiera brillante. ¿Qué debía de saber yo de Hesse a los 12 años? Ni siquiera creo que su nombre me sonara de nada. En mi casa, nadie había leído jamás a Hermann Hesse. ¿Sería que en la portada se anunciaba el Premio Nobel conseguido por el autor, y yo era tan ingenuamente dada a creer en las fajas de los libros? ¿Sería que leí en su contracubierta que se trataba de la vida novelada de un escritor y yo entonces leía vidas de escritores como otras generaciones leyeron vidas de santos? El caso es que la historia de Harry Haller, su protagonista, y —sobre todo— de los secundarios —Hermine, María, el saxofonista Pablo—, me fascinaron. Tanto que después ningún otro Hesse estuvo nunca a la altura de aquel primero, excepto, acaso, Lecturas para minutos, también en Libro de Bolsillo y también en las alturas de mi librería. Esa novela fue también responsable de mis primeras audiciones de Mozart, en ese laberinto plagado de puertas sin cerrojo que es siempre la literatura.
El jugador, muchos años después, también llegó en la edición de LB, cuando volví a ella en algunas etapas de mi vida —por ejemplo, cuando me quedé en paro en 1992— y se agradecían tanto buenas ediciones a precios asequibles. Es ésta una novela —yo entonces no lo sabía— que Dostoyevski dictó presionado por las prisas —y por un contrato leonino— de su editor. La taquígrafa era Anna Griogorievna Snitkina, la que muy pronto se convertiría en su esposa; la mujer que tivo, además, el privilegio, de mecanografiar esta novela y también Crimen y castigo. Hay una biografía de Ricardo San Vicente que cuenta todo esto, pero también Juan López-Morillas lo apunta en el prólogo de esta edición, de la cual es responsable. Después de saber, pues, que estamos en manos expertas, sólo me queda apuntar lo que ya casi todo el mundo sabe: que en esta historia reflejó Dostoyevski su pasión por el juego, que le atormentaría toda la vida y también su arrebato por una mujer llamada Polina Prokofievna. Sólo el nombre de la chica que la inspiró ya da ganas de leer la novela.
Los Poemas y canciones de Brecht nunca cayeron en mis manos en esta edición, pero celebro haberla incorporado a mi biblioteca. Para escribir estas breves líneas he vuelto a asomarme al estilo narrativo y directo del autor alemán, que parece emocionarme más conforme pasa el tiempo. Una perla, como muestra:

Yo, Bertold Brecht, vengo de la Selva Negra.
Mi madre me llevó a las ciudades
Estando aún en su vientre. El frío de los bosques
En mí lo llevaré hasta que muera.


Son los cuatro primeros versos del poemas titulado Balada del pobre Bertold Brecht. Por cierto, se cumple este año el cincuenta aniversario de su muerte en Berlín. Para quien quiera celebrarlo como lector, me permito recomendar una edición alternativa a esta tan hermosa: Más de cien poemas, una edición de Siegfried Unseld en Hiperion.
Y dejo para lo último a Ayala, a quien también llegué, muy tardíamente, por esta edición. Aunque reniego de los homenajes oficiales, no me parece mala ocupación para este verano darse a estas Muertes de perro reeditadas. Novela de dictador, crítica con el poder y con la condición humana en la que el estilo conciso de su autor se conjuga con su ojo crítico.
Y, hablando de homenajes, aquí queda patente el nuestro hacia una colección en la que todos aprendimos a leer. El lector memorioso y agradecido sabrá perdonar el exceso de texto —qué queréis, con semejante material— de la entrada de hoy. Vale.

miércoles, julio 26, 2006

La propia muerte, Peter Nádas

Trad. Adan Kovacsics. Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2006. 76 pp. 12,00 €

Fernando García Calderón

En ocasiones, la ignorancia depara gratas sorpresas. Como enfrentarte por primera vez, y sin los prejuicios de la información, a una obra de un autor húngaro llamado Péter Nádas. De otra cosa no sabré, pero de autores húngaros contemporáneos… tampoco. Yo no había leído una sola página de este hombre. Ahora conozco de él lo que cualquiera descubriría en un diccionario enciclopédico suficientemente actualizado o en la camisa de su último libro (nacido en Budapest en 1942, 13 títulos en su haber, candidato al sacrosanto Premio Nobel, vive apartado del mundanal ruido), y algo más: los detalles de su infarto de miocardio. La propia muerte relata el proceso que llevó a Péter Nádas a estar muerto. O a acercarse mucho a esa frontera, túnel de luz incluido.
Hay quien opina que los escritores que se zambullen en sus propias vivencias se miran tanto el ombligo que acaban metiendo la nariz en él. Algo, a su entender, detestable. Algunos de esos escritores, sin embargo, tienen la vista y el olfato tan desarrollados que saben rastrear dentro de sí mismos, como sabuesos, hasta desentrañarse. Éstos suelen entregar al editor mamotretos de notable valor humano y literario. No es el caso de Péter Nádas. La propia muerte es un libro de valores notables, incluso sobresalientes en pasajes concretos, pero pequeño como él solo. Apenas 76 páginas. Una ridiculez que sitúa el precio por página en más de 25 pesetas (perdón por mi anticuado patrón de medida). Aun así, merece la pena pagarlo.
Nádas ha efectuado, en tan corta travesía, un demoledor análisis fisiológico y mental. Sin sensiblería ni moraleja, sin cantos a la segunda oportunidad, sin complacencia al lector, se esfuerza en un único objetivo: describir con exactitud la situación extrema, sus percepciones y razonamientos. «La conciencia despojada de las percepciones físicas ve en el mecanismo del pensamiento su último objeto», subraya. Y para lograr tan complejo propósito se pertrecha con armas infalibles: la paciencia, tan extraña en la literatura de este siglo, y la concisión. El resultado es un texto que nadie calificaría de autocomplaciente o terapéutico. Me inclino a opinar, más bien, que éste obstruye las arterias. Aun así, afrontaría de nuevo el peligro de su lectura.
Nádas comenzó su andadura literaria en 1967. Antes había sido reportero fotográfico. Ha escrito novela, relatos, piezas teatrales y hasta guiones de cine. Cuentan que su infancia y adolescencia, barridas por las muertes de sus padres, han marcado su obra. Sus referencias bibliográficas hablan de dos textos decisivos para la literatura de esa Europa intra y pos-comunista, El final de una saga (1977; editado en español por El Aleph en 1999) y Libro del recuerdo (1986; Seix Barral en 1998). Acumula premios y reconocimientos. Nada de eso se vislumbra en La propia muerte. No hay pasado en este libro. Ni triunfos, ni regímenes autoritarios, ni clandestinidad, ni lucha. Tan sólo un escritor de cincuenta y un años empeñado en terminar de corregir unas galeradas en un día cálido. Tan sólo un ser humano empeñado en relatar la parada de un corazón y su circunstancia. Su discurso resulta original hasta en el tratamiento de los aspectos más trillados de estos trances. Una prueba: «El olvido no tiene cabida en la intemporalidad. A falta de mejor fórmula, se suele decir que en el instante de la muerte el hombre repasa los hechos de su vida haciendo el recorrido a la inversa. Para ser sinceros, no repasa nada. Eso sí, ve con claridad…».
Poseedor del grupo sanguíneo CL+ (crítica literaria positiva) que distingue a los miembros del colectivo Banda aparte, reservo mis dotes de persuasión para lo mejor de la obra: su final. Pocos finales menos rimbombantes y más adecuados habré leído. Lo silabearé, para resultar convincente. Re-co-men-da-ble. Tanto que asumiría el riesgo de prestar el libro a quien desee ahorrarse los 12 euracos.

Nota para los amantes del dato que se defiendan con el húngaro o el inglés. Hay una página web que informa con cierta extensión de Péter Nádas y su literatura:

martes, julio 25, 2006

Encuentro con la narrativa dominicana contemporánea, Rita de Maeseneer

Iberoamericana-Vervuert, Madrid-Frankfurt am Main, 2006. 261 pp. 19,80 €

Guillermo Ruiz Villagordo

¡República Dominicana! ¡Santo Domingo! Seguro que te acaban de venir a la mente playas paradisíacas de arena fina y agua cristalina, palmeras descomunales y un infinito horizonte azul. Pues debes saber que ése no es más que un escenario parcial, manipulado, diseñado para turistas, localizado principalmente en el norte de la isla. El resto del territorio, incluida la capital, es una mezcla de pobreza y calmadas ansias de vivir y sobrevivir, ya sea para comer, ya sea para crear.
Pero no te sientas decepcionado. Si eres un lector curioso, tienes toda una narrativa desconocida que descubrir. Curioso y aventurero, habría que añadir, ya que la mayoría de libros dominicanos están encerrados dentro de la isla, faltos de una mínima estructura de distribución, por lo que hay que tener cierta maña para localizarlos y hacerse con ellos. De modo que para encauzar con habilidad tus esfuerzos es preferible tener una mínima idea de qué buscar, y dejar aparcado de momento el problema del dónde.
Para esa tarea es difícil imaginar mejor guía que la de la profesora Rita de Maeseneer. Su recorrido por la narrativa dominicana es amplísimo incluso habiéndose centrado en las manifestaciones del siglo XX, y abarca desde nombres consagrados, como Marcio Veloz Maggiolo, a pequeñas estrellas locales, como Rita Indiana Hernández. La organización del material es temática, por lo que resulta más instructiva para quien no conozca la realidad insular. Así, tras una breve parada en la novela colonial se da paso a la más frecuentada dedicada a ese monstruo llamado Rafael Leónidas Trujillo, el dictador particular del territorio, universalmente conocido gracias a Vargas Llosa y su La fiesta del chivo. Precisamente esta novela es también analizada aquí, junto a alguna más de autores dominicanos reconvertidos en ciudadanos estadounidenses y escritores por tanto en lengua inglesa, como Julia Álvarez y Junot Díaz, y de autores haitianos, como la exquisita Edwidge Danticat, que sirven de conveniente contraste, en particular al tratar un hecho histórico fundamental, aún presente en la memoria colectiva: el “Corte” de 1937, la matanza de miles de haitianos “ilegales” por orden del supremo Trujillo. El sentimiento de culpa por tan deplorable hecho aún se rastrea en la narrativa joven reciente, en la que el antihaitianismo trujillista da lugar una rehabilitación no exenta de curiosidad del “hermano” de la otra medio isla. Y es que Haiti no deja de ser un pedazo de África pura en tierras americanas, que destaca frente a las posibilidades de progreso, aunque difícilmente cumplidas, de República Dominicana.
El recorrido continúa en una segunda parte dedicada a distintas visiones del campo y la ciudad, con el momento estelar que representa la novelita urbana inaugural La estrategia de Chochueca de Rita Indiana Hernández, y a la inmigración de dominicanos a la cercana e “imperial” Puerto Rico en busca de unas expectativas de futuro más sólidas. En este último caso se recurre de nuevo a una visión “extranjera”, la de escritores puertorriqueños, como Ana Lydia Vega, para dotar de más matices el estudio. La tercera y última parte es un seguimiento de la presencia musical tan característica de Santo Domingo en su narrativa, a través de uno de sus representantes principales: el bolero. Como curiosidad, señalar que una de las novelas analizadas, Sólo cenizas hallarás de Pedro Vergés, fue finalista del Premio Nadal en 1980, y es fácil de encontrar en librerías de viejo.
Pero lo que acaba de darle más valor a este intenso y atractivo trayecto es que la visión de la autora, aún siendo apasionada, no es parcial, sino desprejuiciada y con frecuencia teñida de una sutil ironía que se agradece a cada página. Es frecuente que el estudioso admire tanto el tema de su tesis que todo le parezca maravilloso y sin mácula, de donde el lector termina por no creerse ni una de sus palabras como no lo haría del gurú de una secta que le fuese ajena. Por contra, De Maeseneer no duda en criticar los puntos flojos de los libros que examina, sin dejar de ser consciente de que en una novela, además de lo fundamentalmente literario, puede importar también lo que contiene de histórico o social, o incluso lo que con sus defectos muestra de una tendencia que se respira en el aire y no acaba de tomar forma artística plena por una u otra razón.
Así que ya sabes. Tú, que sueñas vivir el Caribe con intensidad, tienes aquí una puerta de entrada alternativa al paraíso... y al infierno.

lunes, julio 24, 2006

Memoria del miedo, Andrew Graham-Yooll

Libros del Asteroide, Barcelona, 2006. 238 pp. 17,95 €

Hilario J. Rodríguez

En algunas entrevistas, el escritor Primo Levi recordaba cómo sus hijos le prohibían hablar en casa acerca de su experiencia como prisionero en Auschwitz. Buena parte de su obra gira en torno a aquel acontecimiento, que cuarenta años después le empujó a suicidarse. Fueron cuarenta años de silencio compensado por la escritura, por la búsqueda de palabras que le ayudasen a explicar qué había sucedido. Una condena similar, no obstante, la arrastramos todos de una u otra manera. Queremos buscar un modo de narrar nuestro pasado, de fijarlo para que ciertas cosas no se repitan nunca, para que sirvan de ejemplo a los demás o simplemente para dejar claro que hemos existido; por desgracia, resulta muy difícil. La objetividad a menudo no basta. Tampoco el rigor historicista. Como nos recuerda Andrew Graham-Yooll al hablar sobre la dictadura militar que sumió Argentina en el terror durante los años setenta, «sólo la ficción puede contar estas historias, porque impresas como testimonios parecen falsas».
Al cantante Bono le invitaron no hace mucho a dirigir The Independent por un día. Cuando se reunió con los redactores del diario, les dijo que no iban a poner ningún titular en la portada; no quería sensacionalismo. En lugar de eso, pidió que se incluyesen los nombres de los muertos por sida del día anterior en África, de esa forma evitarían la abstracción en la que suele caer el periodismo. Nada de cifras y estadísticas, sólo nombres concretos. Lo importante para el líder del grupo U2 era evitar las generalizaciones, la serialización. Memoria del miedo opera de esa manera. Para empezar, no hace una lectura pormenorizada de los antecedentes de la dictadura militar argentina de los años setenta, sin siquiera pararse demasiado en ella. La intención de su autor no es ofrecer una visión definitiva, quizás porque conoce las limitaciones que conlleva describir el horror o el pasado. Seguramente por eso se fija en algunos detalles, en cuya descripción, eso sí, su escrupulosidad es máxima, como pone de relieve una nota a pie de página en la que reconoce un error al haber descrito una prenda de vestir de un color y comprobar años más tarde en una fotografía que no era así.
El libro de Graham-Yooll está compuesto por varios capítulos independientes que van conformando poco a poco una época. Se describen los secuestros continuos, la violencia en las calles, las armas, el miedo a la vuelta de la esquina, los teléfonos sonando en mitad de la noche, los sueños interrumpidos… También se describe qué se juegan quienes intentan describir la realidad cotidiana cuando un gobierno exige que se mire hacia otra parte; el desaliento de los perseguidos; la parálisis emocional que sacude a las familias amenazadas; la deriva que provoca el exilio; la cobardía y la complicidad de la Iglesia mientras se pretende limpiar una sociedad; las desapariciones… Incluso la connivencia de ciertos países con regímenes sin respeto hacia los derechos humanos, sin escrúpulos. Y el miedo que uno se lleva para siempre, vaya a donde vaya, porque «el miedo se puede convertir en una costumbre».
Nada de lo que cuenta Memoria del miedo resulta muy ajeno en una sociedad como la nuestra, donde, pese al alto el fuego de ETA, aún hay quienes revisan cada mañana los bajos de su automóvil por miedo a saltar por los aires. Algo sabemos aquí sobre amenazas, secuestros, ejecuciones y, por desgracia, guerra sucia por parte del gobierno. Del mismo modo que Graham-Yooll describe cómo tres individuos que estuvieron a punto de asesinarle luego le pidieron disculpas y le invitaron a comer con su mujer e hijos en un restaurante, aquí hay familiares de víctimas del terrorismo que viven en el mismo edificio que los asesinos de sus seres queridos. Aunque las cosas a veces resultan absurdas, conviene recordarlas por si acaso.
Últimamente he tenido que ir varias veces al mismo dentista, un argentino que vive en España desde hace diecisiete años. En mi primera visita apenas hablé; tenía miedo. Luego, sin embargo, fui relajándome. Parecía una persona simpática. No sé por qué, le dije que acababa de leer Memoria del miedo, esperando que me preguntase cosas al aclararle que trataba sobre la dictadura militar de Videla. Pero él no comentó nada al respecto, sólo dijo que los militares «habían acabado con una pandilla de hijos de puta y habían limpiado el país». Para él, la democracia había traído la ruina del país. Me consta que fue por su profundo compromiso con la economía por lo que se vino a España, «para hacer guita», según su propio testimonio, porque uno puede aguantar la rebaja de sus libertades e incluso aceptar el asesinato de sus semejantes, jamás la rebaja de sus honorarios extrayendo muelas.

viernes, julio 21, 2006

La boca del Nilo, León Arsenal

Edhasa, Barcelona, 2006. 573 pp, 24 €

María Pilar Queralt del Hierro

Galardonada con el II Premio Internacional de Novela Histórica Ciudad de Zaragoza, La boca del Nilo remite a una insólita y remota aventura que parece haber pasado de puntillas por la historia : la expedición que Nerón envió a Egipto, en el año 61 d.C., con la doble misión de entablar relaciones con el reino de Meroe y descubrir las ya entonces legendarias fuentes del Nilo. Arsenal encomienda la tarea al tribuno Claudio y al prefecto Tito a quienes se sumará una sacerdotisa de Isis, Senseneb; el cronista Valerio, el mercenario griego Demetrio y otros muchos personajes que reproducen el mosaico de culturas que configuraba el Imperio Romano. Juntos realizarán una larga travesía y vivirán una larga y peligrosa aventura a la que no son ajenas el amor, la intriga y la ambición.
Hasta aquí la base argumental. De la novela puede decirse además que se lee de un tirón, tiene un buen fuste narrativo y la documentación historiográfica es correcta. Pero también que León Arsenal ha contado con un amplio margen de maniobra narrativa —ocupado, sin duda, con verdadera maestría— por cuanto de la expedición sólo se conservan dos breves referencias en Séneca y Plinio el Viejo.
La boca del Nilo es, pues, una espléndida novela de aventuras ambientada en el Egipto del siglo I d.C. Y, máxime cuando ha sido galardonada con uno de los más prestigiosos (aunque jóvenes) galardones de Novela Histórica en lengua castellana, aquí es donde surge un debate siempre presente en los círculos vinculados al género: ¿Cuáles son los límites de la novela histórica?
Repasando los catálogos de nuestras editoriales se aprecia que entran en el mismo saco la biografía novelada, el thriller esotérico, la narrativa ambientada en épocas pasadas...Como historiadora me gustaría decir que los límites vienen justificados por la rigurosidad documental, pero novela histórica es Ivanhoe y su medioevo tiene un cierto tufo a cartón piedra. Como escritora/lectora, me decantaría por exigir calidad en la prosa, buen ritmo narrativo y una sólida estructura argumental ambientada o basada en un momento histórico determinado. Pero, muchas novelas históricas cuentan con esas cualidades y, sin embargo, historiográficamente son un fiasco.
Me decantaré, pues, por pensar que, además, de las cualidades narrativas que toda buena novela debe tener y una base historiográfica contrastada, la virtud esencial de la novela histórica es, prescindiendo de la anécdota concreta, su poder de evocación, es decir, la capacidad de trasladar al lector a espacios y momentos lejanos en el tiempo. Siendo así, es indiscutible que La boca del Nilo ha ganado merecidamente un lugar entre las mejores y más recientes novelas históricas españolas.

jueves, julio 20, 2006

Cuentos completos, Arturo Uslar Pietri

Páginas de Espuma, Madrid, 2006. 589 pp. 29 €

Doménico Chiappe

Uslar Pietri maneja la técnica con maestría y lega estos buenos cuentos, recogidos en este ejemplar que reúne 71 relatos repartidos originalmente en cinco libros. Entre sus páginas hay relatos preciosos, algunos de los «más hermosos cuentos que se pueda leer en la vida», como dijo otro escritor venezolano, Juan Carlos Méndez Guédez, del titulado Simeón Calamaris.
Cuentos históricos, de la gesta colonial e independentista, de la ruralidad y la vida en ciudades que vivían el nuevorriquismo y el cosmopolitismo recién descubierto y mal repartido. Uslar es capaz de adoptar como personajes tanto al buscador de entierros José Gabino como a Lope de Aguirre, de quien luego Werner Herzog haría una película.
Uslar despliega su ejemplar manejo de la tensión, del erotismo, del uso de diálogos, del diseño de la estructura, del ritmo y, sobre todo, del trasfondo humano.
La literatura es lo que importa en esta colección de cuentos. La universalidad lograda en muchos de sus cuentos, a través del retrato del paraje y gentes de Venezuela, cautivará al lector en cualquier otra parte del mundo.
Del legado de Uslar importan menos las vías expresivas que abrieron sus ejercicios narrativos en Latinoamérica. Experimentador de la forma literaria, vivió su juventud en París y su madurez en Nueva York e hizo amistad con Miguel Ángel Asturias y Alejo Carpentier, con quienes entabló amistoso duelo de alquimias literarias. Arqueólogos del realismo mágico han encontrado en algunos de sus cuentos trazas de aquel movimiento. Pero la prosa de Uslar no necesita echar mano de lo posterior para publicitarse.
Tampoco interesa, en realidad, su visión política, traslúcida entrelíneas, ni la particular e infructuosa epopeya del autor, que intentó alcanzar la cima del poder republicano. El latinoamericano es animal político y Uslar Pietri tuvo durante toda su trayectoria ambición presidencial. El tiempo, afortunadamente, exime a sus letras de tal destino. El discurso solapado de su ideología existe en mayor medida en sus siete novelas, más que en sus cuentos. Todo esto importa poco porque la literatura triunfa sobre este escollo enervado por la teoría de los polisistemas. La gran mayoría de sus cuentos sobreviven al ser aislados del movimiento social y político que los engendró y de la ambición personal de Uslar.
La editorial Páginas de Espuma ha habituado a sus lectores a que, cada cierto tiempo, gocen de un mastodónico esfuerzo sobrehumano y sobreeditorial. Y entrega en librerías enormes libros de cuentistas como Fernando Quiñones o Medardo Fraile. En esta entrega de cuentos completos de Arturo Uslar Pietri, la edición corre a cargo del escritor y académico Gustavo Guerrero, quien, con la excusa del centenario del nacimiento de Uslar, realiza un arduo y complejo trabajo: Uslar estaba convencido que rescribir o corregir sus textos era una especie de traición a la historia. Así que Guerrero, para ser fiel al espíritu del autor, más que del cuento, buscó las ediciones originales, a las que cuidadosamente enmendó las erratas. El resultado se aprecia en la lectura de estos cuentos universales.

miércoles, julio 19, 2006

Fantasmas, Chuck Palahniuk

Traducción de Javier Calvo. Mondadori. Barcelona, 2006, 442 pp, 19’50 €

César Mallorquí

Como un toro en una cacharrería; así irrumpió Chuck Palahniuk en la escena literaria con la publicación de El Club de la Lucha, una afilada y brutal novela que tanto podía ser interpretada como una apología del machismo, como, por el contrario, una crítica al culto a la violencia propio de la sociedad occidental. La posterior película basada en el texto, dirigida por David Seven Fincher e interpretada por Edward Norton y Brad Pitt, logró convertir a Palahniuk en un escritor de moda. Pero sus siguiente obras (Superviviente, Diario, Asfixia, Nana, Monstruos invisibles...) no llegaron, ni de lejos, a alcanzar el impacto que supuso su primera novela.
Palahniuk es un escritor excesivo, en el sentido de que su narrativa se basa en un constante ir más allá de los límites. Su prosa, sencilla y rítmica, deviene en una suerte de pugilismo que aspira a transformar cada frase en un crochet o un uppercut, como queda patente en El Club de la Lucha con la declaración de amor de Marla a Tyler/Jack: «Me gustaría tener un aborto contigo», uno de los diálogos más espeluznantes que jamás he leído. En gran medida, la garra de Palahniuk —y Palahniuk es un escritor con mucha garra— se basa en el exceso, pero al mismo tiempo es esa vocación de exceso lo que en ocasiones acaba lastrando sus historias. A veces, ir demasiado lejos es lo mismo que no ir a ninguna parte.
Fantasmas, el último libro de Palahniuk publicado en España, no es una novela, sino un fix up; es decir, una serie de relatos cortos unidos por una historia troncal que les da continuidad, al estilo de los Cuentos de Canterbury. Así pues, el libro se divide en tres partes diferenciadas: la historia-eje (la más larga con diferencia), veintitrés relatos cortos y otros tantos poemas que preceden a cada cuento. Dado que los poemas están traducidos y la edición no incluye el texto inglés, me abstendré de opinar sobre ellos. Comencemos pues por el relato central, al que llamaremos Fantasmas (aunque no tiene nombre), y que constituye el gran error del libro.
Narrado en un estilo que oscila entre el humor negro, el absurdo y el grand guignol, Fantasmas cuenta la historia de un grupo de escritores noveles que, liderados por un anciano, se encierra durante tres meses en un teatro abandonado para redactar, cada uno de ellos, su obra maestra. Al poco el anciano muere, se acaba la comida y el grupo se entrega a una desquiciada carrera de atrocidades, que van desde la automutilación hasta el canibalismo, pasando por el asesinato, la zoofilia y la tortura. Y eso es todo. La tesis —lo que la gente está dispuesta a hacer por el éxito y la fama— queda clara desde el principio. A partir de ahí, la trama intenta avanzar acumulando barbaridades, pero lo cierto es que se estanca al cabo de pocas páginas, porque el exceso es tan desmedido que actúa más como anestésico que como revulsivo. Después de presenciar cómo los personajes se amputan los dedos, se matan entre sí o se comen viva a una chica, al lector acaba importándole un bledo lo que suceda. El relato no inquieta: irrita. Y, lo que es peor, aburre mortalmente. Reconozco que, en su momento, tuve que suspender durante unas semanas la lectura del libro, porque esa historia axial, pese a estar escrita con la mejor prosa de Palahniuk, me pareció sencillamente cargante.
Ésa es la cruz del libro; la cara la encontramos en el resto de los relatos, sensiblemente más breves —y quizá por ello mejores— que Fantasmas. Como en toda antología, la calidad varía de unos cuentos a otros, pero el nivel medio resulta más que notable. El primer relato del volumen, y también el más conocido, es Tripas, durante cuyas lecturas públicas, según cuentan, se produjeron numerosos desvanecimientos. ¿Es para tanto?... pues si te desagradan (como a mí) las vísceras al aire, sí. Auto-sexo duro y gore en estado puro.
El resto de los relatos discurren por el humor absurdo (Reflexoputa, Al ritmo de los perros), el realismo sucio (Posproducción, Sala de espera), la fantasía clásica (La caja de las pesadillas), el terror (Crepúsculo civil), el humor negro (Publicidad encubierta) o el surrealismo (Vacaciones en el arroyo, Sonado a golpes). Hay también una serie de cuentos inclasificables que, trastocando los papeles de verdugo y víctima, proponen una suerte de metáforas sobre el horror cotidiano. Ejemplos de esto los encontramos en Éxodo, que trata sobre la pederastia y la violación infantil, pero mostrando como víctima a un muñeco usado para las prácticas de primeros auxilios, o en Decir cosas amargas, que habla sobre la violencia de género presentando como verdugos a un grupo de mujeres maltratadas. Podría decirse, en definitiva, que estos veintitrés cuentos componen una especie de fresco fauvista sobre las pesadillas del siglo XXI.
En resumen, ¿es Fantasmas un libro recomendable? Pues yo diría que, a pesar de esa irritante, aburrida y larga historia central, sí. De hecho, si nos olvidamos del fix up, Fantasmas es una excelente antología de relatos cortos, sólo lastrada por su (fallida) vocación de novela.

martes, julio 18, 2006

Puig por Puig. Imágenes de un escritor, Manuel Puig

Edición de Julia Romero. Iberoamericana-Vervuert, Madrid, 2006. 450 pp. 28 €.

Óscar Esquivias

Los últimos años parece haberse reavivado en España el interés por Manuel Puig, al menos desde el punto de vista editorial: Seix Barral ha reimpreso las obras de su catálogo y ha publicado la biografía que Suzanne Jill Levine dedicó al autor argentino. El libro que comentamos hoy viene a aportar nuevo material que, hasta ahora, era desconocido o de difícil consulta: entrevistas, artículos periodísticos, transcripciones de coloquios públicos y una breve selección de su correspondencia con alguno de sus traductores.
Puig fue un narrador extraordinario, no hará falta recordarlo, que conoció el éxito en todo el mundo (en especial, a partir de la versión cinematográfica de El beso de la mujer araña, película de la que no se sentía satisfecho pero que le proporcionó miles de lectores y gran popularidad). Manuel Puig tenía el don de la palabra, de la narración: su capacidad para crear personajes era extraordinaria, sobre todo para dotarlos de voz; pocos escritores han reproducido con tan asombrosa naturalidad y brillantez el lenguaje oral y, a través de él, la humanidad de sus personajes. Boquitas pintadas, en este aspecto (en todos, me atrevería a decir), es un libro perfecto. Yo leí la novela conmovido, con una sensación inmensa de felicidad (aunque el argumento no sea muy alegre), de plenitud, de continua sorpresa. Si alguien ama la literatura y no conoce este libro, por favor, que salga corriendo a la biblioteca más próxima: Boquitas pintadas es un tesoro.
Manuel Puig era, pues, un narrador maravilloso, pero esta excelencia no la poseía como pensador o teórico, y esto queda patente en Puig por Puig, el libro que comentamos hoy. No quiero decir con esto que sus opiniones carezcan de interés, muy al contrario: dan idea de su categoría humana y de su honradez intelectual, sobre todo por la sinceridad con la que expone sus limitaciones. Puig se reconocía incapaz para el análisis político y también para el ensayo literario (de hecho, aseguraba que no leía novelas y aconsejaba a los jóvenes escritores hacer lo mismo, pues estar pendiente de la obra de los demás podía ser contraproducente para crear la propia). En un ambiente intelectual tan ideologizado como el de finales de los años 60, cuando Puig comenzó a publicar, se entiende que autores como Vargas Llosa o Cortázar lo desdeñaran y que parte de la crítica lo considerara “una especie de Corín Tellado con mayor erotismo” (así se le describió en un periódico argentino). Puig poseía, desde luego, ciertas convicciones -algunas muy polémicas- que repetía a menudo: así, la denuncia de la censura y el autoritarismo en Argentina, país del que se exilió en 1973 (en general, aborrecía la prepotencia de la fuerza en cualquiera de sus manifestaciones); su defensa del feminismo; su esperanza en una futura sociedad socialista (expresada siempre de manera un tanto ingenua y vaga, con reparos hacia el régimen de Fidel Castro); su radical negación de que exista una identidad sexual innata en las personas (“Los homosexuales no existen, hay personas que practican actos homosexuales pero un aspecto tan banal de sus vidas no debería establecer sus identidades. La homosexualidad no existe, es un invento de la mente reaccionaria”, afirma en un artículo publicado en 1990; por supuesto, lo mismo opinaba de la heterosexualidad). Manuel Puig se apasionaba hablando de cine. Es muy emocionante leer sus recuerdos de infancia: en su pueblo, General Villegas, la pantalla grande mostraba -a través de las películas de Hollywood- un mundo completamente distinto a la realidad provinciana y machista en la que se crió Puig hasta los doce años. En aquellas películas, la belleza, la justicia y la felicidad eran posibles, los malvados siempre recibían castigo y las mujeres demostraban una personalidad y un carácter inconcebibles en la Argentina rural. Puig admiraba a las actrices que le enseñaron a soñar y que le educaron sentimentalmente: Greta Garbo, Norma Shearer, Marlene Dietrich, Rita Hayworth, Ginger Rogers... De todas ellas habla con una pasión y un cariño infinitos.
Los recuerdos y opiniones de Puig sobre estos y mil asuntos más aparecen en los textos seleccionados por Julia Romero en Puig por Puig, imágenes de un escritor. Es un libro misceláneo, compuesto por aportaciones muy desiguales y algo reiterativas (hay entrevistas que -por el tono cursi que adoptan los periodistas- parecen parodias dignas, precisamente, de una novela de Puig, con conversaciones del tipo: “¿Qué es lo más importante de la vida, Manuel?” “El amor”). Junto a esto, también hay textos llenos de interés (sobre todo los firmados por el propio Puig) y multitud de datos sobre la actividad creativa del escritor. En otras palabras: es un libro para sus fans. Seguro que no somos pocos.

lunes, julio 17, 2006

Crímenes contados. Antología del relato negro en español, varios autores

Edición de Fernando Martínez Laínez. Menoscuarto, Palencia, 2006. 266 pp. 15 €

Marta Sanz

F. Martínez Laínez en los preliminares de esta antología constata el cambio operado en la figura del detective desde los orígenes del género: el filo zigzagueante que separa el bien del mal, la neblina que se cierne sobre las ideologías, subrayan el escepticismo y la impotencia de unos héroes-antihéroes que no tienen claro cuál es el sentido de su existencia ni de esos achaques que contraen a fuerza de desilusiones, chicas que no eran lo que parecían y muchos tanganazos del bourbon. Ese modelo de detective melancólico, duro y moral en el desaliño de su conducta, es el de aquel agente sin nombre que siembra cizaña en Poisonville, o el de Marlowe, especialmente en El largo adiós... Algo parecido ocurre con el Maigret de Simenon e incluso con el comisario Wallander que asiste al desmoronamiento de la socialdemocracia sueca, a causa de una globalización, que saca a la luz el infierno de los paraísos más remotos. En la versión española del género —tendente al costumbrismo y al chascarrillo, y ni lo uno ni lo otro se apuntan con acritud— también encontramos a esos perdedores que bracean, entre aguas calientes y frías, como Carvalho. Tal como apunta Martínez Laínez, en paralelo, el criminal se transforma y camina hacia el territorio de lo psicopatológico: los detectives se convierten en psiquiatras y los policías, en forenses. La sociología deja paso a la psicología y el compromiso del género negro deviene, a menudo, en el cientifismo de la doctora Kay Scarpetta —por poner un ejemplo único— o en su falsa antípoda: la magia templaria. El cambio de derrota en la mentalidad criminal, desde el racionalismo —se mataba por dinero o por ansia de poder o por algo «razonable»—, hacia las psicopatologías, liquida el entramado de la novela-enigma, porque la deducción lógica para inferir los móviles queda invalidada en el universo desestructurado y polimórfico de la mente enferma: el extremo opuesto de esta concepción lo hallamos en las novelas de Mrs. Christie donde la locura sólo es una excusa para librar al reo de la horca, porque la locura, en su universo de tramas relojeras, no puede existir. Los lectores ya no desean tampoco que Ripley se salga con la suya y ni se compadecen del verdugo porque sus anomalías monstruosas nos impiden comprenderlo: ya no es como cuando un nieto mataba a su abuelo porque el viejo lo torturaba, y el detective le abría el resquicio de la puerta de atrás. Aunque parezca que cada día los límites son más difusos, en el fondo, cada vez los compartimentos estanco se tabican con muros más compactos, y la desconfianza, el odio y la xenofobia han echado raíces en nuestro mundo y en nuestros productos culturales. Crímenes contados es una antología, que nos permite reflexionar en esta dirección y, al mismo tiempo, anula el prejuicio de que este tipo de narraciones, breves y altamente codificadas, puede leerse con un ojo abierto y otro cerrado: M. Agustí, con mano maestra, define personajes de una sola pincelada. J. Bolea escribe una historia de negocios, adulterios y burguesías rampantes, protagonizada por la inspectora Martina de Santo, un denunciante sin credibilidad, una mujer fatal que no lo parece y otra, que lo parece, pero no lo es. Tampoco se puede cerrar el ojo, con el cuento de R. Fuentes: la crueldad, los prostíbulos y las dobles personalidades, las sectas y los matones toman forma a través de un lenguaje de la violencia digno de Hadley Chase o del sheriff de las 1280 almas de Thompson, pero en el nuevo espacio mítico del corredor del Henares. El sexo duro y el humor grueso están al cabo de la calle, igual que en ese alarde de culturalismo-serie B, titulado Porno duro de M. Quinto. Giménez Barlett presenta un caso de la inspectora Delicado, en el que la química entre esta “Quijota” del feminismo —en un mundo real y literario gobernado por señores— y el subinspector, su sabio escudero, es encantadora. F. González Ledesma, el mítico Silver Kane, trenza en su cuento el amor y la muerte en una casa en ruinas habitada por gatos famélicos. El casticismo zaragozano y lingüístico de J.L. Gracia Morteo se enreda al cuello del lector como la serpiente de su relato. J. Ibáñez practica la escritura en viñetas, donde el movimiento, el color y los efectos visuales adquieren tanta importancia como un final ¿abierto?, que paradójicamente se produce en una situación claustrofóbica. Juan Madrid lleva a cabo un brillante ejercicio de concentración que subraya la violencia por efecto de la elipsis, creando una atmósfera que mete arenilla al lector por la rendija del ojo: escuece. A. Martín dibuja un mundo en el que el romanticismo mata, a través de la peripecia de un personaje que recuerda al Muss de Adiós muñeca. En el relato de Martínez Laínez, los triángulos nunca deberían convertirse en cuartetos: aunque el diccionario lo rebata, los primeros resultan mucho más armónicos. R. Reig nos instala en un ambiente, a caballo entre el negro y la ciencia-ficción, a lo Minority Report, a lo Blade Runner, pero con un acierto añadido: el del escritor que, sin aparentar tomarse en serio a sí mismo, pone el dedo en la llaga de un futuro que ya es presente. Todos los relatos se leen con facilidad, pero ninguno tiene una lectura fácil. En este libro, los practicantes del género confían en un código no gastado, para desvelar nuestras miserias, entreteniéndonos. Y ese optimismo combativo, que se concreta a través de las claves de la tradición, es un ejemplo muy de agradecer.

viernes, julio 14, 2006

Historias de Pekín, David Kidd

Traducción de Marta Alcaraz. Libros del Asteroide, Madrid, 2006. 215 pp. 17,95 €

Care Santos

«Hay ciudades que parecen soñarse a sí mismas», afirma Manel Ollé (autor del interesante Made in China, Destino, 2006) en el encabezamiento de su prólogo a este volumen, refiriéndose a Pekín, «una de esas megalópolis del siglo XXI; atareadas y vulgares, habitadas sin saberlo por sueños literarios en fuga». En escasas diez páginas, y a modo de pórtico ideal, repasa Ollé la bibliografía de aquellos autores que han prestado atención en su obra a la capital china, de Marco Polo, de quien se duda que llegara alguna vez a Calambuc —nombre mongol de la ciudad— a Boris Vian (El otoño en Pekín), Max Frish (Mi o el viaje a Pekín), Pierre Loti (Los últimos días de Pekín), Paul Claudel o la misma Pearl S. Buck de La buena tierra, «la más inluyente y leída reivención de China desde Marco Polo hasta nuestros días». Lo que todos estos autores tienen en común, siempre según el prologuista, es la enorme distancia que separa la Pekín real de la que ellos plasmaron en sus libros, a pesar de que algunos vivieron en la capital china hasta dos lustros.
El caso del libro que nos ocupa es más bien el contrario. No hay en Kidd intención de reinventar ciudad alguna. Más bien de dejar constancia de aquello que se desintegra ante sus ojos, de retener imágenes, personajes y situaciones condenadas a desaparecer en unos pocos años. Y exactamente eso hace en estas páginas, con inmenso amor y también con infinita tristeza. No hace falta decir que se trata de un autor de un solo libro. Y también de un destino paradógico y hasta cierto punto trágico, que no encontró jamás otro acomodo real que el de aquel Oriente que tanto amó y que tan bien glosó.
Me gusta imaginar a David Kidd, un chaval de Kentucky (USA) de apenas 20 años, desembarcando en la ciudad imperial en 1946 con la intención de concentrarse en el estudio de la poesía clásica china en la universidad de Yenching. Sólo eso ya le convierte en alguien peculiar. Muy pronto conoció a la que sería su mujer, Aimee Yu, una joven de la aristocracia china, emparentada con la dinastía manchú. Gracias a ese enlace, Kidd conoció —y contó— las interioridades de una clase en peligro de extinción, sus manías, sus costumbres, sus rituales, su estupefacción y también su desacomodo en un mundo que de pronto se les volvió hostil.
Resultan enternecedoras, por ejemplo, las cuitas de una de las cuñadas de Kidd enfrentada a la necesidad de trabajar como una plebeya, algo que, por cierto, hizo con enorme naturalidad. Y también los denodados esfuerzos de la familia al completo por conservar su mundo, simbolizado, sobre todo, por la antigua mansión familiar y su jardín artificial. Amparados por la delicadeza de ese espacio exterior, columna vertebral de la casa, celebran los Yu una de las últimas fiestas que se ofrecieron en la ciudad, bajo la atenta mirada de unos soldados comunistas que no entienden nada de lo que allí ocurre. No es de extrañar, por cierto, viendo el paisanaje que la familia fue capaz de congregar alrededor de sus estanques artificiales, y cuya descripción (páginas 83 a 100) constituye uno de los mejores pasajes del libro.
Asimismo, merecen la pena los personajes familiares. Todos, sin excepciones, pero en especial la tía Qin, una anciana aferrada a sus costumbres ancestrales, que ve con malos ojos cualquier aire de renovación. Por supuesto, también al marido extranjero de su sobrina Aimeé. Paradójicamente, tía Qin conocerá también uno de los destinos menos feroces de la familia, recluida por voluntad propia en un asilo, en contraste con el de Hermano Mayor, con quien la nueva coyuntura será mucho menos amable.
Las costumbres de un mundo que desaparece quedan plasmadas con brillantez en un pasaje inolvidable: aquel en el que Kidd narra la visita, realizada junto a su esposa, del templo familiar, consagrado al culto de los antepasados y, más aún, el que se refiere al terrible final del lugar, convertido en improvisada playa para bañistas urbanos (páginas 113-114). Pasajes como éste demuestran, además, el enorme instinto como contador de historias de David Kidd que, pese a no ser escritor, maneja las herramientas del oficio con sabiduría. Se comprueba en cada una de estas páginas, además, que cuando la ausencia de impostura y la sencillez se conjugan con uno de esos talentos innatos para narrar el resultado suele ser un libro como éste: arrebatador a pesar (o a causa, precisamente) de su ausencia absoluta de pretensión.
No puedo dejar de referirme al Kidd maduro y anciano. Su matrimonio fracasó en Estados Unidos, donde él nunca dejó de ser estigmatizado por haber vivido tantos años en un país comunista. Aimeé, en cambio, supo sacar tajada de su condición de renegada de Mao e instalarse en una tierra que veía a los de su condición con simpatía. Aimee murió en Estados Unidos mientras Kidd decidió regresar a Oriente, a Japón, donde dio clases en las universidades de Kobe y Osaka a la par que convertirse en un conocido coleccionista de arte. El Kioto fundó el Oomoto School of Traditional Japanese Art. Su casa, explica Ollé en el prólogo «se convirtió en lugar obligado de peregrinación para los jóvenes bohemios europeos que circulaban por Japón».
Sinceramente, espero tener ocasión de peregrinar hasta allí algún día.

jueves, julio 13, 2006

Cuentos fantásticos en la España del Realismo, varios autores

Edición de Juan Molina Porras. Cátedra, Madrid, 2006. 440 pp. 9 €

Pedro A. Ramos García

Lo que voy a contarles sucedió hace ya mucho tiempo y quizá yo no sea la persona adecuada para ponerlo por escrito, pero, si mi salud me lo permite, me gustaría contarles lo que mi amigo Juan Molina me contó en el prólogo de su libro.
Era el siglo XIX, gobernaba el Realismo, un gigante empeñado en describir de forma minuciosa las costumbres contemporáneas, y los cuentos vivían felices en las páginas de los periódicos y revistas, tanto era así que a nadie le extrañaba encontrárselos entre noticia y columna de opinión, incluso, los relatos más atrevidos podían llegar a aparecer acompañados de la crítica literaria correspondiente. Eso dice la historia. Pereda, Galdós, Valera, Alas, Pardo Bazán, Clarín… por citar algunos apellidos ilustres, pero éramos muchos más. Sin embargo, todos sabíamos que aquello no podía ser eterno. Entre nosotros había empezado a propagarse una enfermedad, rápida como la envidia en una fiesta literaria. Afectaba por igual al cuento y a la novela y tanto la novela como el cuento fueron contagiándose de aquel veneno. Todo empezó en la segunda mitad del siglo, todos conocíamos al primer infectado, pero ya era demasiado tarde.
Aquel hombre, gustaba le llamasen Gustavo, fue el más famoso de otros muchos dedicados a narrar “la irrupción de fenómenos inexplicables y subvertir la visión positivista del mundo”. Sí, querido lector, respetaban las reglas de la verosimilitud realista, pero también eran capaces de trasladar “la inquietud que anidaba en el focalizador que percibía aquellos hechos sobrenaturales. [Y] Esa inquietud acababa por convertirse, casi siempre, en miedo o terror.” Duendes, hadas, ogros, brujas, dragones; diablos, vampiros, monstruos creados por la ciencia, muertos vivientes o estatuas parlantes; empezaron a poblar nuestras historias dejando que el “gusto por lo macabro, lo reprimido o lo escatológico” se convirtiesen en el fin en sí mismo, a veces, y en excusa para internarnos en mundos ajenos al cotidiano, otras. Sí, erudito lector, muchos de estos gérmenes ya estaban en el Romanticismo, pero ¿no tenía éste un trasfondo, siendo sutiles, más… positivo? Entiendo su perplejidad. Todavía hoy me cuesta trabajo dar crédito a lo que leyeron mis propios ojos: Alarcón, Galdós, Juan Valera, Clarín, Pardo Bazán, Coloma y Blasco Ibáñez fueron los más conocidos autores que fueron contagiados por el cuento fantástico en la época en la que triunfaba la novela realista y naturalista. Siempre la historia es mucho más compleja de lo que los libros intentan transmitirnos, más compleja y viva, pues también más allá de nuestras fronteras sufrieron la misma epidemia víctimas con apellidos de difícil pronunciación en cristiano: Balzac, Dickens, Maupassant o Gogol por reducir al mínimo la muestra. Todos presentaban los mismos síntomas que he descrito con anterioridad: pretendían expresar los miedos, las frustraciones o los sueños con los que los humanos nos hemos venido enfrentando, en silencio, desde que el mundo es mundo.
Ya he dicho que estos son los más conocidos, pero hubo muchos más. Muchos cuyos nombres fueron omitidos. Por descuido, o con premeditación, sus cuentos se convirtieron en rara avis y por eso mi compañero de letras, Juan Molina, y la editorial Cátedra decidieron reunirlos en un mismo tomo, Cuentos fantásticos en la España del Realismo, con el fin de que su mal deje constancia y pueda prevenir a las generaciones venideras. Además, teniendo en cuenta que muchos de ellos iban a resultar desconocidos para un lector desprevenido, se tomaron la licencia de añadir una pequeña biografía de los autores incluidos pues, como el mismo Juan Molina dejó escrito: “Esta antología busca, además de presentar una selección de algunas de las mejores narraciones fantásticas creadas en el periodo realista, mostrar los variados caminos por los que transitó la fantasía en la segunda mitad del sigo XIX. No es, en sentido estricto, una colección de relatos fantásticos. Se recogen cuatro narraciones fantásticas que se adaptan al modelo que ha propuesto la crítica para caracterizar este género, pero también las hay maravillosas, grotescas, de ciencia ficción y oníricas o alucinatorias. Varios motivos me han guiado a adoptar esta decisión. El principal ha sido ofrecer a los lectores una visión completa y compleja de la literatura fantástica de las últimas décadas del siglo XIX.”
Siento que llega el momento de reunirme con la tierra en un abrazo estrecho y duradero. Me gustaría creer que he cumplido la promesa realizada a mi amiga Care Santos y, al menos, la próxima vez que escuchen títulos como La hierba de fuego, La muerte de Capeto (Memorias de un patriota), La santa de Karnar, La esfera prodigiosa, Año nuevo, Celín, Teitán el soberbio. Cuento de lo por venir, Cuento futuro, Historia verdadera o cuento estrambótico, que da lo mismo, Mr. Dansant, médico aerópata, La buena fama o Historia del Rey Ardido y la princesa Flor de Ensueño o el nombre de sus responsables: José Fernández Bremón, Vicente Blasco Ibáñez, Emilia Pardo Bazán, Silverio Lanza, Benito Pérez Galdós, Nilo María Fabra, Leopoldo Alas, Clarín, Antonio Ros de Olano, Juan y Luís Valera; sabrán donde pueden encontrarlos. A nueve euros, con un excelente prólogo y anotaciones que facilitan la lectura.

miércoles, julio 12, 2006

Solo con invitación: Fernando García Calderón

La noticia
Algaida, Sevilla, 2006. 376 pp. 18'50 €

Óscar Esquivias

La primera novela que leí de Fernando García Calderón (que no era, ni mucho menos, su primer libro publicado) fue Lo que sé de ti (Destino, 2002), novela que había tenido un comentario muy elogioso de Juan Ángel Juristo en el ABC. Recuerdo que el estilo del autor me desconcertó ya en el primer párrafo: me encontré con una prosa muy personal que tendía a lo artificioso. «Qué poco me va a gustar esto», pensé, temiéndome lo peor. Pero en la segunda página ya estaba seducido por el narrador y pronto mi único sentimiento era el entusiasmo (bueno, no el único: a menudo se mezclaba con la sorpresa y también con la envidia). «¿Pero de dónde ha salido este escritor?», me decía. No se parecía a ningún otro de su generación que yo conociera. Lo que sé de ti demostraba un rigor en la construcción y un riesgo en el lenguaje poco comunes en nuestra tradición literaria. Tenía la sensación de estar leyendo a una especie de Gesualdo Bufalino excelentemente traducido.
Con su última novela me ha sucedido algo similar: extrañeza inicial por el estilo y seducción casi inmediata por el riesgo formal del autor y por su prosa personalísima. La noticia tiene como estructura fundamental las conversaciones que dos hombres (Lucas y Pepe) mantienen alternativamente con una misma mujer (María). A lo largo de estas charlas el lector va descubriendo poco a poco los extraños vínculos que unen a estos tres personajes y, de paso, al hilo de sus recuerdos, recorre la historia reciente de España desde las vísperas de la muerte de Franco hasta los años 80. Pero la crónica —y la crítica— social y política quedan en segundo plano: lo importante es la madeja de sentimientos y relaciones que unía a ambos hombres con un cuarto interlocutor ausente, obsesivamente citado en las conversaciones, el nudo que une sus vidas y da sentido a la novela: Victoria Orozco, una novelista de éxito muerta en accidente de circulación.
La trama está llena de misterios y equívocos que se van desvelando gradualmente y que, como es natural, no vamos a revelar nosotros aquí. Sólo apuntaremos que toda la red de mentiras que se va tejiendo y destejiendo en La noticia tiene que ver con el misterio de nuestra capacidad (o incapacidad) para amar y para crear y también con lo que estamos dispuestos a sacrificar para conseguir alguna de estas cosas (la persona amada, la redacción de una novela). De hecho, La noticia podría haberse titulado también La mentira o El sacrificio, porque de ambos elementos se nutre.
El libro está marcado por el rigor en la construcción (el omnipresente diálogo) y el estilo poderoso de su escritura (cada palabra parece seleccionada como si fuera una tesela). No escuchamos tanto la voz de los personajes como la del autor, dividido en sus tres protagonistas. Es una voz muy personal, aplomada, digna, casi declamatoria (pese a los coloquialismos o al desenfado de algunas conversaciones). Uno tiene la sensación de estar en el teatro, casi en una obra de Racine (perdón por esta mención extemporánea), ya que García Calderón presenta el volcán de sentimientos de sus personajes con una aparente frialdad diamantina. Todos ellos padecen la condena del raciocinio, siempre son discursivos, dialécticos, incluso cuando se atolondran o se dejan arrastrar por las pasiones.
Esta llama helada que ilumina la obra de García Calderón es uno de sus atractivos. Es un autor raro, realmente singular, apasionante.


Fernando García Calderón: «Sólo rechazo los libros mal escritos»

Por los escritores que cita en sus novelas, da la impresión de que su formación debe más a las literaturas extranjeras que a la española. ¿Las lecturas de sus personajes son también las suyas? ¿Qué narradores han sido más importantes para usted? ¿Se siente cómodo en la tradición española?

-Me temo que sí, que mis personajes están sometidos a mis afinidades literarias, si bien no me siento adscrito a ninguna escuela o tendencia. Calificaría de autores importantes, para mí, a aquellos que han influido en mi formación como persona, más que en mi estilo de narrador. Desde este punto de vista, y sin meditarlo demasiado, mencionaría a Diego de Torres Villarroel, Aldous Huxley, Pirandello, Strindberg, Dostoievski, Böll. Todos ellos me permitieron, en distintas épocas de mi vida, abrir nuevos caminos a la reflexión.

Respecto a la tradición española, me siento más cómodo como lector sin pretensiones de estudioso. No voy más allá. He disfrutado con determinadas lecturas. Como lector, carezco de prejuicios. Sólo rechazo los libros que considero mal escritos.
El cine y la música también parecen haberle influido. ¿Qué debe a ambas artes?
-Mucho, y por razones divergentes. Sin el cine no habría desarrollado mi fantasía. He viajado y he madurado emocionalmente (suponiendo que eso sea posible) con el cine. La música, en cambio, marca el compás íntimo. Modula estados de ánimo. Sin el jazz no existirían algunas de mis obras.
¿Ha escrito poesía? ¿La lee?
-No, no he escrito poesía. La leo ocasionalmente. La percibo como un elemento más de la naturaleza, tan compleja y tan bella como un árbol o una serpiente de cascabel. En la poesía, las contradicciones del hombre se unen a las de ese dios (o Dios) que se dedica a fabricar mundos en seis días y un descanso.
Toda su obra denota un gran trabajo estilístico y también mucho rigor (y originalidad) en la forma. Da la impresión de que antes de comenzar a redactar una novela tiene planificada exhaustivamente la trama y conoce todos los detalles de su desarrollo, sin que haya lugar para la improvisación. ¿Es así? ¿Cómo es su proceso de escritura?
-No creo conveniente el control absoluto de la obra. Antes de comenzar a escribir una novela, paso meses estudiando la estructura que mejor se adecua a la idea de partida y a los conceptos esenciales que quiero introducir, analizando el carácter de los protagonistas, fijando las líneas principales de su argumento. Este largo proceso culmina cuando defino el tono expresivo del relato y su ritmo. A partir de ahí, me abalanzo sobre las teclas. ¿Qué queda a la improvisación, al menos parcialmente? Los personajes. No deben estar constreñidos, seguir una pauta rígida que los convierta en autómatas. Si una página ha de acabar en un parque, hay diversas formas de salir de casa y llegar hasta él. Sé que Nabokov se partiría de la risa si me oyera, pero (como es obvio para todo aquel que haya visto una foto mía o leído una de mis páginas) yo no soy Nabokov ni su reencarnación. Alguien dijo una vez que un Dios que lo comprende todo es un Dios débil. Como pequeño demiurgo, no me vanaglorio de esa debilidad.
Relacionado con lo anterior: los libros de cuentos, ¿los concibe como una unidad o les ha dado la estructura a posteriori, reuniendo obras afines?
-Mis cuentos nacen sin cortapisas previas, como obras autónomas. Cuando me planteo la génesis de un libro, establezco su hilo conductor, su fondo y trasfondo. A partir de ahí, selecciono aquellos cuentos que encajan en esa concepción. Después comienza el trabajo de reescritura, para que esas teselas engarcen en el mosaico final. En esta delicada tarea, incluso he llegado a cambiar el sexo (entiéndase como una intervención literaria, sin cirugía ni conflicto psicológico) de algún personaje.
Usted mantiene desde hace años una página web, pero no ha publicado allí nunca su diario (o blog). ¿Se lo ha planteado alguna vez? ¿Qué le parece este fenómeno?
-En una oportunidad escribí lo siguiente: “Los diarios son característicos de escritores que se hallan de regreso. Regreso de cualquier fenómeno que alcanzó el nivel de techo absoluto, regreso de la compleja nada que los astrónomos románticos denominan vacío”. Después tuve la osadía de soltárselo a Andrés Trapiello en la presentación de aquel libro. Ni que decir tiene que él no estuvo de acuerdo, pero sigo pensando igual. El diario ha de surgir de una necesidad, de un conflicto trascendente. Yo, escritor tardío, todavía estoy “de ida”, y la expresión a través de novelas y cuentos colma mis deudas personales.
En sí misma, la aparición de este híbrido de diario y diálogo que llamamos blog me parece estupenda. Cómo no. Internet, correctamente usado, es un potente sistema de información y comunicación; el blog es una de sus mejores aplicaciones, y establece una utilidad específica. El escritor del diario puede conversar con el lector, discutir sus puntos de vista, superar la barrera de espacio y tiempo que supone el papel editado.
Por último: dígame un libro que le haya cambiado la vida.
-Permítame que sean dos. Un mundo feliz, de Aldous Huxley. Con él aprendí a leer. Y La mujer zurda, de un Peter Handke muy anterior a sus actuales polémicas. Me quitó el miedo a la máquina de escribir.

martes, julio 11, 2006

Lila, Lila, Martin Suter

Traducción de Helga Pawlowsky. Anagrama, Barcelona, 2006. 352 pp. 18 €

Francesc Miralles

Martin Suter es un autor suizo muy popular en los países germanoparlantes tanto por sus columnas periodísticas como por las novelas policíacas. Su célebre Trilogía neurológica esta formada por Qué pequeño es el mundo, La cara oculta de la Luna (ambas en El Bronce) y Un amigo perfecto (El Cobre).
Su última novela pretende ser de amor, pero la intriga está presente desde su verdadero arranque. Muchas novelas tienen dos principios: el que propone el autor (y publica el editor) y el verdadero principio de la historia, aquel punto en el que el lector se sumerge sin remisión en la trama. En el caso de Lila, Lila es la segunda frase del capítulo 4. Tras un inicio de capítulo totalmente insustancial («Era una noche como cualquier otra de aquel mes de diciembre») conocemos el bar donde trabaja David Kern, un gris camarero que se enamora de una bella clienta con ínfulas de intelectual.
David encuentra el manuscrito de una novela en una mesita de noche de segunda mano que ha adquirido, y se la da a leer a la joven para impresionarla. Esta queda prendada con la narración de amor que, situada en la Suiza de los años cincuenta, empieza con el sugerente: «Ésta es la historia de Peter y Sophie. Dios mío, no permitas que acabe mal.». Llevada por el entusiasmo, manda el manuscrito sin permiso de su falso autor a una editorial, que la acabará publicando con inmenso éxito. El humilde David Kern se ve obligado a salir de gira y a pavonearse por la Feria de Frankfurt, mientras el verdadero autor de la novela está al acecho…
Un momento especialmente divertido es cuando el zoquete de David Kern se entrevista con el editor Everding, que odia la narrativa de inspiración biográfica, para hablar de la publicación del libro:

La reunión fue una catástrofe. La primera pregunta que planteó Everding fue: «¿Por qué ha escrito usted este libro?», y el joven respondió, en efecto: «Porque quería superar una vivencia personal».
Karin Kohler consiguió con cierto esfuerzo que Everding no soltara su habitual discurso sobre el abuso que significa utilizar al lector como terapeuta, cuando sucedió el segundo percance. Everding vació un poquito de ceniza maloliente de su pipa en el cenicero, grande como un plato, y dijo:
―Y, a decir verdad, la trama me parece un poco pobre.
Cuando David Kern preguntó con toda inocencia «¿Qué quiere decir eso de trama?», ella ya conocía la respuesta de Everding, aun antes de que este la hubiera pronunciado.
―Ya me imaginaba que usted no sabría lo que significa esa palabra.

Este es el tono ligero y mordaz con el que Suter disecciona el mundo literario bajo la excusa de contar una historia de amor. Porque Lila, Lila es básicamente un drama editorial. Y los motivos que empujan al protagonista a meterse en un berenjenal condenado al fracaso ―conseguir el amor de la muchacha― no es tan diferente del que mueve a buena parte de los novelistas que escriben con más o menos suerte: obtener a través del papel impreso el amor y el reconocimiento que les han sido negados fuera de los libros.
Felizmente desprovista de artificios literarios, esta novela se lee con agilidad y tiene momentos jocosos, aunque la fatalidad pende sobre el protagonista desde que da inicio a su inesperado periplo como escritor de éxito. Gustará a los amantes del entretenimiento que procuran las buenas historias sin pretensiones.

lunes, julio 10, 2006

Armas, gérmenes y acero, Jared Diamond

Plaza & Janés, Barcelona, 2006. 624 pp. 22 €

Julián Díez

Soy una persona que disfruta enormemente leyendo libros escritos por gente mucho más lista que yo y que tiene la amabilidad de compartir sus conocimientos conmigo. Esa sensación la he vivido intensamente con los dos libros que he leído de Jared Diamond, Colapso, del que ya di cuenta en estos bytes, y ahora Armas, gérmenes y acero, que es propiamente un libro anterior —está fechado en 1998, cuando ganó el premio Pulitzer—, aunque acaba de ser reeditado en una versión actualizada con un par de capítulos adicionales.
El dichoso Diamond es tan brillante que en el prólogo se permite incluso hacer un resumen del libro dirigido a periodistas, con el fin de que se reproduzca. Y que es totalmente exacto: «La historia siguió trayectorias distintas para diferentes pueblos debido a las diferencias existentes en los entornos de los pueblos, no debido a diferencias biológicas entre los propios pueblos». En un momento en el que emergían ciertas interpretaciones biológicas de la historia con posibles aplicaciones racistas, Diamond deja sentadas de manera clara las razones por las que unas civilizaciones fueron capaces de desarrollar herramientas decisivas con las que imponerse a otras —resumibles en esa trilogía de armas, gérmenes y acero: superioridad militar, superioridad en resistencia inmunológica y superioridad en tecnología— debido a condicionantes tan poco relacionados con la superioridad de unas razas sobre otras como la fertilidad del suelo, el clima, las extensiones disponibles, la presencia o no de animales domesticables en la zona, etcétera.
Al igual que en Colapso, Diamond explica sus teorías tomando una serie de ejemplos fáciles de seguir y que suponen modelos a escala del devenir de la historia humana. Y demuestra, de nuevo, una amplitud de conocimientos multidisciplinar que le permiten ver la historia no como una sucesión de hechos, sino como un proceso dinámico con sus propias lógicas internas, en ocasiones casi inexorables. En particular, Diamond se extiende en consideraciones sobre el comienzo de la civilización humana y las razones por las que originalmente los habitantes de una determinada área geográfica tomaron unos caminos y no otros. Después, se extiende en algunos casos concretos, como el muy llamativo de Japón, con su desarrollo casi «europeo» en ciertos sentidos pese a encontrarse en un entorno totalmente apartado. Todo para explicar satisfactoriamente los dos enigmas que plantea en el arranque: la pregunta que le hace un aborígen de Nueva Guinea sobre por qué no creció la tecnología en su mundo, y la pregunta acerca de cómo Pizarro, con un par de cientos de soldados, pudo dominar un imperio como el inca.
Esta pareja de libros forman, como ya dije en mi comentario a Colapso, un tándem casi inexcusable para cualquier lector contemporáneo que quiera entender por dónde van los tiros en las tendencias más vigorosas de las ciencias sociales contemporáneas. Además, son una lectura deliciosa. Sólo me queda desear que, en la línea del trabajo de Carl Sagan —con el que inconscientemente encuentro bastantes similitudes—, a Diamond se le permita plasmar sus ideas en una serie de documentales alrededor del mundo, si es que eso no ha ocurrido ya sin que haya encontrado referencias al respecto. Creo que sería un colofón memorable a su trabajo.

viernes, julio 07, 2006

Fabi, el gran extremo derecho, Joachim Masannek

Trad. Rosa María Sala Carbó. Ilustraciones Jan Birck. Destino, Barcelona, 2006. 137 pp. 7,95 €

Ángeles Escudero Bermúdez

La historia de Fabi es la octava de la saga de Las fieras Fútbol Club, que tiene a sus espaldas un bagaje de títulos interesantes como León el superdiblador —que abre la colección—, Deniz la locomotora, o Rabán el héroe por citar sólo algunos de ellos.
El hilo conductor sigue siendo el mismo que en los libros anteriores: la pasión por el fútbol de un grupo de chicos —y alguna chica, que no debemos olvidarnos de Vanesa la intrépida, que da título a la tercera entrega. Y el espíritu de estas novelas permanece también en las peripecias de Fabi. Cambian los sucesos pero los personajes se mantienen dándole a la colección la coherencia que se necesita en estos casos.
La historia de este gran extremo derecho, tal y como se nos anuncia en el título, tiene la fuerza y el gancho necesario para atrapar en su lectura. El planteamiento inicial nos da las claves para saber cómo continuará su desarrollo y eso, en los primeros lectores y lectoras, es esencial porque les motiva el hecho de saber que logran anticiparse a los sucesos. Joachim Masannek sabe, al mismo tiempo, introducir elementos sorpresa que dinamizan la narración y logran que no sea lineal sin más, lo cual podría conducir al aburrimiento, del que más que nunca hay que huir a estas edades tempranas.
La división en capítulos cortos con títulos individuales para cada uno de ellos facilitan la organización de la lectura en esta primera etapa de acercamiento a la literatura. En este mismo sentido, las ilustraciones descongestionan el texto a la vez que ayudan a visualizar a los personajes, consiguiendo hacer más atractiva la lectura para nuestros jóvenes, cuestión ésta nada trivial si se trata de animarles a la lectura. También le aporta dinamismo a la historia la forma, casi cinematográfica, de narrar las acciones. Quizás por eso se haya pensado en llevar las aventuras de estos amigos a la pantalla. Sin olvidar que los lectores pueden identificarse sin dificultad con los personajes de la novela. A esto ayuda, sin ninguna duda, el lenguaje y los términos que utiliza el autor. Conocen las palabras y sus significados, ya que para ellos no tiene ningún misterio ni el juego de ataque, ni un empate o un penalti, ni tan siquiera el gol average, sin mencionar por lo obvio que se conocen al dedillo lo que es un centrocampista, un guardamenta o un extremo derecho, como en el caso de nuestro protagonista.
Si en algún sentido se podría caer en la tentación de decir que la novela podría parecerles lejana, sólo porque los paisajes son distintos, sería un error. Claro que pueden parecerles ajenos por lo inusual de los espacios que se describen. Lejos están de poder jugar en un iglú, o de conocer el paisaje de la estepa, pero en el fondo las historias son las mismas: la amistad, la lealtad, o la familia. A la edad de los protagonistas de esta historia, que será bastante similar a la de nuestros lectores, el juego, la imaginación (que les permite volar sin despegar los pies del suelo en un P51 Twin Mustang oculto en un hangar subterráneo), y por supuesto el valor de la amistad, o el miedo a perder un amigo unen más de lo que puede separarles ninguna otra circunstancia localista. Ya tendrán tiempo de comprobar que después la vida es otra cosa y que los caramelos nunca sabrán tan dulces como en la infancia. Quizás intuyendo lo que terminará por pasar, nuestro protagonista se resiste a las nuevas situaciones aunque sean buenas para él o siempre las hubiese deseado. «No quiero que cambie nada», dice en una súplica propia de la impotencia de quien sabe, de alguna manera, que llega un momento en el que hay que dar el salto y arriesgar. Y este es uno de los valores que tiene la novela: refleja que el tomar decisiones se vuelve cada vez más difícil con la edad. En el mismo sentido es importante señalar que palpitan valores esenciales dentro de la historia, como el compañerismo o la lealtad, y que normaliza y refleja situaciones cotidianas a las que la sociedad debe terminar por acostumbrarse. Un ejemplo de esto es que la colección nos muestra modelos distintos de familias. Hay protagonistas que viven en hogares más convencionales, pero hay otros como Fabi, cuyos padres se han separado, y que vive con su madre, o Vanesa que, por circunstancias bien distintas, vive con su padre.
Y para el final he reservado constatar que en la novela no hay escenas violentas, y esto tiene doble mérito. El primero, que no todo se soluciona con el recurso rápido y efectivo, aunque equivocado, a la fuerza. El segundo, que lo consigue sin ser ñoña o alejarse de la realidad. Hay situaciones conflictivas, hay incluso lo que el grupo de protagonistas considera una traición. Pero se resuelve de forma simbólica con el despojar, a quien les ha fallado, de una sudadera que lo identifica como parte del equipo. Y aún tienen la consideración de no dejarle desnudo y aterido de frío entre el hielo y la nieve. Todo un detalle.

jueves, julio 06, 2006

Roderick Hudson, Henry James

Funambulista. Madrid, 2006. 519 pp. 26 €

Marta Sanz

Cada vez que descubro un libro de James tengo la sensación de estar leyendo a alguien de mi familia. Esta imposible coincidencia genealógica quizás se deba a que James estuvo presente en mi iniciación libresca o tal vez es que existe una sintonía de sensibilidades, aunque no creo que lo segundo sea posible sin lo primero. Siento debilidad por los estilos jamesianos: el de Otra vuelta de tuerca; el de En la jaula o Daisy Miller; el de los alambicamientos psicológicos y sintácticos de Las alas de la paloma y Los periódicos; el de los novelones, como Retrato de una dama y Washington Square; el del escritor que escribe para escritores y deja relatos, como La lección del maestro, que dan para pensar durante vidas enteras... El descubrimiento de Roderick Hudson, la primera novela de James, que aún no había sido publicada en España, constituye un motivo para afirmar que es éste uno de los novelistas más intelectualmente conmovedores de los que un lector puede disfrutar y un escritor, aprender. James escribe historias de personajes con inteligencias fuera de lo común —o quizá, no, y es que la narrativa está copada por protagonistas mediocres que nos inoculan el virus de una supuesta y generalizada necedad colectiva—, que cristaliza en diálogos sutiles y en unas turbadoras, casi obscenas sin escatología, introspecciones psicológicas. El lector de James no puede perder detalle ni comba: el autor exige una lectura que no tolera descuidos; un tipo de lectura que no se reduce a respiración relajante o entretenimiento templario. James crea sus protagonistas, acumulando movimientos de conciencia que son tan paradójicos como nosotros mismos; las reglas de la verosimilitud —o una pereza creativa e interpretativa que se ahorra esfuerzos, ya que al fin y al cabo la verosimilitud es el pacto de lo que el lector está dispuesto a aceptar, en función de lo que recibe y de una íntima creencia respecto a lo que la literatura es— impiden representar la vida tal y como ésta se produce: un cúmulo de desgracias perfectamente posibles en la peripecia existencial resulta inaceptable en la literatura, a no ser que persigamos un efecto paródico; del mismo modo, la pretensión de mímesis con una psicología deslizante, con los actos que entran en contradicción con el pensamiento, con la imposibilidad de saber cómo somos o cómo nos definiríamos, esa realidad confusa que es el ser humano, convertiría el dibujo de un personaje de ficción en algo borroso, ininteligible para los lectores. James juega con los límites del pacto narrativo y asume ese riesgo en Roderick Hudson, a través de dos creaciones soberbias: Christina Light, la bellísima femme fatale que, más allá de sus perfecciones físicas, nos deja intuir una forma de inteligencia que le permite captar cada matiz oculto y a la vez la incapacita para ser feliz, dotándola de cierta malignidad —¿o bondad?. El maniqueísmo o las simplificaciones, pese a su gusto por los contrapesos y las dualidades, no caben en la literatura de James. Junto a Christina, Rowland Mallet, a quien acompaña la voz del narrador, es un racionalista que acaba mostrando su romanticismo con su perseverancia para conseguir el amor de Mary, simétrico opuesto de la Light. El único personaje «cojitranco» es el que da título a la novela: resulta irritante, sin que el autor lo haya pretendido; el artista ególatra no parece más que un histérico y un fatuo, y no ese «hombre de genio» que James quiere retratar y en quien Mallet deposita su confianza. James, en el postfacio de esta edición, justifica su falta de acierto, por la aceleración de las acciones, que dificulta esa morosidad, que hubiese permitido dar relieve a Hudson. Sin embargo, su madre es perfecta: el paradigma de la falta de luces y de una ética protestante activa, que sólo se percata de que algo no funciona, cuando su hijo le anuncia que ha renunciado a unos miles de dólares; hasta ese momento, ella no capta la inquietud moral de una carne de su carne, a la que ama bovina y puritanamente. En Roderick Hudson, reconocemos las constantes de la narrativa de James: el arte en oposición o en sintonía con la vida; el sentido práctico, la utilidad y la sencillez de los Estados Unidos, frente a la sensualidad y las escaras de la Historia de Europa; la necesidad del dinero como condición indispensable para cultivar el espíritu; y lo más significativo en esta novela, igual que en Retrato de una dama: la confianza que se deposita en un ser excepcional para ver cómo crece... plantas procedentes de una América virgen y trasplantadas en los sofisticados invernaderos europeos, que a veces dan fruto, mientras que, en ocasiones, se marchitan, porque en cada uno de esos seres «de genio» habita una semilla de negra tristeza. Esa es la condena de la hipersensibilidad, entendida como forma superior de una inteligencia exacerbada por los estímulos del sensual y viejo continente. Henry James coincide en muchos aspectos con sus creaciones literarias, pero lo bueno es que él no se malogró.